Capítulo Siete

En el chalet, Jean Louis, el chef, se alegró de verlos. Y cuando Elizabeth vio la hermosa mesa puesta y el aroma de la comida, supo que tendrían que postergar el hacer el amor.

Se excusó para cambiarse y se puso un vestido de noche negro.

Reed estaba esperándola abajo.

– ¿Me acompañarías a la bodega? -le dijo.

Ella sonrió. Se sentía relajada, sexy y juguetona por primera vez después de meses.

– ¿Puedo confiar en ti en la bodega? -preguntó.

Reed sonrió.

– Ven y lo comprobarás.

Ella fingió dudar, pero su marido la guió por un pasillo corto que terminaba en una puerta de madera.

La escalera de piedra que había detrás de la puerta era estrecha y la luz era tenue.

Reed la agarró de la cintura mientras bajaban las escaleras.

Allí él encendió una luz, y ella exclamó, sorprendida.

– Estamos buscando la fila ocho -dijo él.

– ¿Qué estamos buscando? -preguntó Elizabeth.

– Esto -él la agarró por las caderas y la subió a una mesa antigua en medio del pasadizo.

– ¿Qué…?

Él la silenció con un beso. Se puso entre sus rodillas y la estrechó en sus brazos.

Siguió besándola. Sus labios eran suaves, húmedos, y se abrieron para ella. La lengua de Reed exploró su boca con avidez. El deseo se apoderó de Elizabeth de los pies a la cabeza.

Las manos de Reed se deslizaron por sus rodillas desnudas. Reed le besó el cuello, las orejas, los hombros, mientras ella se aferraba a sus brazos para sujetarse.

Le acarició las piernas.

– Tenía el presentimiento de que no podía confiar en ti aquí -dijo ella.

Él metió los dedos por debajo de la goma de sus braguitas y se las bajó.

– Aquí no -exclamó ella.

Ella miró alrededor, la habitación era fría y polvorienta.

– No, aquí no.

Pero él le bajó las braguitas totalmente y se las quitó. Luego se las metió en el bolsillo.

– Más tarde -dijo él con mirada ardiente.

– Pero…

Él la acalló con un dedo en sus labios.

– Estarnos de vacaciones, Elizabeth. Podemos jugar.

Reed la bajó de la mesa, y le alisó la falda.

Luego la llevó hacia la escalera de piedra.

– ¿Reed?

– ¿Sí?

– El vino.

– Tienes razón.

Elizabeth se apoyó en la sólida mesa y dejó que Reed eligiera el año y la cosecha. Si había algo que sabía su marido era elegir un buen vino.

Lo observó buscar una botella entre todas las que miró.

Era un hombre muy atractivo. Ella se excitó al mirarlo.

No pudo evitar imaginar la cama de columnas.

Pero Reed y ella tenían problemas que una noche de placer no podría arreglar. No obstante, comunicarse sexualmente no les haría daño alguno. Incluso los ayudaría. Y podría ser satisfactorio.

– Después de ti -dijo él, haciendo un gesto hacia la escalera con una de las botellas que había escogido.

Una mujer joven estaba ayudando a Jean Louis en la cocina. Esta les sirvió alcachofas y ensalada. A eso le siguió sopa de zapallo, gambas, salmón y una bandeja de quesos. Finalmente, la tarta más deliciosa que Elizabeth había comido jamás.

Para cuando retiraron los platos, Elizabeth se había quitado los zapatos y se había acomodado en un sofá de estilo Luis XV.

– Ven aquí -le dijo Reed con una sonrisa, fijando sus ojos azules en ella.

Ella se excitó de repente. Dejó la taza de café, extendió las piernas y caminó hasta donde estaba Reed.

Él tomó su mano y la sentó en su regazo. Le soltó el cabello y le besó el cuello.

Se oyeron unos pasos en la puerta y ella se puso rígida al ver a Jean Louis.

Reed le agarró la mano para que ella no se bajara de su regazo.

