Capítulo 3

ERIC, animado por la recompensa de cenar con Hannah, salió de la oficina a su hora. Fue a casa, se duchó y cambió de ropa y apareció en su hotel puntualmente. Ella abrió la puerta y sonrió.

– Eric.

Había oído su nombre cientos de veces, pero Hannah lo decía de una forma especial que le gustaba. No solía distraerse en el trabajo, pero esa tarde había pensado más de una vez en la cena. Al verla, supo que no había sobreestimado su atractivo.

Llevaba el pelo rubio suelto y rizado y un poco de maquillaje acentuaba sus grandes ojos verdes. El vestido color melocotón era lo suficientemente escotado como para acelerarle el pulso y le llegaba justo por encima de la rodilla.

Era una mujer adulta, sofisticada y tentadora. Él era un hombre que no había sido tentado en bastante tiempo; le gustaba la combinación.

– Aquí tienes los documentos legales -dijo, entregándole los contratos.

– Bien. Tengo el nombre de una abogada; mañana se los llevaré para que los estudie -dejó la carpeta en la mesa y le devolvió las llaves de la casa-. He dejado todo exactamente como estaba.

– Eso no me preocupaba.

– ¿A dónde vamos? -preguntó ella tras recoger su bolso.

– Lo dices como si hubiera una docena de opciones -Eric soltó una risa-. Esto no es Nueva York.

– ¿En serio? -simuló sorpresa-. Eso explica que no haya ruido de tráfico. Me extrañaba tanto silencio -bromeó ella, mientras bajaban al vestíbulo.

– ¿Qué has hecho hoy? ¿Has comprado alguna baya?

– Ahora te burlas de mí, pero serás tú el que te arrastres por mi jardín, suplicando que te deje probarlas.

Eric no dudaba que suplicaría, pero no sería fruta lo que pidiera.

Cuando salieron el sol se había puesto, tiñendo el cielo de rosa. Ya se veían algunas estrellas.

– He echado esto de menos -Hannah inspiró con anhelo-. Me alegro de estar aquí.

– Espera a que llegue la humedad del verano.

– No me molestará -negó con vehemencia-. Pienso disfrutar de cada segundo de sudor.

– Siempre puedes ir a remojarte al lago.

– Es verdad. Sólo está a unos peldaños de distancia.

Eric metió la mano en el bolsillo y sacó el control remoto del coche. Los cierres de BMW 330i se levantaron y él abrió la puerta del pasajero.

– Bonito coche.

– Sí -Eric sonrió-. Ya lo sé. Es un capricho. Siempre me gustaron los coches, pero estaba demasiado ocupado ganando para comer o estudiando para permitirme uno que fuera más que un medio de transporte básico. Con el último ascenso, decidí que había llegado el momento.

– Te lo has ganado. Me alegro de que seas capaz de disfrutar de tu éxito. Algunas personas se pierden trabajando y no llegan a disfrutar de lo que tienen.

Hannah entró en el coche, Eric cerró la puerta y fue al otro lado.

El BMW había sido su primer y único capricho. Vivía con sencillez y metía la mayoría de sus ganancias en el banco. Pero el coche había sido un sueño desde su infancia. No le interesaban las casas grandes ni las vacaciones lujosas; un coche era algo distinto.

Según decía CeeCee, su hermana, era típico en los hombres. Nunca había entendido su fascinación por los motores; se negaba a hablar del tema con él.

A los dieciséis años, le había parecido igual de importante ahorrar para el coche que para pagarse la universidad. Había trabajado duro, pero tenía estudios, un buen trabajo e iba a cenar con una mujer bellísima.

– No me has contado lo que has hecho hoy -insistió-. ¿Volviste a la casa?

– Claro que sí. Me gusta más cada vez que la veo. Tomé medidas para las persianas de abajo y pensé en cómo iba a amueblar la planta superior. Fui a un par de tiendas de muebles y al almacén de artículos para el hogar. Podría gastar una fortuna allí.

