Capítulo 1

– ¿ME darás un plus si es una compradora joven y guapa? -preguntó Jeanne. Eric Mendoza intentó mantener una expresión severa, pero le resultó imposible cuando su asistente cincuentona arqueó las cejas y le guiñó un ojo.

– Creo que unas piernas bonitas también deben sumar puntos para el plus -continuó ella, desde el otro lado del escritorio. El alzó la mano para detenerla.

– Conseguirás un plus si se efectúa la venta. El aspecto y el sexo del comprador no tienen nada que ver.

– Dices eso porque no has visto a la compradora.

– Si hubiera sugerido basar tu plus en otra cosa, me llamarías cerdo sexista -dijo él con un suspiro.

– O algo peor -corroboró Jeanne sonriente-. Me encanta el doble juego. Soy mayor y mujer, así que puedo decir lo que quiera. Tú eres un ejecutivo joven y guapo que busca triunfar, tienes que tener cuidado.

– Ahora mismo tengo que trabajar -señaló los papeles que había en el escritorio.

– Una indirecta muy directa -Jeanne se puso en pie-. ¿Cuánto tiempo?

Él echó un vistazo a la pantalla del ordenador. Su apretado horario no le dejaba tiempo para una reunión inesperada con un posible comprador de la propiedad doce, pero quería solucionar el tema cuanto antes.

– Diez minutos deberían ser suficientes -contestó.

– De acuerdo. Le diré que entre y vendré a interrumpir dentro de diez minutos -sonrió-. ¿Debería llamar antes de entrar para no pillaros haciendo manitas en el sofá?

– Ignoraré ese comentario.

– Bueno, pero no te mataría pensar en tu vida social de vez en cuando. Eric, necesitas una mujer.

– Jeanne, necesitas dejar de intentar ser mi madre.

– Alguien tiene que serlo. Además, se me da bien -se dio la vuelta y salió del despacho.

Eric la observó. Su asistente era descarada, testaruda e insustituible. Por suerte, se la habían asignado tras su primer ascenso, tres años antes. Aunque deslenguada, era muy inteligente y leal. Mientras ascendía dentro de la directiva del Hospital Regional de Merlín County, ella había sido su apoyo y fuente de información. Todos sus colegas eran al menos una década mayores que él y eso creaba resentimientos que Jeanne controlaba.

– Hannah Wisham Bingham -anunció Jeanne unos minutos después, con voz respetuosa y cortés. La espabilada Jeanne sólo lo torturaba en privado.

Eric se puso en pie. Había cruzado media habitación cuando reconoció el nombre y la apariencia de la mujer.

– ¿Hannah?

Estudió a la rubia alta y delgada que había en el umbral, comparándola con la adolescente que recordaba de varios veranos pasados junto al lago. Seguía teniendo ojos verdes de gato y una sonrisa similar, pero todo lo demás había crecido… de la mejor manera.

– Eric. Me alegro de verte -su sonrisa se amplió… Entró en la habitación y miró a su alrededor-. Un despacho grande y con vistas. Estoy impresionada.

– Hannah, por favor, siéntate -dijo, señalando el sofá que había en la esquina. Jeanne levantó el pulgar con aire triunfal y se marchó.

– Esto es una sorpresa -dijo, cuando estuvieron sentados-. No sabía que habías regresado a la ciudad.

– Llegué hace un par de días. Estoy interesada en comprar una casa. Revisé los listados de propiedades y me sorprendió que el hospital vendiera una. ¿O es que te dedicas al negocio inmobiliario en tus ratos libres?

– Soy un hombre de muchos talentos.

– Eso no es nada nuevo. ¿De qué se trata? -preguntó, moviendo los dedos con elegancia. La chaqueta entallada y la falda estrecha le daban aspecto de lo que era en la actualidad: hija rica de una familia prominente. Había recorrido un largo camino desde sus inicios.

– El hospital proporciona alojamiento a los médicos que vienen de fuera y a sus familias -explicó él-. Es una forma de atraer a los mejores y más listos. La casa que está en venta es una de nuestras propiedades. Es un lugar fantástico, con vistas a las montañas y al lago, pero está un poco lejos de la ciudad para un médico de guardia. Sugerí que la vendiéramos y comprásemos otra más cerca. La junta directiva estuvo de acuerdo.