– No necesitamos nada más esta noche -dijo Reed al chef.

Bonne nuit, monsieur -dijo Jean Louis.

– Lo será -susurró Reed a Elizabeth cuando el chef cerró la puerta.

– Ha sido incómodo -dijo Elizabeth.

– ¿El exhibicionismo no es una de tus fantasías?

Ella se sorprendió. Las fantasías no solían ser tema de conversación en su matrimonio.

– No -contestó.

Él se rió y la besó.

– Lo tendré en cuenta.

– De verdad, Reed. No…

– Ya está apuntado… No voy a olvidarme.

– Pero…

Él la besó profundamente en la boca. Con la mano le acarició la zona de detrás de la rodilla y deslizó su mano por el muslo, recordándole que estaba desnuda bajo el vestido negro.

Elizabeth lo rodeó con sus brazos y pronunció su nombre entre besos. Él volvió a besarla apasionadamente.

Ella rozó su torso con los pechos. Sus pezones se endurecieron, eran sensibles a la tela de su vestido. Su piel empezó a estremecerse a su tacto.

Reed le agarró el trasero desnudo y se deslizó hacia su espalda, levantándole el bajo del vestido hasta las caderas. Empezó una íntima exploración y pronto ella comenzó a sudar.

Ella le desabrochó los botones de la camisa y puso la mano en su pecho, empezando a acariciarlo.

– Te he echado de menos -susurró él.

Ella asintió. Las palabras estaban fuera de su alcance en aquel momento. Sentía la suavidad de la piel de Reed, sus músculos firmes, el fuego en sus venas.

Él le acarició la pierna, la rodilla, jugó con el arco de su pie. Ella echó atrás la cabeza y los besos de Reed encontraron su cuello. Luego bajó la boca hasta su pecho. Besó sus pezones a través de la seda del sujetador.

Ella gimió.

– Te quiero -susurró Reed contra su pecho-. Estoy locamente, apasionadamente enamorado de ti.

– Oh, Reed.

– Pase lo que pase…

Reed la levantó en brazos y la llevó por el pasillo hasta su dormitorio. Luego cerró la puerta.

Las luces estaban apagadas pero la iluminación del pueblo y la luz del faro daban una cierta luminosidad a la habitación.

Reed la sentó en el borde de la cama. Luego se quitó la chaqueta y la corbata. Tenía la camisa abierta. Se agachó y se arrodilló y le abrió a Elizabeth las piernas para ponerse en medio de ellas.

Ella lo besó y hundió los dedos en su pelo. Se echó hacia delante y entró en contacto con el pecho de Reed.

Él le quitó el vestido, le desabrochó el sujetador y éste cayó entre ellos. Luego la miró y la tumbó suavemente en la cama. Él le acarició el vientre, el ombligo, el espacio entre sus pechos y los hombros.

Su boca siguió a sus manos, trazando el rastro con besos en todo su cuerpo, y finalmente la besó en la boca tirando de ella hacia él.

Elizabeth sintió el algodón de su camisa sobre su piel, su vientre, sus pechos.

El beso se hizo más profundo y ella hundió los dedos en su espalda y cerró los ojos. Se estremeció de deseo.

Luego los abrió y vio algo amarillo. Reed le extendió el brazo izquierdo y pasó uno de los pañuelos a lo largo de él.

Estaba bromeando, pensó ella. Tenía que estar bromeando.

Pero Reed se lo ató a la muñeca y, por el otro lado, a un poste de la cama.

Él movió su otro brazo y ella sintió la misma sensación. Se estremeció.

– ¿Reed?

– Confía en mí -susurró él.

Entonces se puso de pie y se quitó la camisa y todo lo demás.

Ella estaba inmóvil, sin mover el brazo. Miró el cuerpo magnífico de Reed. Tenía el pecho ancho, los hombros fuertes, los brazos tonificados, las manos hábiles.

Se inclinó hacia Elizabeth y ella tragó saliva.

