– ¿QUÉ tal fue? -preguntó Jeanne cuando Eric llegó a la oficina a la mañana siguiente. Él la miró con sorpresa y consultó su reloj de pulsera
– Son las siete y diez.
– Sé leer la hora.
– Nunca llegas antes de las ocho.
– ¿Y qué? -rezongó ella-. ¿No puedo llegar temprano si quiero?
– Gracias -dijo Eric, dejando el maletín en su mesa.
– ¿Por qué? -preguntó ella estrechando los ojos.
– No seas suspicaz. Por preocuparte lo suficiente para venir temprano.
– No puedo evitar sentir curiosidad -Jeanne se encogió de hombros-. Hannah es la primera mujer que ha captado tu atención en mucho tiempo. Parece muy agradable y me gusta. Aunque debo admitir que lo del embarazo me dejó sin habla.
– Pues ya somos dos.
– ¿Y? -Jeanne golpeó la mesa-. ¿Cómo fue?
– Bien. Me explicó lo ocurrido -titubeó un segundo; no quería desvelar las confidencias que le había hecho Hannah-. El hombre responsable ya no forma parte de su vida, por mutuo acuerdo. Está sana, encantada con lo del bebé y todo va bien.
– Va a ser madre soltera -dijo Jeanne poco convencida-. Eso es un reto.
– Es hija de madre soltera, así que tiene un buen ejemplo que seguir. Es lista y cariñosa; lo hará bien.
– No sé. Los niños siempre están mejor cuando tienen padre. ¿Tienes algún interés en asumir el papel?
– Todavía estamos en la fase de amistad -dijo él.
– ¿En serio? Habría jurado lo contrario. Dais la impresión de ser más que «amigos». No me digas que no hay chispa.
Había todo un fuego forestal, pero no iba a comentarlo con Jeanne. Además, sabiendo que Hannah estaba embarazada, no se dejaría llevar por la pasión.
– Somos amigos -dijo con firmeza-. Pretendo que las cosas sigan así. Por cierto, ¿podrías prepararme una lista de libros sobre el embarazo?
– Ya veo -Jeanne alzó las cejas.
– No te emociones. Sólo quiero aprender lo que pueda para echar una mano. Ayudarla. Como amigos.
– Seguro, me has convencido. Nada de esto es porque te guste Hannah.
– Voy a ignorarte -dijo él, recogiendo el maletín y entrando a su despacho.
– Eso no me quita la razón.
Hannah aprovechó el primer día de sol después de dos de lluvia para atacar las malas hierbas del jardín. En menos de una hora había arreglado un cuarto del arriate.
– Tengo demasiada energía -murmuró, mientras arrancaba las hierbas. Parte de la energía se debía a la mañana soleada, pero mucha era pura frustración.
Eric no la había besado. Aunque ninguna ley lo obligaba a besarla, debería haberlo hecho para agradecer el esfuerzo que había invertido en la cena. Pero no había hecho nada. Ni abrazarla, ni darle la mano, ni mirarla con deseo. Se preguntó si ya no lo atraía.
Hannah se sentó, se quitó los guantes y puso las manos sobre el estómago. El bulto iba creciendo; aún no se le notaba vestida, pero desnuda era obvio.
Soltó un suspiro de tristeza. Pensó que le habría gustado que Eric la viese desnuda, o semidesnuda. Se habría conformado con que intentara tocarle un seno. Algo. Cualquier cosa que demostrara que aún la encontraba atractiva. Antes había estado segura de que le gustaba y excitaba. Se preguntó qué había cambiado.
Era una pregunta estúpida. El cambio se debía a que estaba embarazada de otro hombre y eso había sido como un jarro de agua fría para su deseo. No era justo. Podía estar embarazada y ser un objeto sexual.
Se preguntó si esa idea lo pondría nervioso. Eric era un hombre de éxito, totalmente absorto en su profesión. Aunque trabajaba en un hospital, seguramente no tenía contacto con mujeres embarazadas. Quizá no supiera que estaba bien seguir deseándola, o quizá creyese que ella no tenía interés por el sexo.
