La fiesta en el Grande Hotel Bergere estaba en todo su apogeo el sábado por la noche. A los invitados se les había servido una cena de gourmet en la Sala de cristal, y ahora se estaban moviendo por el edificio de columnas de mármol hacia el salón de baile para tomar cócteles y bailar.
Elizabeth había visto a Collin acercarse, así que rápidamente ella se había ido al aseo.
Sabía que algún día tendría que encontrárselo y mirarlo a la cara, pero estaba postergando el momento todo lo que podía. No quería pensar en lo que se le había visto con aquella bata roja.
Salió del aseo después de refrescarse, peinarse y retocarse el maquillaje y aceptó una copa de champán de un camarero muy elegante. Luego se concentró en una serie de objetos a subasta que había en el camino al salón de baile principal. Quería darles a Collin y a Reed el tiempo suficiente para que terminasen la conversación.
Hanna la miró.
– ¿Y? ¿Cómo fue la cosa anoche?
Elizabeth bajó la cabeza para mirar un objeto que se subastaba. Era una gargantilla de rubíes y diamantes. Y lo máximo que habían ofrecido hasta entonces eran diez mil dólares. Ella agregó mil dólares.
– Es bonita. Si la consigues, ¿me la vas a dejar alguna vez? -dijo Hanna señalando las joyas con la cabeza.
– Claro…
Hanna agarró a Elizabeth del brazo y la apartó de la gente.
– Entonces, ¿lo hiciste o no?
Elizabeth asintió.
– ¿Qué sucedió?
– Se me fastidió.
– No entiendo. ¿Estaba dormido o algo así?
– Me puse una bata roja muy atrevida -Elizabeth omitió la parte de la moneda, porque no quería que Hanna supiera que no se fiaba de su opinión-. Luego lo sorprendí en su despacho.
– ¿Y? -preguntó Hanna.
– Y Collin estaba allí también.
Hanna se puso la mano en la boca para ocultar su sonrisa.
– ¡No te rías! -le advirtió Elizabeth-. Me quedé mortificada.
– ¿Estabas… indecente?
Elizabeth intentó recuperar la dignidad diciendo:
– No había desnudez evidente.
– ¿Te vio el trasero? -preguntó Hanna.
– No vio mi trasero. Era una bata. Era sexy, ¡pero cubría todo lo que hay que cubrir!
– Entonces, ¿cuál es el problema?
– Que intenté seducir a mi marido, y él se marchó a una reunión con Collin -Elizabeth buscó a Reed con la mirada y lo encontró conversando con Collin.
– Oh… -dijo Hanna comprendiendo.
– Sí. Oh. Al parecer, no soy irresistible como esperaba.
Hanna preguntó:
– ¿Qué dijo exactamente Reed?
Elizabeth respondió con tono brusco, aunque sabía que nada de aquello era culpa de Hanna.
– ¿Tengo que contarte todos los detalles?
– Por supuesto. Si no, ¿cómo vamos a aprender de ello?
– De acuerdo. Dijo «Tengo una reunión con Collin. Volveré dentro de una hora. Deberías ocuparte del menú de la fiesta de aniversario» -ella estaba empezando a odiar ese menú.
– Oh -susurró Hanna.
Elizabeth miró el salón principal.
– Vayamos al bar.
– Sí -respondió Hanna.
– Hay momentos en la vida en los que una mujer, definitivamente, necesita tomar un par de copas.
Miraron hacia el salón de baile principal. Elizabeth quería darse prisa y desaparecer, pero se vio obligada a caminar cuidadosamente con su vestido de fiesta plateado.
– Vannick-Smythe… -le advirtió Hanna en voz baja.
Elizabeth miró hacia su vecina cotilla, Vivian, y ésta la vio.
– Uh… Oh… Nos ha visto-dijo.
Hanna inclinó la cabeza.
– Finge que estamos totalmente sumergidas en la conversación.
– De acuerdo.
– Me sorprende que no haya traído a sus perros -dijo Hanna, refiriéndose a los perros de raza de Vivian Vannick-Smythe.
Los dos perros estaban constantemente al lado de su ama y hacían juego con el cabello teñido de la mujer.