Reed la situó en el centro de la cama. Puso una rodilla a cada lado de su vientre, sin poner peso sobre ella.

Le extendió el brazo derecho otra vez y le anudó un extremo a la muñeca.

No lo haría en serio, ¿no?, se preguntó ella.

Reed ató el otro extremo del pañuelo a la columna de la cama.

– Reed…

– ¿Crees que voy a hacerte daño?

Negó con la cabeza.

– ¿Crees que te haría algo que no te apeteciera?

Ella volvió a agitar la cabeza.

– ¿Confías en mí?

Elizabeth asintió.

– Bien.

Él la besó en la boca apasionadamente. Ella lo habría abrazado, pero su instinto le decía que se quedara quieta.

Él le besó la mandíbula, el cuello, los hombros. Jugó con uno de sus pezones y luego lo metió en su boca.

Elizabeth gimió y se arqueó y entonces él se ocupó de su otro pezón.

Ella se estremeció de placer.

Pronunció su nombre, pero él siguió acariciando su vientre, sus piernas, sus rodillas, hasta sus tobillos.

Luego deslizó una mano por la parte interior de un muslo y subió lentamente hasta su centro. Y ella casi se murió de placer.

Separó las piernas.

– Ahora, Reed -dijo.

Él se puso encima de ella, y entró dentro con un solo movimiento. Elizabeth dio un gemido gutural y lo rodeó con sus brazos instintivamente. Los pañuelos se cayeron y ella se dio cuenta de que no los había atado realmente. Se aferró a él fuertemente con las piernas para sentirlo.

La sensación fue abrumadora. Ella estaba ardiendo, mientras sus cuerpos se encontraban.

Sintió una sensación casi insoportable en su cerebro y en su cuerpo, un latido rápido, caliente, que irradiaba todo su cuerpo.

Gimió el nombre de Reed y apretó su cuerpo contra el de él mientras el ritmo de Reed se hacía cada vez más rápido y más violento, hasta que algo estalló dentro de ella, y la dulce miel pareció derramarse en todo su cuerpo.

Luego, su pulso volvió lentamente a la normalidad.

Reed le alisó el pelo.

– Eres hermosa.

– Te quiero -respondió ella.

Él la estrechó fuertemente y rodó con ella por la cama.

Reed le acarició el cabello nuevamente, con la cabeza de Elizabeth apoyada en su hombro.


Su viaje a Biarritz fue como una segunda luna de miel.

Caminaron por la playa, alquilaron un yate, hicieron surf y visitaron tiendas pequeñas, incluso compraron un cuadro que enviaron por barco.

Hicieron el amor todos los días y fue como volver a conocerse.

Él temía el regreso a la realidad. Había llamado a Collin, a Selina y a Devon todos los días, pero sin interrumpir el ritmo pausado que tenía con Elizabeth.

Pero sabía que se le estaban acumulando cosas en el escritorio, y que tenía que volver.

Habían anunciado lluvia.

Que lloviera. Le daba igual, pensó él. Reed imaginaba una tarde de lluvia maravillosa con su increíble esposa, dentro del chalet.

– ¿Por qué no puede ser siempre así? -preguntó ella.

– ¿Te refieres al atardecer?

– Me refiero a nosotros. A estar juntos, sin problemas.

Reed sonrió.

– Bueno, en primer lugar, nos quedaríamos sin dinero.

Ella se incorporó para mirarlo.

– ¿Sí?

– Por supuesto.

– Tal vez podríamos vender algunas empresas. O tal vez podrías contratar a un director que te las dirigiera, ¿no?

– No funciona así.

Todo en su conglomerado estaba interconectado. Y también estaba interconectado con las empresas de su padre. Wellington International corno un todo valía mucho más que la suma de sus partes.

– Entonces, ¿cómo funciona? -preguntó ella.

Reed no sabía bien cómo explicarle las complejidades de su trabajo.

– Las empresas dependen unas de otras -le dijo-. Y alguien tiene que ocuparse de toda la escena.