– No puede ser algo tan simple -se dijo-. Tal vez tenga que decirle que no está mal desear mi cuerpo y pedirle que haga algo al respecto -sonrió al pensar en cómo se desarrollaría esa conversación. Era demasiado tímida para plantearla. Si no era capaz de expresarle a Eric sus pensamientos, podía darle pistas.
Nunca se le había dado bien insinuarse sexualmente, pero era un momento desesperado. No iría mal un poco de coqueteo. Empezó a pensar en formas de provocarlo sin llegar hasta el punto de darle miedo.
Sonó el teléfono. Hannah había dejado el inalámbrico en los escalones de acceso la casa, así que se levantó y fue hacia allí.
– ¿Hola?
– Hola. Soy Eric.
– Me sorprende que llames a mediodía -agarró el teléfono con fuerza y controló un suspiro-. ¿No tienes empleados a los que torturar hoy?
– Una de mis reuniones acabó antes de tiempo y decidí llamarte.
– Me alegro -le dijo. Se le aceleró el corazón.
– ¿Qué te parece cenar esta noche? -sugirió él-. Me toca invitar a mí. Tú guisaste la última vez.
Ella pensó en su plan de ataque sexy. Sería más fácil hacerlo en privado.
– ¿Por qué no pedimos la comida y comemos aquí? -sugirió-. Será más tranquilo.
– Es buena idea. ¿Qué te apetece?
– ¿Comida china?
Él no contestó.
– ¿No te gusta la comida china?
– Claro que sí. Pero puede tener demasiado sodio.
– ¿Sodio? -repitió Hannah, mirando fijamente el teléfono.
– Sí. Demasiada sal te hará retener líquidos. Conozco un restaurante que apenas usa glutamato, iré allí. Llamaré y preguntaré qué platos son bajos en sal.
– ¿Sodio? -repitió ella, antes de comprender la verdad-. Has estado leyendo sobre el embarazo.
– Efectivamente. Jeanne me buscó un par de libros y los leí anoche.
Hannah movió la cabeza. Típico de Eric, el triunfador, quería enterarse de todo. Aun así, era un gesto dulce, aunque algo retorcido.
– Bueno, que sean platos bajos en sal -aceptó.
– Te veré a las siete.
Ella colgó el teléfono y pensó en su plan. Quería estar tan sexy como para dejarlo atónito.
Hannah puso manos a la obra. Se rizó la melena para darle un aspecto artísticamente despeinado. Se maquilló e incluso se pintó las uñas de los pies de color rojo fuego. Después fue a estudiar el contenido del armario.
Elegir un modelito sensual pero no descocado era más complejo de lo que había pensado. Iban a cenar comida china baja en sal, en casa. No podía ponerse un vestido elegante. Tampoco quería nada que exigiera llevar zapatos, los pies le habían quedado muy bonitos. Unos pantalones cortos serían demasiado informales y no le apetecían unos vaqueros.
Se decidió por una falda vaporosa con estampado de flores, de bajo asimétrico. La camiseta a juego le quedaba algo apretada y tenía escote. Buscó un sujetador que le realzara el pecho, para sacarle el mayor partido posible a la talla que había ganado con el embarazo.
Descalza, perfumada y con un escote perfecto, se otorgó un sobresaliente. Eric no sabría qué hacer. Cuando oyó su coche fue hacia la puerta. Lo saludó mientras subía los escalones y lo observó mirar sus senos; el pobre estuvo a punto de tropezar. Hannah sonrió. Todo iba a salir según su plan. Al menos eso creía.
Una cena china y noventa minutos después, Hannah estaba a punto de patear el suelo de frustración. Eric había estado educado, amigable y distante hasta un punto irritante. Por más que se inclinó hacia él mientras cenaban, no le miró el escote ni una vez. Había ignorado el ligero roce de su mano, su voz seductora y su forma de escuchar cada una de sus palabras.
No sabía qué estaba ocurriendo. Por lo visto no le parecía bonita ni atractiva. Antes de que pudiera preguntárselo, él apartó el plato y abrió su maletín. Dentro había dos libros y una libreta con anotaciones.