– Eso te haría muy popular.

Llegaron a Melinda, uno de los pocos restaurantes de lujo de la ciudad. Eric aparcó y salió a abrirle la puerta a Hannah.

– ¿Qué te parece? -preguntó, señalando la estación de bomberos reconvertida-. No ha cambiado mucho.

– No solía venir aquí -dijo Hannah mirando a su alrededor-. Los universitarios no frecuentan éste tipo de local. Mi abuela me trajo una vez, antes de que empezase Derecho y me gustó mucho.

Una vez dentro, los condujeron a una mesa en la parte de arriba. Ya sentados, Eric miró la lista de vinos.

– ¿Te apetece algún vino? -preguntó.

– No, gracias -ella negó con la cabeza.

– Eso no está bien. Estás estropeando mis planes.

– Ya -alzó las cejas-. Deja que adivine. Pretendías llenarme de alcohol y aprovecharte de mi debilidad.

– ¿Habría alguna posibilidad de que funcionase? -inquirió él, aunque no había tenido plan alguno.

– Te aseguro que no soy esa clase de chica -replicó ella, mirándolo con aire de superioridad.

– ¿De qué clase eres? -se inclinó hacia ella.

– Ahora mismo, una en transición. Pregúntamelo dentro de un par de meses. Tendré una respuesta mejor.

– No estaba pensando en emborracharte -aseguró él, apartando la lista de vinos.

– Ya lo sé -lo miró de soslayo-. Nunca necesitaste trucos para conseguir lo que querías de una mujer.

– Un momento. ¿Cómo ibas tú a saber eso?

– Oía cosas. Y las veía.

– ¿Qué cosas?

– A todas esas chicas que te rodeaban cuando trabajabas en el lago. Eras el profesor de vela más solicitado.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– ¿Y ha cambiado? No pensarás decirme que te cuesta conseguir una cita, ¿verdad?

Él no quería hablar de su vida privada. No sólo no tenía una, en realidad ni siquiera estaba interesado. Tenía que preocuparse de su carrera profesional.

– Ya basta de hablar de mí. ¿Cuántos corazones rotos has dejado en New Haven?

– Prácticamente ninguno.

El camarero llegó antes de que tuviera que decir más. Tomó nota de las bebidas que querían, les ofreció la carta y se marchó.

– Fue interesante conducir por la ciudad hoy -dijo Hannah-. Noté algunos cambios, pero básicamente, Merlyn County sigue igual.

– ¿Eso hace que lo consideres más como tu hogar?

– Sí -replicó ella tras reflexionar-. Cuando me fui el mundo exterior me asustaba. Nunca había salido del condado y de repente me encontré en un avión.

– ¿Tenías miedo?

– Estaba aterrorizada -admitió ella con una sonrisa-. Nunca había estado en un internado, sólo había leído sobre ellos. No encajaba con el resto de las chicas. La mayoría nunca habían conocido a nadie nacido al oeste de Filadelfia. -Arrugó la nariz-. Pero no todo fue malo. Hice amigas y empecé a adaptarme. Nunca llegué a disfrutar leyendo revistas de moda, pero teníamos otras cosas en común.

– Y viste algo de mundo.

– De eso nada. Un internado de chicas en mitad de la nada -movió la cabeza de lado a lado-. Ni siquiera había un colegio de chicos cercano. Las trescientas teníamos que pelearnos por los cinco adolescentes que vivían en el pueblo. Era horrible. No tuve mi primera cita hasta que entré en la universidad.

– Pero venías aquí en verano -Eric arrugó la frente-. Recuerdo que ibas con muchos chicos.

– Siempre en grupos grandes.

– ¿Ninguno te pidió que salieras con él?

– Supongo que ninguno tenía el valor de enfrentarse a mi abuela cuando fuera a recogerme a casa.

– Entonces, debería estar contento de que te alojes en un hotel, ¿no?