– ¿Y qué me dices de Collin?

– Collin tiene su propio trabajo. No puede hacer el mío también.

Ella dejó escapar un suspiro.

– Me parece que exageras. No creo que seas imprescindible. Esta semana no te han echado de menos.

– Una semana no es mucho tiempo.

Y él había estado controlando unas cuantas cosas desde su ordenador portátil y el teléfono.

– Me gusta que pasemos tiempo juntos.

– A mí también me gusta que pasemos tiempo juntos.

Alguien golpeó suavemente la puerta.

– ¿Señor Wellington?

– ¿Sí?

Reed abrió la puerta y vio a uno de los empleados de la casa.

– Una llamada telefónica para usted, señor.

– Evidentemente, debe de ser algo importante -dijo Elizabeth.

– Evidentemente -repitió él.

Había decidido tener el teléfono móvil apagado casi todo el tiempo, y le había pedido a la gente de la oficina que no se pusiera en contacto con él a través del teléfono del chalet salvo que fuera una emergencia.

El hombre uniformado le indicó dónde estaba el teléfono. Este estaba en un rincón de la habitación. Reed se sentó en una silla.

– ¿Sí?

– Reed, soy Mervin Alrick. Reed se sorprendió de oír la voz del padre de Elizabeth.

– ¿Señor Alrick?

Elizabeth miró a Reed frunciendo el ceño.

– Me temo… Me temo que te llamo para darte una noticia terrible.

El pecho de Reed se comprimió.

– ¿Sí? -preguntó lentamente.

Elizabeth lo miró, preocupada.

– Se trata de Brandon.

– ¿De Brandon?

Elizabeth se puso de pie.

– Brandon y Heather han tenido un accidente de coche en la costa.

– ¿Están bien? -Reed extendió la mano hacia Elizabeth, y ella se acercó para tomársela.

– ¿Qué? -susurró ella.

– Me temo… -Mervin carraspeó.

– ¿Señor Alrick?

– Han muerto.

– ¿Ellos?

– Ambos -dijo Mervin con voz rota.

Reed tiró de Elizabeth hacia él. Al ver la expresión de Reed, ella lo miró con miedo.

– Díselo a Elizabeth -agregó Mervin.

– Sí, por supuesto. Iremos allí lo antes posible. ¿Y Lucas?

– Está bien. Él estaba con la niñera.

– Mi avión está en Francia. Iremos directamente a San Diego.

– Sí… Bueno… -Mervin estaba intentando mantener el control.

– Lo llamaremos pronto -dijo Reed y colgó.

– ¿Reed? -preguntó Elizabeth.

Él se dio la vuelta para mirarla, y puso una mano en cada uno de sus hombros.

– ¿Porqué tenemos que ir…?

– Se trata de Brandon -dijo Reed. No sabía cómo decírselo-. Ha muerto en un accidente de coche hoy.

Elizabeth negó con la cabeza.

– ¡No! ¡No! ¡No puede ser!

– Heather ha muerto también.

Elizabeth dio un paso atrás. Seguía agitando la cabeza.

– Lo siento mucho, cariño.

Brandon era su único hermano y ella lo adoraba.

– ¡No puede ser! -susurró Elizabeth con lágrimas en los ojos.

Reed la estrechó en sus brazos. Ella se quiso soltar.

– No… No es posible… No puedo creerlo… No lo creo…

– Tengo que llamar a Collin -Reed agarró el teléfono sin dejar de abrazarla-. Él se pondrá en contacto con el jet y organizará todo.

Elizabeth dejó escapar un gemido que rompió el corazón de Reed.

– Tenemos que ir a California -dijo Reed-. Lucas nos necesita.

Elizabeth levantó la mirada y se quedó petrificada.

– ¿Y Lucas?

– Lucas está bien. Está con su niñera. Pero tenemos que estar con él.

Ella asintió. Las lágrimas corrían por su rostro sin parar. Reed rodeó sus hombros y usó la otra mano para llamar a Collin.

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