– ¿Qué es eso? -preguntó ella, mirando la libreta.
– Tengo que hacerte algunas preguntas sobre el bebé y sobre ti -la miró-. ¿Te parece bien?
A ella le habría parecido bien que una de las preguntas fuera si podían volver a besarse, pero se lo calló.
– Claro. Pero no esperes tecnicismos. Lo he leído todo, pero sigo diciendo «cosas» y «chismes», en vez de utilizar la palabra latina adecuada.
– De acuerdo -Eric sonrió y se concentró en la lista-. ¿Has sentido al bebé moverse?
– No y lo estoy deseando. La doctora dice que es cuestión de tiempo. Pero como es mi primer embarazo, es posible que no reconozca la sensación -alzó la mano con los dedos cruzados-. Espero que sea pronto.
Él siguió con la lista, preguntándole qué tal dormía, qué comía y si tomaba vitaminas. Tras la quinta pregunta, Hannah perdió en parte su sensación de calidez.
– ¿Eric?
– ¿Sí? -preguntó él, alzando la vista.
– No eres el jefe de mi vida.
– ¿Qué?
Ella intentó sonreír, pero más bien hizo una mueca.
– Todo irá bien. Sé qué comer, cuánta agua beber, qué productos químicos evitar y qué vitaminas tomar. Cuando dejé Derecho mi calificación media era de notable. Tengo cerebro y sé utilizarlo.
Él la miró y se removió incómodo en la silla.
– Perdona -dijo con expresión avergonzada-. Supongo que intentaba tomar el mando. Es la costumbre.
– Vosotros los ejecutivos… Siempre tenéis la necesidad de controlar -se levantó y extendió la mano-. Ven. Vamos al salón y allí podrás contarme cómo ha sido tu ajetreado día gestionando el hospital.
– De acuerdo.
A ella le gustó que entrelazara los dedos con los suyos y caminase a su lado. Las cosas iban mejorando. Con respecto a sus preguntas, no podía quejarse. Quería participar y eso era más de lo que había hecho Matt.
– Cuéntame qué está ocurriendo en la oficina. Necesito oír hablar del mundo exterior.
– ¿Te has planteado que esa necesidad aumentará cuando estés cuidando de una criatura? -preguntó él, acariciándole los nudillos. Ella estaba tan absorta en su caricia que tardó en entender la pregunta.
– ¿Quieres decir que necesitaré hablar con algún adulto para no volverme loca?
– No lo habría expresado de esa manera, pero sí -replicó él, curvando los labios.
– Sé que puede convertirse en un problema. Esto podría ser algo solitario. Cuando acabe con el jardín, empezaré a trabajar en la casa. Me mantendré ocupada hasta que llegue el momento de dar a luz. Luego, cuando el bebé nazca, me reuniré con otras madres. En la clínica vi un tablero con listas de grupos de apoyo y de juego.
– ¿Y Derecho? Sé que no era tu primera opción, pero no tendrías una media de notable si no te hubiese gustado parte de lo que hacías.
– No yo… -Hannah se detuvo. Iba a decir que no le gustaba nada, pero no era cierto. Disfrutaba de algunas clases y sobre todo, de las conferencias. La más interesante la había dado una abogada que hacía trabajo legal para un centro de acogida de mujeres. Hannah había pensado que le gustaría un trabajo de ese tipo.
– Me sentía atrapada en la facultad. Cuando descubrí lo del bebé, sólo deseé marcharme. Pero hay otras opciones y no debo olvidarlas -se inclinó hacia él-. Aunque no todos deseamos gobernar el mundo.
– A mí no me interesa el mundo -dijo él-. Me conformo con una empresa de renombre nacional.
– Es un gran sueño.
– Lo conseguiré.
Ella no lo dudaba, pero se preguntó a qué precio. Los grandes directivos renunciaban a su tiempo en el hogar para dedicárselo al trabajo. Una mujer nunca sería lo primero en la vida de Eric en esas circunstancias.
– ¿Y el equilibrio vital? -preguntó-. Necesitas tener otros objetivos, personales.
– Supongo -encogió los hombros-. En algún momento.
