ERIC volvía a encontrarse en la sala de espera de la clínica, pero esa vez se sentía menos fuera de lugar. Hannah estaba sentada a su lado moviéndose inquieta.
– Dime que van a llamarnos pronto -susurró.
– La recepcionista dijo que en dos o tres minutos -contestó él tras mirar el reloj-. No ha pasado ni uno.
– Voy a reventar -Hannah se retorció de nuevo-. Había oído decir que era muy difícil aguantar con la vejiga llena, pero difícil no hace justicia a la realidad.
– Intenta no pensar en ello -Eric agarró su mano.
– Tú intenta estar aquí sentado con la presión de un elefante en la vejiga después de beberte unos cuatro mil vasos de agua; luego me dirás si piensas en ello.
– ¿Cuándo te has puesto de mal humor?
– Hace unos diez minutos -suspiró-. Debería ser más agradable contigo. Al fin y al cabo, has quitado tiempo a tu trabajo para venir aquí y lo agradezco de veras. Sólo quiero que me dejen ir al cuarto de baño.
Se abrió una puerta y una enfermera dijo el nombre de Hannah. Ella se puso en pie de un salto y corrió hacia la sala de consulta. Eric tuvo que esforzarse para alcanzarla.
– Necesitas ir al baño, ¿eh?
– Como loca.
– No te preocupes. Una vez que estés en la camilla, todo irá rápido. Es aquí -la llevó a una pequeña habitación llena de máquinas-. Hay una bata en la silla.
Eric esperó a que la enfermera se marchase y agarró el picaporte de la puerta.
– Esperaré aquí fuera mientras te cambias -dijo-. Llámame cuando estés lista.
– De acuerdo -Hannah entró y él cerró la puerta.
Los libros que había leído explicaban lo que ocurría en la ecografía, pero no podía imaginarse cómo sería ver al bebé ni si podrían distinguir las partes del cuerpo…
– ¿Eric?
Se dio la vuelta y vio a su hermana llegar por el pasillo. Ella se detuvo delante de él.
– Me pareció que eras tú. ¿Qué haces aquí?
– Ayudando a una amiga -señaló la puerta que había a su espalda-. Van a hacerle una ecografía y…
– No habrás dejado a alguna chica embarazada, ¿verdad? -preguntó CeeCee con los ojos muy abiertos.
– Ni en broma -rió él-. Deberías confiar más en mí.
– Supongo que sí. Iba a decir que no sabía que tu relación con Hannah había progresado hasta el punto de que pudieses dejarla embarazada.
– Cuando beso no me dedico a contarlo por ahí.
– Pues a mí me dijiste que os habíais besado.
– Vale. No hago otras cosas y las cuento por ahí.
– Me alegro, porque soy tu hermana y no me gustaría nada oír por ahí comentarios sobre tu vida sexual -se puso un mechón de pelo tras de la oreja.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Eric, tras estudiar su rostro y notar las profundas ojeras y la tensión de su boca.
– Nada -CeeCee se apoyó en la pared y suspiró. Después bajó la voz-. Esta mañana tuvimos un parto y el niño nació muerto. La madre es drogadicta y el bebé habría tenido muchos problemas, pero aun así odio que ocurra eso -se frotó las sienes-. Intentamos salvar al bebé, pero no pudimos hacer nada.
– Lo siento -dijo él, rodeándola con un brazo.
– Gracias. Intento no tomarme estas pérdidas de forma personal, pero no puedo evitarlo.
– Eso es lo que hace que seas buena en tu trabajo.
– Estás siendo muy amable, te lo agradezco -antes de que pudiera decir nada más, sonó su busca. Eric le dio un abrazo rápido y la soltó. CeeCee leyó el mensaje y volvió presurosa por donde había venido.
Otra mujer debía estar de parto y necesitaba a su comadrona. CeeCee siempre había adorado su trabajo y Eric recordaba las innumerables tarjetas, regalos y cartas que había recibido a lo largo de los años. Un alto porcentaje de la población en edad escolar de la ciudad había llegado al mundo con la ayuda de CeeCee.
Eric sabía que le dolía mucho perder a un bebé. De pronto, se quedó helado. Pensó en Hannah y en lo feliz que la hacía su embarazo. Sintió una necesidad imperiosa de mantenerla a salvo y también a su bebé. No permitiría que les ocurriese nada malo. No pudo analizar el sentimiento porque Hannah asomó la cabeza.