– Supongo que no ha podido meterlos en la lista de invitados -especuló Elizabeth.
Hanna se rió.
– Oh… Aquí viene -dijo. Luego subió el tono de su voz al nivel de la conversación-. ¿Y qué piensas del golpe político de ayer en Barasmundi?
Elizabeth rápidamente se metió en el juego.
– No creo que una mujer pueda mantener el poder en Africa Occidental -resistió las ganas de mirar a Vivian, ya que la mujer se había detenido a su lado-. Pero si Maracitu gana las elecciones, podría conseguirse cierta estabilidad en el norte, quizás inspiraría a los líderes tribales a participar en las reglas democráticas.
Hanna era presentadora de noticias en la televisión, y una persona muy interesada por la política. Elizabeth suponía que su plan era hacer que la conversación fuera lo más inaccesible posible para Vivian.
Afortunadamente, a Elizabeth también le interesaba la política mundial. Era una de las razones por las que Hanna y ella se habían hecho tan amigas.
Hanna comentó:
– No sé de qué modo podría inclinarse por el voto constitucional el gobierno…
– Bueno, ciertamente no esperaba verte aquí -dijo Vivian Vannick-Smythe interrumpiendo las palabras de Hanna.
Elizabeth levantó la vista y vio los ojos de Vivian clavados en ella. Su tono hostil la tomó por sorpresa.
– Hola, Vivian.
– Como mínimo, deberías hacer algo para que parasen las especulaciones -dijo la mujer.
– ¿Qué especulaciones?
¿Sabía alguien que estaba intentando quedarse embarazada?
¿O era que Collin había divulgado su intento fallido de seducción?
– La investigación del Organismo regulador del mercado de valores, por supuesto -dijo Vivian con un brillo de triunfo en la mirada y una sonrisa cruel-. No sé en qué anda metido ese esposo tuyo. Y, por supuesto, no es asunto mío, pero cuando el Organismo regulador empieza a investigar…
– Vivian Vandoosen, ¿no? -Hanna se abrió camino entre ambas mujeres y extendió la mano, dando la oportunidad a Elizabeth de pensar en una respuesta.
Vivian miró a Hanna.
– Vannick-Smythe -la corrigió con voz imperiosa.
– Por supuesto -dijo Hanna-. Debe de haber sido un lapsus. Ya sabes cómo son estas cosas. Conozco a tanta gente importante en mi trabajo, que a veces los otros se me pierden un poco en esa mezcla.
En cualquier otra oportunidad Elizabeth se habría reído por aquella expresión insultante hacia Vivian. Pero aquella vez se había quedado preocupada por lo que había dicho su vecina.
– Me temo que tendrás que disculparnos -dijo Hanna, agarrando a Elizabeth del brazo para alejarla de Vivían.
– ¿De qué está hablando? -preguntó Elizabeth en voz baja cuando pasaron por la fuente en dirección a la puerta del patio.
– Pensé que sabrías… -dijo Hanna-. La noticia no saldrá hasta mañana.
Elizabeth se detuvo bruscamente.
– ¿Hay una noticia?
Hanna pareció incómoda.
– Bert Ralston está trabajando en ella ahora mismo.
Elizabeth abrió los ojos como platos cuando su amiga mencionó al periodista de investigaciones más famoso de los medios de comunicación.
– ¿Es tan importante?
Hanna asintió a modo de disculpa.
– Están haciendo una investigación relacionada con tu marido y Gage Lattimer por tráfico de información confidencial de los valores de mercado de Tecnologías Ellias.
Elizabeth se quedó sin habla.
– Vamos a tomar una copa -dijo Hanna.
– ¿Cómo…? Yo no… ¿Tráfico de información confidencial? Reed jamás haría algo deshonesto, estoy segura.
– ¿Cómo es que no lo sabes? -preguntó Hanna, deteniéndose frente al bar.
El camarero uniformado estaba detrás de una fila de copas burbujeantes.
– Dos martinis de vodka.
– Reed no me lo dijo.
Hanna asintió mientras el camarero mezclaba las bebidas.
– ¿De verdad?
– ¿Por qué no me lo ha dicho?