– Depende. ¿Te aterroriza Myrtle Bingham tanto como a mí?

– Cuando tenía dieciocho años, habría conseguido que me temblaran las piernas dentro de las botas. Estoy seguro de que ahora podría manejarla.

– Fantástico. Entonces puedes encargarte de decirle que he vuelto definitivamente. Todavía no he reunido el coraje suficiente para hacerlo yo.

– ¿No lo sabe? -preguntó él asombrado.

– Aún no. Pero hoy vi al tío Ron, así que la voz se irá corriendo.

El camarero apareció con las bebidas. Eric y Hannah consultaron el menú y pidieron la comida. Cuando se marchó, Hannah lo miró seriamente.

– No pretendía que mis años en el internado pareciesen horribles. Recibí una educación fantástica y hubo muchos ratos divertidos. Una amiga y yo encontramos un mapache bebé y lo criamos. Por supuesto, cuando se hizo mayor destrozó nuestra habitación, pero mereció la pena. Y nos visitaban muchos profesores excelentes; venían durante un trimestre y nos enseñaban cosas interesantes, como arquitectura o filosofía. Removió su vaso de soda con la pajita, bebió un sorbo y sonrió.

– Basta de hablar de mi pasado. ¿Qué me dices del tuyo? Eras un rompecorazones cuando trabajabas en el lago. Todas esas jovencitas que siempre te rodeaban con esos bikinis diminutos y la loción bronceadora que eran incapaces de ponerse solas.

– Tuve algunas citas.

– Lo recuerdo. Docenas.

– Cuando no estaba trabajando, me divertía -Eric se encogió de hombros. Había tenido poco tiempo libre, pero lo aprovechaba. Si las chicas querían compartirlo con él, no se negaba.

Pero nunca había salido con Hannah. En aquel momento dos años de diferencia parecían muchos. Además, se hicieron amigos mientras le daba clases de vela. Era distinta de las demás chicas. Más callada y sensata. Con ella podía sincerarse y era la única persona, aparte de su hermana, a la que había confesado su sueño de ir a la escuela universitaria y progresar en la vida.

– Eras una buena amiga -le dijo.

– Gracias. Tú también lo eras. Me escuchabas cuando me quejaba de no encajar con los Bingham y de lo que odiaba marcharme al final del verano.

– Tú me decías a qué chicas les gustaba -recordó él.

– Ya, pero no necesitabas ayuda en ese tema -lo miró a los ojos-. Ahora los dos somos adultos.

Esas cinco palabras crearon una expectación eléctrica en el ambiente. Eric se preguntó si se estaba imaginando la atracción que había entre ellos. Sólo había una forma de averiguarlo, pero no sabía si arriesgarse a pasar al siguiente nivel sin saber si Hannah pertenecía al club de «mientras lo pasemos bien». Siempre había sido una buena chica y no tenía por qué haber cambiado. Decidió permitirse soñar un poco más.

– Háblame de tu trabajo en el hospital -sugirió ella cuando el camarero llegó con las ensaladas-. La placa de tu puerta dice que eres director. Debes ser importante.

– Es un ascenso muy reciente.

– ¿Cómo de alto piensas subir en la cadena directiva?

– Hasta la cima.

– ¿Y cuando llegues allí?

– Encontraré otro reto.

– Genial -levantó el tenedor-. Y mi reto del día era elegir persianas y no pude; había demasiadas.

– Hola, Eric, perdona que te interrumpa -Mari Bingham, una morena atractiva, se detuvo junto a la mesa y sonrió tímidamente-. Lo sé, lo sé: éste no es lugar para hablar de trabajo, pero tenía la esperanza de poder… -se calló al fijarse en su acompañante. Sus ojos color avellana se abrieron con sorpresa-. ¿Hannah?

– Hola, Mari. ¿Cómo te va?