– Estoy lista. ¿Ves a la doctora? Juro que me lo voy a hacer aquí mismo y van a hacer falta cubos para limpiar el desastre.
– ¿Quieres que pida un orinal? -bromeó él, para que no notase que estaba preocupado.
– No sería mala idea -suspiró-. Quizá esté mejor tumbada. ¿Qué opinas?
Hasta ese momento él no se había dado cuenta de que llevaba una bata de hospital y poco más. Tenía las piernas y los brazos desnudos. Cuando fue hacia la mesa, vio que la bata se abría por detrás. Vio su espalda, sus braguitas rosa claro y unos muslos que pedían a gritos una caricia.
La reacción de su cuerpo fue instantánea e intensa como un terremoto. No sirvió de nada llamarse pervertido, ni desviar la vista. La imagen se había grabado en su cerebro. Si cerraba los ojos la veía aún más clara.
– Buenos días -una mujer joven entró en la habitación-. Vamos a acabar con esto para que puedas correr al baño.
– Por favor -suplicó Hannah, subiendo a la camilla.
Eric se acercó para ayudarla. El borde de la bata se enganchó y aunque Hannah se movía, la bata no. El escote abierto ofreció a Eric una panorámica de sus pechos desnudos y sus pezones rosados; le temblaron las rodillas.
Se dijo que hacía muy mal. No tenía derecho a mirar y mucho menos a excitarse con lo que veía. Apretó los dientes y juró comportarse como un adulto, en vez de como un adolescente con las hormonas desbocadas.
– Me llamo Sandra. Deja que te tape las piernas -dijo la joven, poniendo una sábana sobre la parte inferior de su cuerpo-. Luego te subiré la bata.
Después de hacerlo, Sandra abrió una botella de gel.
– No te preocupes. Está caliente -Sandra sonrió-. No queremos que la impresión de sentir algo frío te haga perder el control.
– Lo agradezco -Hannah inspiró con fuerza.
Eric miró la pantalla, sin saber qué esperar. La imagen era un lío de líneas y zonas sombreadas. Sandra desplazó el aparato cilíndrico; entonces vio una curva que parecía una columna y una cabeza. Fue como un mazazo: eso era el bebé de Hannah.
Hannah miró la imagen y deseó llorar de felicidad. Se le hizo un nudo en la garganta y las lágrimas le quemaron los ojos. No lloró para no perderse nada.
– Tiene buen aspecto -dijo Sandra-. Aquí está la cabeza, eso es fácil de ver. Brazos, piernas -sonrió-. Parece que el bebé está durmiendo.
Hannah deseó ponerse una mano sobre el vientre o decirle a todo el mundo que guardara silencio, una tontería. Estaba emocionada y un poquito asustada con la idea de que ella sola era responsable de la vida que crecía en su interior.
Sin pensarlo, se volvió hacia Eric. Extendió la mano en el mismo instante en que él buscó la suya. Sus dedos se entrelazaron.
Sandra continuó con el examen, señalando los órganos y explicando que el tamaño del bebé era el que correspondía al número de semanas de gestación. Finalmente, les dejó escuchar el latido de su corazón.
El sonido llenó a Hannah de felicidad. Su bebé se desarrollaba perfectamente. Iban a ser una familia feliz.
Por un momento, aunque sabía que era una tontería, se permitió pensar que no estaba sola. Que Eric la apoyaba porque era más que un amigo. Era alguien que quería formar parte de su familia. Se dijo que no era más que un sueño; inofensivo siempre y cuando no olvidase que no era la realidad.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Eric cuando entró en su casa esa tarde, después del trabajo.
– Ya te he dicho que estoy perfectamente -Hannah se dio una palmadita en el vientre-. Pero no quiero volver a beber tanta agua junta nunca más. Es doloroso.
– Cuando te bajaste de la camilla, saliste corriendo -Eric soltó una risa-. Impresionante. Nunca había visto a una embarazada correr a esa velocidad.
– Será más gracioso aún dentro de unos meses.
Pensó en decirle que había una forma de hacer ecografías que no requería beber hasta reventar. Pero quizá Eric no quisiera comentar ese procedimiento más íntimo y a ella la incomodaría que estuviera en la habitación si lo utilizaba.
– Tienes que decidir si quieres conocer el sexo del bebé -dijo él, siguiéndola hacia la cocina.
– No estoy segura de querer saberlo con antelación.
– Va a ser chico -dijo él con confianza, apoyándose en la encimera.
– Claro, porque eso sería más interesante para ti -suspiró ella-. Ha sido emocionante verlo. ¿No te ha gustado el sonido del corazón?