– Entiendo. Así que estás a cargo de librarte de la vieja y comprar la nueva, ¿correcto?

– Ya he comprado la nueva.

– ¿Por qué será que no me sorprende? -rió ella-. Alejada y con vistas es lo que busco. ¿Cuándo puedo verla?

– ¿Qué te parece esta tarde?

– Estoy completamente libre. Dime cuándo.

– A las tres.

– ¿Irás tú o delegas ese tipo de cosas? -ladeó la cabeza y la melena rubia le rozó los hombros.

– Iré yo -dijo él, aunque tendría que reorganizar varias citas.

– Estoy deseando ver la casa y seguir hablando contigo -ella se levantó-. Ha pasado mucho tiempo.

– Sí, por lo menos cinco años -dijo él.

– Seis. La facultad de Derecho me está enseñando a ser precisa -se despidió moviendo los dedos y fue hacia la puerta. Eric la observó marchar. Hannah siempre había sido una chica bonita y se había convertido en una bella mujer. No le extrañaba el comentario de Jeanne sobre el plus por las piernas bonitas; Hannah las tenía de impresión.

– Bien elegida, ¿no? -Jeanne entró como una tromba en el despacho-. No hay marido, se lo pregunté.

– Típico -se quejó él, con una mueca.

– Quería saberlo. Sabía que tú no lo preguntarías -dijo Jeanne sin ápice de vergüenza-. ¿O ya estabas al tanto de esa información? Parecéis conoceros.

– Es un par de años más joven que yo. Nos conocimos cuando éramos adolescentes. Yo trabajaba en el lago y ella pasaba los veranos allí. Su padre es Billy Bingham.

– ¿El hijo más joven y salvaje de los adinerados Bingham? -Jeanne alzó las cejas-. ¿No murió?

– Hace mucho tiempo.

Eric recordó que había muerto un año después de que Hannah se enterase de que era su hija bastarda. Ése fue el verano en que se conocieron. La abuela de Hannah la había apuntado a clases de vela y él había sido su profesor. Él tenía dieciséis años y se consideraba mucho mayor que ella, pero se hicieron amigos. En aquella época ella fue la única persona con la que podía hablar.

– Supongo que si es una Bingham no hará falta comprobar su crédito. Debe tener dinero -dijo Jeanne.

– He quedado con ella en la casa a las tres. Tendrás que reorganizar mis citas para dejarme la tarde libre.

– ¿Vas a salir de la oficina antes de las siete y media? -Jeanne agitó las pestañas con descaro.

– Vender la casa es responsabilidad mía.

– A mí no tienes que convencerme de que haces lo correcto. Estoy encantada. No recuerdo la última vez que tuviste una cita.

– Mi vida personal…

– Lo sé -cortó ella-, no es de mi incumbencia. Lo siento, Eric. Casi todas las mujeres entre veinte y cuarenta años en un radio de cincuenta kilómetros han intentado conquistarte; pero tú sólo sales con las que sólo quieren pasarlo bien. ¿No quieres casarte?

La miró fijamente, en silencio.

– De acuerdo, no contestes -ella apretó los labios-. No necesitas consejos maternales. Pero alguien debe dártelos -sin rastro de desánimo siguió hablando-. Te dejaré la tarde libre. Aunque sea una compradora, hasta tú debes haber notado que Hannah es una mujer muy atractiva. Antes te gustaba y puede que vuelva a gustarte. Sé amable, llévala a cenar. No te mataría involucrarte, ¿sabes? -con eso, se marchó y lo dejó solo.

Eric volvió a mirar el informe que había estado leyendo, pero las palabras de Jeanne le rondaban la cabeza. Tenía razón en que una relación no lo mataría.

Pero había aprendido hacía mucho tiempo que lo mejor era canalizar sus energías en algo concreto, como su carrera, en vez de malgastarlas intentando que una relación romántica funcionase. En su experiencia, las mujeres no solían quedarse mucho tiempo y el amor sólo causaba tragedias.

Aun así, podía disfrutar la compañía de una vieja amiga durante una hora o dos. Si compartía su filosofía de pasarlo bien sin ataduras, ese par de horas podría estirarse un poco más.