– ¿Qué haces aquí? -la sonrisa de Mari se amplió-. Pensaba que seguías estudiando Derecho en el este. La abuela no mencionó que estuvieras en la ciudad.

– Ya lo sé -dijo Hannah, evitando el tema-. Estas muy guapa. ¿Qué tal va todo?

– Bien. Muy ocupada, claro. Siempre hay cincuenta mil caminos que podría seguir en un momento dado.

Mientras hablaba, Eric examinó a las dos mujeres. Charlaban amigablemente, pero les faltaba intimidad. Mari y ella eran primas, pero no habían crecido juntas.

– ¿Cuándo llegaste a la ciudad? -preguntó Mari.

– Hace unos días.

Mari parecía intrigada pero Eric percibió que Hannah preferiría evitar las preguntas de momento.

– ¿Qué querías comentar sobre el trabajo? -inquirió.

– ¡Oh, es verdad! -Mari se volvió hacia él-. Estoy interrumpiendo.

– En absoluto.

– Guapo y con buenos modales -sonrió ella-. Sigues siendo un rompecorazones, Eric.

– Así es -rió él-. Voy dejando un rastro de mujeres trágicas donde quiera que voy. ¿A qué vienen tantos cumplidos?

– Necesito tu ayuda.

– Siéntate, por favor -sugirió él, señalando una silla.

– No gracias, no quiero quitarte demasiado tiempo -miró por encima del hombro y bajó la voz.

– Necesito que me ayudes con la financiación de un nuevo centro de investigación.

– Ésa no es mi área -comentó él con sorpresa.

– No te asustes. No necesito que reúnas el dinero. Sólo quiero que apoyes mi plan. Si tú estás de acuerdo, los altos directivos tendrán mejor disposición.

– Aprecio tu voto de confianza, Mari, pero yo sólo soy un director de nivel medio.

– Pero que sube como la espuma, o eso dicen. ¿Podemos concertar una reunión?

– Desde luego. Llámame por la mañana y organizaremos algo.

– Eres el mejor -agradeció Mari. Después miró a Hannah-. Disfruta de tu cena con nuestro ídolo local.

– Te lo prometo -rió Hannah.

– A ver si quedamos a comer un día de estos -sugirió Mari.

– Sí, estaría muy bien.

Mari agitó la mano y los dejó solos. Eric miró a Hannah y ella sonrió con ironía perversa.

– Ni lo menciones -advirtió, moviendo la cabeza.

– Una chica como yo no suele tener la suerte de cenar con alguien tan famoso -se burló ella.

– Hannah, te he dicho que no lo mencionaras -gruñó.

– Alguien que sube como la espuma y es todo un rompecorazones -agitó las pestañas-. Y yo, poco más que una pueblerina. Me da miedo avergonzarte -se inclinó hacia él-. ¿Estoy usando el tenedor correcto?

– Pienso ignorarte -dijo él.

– Vale ya lo dejo -suspiró ella-. Pero es reconfortante saber que algunas cosas nunca cambian. Tenías éxito con las mujeres antes y sigues teniéndolo. Me gusta la consistencia.

Él se encogió de hombros. Era cierto que nunca había tenido problemas para ligar. Pero al fin y al cabo daba igual, sólo buscaba pasar un buen rato. Había aprendido mucho tiempo atrás que el amor no duraba y que cuando terminaba la gente se marchaba.

– Pareció sorprenderte que Mari te pidiese ayuda.

– Nunca me la ha pedido antes. No sé qué cree que puedo hacer, pero estoy dispuesto a intentarlo.

– Ella trabaja mucho.

– Es una característica familiar.

– Estoy de acuerdo -Hannah dejó el tenedor en la mesa-. Por eso no he mencionado mi vuelta a casa a ningún miembro de la familia -desvió la mirada.

– Es tu decisión, Hannah -la animó él.

– Lo sé. Eso es lo que me digo, pero aun así siento mucha culpabilidad.