– Sí. La tecnología es fantástica -le sonrió-. Vas a ser mamá.
– A veces la idea me aterra.
– No debería hacerlo. Harás un gran trabajo.
– Puede ser. Es lo que quiero. Mi madre fue fantástica conmigo y me alegro de tener un buen modelo que seguir. Pero cuando pienso en la responsabilidad, me preocupo por todos los errores que podría cometer.
– Nadie espera la perfección -Eric tocó su mejilla-. De hecho, creo que sería perjudicial para el niño.
– Espero que tengas razón.
– Siempre la tengo.
– Eric -rió ella-, no te falta seguridad en ti mismo.
– ¿Qué sentido tendría que me faltase?
Lo dijo con ligereza, pero ella vio algo oscuro en sus ojos. Algo oscuro y sensual que la llevó a inclinarse hacia él. Sus largos dedos le acariciaron la mejilla. El deseo que siempre sentía al verlo estalló en su interior, apoderándose de su cuerpo y debilitándola.
Puso la mano sobre la de él y suspiró. Él miró su boca y Hannah anheló que la besara. Estaba segura de que lo haría y si besarse los llevaba a otro sitio, estaba más que dispuesta. Estaba desesperada.
En vez de besarla, él dejó caer la mano y dio un paso atrás.
– Más vale que te rindas y pintes la habitación azul -le dijo-. Vas a tener un niño y eso no cambiará por mucha pintura amarilla que compres.
Hannah reconoció el juego y adivinó que pretendía que ella lo refutara y abogara por una niña. También sabía que esperaba que ignorase la tensión que había entre ellos, el amago de beso y sus sentimientos. Pero estaba cansada de ignorar y simular que no importaba… importaba mucho. Quería saber qué estaba ocurriendo y sólo había una manera de averiguarlo: preguntar.
– ¿Es por el embarazo? -preguntó, tragándose el miedo-. ¿Porque llevo un hijo de otro hombre? ¿O es por el cambio de mi cuerpo? ¿Eso te repugna?
– ¿De qué estás hablando? -Eric la miró sorprendido.
– De nosotros. De esto -lo señaló a él y a la habitación-. Pasamos tiempo juntos y eso me gusta, pero todo ha cambiado. Antes de que supieras lo del bebé, estábamos saliendo. Ahora no sé qué hacemos. Por alguna razón has puesto punto final a la parte física de la relación y quiero saber por qué. Si sólo estás interesado en que seamos amigos, lo aceptaré. Pero no soporto no saber qué está ocurriendo.
– No estaba seguro de si te habías dado cuenta -dijo él sin apartar la mirada de su rostro.
– ¿Cómo no iba a dármela? Hace dos semanas estábamos acariciándonos en el sofá. Ahora, si me acerco demasiado das un bote.
– Quiero ser tu amigo -dijo él, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón-. Quiero ayudarte. Disfruto pasando tiempo contigo.
– ¿Y? -lo animó ella, no convencida con sus rodeos.
– Di marcha atrás en lo demás porque debía hacerlo.
– De acuerdo -Hannah sintió un pinchazo de dolor, pero decidió seguir adelante-. ¿Por qué?
– Porque debía. No podemos hacer el amor ahora.
Los pensamientos de ella fueron desde que la encontraba repulsiva a que era uno de esos hombres que pensaban que una madre no podía ser sexy.
– ¿Por qué? -insistió.
– Estás embarazada -dijo él, mirándola como si le estuviera obligando a meter la mano en agua hirviendo.
– Eso ya lo sé.
– No quiero haceros daño a ti ni al bebé.
– ¿Es por eso? -Hannah parpadeó, no podía ser.
– Claro. Tenía miedo de que ocurriese algo malo -hizo una mueca avergonzada-. Además, no sabía si estaba bien sentir atracción por una mujer embarazada. No es que no estés guapísima y muy sexy -añadió rápidamente-, lo estás. Pero supuse que no debía intentar nada y ese infierno me está matando.
– ¿En qué sentido? -el dolor de Hannah se convirtió en esperanza y excitación.
– Sería más corto explicar en cuál no -rezongó él-. Estar a tu lado es una tortura. Hoy, en la clínica; te estaban haciendo un reconocimiento médico y yo sólo podía pensar en tocarte por todos sitios.
– No tenía ni idea -dijo ella sintiendo un escalofrío en la espalda.