Hanna agarró las copas y le dio una a Elizabeth mientras se alejaban.
Elizabeth agarró el pie de la copa.
¿Su marido era sujeto de una investigación por un acto delictivo y no se había molestado en decírselo?
La noche anterior él le había dicho que no sucedía nada. Que se trataba de un asunto rutinario. Aunque Collin evidentemente sabía qué sucedía.
Los empleados de Reed sabían más que su esposa. Los medios de comunicación sabían más que ella. Hasta Vivian Vannick-Smythe sabía más que ella.
¿Cómo era posible que Reed la hubiera puesto en esa posición?
– ¿Se ha acabado mi matrimonio ya? -preguntó Elizabeth con un nudo en la garganta.
– Creo que esa pregunta vas a tener que hacérsela a Reed -dijo Hanna, tratando de elegir las palabras con cuidado.
Elizabeth tomó un sorbo de la fuerte bebida. Sintió que la determinación reemplazaba a la desesperación.
– Esa no es la única pregunta que le haré.
Estaban en su ático. Los ojos verdes de Elizabeth brillaban como esmeraldas cuando se dirigió a Reed.
– ¿Cómo no me has dicho que el Organismo regulador del mercado de valores te ha abierto una investigación?
Ah, de eso se trataba, pensó Reed.
Elizabeth había estado extrañamente callada en la limusina, así que él sabía que pasaba algo. Al menos, ahora podía argüir una defensa.
Reed encendió una lámpara que estaba detrás de ellos.
– No se trata de un problema serio -dijo.
– ¿Que no es un problema serio? Están echando veinte años de cárcel por delitos de cuello blanco en estos tiempos…
– Yo no lo hice -se defendió él.
Ella sonrió.
– ¿Ya me has imaginado en un juicio, con una condena y en la cárcel? Eso sí que es un voto de confianza… -se quejó él.
– No te he condenado. Tengo miedo por ti.
– Pareces enojada.
– Estoy asustada y enojada.
– No tienes por qué estarlo.
– Oh, bueno. Gracias. Eso lo arregla todo.
– ¿Crees que el sarcasmo es la solución? -preguntó él.
Reed no tenía ningún problema en hablar del tema. Pero quería tener una conversación razonable. Sobre todo, quería ahuyentar los temores de Elizabeth de que él podía ir a la cárcel.
– Creo que la solución es la comunicación -respondió ella-. Ya sabes, la parte en que tú me cuentas lo que sucede en tu vida. Tus esperanzas, tus miedos, tus aspiraciones, tus cargos delictivos pendientes.
– ¿Y de qué habría servido que te lo contase? -preguntó Reed.
– Podríamos haber compartido la carga.
– Tú tienes tu propia carga.
– Somos marido y mujer, Reed.
– Y los maridos no se descargan de su peso preocupando a sus esposas.
– No es verdad. Lo hacen siempre.
– Bueno, este marido no lo hace. Tú tienes demasiado en qué pensar ahora mismo.
– ¿Te refieres al menú de la fiesta?
– Entre otras cosas. No tenía sentido que nos preocupásemos los dos, y no quería disgustarte.
– Bueno, ahora estoy muy disgustada.
– Deberías dejar de estarlo.
Él se iba a ocupar de ello.
Sólo era cuestión de tiempo. Pronto la vida volvería a su curso normal.
– Bromeas, ¿no?
– No es nada -Reed se acercó a ella-. Pronto se esfumará.
Elizabeth levantó la barbilla y preguntó:
– ¿Qué hiciste?
– Nada.
– Quiero decir, para que ellos desconfiaran de ti.
– Nada -repitió él con convicción.
– ¿O sea que el Organismo regulador del mercado de valores está investigando sobre un ciudadano inocente del que no se sospecha nada?
Reed dejó escapar un profundo suspiro.
Realmente no tenía la energía suficiente como para hablar del tema aquella noche. Era tarde, y aunque al día siguiente era domingo, tenía que hacer una llamada internacional a primera hora de la mañana. Quería dormir. Quería que Elizabeth durmiera también.
Ella movió la cabeza hacia un lado y preguntó:
– ¿Qué me dices de Tecnologías Ellias?