A Hannah no le importaría mantener su complexión juvenil muchos años más, pero tenía la esperanza de que otras partes de sí misma madurasen. Deseaba que su barniz de sofisticación se engrosara y formara parte de ella y poder ser elegante en cualquier ocasión. Pero no ocurría así; por lo visto se podía sacar a la chica de Merlyn County, pero no se podía sacar a Merlyn County de la chica.

Riéndose de sí misma, enfiló el coche por la carretera que llevaba a la casa. La primavera manifestaba su presencia con una explosión de hojas verdes, flores y cantos de pájaros. Bajó la ventanilla para inhalar la dulzura del aire. Después de un frío invierno en la universidad, en New Haven, era maravilloso estar allí.

Había comprendido la verdad en Virginia, mientras conducía de vuelta a Kentucky. Por fin entendía que no estaba huyendo de una vida que no le gustaba, sino regresando al lugar al que siempre había pertenecido. Había tardado tres días en hacer el viaje, pero estaba allí, dispuesta a empezar desde cero.

Sin embargo, tenía la sensación de que el tiempo, la distancia y su educación en una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos no la habían ayudado a superar su amor de colegiala por Eric Mendoza. A los catorce años le había parecido el arquetipo de chico guapo, maduro y perfecto. Diez años después, era eso y mucho más: tenía éxito, estaba más pulido y llenaba mucho mejor el traje.

Al menos no lo había mirado embobada. Estaba segura de que no tenía ni idea de lo que había sentido por él en aquellos años. Aunque estaba locamente enamorada, no era ninguna idiota. Había observado a una ristra de novias llegar y marcharse. Todas la habían superado en el terreno romántico, pero ella había sido la única a quien aceptó y mantuvo como amiga.

Ya eran los dos adultos y estaban en igualdad de condiciones. Bueno, lo estarían si a él le latiera el corazón y le sudaran las palmas de las manos al verla. Teniendo en cuenta lo que sabía de él, suponía que no era así. Pero una chica tenía derecho a soñar…

Miró su reloj de pulsera y volvió a concentrarse en la serpenteante carretera. A su izquierda vio un buzón de correo con el número que buscaba y tomó el camino hacia la casa. Una curva después, se encontró frente a una casa de madera y piedra, con tejado inclinado e impresionantes vistas. Hannah suspiró; se sentía como si acabara de entrar en un cuadro de colores vivos y luz misteriosa y cálida.

A la izquierda había un garaje independiente. Lo que veía del jardín estaba descuidado pero seguía siendo bonito. La propiedad estaba cercada por árboles adultos. Un camino de piedra recorría el jardín delantero, pasando ante dos bancos y lo que parecía un baño para pájaros. La casa tenía muchas ventanas y dos estrechas vidrieras a los lados de la puerta principal; en el porche de piedra había varios tiestos vacíos. Hannah aparcó junto a un BMW de cuatro puertas y salió del coche. Sólo había visto la parte delantera de la casa, pero si el interior estaba a la misma altura, era amor a primera vista: la compraría.

– ¿Qué te parece? -preguntó Eric apareciendo por un lateral del garaje.

Ella estudió sus bien definidos rasgos y su relajada sonrisa. El tiempo había esculpido sus pómulos y añadido fuerza y dureza a su mandíbula. El tono oliváceo de su piel hacía que sus dientes pareciesen muy blancos, pero como siempre, fueron sus grandes ojos oscuros los que captaron su atención.

Se recordaba con quince años, un aparato en los dientes, granos en la cara y cada vez más enamorada de Eric. Había pasado innumerables noches en su dormitorio escribiendo poemas horrorosos, intentando describir la maravilla de sus ojos. No había encontrado palabras para detallar la mezcla de marrones y dorados, ni para explicar que tenía las pestañas espesas y largas pero en absoluto femeninas. Era deslumbrante, ninguna chica podría resistírsele.

– La primera impresión es muy buena -contestó.

– Espera a ver el interior. Esta propiedad siempre ha recibido muy buena nota de los médicos visitantes y de sus familias -la guió hacia la puerta.

Hannah se sintió de nuevo adolescente al ver que él seguía sacándole una cabeza de altura. Era alto, moreno, devastador. Tras su reciente ruptura amorosa había aprendido que no debía fiarse de los hombres guapos, pero por lo visto la teoría no funcionaba con los hombres guapos del pasado. Cuadró los hombros y se prometió que durante el resto de la tarde se concentraría en los negocios. Quería comprar una casa y Eric tenía una que vender: fin de la historia.