– ¿Y buscar tu alma gemela? -insistió ella, incómoda con su actitud-. ¿No quieres formar parte de algo?
Mientras hacía la pregunta, se fijó en que él estaba mirando su escote. Dejó de importarle la respuesta; Eric por fin había recordado que era una mujer.
Susurró su nombre y se inclinó hacia él. Eric puso las manos sobre sus hombros. Le pareció perfecto… más que perfecto. Estaba excitada y ni siquiera se habían besado. Pero antes de que sus labios se rozaran, él se apartó bruscamente y se puso en pie.
– Mira la hora que es -dijo con alegría forzada-. Vaya. Tengo una reunión a primera hora de la mañana.
– ¿Te vas? -lo miró fijamente-. Sólo son las ocho.
– Ya lo sé, pero tengo que preparar la reunión y tú necesitas descansar -replicó él yendo hacia la puerta.
Hannah, sin saber qué ocurría ni cómo arreglarlo, lo siguió. Sus esperanzas de recibir un beso de buenas noches se esfumaron cuando él corrió hacia la libertad. Segundos después oyó el motor de su coche alejándose.
Algo iba muy mal, pensó, apoyándose contra la puerta cerrada. Muy mal. Pero iba a descubrir qué era.
Eric pensó que había aterrizado en el infierno o estaba siendo castigado por una ofensa desconocida. Eran las dos únicas explicaciones que se le ocurrían para justificar una semana de intenso sufrimiento.
Por más que lo había intentado, no podía dejar de desear a Hannah. Aunque estuviese mal y le provocase cargo de conciencia. Lo consolaba saber, que aunque la idea de hacer el amor le elevaba la temperatura y lo ponía duro como el granito, también deseaba compartir actividades no sexuales con ella.
Disfrutaba estando a su lado, charlando y escuchándola. Le gustaba el sonido de su risa, cómo se movía, su sonrisa. Lo malo era que la proximidad hacía surgir su naturaleza animal y potenciaba su deseo de sexo.
Casi había renunciado a conseguir dormir. Hacía casi una década que había dejado atrás la adolescencia, pero volvía a tener sueños eróticos. La estrella principal de esas fantasías era Hannah Bingham. Así que estaba sufriendo un infierno. Lo malo era, que por mucho que le doliese, era incapaz de no pasar tiempo con ella.
En ese momento estaba en Mundo del Bebé, preguntándose cómo era posible que algo tan pequeño necesitase tantas cosas.
– Todo esto no puede ser sólo para un bebé -le dijo a Hannah.
– Copié esto de uno de mis libros sobre el embarazo. Son las cosas básicas que necesita un recién nacido -abrió el bolso y le enseñó una lista-. Hay otra página.
Él echó un vistazo y su pánico se incrementó.
– ¿Qué es un pelele y en qué se diferencia de un mono con patucos? -preguntó, confuso.
– ¿Me lo preguntas a mí? También es mi primera vez -lo llevó hacia el fondo de la tienda-. Supongo que la ropa estará etiquetada. Ahora me preocupa más el mobiliario. Si me decido por una cuna y un cambiador de encargo, quiero que estén listos a tiempo.
– Sí, no puedes dejar que el niño duerma en el suelo.
Ella le sonrió por encima del hombro y siguió andando. Eric se detuvo junto a la ropa de bebé.
– Muebles -dijo Hannah con firmeza.
– Espera un segundo. No todo es rosa, azul y de peluche -agarró una cazadora de motociclista en miniatura-. Esto está muy bien.
– Hombres -rezongó ella, volviendo a colgarla.
– Mira. Un uniforme de béisbol -lo levantó y frunció el ceño. Era imposible que fuera tan pequeño.
– Con éste cometieron un error -dijo-. Ha encogido.
– La etiqueta dice de seis a nueve meses.
– ¿El niño va a ser así de pequeño después de nueve meses? -casi dejó caer la percha-. ¿Cómo será al nacer?
Hannah buscó en el perchero y le mostró un pijama de patitos, apenas mayor que una mano de Eric.
– Esto es para un recién nacido -le dijo.