– Compré algunas acciones -dijo él, reacio-. Gage también. Su valor aumentó drásticamente, e hizo que sonara una alarma. Collin se ocupará de ello. Y ahora, vayamos a la cama.
– ¿Esa es toda la información que me vas a dar?
– Es toda la información que necesitas.
– Quiero más.
– ¿Por qué esto tiene que ser un problema?
¿Por qué Elizabeth no podía confiar en que él se ocuparía de ello? Era su problema, no el de ella. La inquietud de su mujer no iba a ayudar a mejorar la situación.
– Reed -le advirtió ella dando golpecitos con el pie en el suelo.
– Bien -Reed se quitó la chaqueta del traje y se aflojó la corbata-. Al parecer, el senador Kendrick estaba en un comité que dio a Tecnologías Ellias un contrato gubernamental muy lucrativo.
Ella achicó los ojos.
– Y creen que el senador te advirtió sobre ello… -dijo ella.
– Exactamente -dijo Reed-. ¿Estás contenta ahora?
– No, no lo estoy.
– Por eso mismo no te lo conté. Quiero que estés contenta. No quiero que te preocupes por nada.
¿Era tan difícil que ella comprendiera eso?, se preguntó Reed.
– No necesito que me protejas -replicó Elizabeth apretando los labios.
Reed se acercó y comentó:
– El médico dijo que tenías que estar tranquila.
– ¿Cómo puedo estar tranquila si mi esposo me miente?
Él no le había mentido.
Sólo había omitido una pequeña información innecesaria para que no se estresara sin motivo alguno.
– Eso que dices es ridículo -señaló él.
– ¿Es eso lo que piensas?
Notó que ella quería seguir discutiendo.
Bueno, él no estaba dispuesto a entrar en otra discusión a la una de la madrugada.
– Lo que pienso es que Collin se está ocupando del asunto -afirmó con convicción-. La semana que viene esto ya no representará nada en mi vida. Y tú tienes cosas mucho más importantes en que pensar ahora mismo.
– ¿Cómo el menú para la fiesta? -repitió Elizabeth.
– Exactamente. Y la temperatura basal de tu cuerpo -él intentó quitar peso a la conversación-. Y esa bata roja tan insinuante…
– Yo también tengo cerebro, Reed, por si no lo sabías.
¿Por qué le había dicho eso?
– ¿Te he dicho alguna vez que no lo tuvieras?
– Yo puedo ayudarte a resolver tus problemas.
– Ya les pago mucho dinero a profesionales para que me ayuden a resolver los problemas.
De ese modo, Elizabeth y él podían llevar una vida tranquila.
– ¿Esa es tu respuesta?
– Esa es mi respuesta.
Elizabeth esperó que él dijera algo más, pero Reed se sintió satisfecho de terminar ahí la conversación.
Reed fue el último en llegar al almuerzo de negocios que se celebraba en la sala de juntas de Wellington International. Gage, Collin, el magnate de los medios de comunicación Tren Tanford y la detective privada Selina Marin ya estaban sentados alrededor de la lustrosa mesa cuando él entró.
– ¿Ya has conseguido hablar con Kendrick? -preguntó Gage sin preámbulos.
Reed agitó la cabeza y cerró la puerta por detrás de él antes de ocupar su lugar a la cabeza de la mesa.
Había café recién hecho en una mesa contigua, y por las ventanas se veían los colores del otoño en el parque de abajo.
– Su secretaria dice que está en reuniones en Washington toda la semana.
– ¿No tiene teléfono móvil? -preguntó Collin.
– No pueden interrumpirlo -dijo Reed, repitiendo las palabras que le habían dicho a él.
Su expresión dio a entender a los presentes que le parecía una excusa poco válida.
Nunca había tenido problema en ponerse en contacto con Kendrick hasta entonces. De hecho, generalmente era Kendrick quien se ponía en contacto con él.
– Necesitamos que Kendrick lo niegue -dijo Trent-. Al menos, necesitamos que niegue públicamente que te ha dado información confidencial. Y yo preferiría tenerlo en video.
– Lo tendrás -dijo Reed, esperando que fuera pronto.