Mientras él sacaba la llave del bolsillo, Hannah subió al porche y miró el jardín. Imaginó cómo arreglar los setos y podar los rosales. Con un poquito de cariño y arrancando muchas malas hierbas, quedaría perfecto. Iba a tener mucho tiempo y le iría bien el ejercicio.

Eric abrió la puerta y dio un paso atrás para cederle el paso. Un pequeño vestíbulo se abría hacia una gran sala vacía, con chimenea de piedra y ventanas arqueadas. A la derecha de la entrada había un comedor, a la izquierda un pasillo.

– ¿Cuánto tiempo lleva vacía la casa? -preguntó.

– Alrededor de un mes. Cuando decidimos venderla, esperamos a que la familia que vivía aquí se marchase y la pintamos de arriba abajo.

– Gran elección de color -comentó ella mirando las paredes blancas.

– Es un poco austero, pero fácil de cambiar.

– Estoy de acuerdo -pensando ya en algunas ideas, Hannah fue hacia la cocina. Los suelos eran de madera, viejos pero en buen estado, igual que los armarios de la cocina. Los electrodomésticos parecían nuevos.

– ¿Cuántos dormitorios tiene?

– Dos arriba. Dos más abajo.

– Creía que sólo tenía una planta -arrugó la frente.

– Eso parece desde la calle, pero la casa está construida en una ladera y hay un sótano luminoso con una salita, un trastero y dos dormitorios.

Antes de bajar, Hannah decidió explorar los dos dormitorios de esa planta. El principal era grande, con un cuarto de baño moderno y elegante y armarios suficientes para una modelo. El otro era más pequeño, pero muy soleado. Hannah se detuvo, imaginándose el aspecto que tendría con juguetes y mobiliario infantil.

La planta de abajo era tan grande y luminosa como la superior. Sólo el trastero y la sala de la caldera eran interiores. Tenía dos dormitorios, otro baño, chimenea y muchos armarios.

– Me habría bastado con la planta de arriba -dijo ella-. Esto es fantástico.

– Espera a ver esto -sonrió Eric. Abrió la puerta de cristal corredera de la salita y salió fuera. Ella lo siguió.

El jardín trasero era llano y enorme y estaba rodeado por una valla de madera. Se veía una panorámica perfecta de las montañas.

– Esto sí que es una casa con vistas -murmuró Hannah, cruzando la hierba hacia la valla.

– La casa incluye un pequeño amarradero de barco.

– ¿Qué? -Hannah miró a un lado de la colina y vio unos escalones de piedra que bajaban al lago.

El agua azul le recordó las felices tardes pasadas en el barco de vela. El lago Ginman no era grande, pero para los residentes de la zona equivalía al paraíso.

– ¿Es ahora cuando debo simular que no me interesa, para que tú me convenzas de que es perfecta? -preguntó, sabiendo que había encontrado su hogar.

– No soy vendedor -Eric negó con la cabeza-. El precio es justo, tenemos recibos de todas las reparaciones de los últimos siete años y te daremos una garantía de cinco años para todo el equipamiento esencial.

– Es bueno saberlo. A cambio te diré que pienso pagar al contado -sonrió ella.

– Vamos a hablarlo.

Volvieron a la casa y acabaron sentándose en los escalones delanteros, al sol.

– He echado esto de menos -admitió ella-. La vida aquí es mucho menos complicada.

– Tiene sus momentos.

– Lo supongo. Hace unos cinco años que dejaste la universidad, ¿no? Y ya has subido como la espuma.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por el tamaño de tu despacho.

– Cierto. He trabajado mucho y me ha ido bien.

Ella recordaba que tenía planes de ser rico y poderoso. Crecer siendo un hijo bastardo en la parte pobre de la ciudad obligaba a soñar. Lo sabía por experiencia propia. La diferencia era que Eric deseaba el éxito, ella sólo había deseado encajar.

– A ti tampoco te va mal -dijo él-. Facultad de Derecho de Yale. Enhorabuena.

– Gracias -aceptó ella, sin querer pensar en nada que tuviese que ver con su vida en New Haven.

– Esta casa será una residencia de verano ideal.

– ¿Qué? -Hannah alzó la cejas.

– ¿No la compras para venir en verano?

– No. Será mi residencia permanente.

Загрузка...