– No puede ser -dejó el uniforme de béisbol y puso las manos tras la espalda-. Un bebé tiene que ser más grande. Es un niño, no un chihuahua.
– Como yo soy quien tiene que traerlo al mundo, me parece bien que sea pequeño -Hannah sonrió-. ¿Esperabas que naciera ya crecido?
– No, pero debería ser suficientemente grande para tener ya sabes… resistencia.
– ¿Resistencia? Los bebés nacen indefensos y necesitan cuidados.
– Sí, claro. Lo de cuidarlos está bien, pero son demasiado pequeños. Deberíamos hablar con alguien.
– ¿Con quién sugieres?
– Con la dirección -bromeó él, riéndose de sí mismo.
– Escribiré una carta. Vamos. Puedes embobarte con la ropa después. Tengo que elegir los muebles.
– No estaba embobado -protestó Eric, siguiéndola.
– Lo que tú digas.
– Quiero que eso quede muy claro. No soy de los que se quedan embobados. Tengo mi reputación.
– Eso he oído decir -se detuvo junto a una cuna-. ¿Qué pasará cuando se corra la voz de que te han visto aquí?
Eric pensó que la gente supondría que había perdido la cabeza. Y quizá fuera verdad. Se había saltado sus reglas al no preguntarle a Hannah si estaba de acuerdo con pasarlo bien y no buscar una relación seria. En realidad no importaba, porque no tendrían relaciones íntimas mientras estuviera embarazada y faltaban meses para el parto. Lo peor del caso era que estaba preciosa.
Tenía la piel bronceada y los músculos tonificados gracias a las horas que pasaba en el jardín. Desde que sabía lo del bebé, Eric era capaz de percibir la ligera curva de su vientre, pero eso incrementaba su atractivo. Para evitar la reacción física que le provocaba mirarla, paseó entre las cunas recordando lo que había leído.
– Los barrotes tienen que estar muy juntos -advirtió-. Para que el bebé no pueda meter la cabeza.
– ¿Tengo que volver a explicarte que sé leer? -preguntó ella, enarcando las cejas.
– Es posible -admitió él compungido. Ella se rió.
– Bueno, confirmaremos con el dependiente que la cuna cumple la normativa, o lo que sea.
– ¿Qué tipo de madera buscas? -dijo él, tocando una de nogal-. ¿Has elegido un color?
– Estoy pensando en algo claro, mejor que oscuro. Es más neutro.
– Entonces no quieres una cuna pintada.
– No, no creo. ¿Qué opinas tú?
– La prefiero de madera. Ésta de arce es bonita.
– Tienes razón -corroboró ella, tras acercarse a mirarla. Supongo que esto sería más fácil si hubiera elegido el color de la habitación. El problema es que sigo sin decidirme respecto a lo del sexo.
Él la rodeó con un brazo e ignoró la agradable sensación de sentir su cuerpo junto al suyo.
– Lamento tener que decirte esto, pero no puedes decidir. El sexo de la criatura ya está elegido.
– Ya lo sé -lo miró indignada-. Quiero decir que no sé si quiero saber si es niña o niño.
– ¿Bromeas? ¿Pueden decírtelo antes?
– Normalmente se ve en la ecografía. Si el bebé está bien colocado.
– Eso está muy bien -afirmó él.
– La semana que viene me harán una. ¿Quieres venir?
Él titubeó. Imaginarse a Hannah desnuda era una cosa, pero verla era otra muy distinta. Sobre todo en la consulta de un médico…
– No te asustes -le clavó un dedo en las costillas-. Me pondrán gel en la tripa y pasarán un aparato para comprobar cosas. Exceptuando esa zona, estaré completamente vestida.
– Iré, sí -aceptó él-. Me gustaría ver las fotos.
– Creo que me darán una para que me la lleve.
– Tendremos que buscarle un marco.
– Buena idea -dijo ella, agarrándose a su brazo.
– Soy famoso por mis buenas ideas.
– ¿Tienes alguna otra que quieras compartir?
Él negó con la cabeza. Las únicas imágenes que flotaban en su cabeza eran peligrosas. Era mejor mentir.