– Me sentí como un desalmado. Cuando te subiste a la camilla, se te enganchó la bata y vi… -giró la cabeza-. Vi tus pechos. Ya lo sé: soy un repugnante animal.
– Eric -susurró ella, poniendo una mano sobre su brazo-. Me alegra que me encuentres sexy. En primer lugar, hace que me sienta bien respecto a mi físico, que no es poco si consideramos que engordo día a día. En segundo, no quería ser la única que pasa las noches en vela pensando en hacer el amor contigo.
Nunca antes había sido tan atrevida con un hombre, pero con él se sentía muy cómoda; aunque estaba nerviosa, no le dio pavor decir la verdad. Y los nervios desaparecieron cuando Eric se dio la vuelta y vio la pasión en sus ojos.
– Te deseo -murmuró él-. Todo el tiempo. Me está volviendo loco.
– ¿Y qué te impide tomar lo que deseas? -preguntó ella con voz suave.
Eric emitió un sonido ronco y la rodeó con los brazos. Ella puso las manos en sus hombros y se abrazó a él. Sus bocas se encontraron en un beso profundo y apasionado que clamaba necesidad, deseo y demasiado tiempo de espera.
Las lenguas se encontraron y ella deseó convertirse en parte suya. Su sabor era dulce y viril, sus labios firmes pero suaves. Sus cuerpos se encontraron, florecieron las llamas y ella empezó a derretirse. Sintió humedad entre las piernas y sus senos se tensaron. Quería más, lo quería todo. Hacerle el amor eternamente.
Él ladeó la cabeza y profundizó en el beso, al tiempo que deslizaba las manos por su espalda. Hannah sentía su fino vestido de algodón como una barrera insalvable. Quería que le bajase la cremallera y la expusiera a su vista. Quería sentir su piel. Lo quería dentro de ella, haciéndola retorcerse y gritar de placer.
La asombraba la intensidad de su respuesta. Matt había sido su segundo amante y aunque lo habían pasado bien juntos, no recordaba haberse sentido nunca tan… desesperada.
Bajó las manos para desanudar la corbata de Eric. Se la quitó y empezó a desabrocharle los botones de la camisa, él entretanto pasó de besarle la boca a la barbilla y luego a la oreja.
Hannah se estremeció al sentir el roce de sus dientes en el lóbulo. No podía pensar, ni respirar, ni hacer nada más que perderse en la sensación de sus caricias, en la calidez de su aliento en el cuello. Cuando le lamió la sensible piel de debajo de la oreja, gimió. Todas sus células estaban en alerta roja.
– Camina -le susurró él al oído.
Ella no entendió lo que decía, ni le interesaba. No era momento de hablar, sino de hacer.
– Camina -repitió él, empujándola suavemente hacia la sala-. Dormitorio. Cama. Desnudos.
Comprendió las dos últimas palabras y empezó a moverse. Le agarró la mano y lo llevó al extremo opuesto de la casa. En el umbral del dormitorio él la abrazó desde atrás, puso las manos sobre sus senos y la apretó contra él. Ella percibió que ya estaba excitado y a juzgar por sus jadeos, más que dispuesto. Le encantó esa reacción, quería que la necesitara tanto como ella a él.
Cuando él empezó a frotar sus pezones con los pulgares, dejó de pensar, sólo quería que no se detuviera nunca. Él siguió frotando, luego trazó el círculo de la aureola, frotó el seno entero y regresó al pezón.
Hannah se estremeció en sus brazos. Ya no le dolían los pechos como al principio del embarazo y las suaves caricias la hicieron gemir de placer. Arqueó la espalda y apoyó la cabeza en su hombro; él aprovechó la posición para bajar la cabeza y besar su piel con la boca abierta.
La combinación de los besos en el cuello mientras le tocaba los senos fue casi demasiado para mantenerse en pie. Iba a sugerir que fueran a la cama cuando él deslizó una mano a su cadera y empezó a levantarle la falda.
Poco a poco, fue subiendo el tejido hasta que lo tuvo recogido. Apoyó la mano en su estómago y dejó caer la tela. Después bajó hacia sus braguitas y sorteó el elástico de seda y encaje hasta llegar a los rizos que protegían su entrepierna húmeda y ardiente. Mientras seguía acariciando sus senos y besándola, buscó el centro de su placer y lo encontró inmediatamente.
A ella la impresionó su destreza y su forma lenta y segura de tocarlo, como si tuviera todo el tiempo del mundo para dedicárselo. Trazó círculos alrededor del pequeño botón, primero con un dedo, luego con dos. Aceleraba el ritmo y luego lo reducía.