Era algo que interesaba a todo el mundo, incluso al senador, tenerlo grabado. Como no podían identificar a la persona que los había chantajeado, el respaldo de Kendrick era la mejor forma de parar la investigación.
– ¿Llegaste a algo con la policía? -preguntó Reed a Selina.
– Tuve una conversación con el detective Arnold McGray -ella deslizó una pila de papeles sobre la mesa en dirección a Reed.
– Han sido sorprendentemente cooperativos. Aquí está la lista de víctimas de chantaje del edificio.
– La policía está en un punto muerto -dijo Collin-. Tienen esperanza de que los ayude el potencial humano.
Reed suspiró y agarró la carta. Leyó el nombre de Julia Prentice, quien antes de casarse con Max Rolland había sido chantajeada por haberse quedado embarazada fuera del matrimonio. El de Trent Tanford por su relación con la victima de asesinato, Marie Endicott, y el príncipe Sebastian, quien también había recibido una carta de amenaza.
En el caso del príncipe, la persona que había escrito la carta no había pedido dinero, y finalmente se había probado que había sido su ex novia. Así que el incidente del príncipe no parecía estar relacionado.
– ¿Alguna conexión entre la mía y las otras dos extorsiones? -le preguntó Reed a Selina.
– Son tres amenazas diferentes -contestó ella-. Tres incidentes que no están relacionados. Tres cuentas bancarias en un paraíso fiscal cuyo rastro no se puede seguir… -hizo una pausa-. El mismo banco.
Reed sonrió. O sea que los tres podían estar relacionados. Eso les aportaba mucha más información para seguir.
– Empezaré a buscar conexiones entre los casos -dijo Selina.
– ¿Alguna idea de por qué mi chantaje fue de diez millones y el de los otros de un millón? -preguntó Reed.
Selina torció los labios.
– Ninguno de los otros pagó.
– Por supuesto que no pagamos -dijo Trent.
– Tendrías que ponerte contento -le dijo Gage a Reed-. EI tipo evidentemente piensa que eres solvente.
– Contento no es precisamente como me siento.
Él no necesitaba aquella basura en su vida. Su vida ya era bastante complicada.
– ¿Qué me dices del asesinato de Marie Endicott? -preguntó Collin, sacando el tema que habían evitado sacar.
– No me gusta nada especular sobre eso -dijo Trent.
A Reed tampoco le gustaba. Pero ignorar la posibilidad de que el asesinato pudiera estar ligado a los chantajes no cambiaría los hechos, y no reduciría el peligro.
– La policía no está dispuesta a llamarlo asesinato -dijo Selina-. Pero esa cinta de seguridad que desapareció me pone los pelos de punta. Y creo que tenemos que operar suponiendo que los casos están relacionados.
– Esa es una suposición muy grande -dijo Collin.
– ¿Sí? Bueno, yo me estoy preparando para lo peor -luego Selina se volvió a Trent y agregó-: Me pregunto si el autor del chantaje cometió un asesinato para sentar un precedente.
– Generalmente, hay dos razones para un asesinato: pasión o dinero.
– El que ha hecho el chantaje quiere dinero definitivamente -dijo Reed-. Y si obró por pasión, tendríamos probablemente otro cuerpo muerto, no más cartas con chantajes.
– Es verdad -dijo Collin.
– Pero no sabemos nada seguro -intervino Trent.
Trent tenía razón. Y Reed no estaba en una posición en que pudiera arriesgarse. Tres personas de aquel edificio habían sido extorsionadas y una estaba muerta.
Reed le devolvió la lista a Selina.
– Contrata tanta gente como te sea necesaria -dijo Reed-. Y pon a alguien para que proteja a Elizabeth -hizo una pausa-. Pero dile que mantenga cierta distancia. No quiero que nadie le hable a mi mujer sobre el chantaje -miró a todos los presentes para que quedase claro.
Todos asintieron y él se puso de pie.
Quería mantener a salvo a Elizabeth. Pero también quería que estuviera tranquila.
Cuando aquello se hubiera terminado, Elizabeth y él tenían que fundar una familia. Y, Dios mediante, aquello iba a terminar pronto.