Ella alzó una mano para tocarle la cabeza. Quería volverse para besarlo. Quería acariciarlo, desnudarse, estar en la cama, pero todo eso implicaría que él detuviera su deliciosa tortura. En ese momento él abandonó el punto e introdujo el dedo en su interior. Los músculos internos se contrajeron y ella sintió su propia humedad. Abrió los muslos, deseando más, deseándolo todo.
Él volvió al punto anterior y frotó con más fuerza, incrementando la velocidad. Su mente se puso en blanco, tensó el cuerpo y se agarró a su antebrazo.
No le quedó más remedio que rendirse. Allí de pie en la entrada del dormitorio, sintió la oleada de liberación recorrerla de arriba abajo en una mezcla de tensión y relajación deliciosa.
Cuando terminó, él sacó la mano de sus braguitas, soltó sus senos y le dio la vuelta para besarla. La rodeó con sus fuertes y brazos y la apretó. Sintió la dureza de su erección y se restregó contra él, arrancándole un gemido.
– ¿Dónde diablos está la cremallera de este vestido -exigió él, con voz ronca. Hannah abrió los ojos y lo miró. Al ver su rostro empezó a reír.
– ¿No lo sabes?
– No tengo ni idea -la frustración y el deseo oscurecían sus ojos-. Llevo intentando encontrarla desde que empezamos en la cocina. Me siento como un adolescente en su primera cita sexual.
– Nada de eso. Si fuéramos adolescentes no te habría dejado llegar tan lejos -le acarició los labios.
– Te gustó que llegara tan lejos -sonrió él.
– ¡Oh, sí!
– Me alegro -la besó-. A mí también. Pero ahora mismo te quiero desnuda. Agradecería una pista. -Ella giró, le mostró el costado izquierdo y alzó el brazo-. ¡Diablos! Menudo escondite -llevó la mano a la cremallera mientras la empujaba hacia la cama. El vestido cayó al suelo cuando ya estaba junto al colchón.
Cualquier vergüenza que pudiera haber sentido respecto a su embarazo desapareció al ver la mirada apreciativa de Eric sobre su cuerpo. Se quitó las braguitas y se tumbó en la cama, mientras él se desnudaba. Poco después, estuvo desnudo junto a ella, besándola.
Mientras la besaba tocó todo su cuerpo. Sus manos, fuertes y seguras, acariciaron sus senos, estómago y piernas. Ella abrió los muslos, volvía a sentir deseo. Esa vez él frotó con el pulgar e introdujo dos dedos en su interior. Cuando estuvo tensa y jadeante, se situó entre sus piernas y la penetró lentamente.
Sintió el grosor y tamaño que la obligaban a ensancharse para él. Apoyado en los brazos para soportar su cuerpo, la miró y la penetró una y otra vez, haciendo que el placer se disparara con cada embestida.
El alzó el cuerpo, sin salir de su interior e introdujo una mano entre ellos, para acariciar su punto más sensible. Eso hizo que ella se disparase; las contracciones la atenazaron y no pudo detenerse.
Mientras se debatía en su éxtasis fue consciente de que Eric recuperaba la posición anterior y se movía cada vez más rápido, hasta que gritó su nombre y se detuvo. Después, se dejó caer de costado, girándola hacia sí.
Cuando volvió a la realidad, Hannah comprendió que incluso en el momento de mayor pasión, él se había preocupado tanto por no poner demasiado peso sobre ella como por darle placer. Eric era un hombre fantástico y era muy afortunada al tenerlo a su lado.
Eric se despertó poco después de las cinco de la mañana. No había pensado pasar la noche allí, pero después de hacer el amor dos veces más, quedarse en la cama le había parecido una gran idea.
Sus ojos se abrieron de repente y sintió terror por lo que había hecho. Miró a Hannah y supo que si les había hecho daño a ella o al bebé, nunca se lo perdonaría. Según los libros, hacer el amor no era peligroso para la madre ni para el niño. Pero sabía que esos autores hablaban de encuentros íntimos suaves y poco frecuentes. No se referían a experiencias erótica, intensas y apasionadas que provocaban orgasmos múltiples a la madre.
Sintió pánico. Había actuado sin pensarlo y todos tendrían que pagar el precio. Sin saber qué hacer, salió de la cama y se vistió.
Sólo conocía a una persona que podía darle todas las respuestas. Incluso si saber la verdad sobre él hacía que le odiara el resto de su vida.