Él no sabía de culpabilidades, pero sí que era una locura renunciar a una licenciatura en Derecho de Yale para regresar a Merlyn County. Pero era su opción.

– Ahora que Mari y Ron saben que estoy aquí, el secreto no durará mucho. Soy una tonta, pero tenía la esperanza de que tardaran un poco más en descubrirme.

– No eres tonta -la consoló Eric, deseando apretar su mano para reconfortarla.

– Pero no soy muy lógica.

– ¿Quieres ser lógica? -preguntó él.

– ¿No te parece una buena cualidad para una abogada?

– Sería bastante útil. ¿Estás pensando en volver a la universidad a terminar la carrera?

– Estoy muy confusa sobre mi vida -cerró los ojos-. Prefiero que hablemos de ti. Cuéntame lo que haces a lo largo del día.

– Tengo reuniones. Escribo informes. Superviso lo que hacen los demás. Ya sabes, cosas de gestión.

– ¿Cosas? -ella sonrió-. ¿Acaban de ascenderte a director de un importante hospital y defines tu trabajo como «cosas»?

– Sí. Pregúntaselo a Jeanne. Hay montones de «cosas» que hacer -rió él.

– En realidad no trabajas, ¿verdad? -se inclinó hacia delante-. Es todo fachada.

– Has descubierto mi secreto.

– ¿Es el único que tienes? -preguntó ella con los ojos verdes muy abiertos.

– En absoluto -replicó él, pensando en lo atractiva que le parecía.

– Qué bien. Voy a tener que sacártelos todos. ¿Cuál sería la mejor forma de hacerlo?

– ¿No deberías ser tú quien lo descubriera?

– Puede, pero sería mucho más fácil que lo confesaras todo. Así que… ¿cómo puedo hacerte confesar?

A él se le ocurrieron media docena de maneras, pero ninguna de ellas era practicable en un lugar público.

– No te lo diré.

– Vale. Entonces tendré que adivinarlo.

Hannah disfrutó de la cena más de lo que esperaba. Aparte de que Eric le gustaba, era fácil hablar con él, mirarlo y divertirse. No había habido ningún momento incómodo, ni siquiera cuando apareció su prima Mari.

Eric, a pesar de su éxito, no alardeaba de sus logros. A lo largo de los años había conocido a muchos hombres que disfrutaban dando detalles de lo maravillosos que eran y lo afortunada que era ella al estar a su lado. Eric dejaba que fueran sus acciones las que hablasen.

Sentada en el coche, mientras la llevaba de vuelta a su hotel, se enfrentaba al eterno dilema de las mujeres. Dónde, exactamente, iban a despedirse y qué iba a ocurrir cuando lo hicieran.

Como tenía una suite, en vez de un simple dormitorio, podía invitar a Eric a subir sin darle la impresión de que quería llevárselo a la cama. Lo encontraba muy atractivo y sexy, pero era su primera cita y además estaba la cuestión de su embarazo. No se le notaba vestida, pero desnuda era obvio.

Movió la cabeza y borró las imágenes de Eric desnudo de su mente. Era una primera cita; como mucho se darían un beso en la mejilla. El sexo estaba totalmente fuera de lugar.

– Lo he pasado muy bien -dijo Eric, rescatándola de ese torbellino mental.

– Yo también.

– ¿Quieres que lo repitamos otro día?

– Desde luego que sí -aceptó ella, aunque verlo iba contra su plan de llevar una vida menos complicada.

Cuando aparcaron el coche frente al hotel, Hannah aguantó la respiración. Era momento de decisiones. ¿Qué decir, qué hacer? Si seguían viéndose iba a tener que decirle lo del bebé. Pero no en ese momento. Si las cosas progresaban habría tiempo más adelante.

Él apagó el motor y se desabrochó el cinturón de seguridad. Se volvió hacia ella y tomó su mano.

– Pienso acompañarte hasta tu habitación -dijo, con una voz tan suave y sexy que le provocó escalofríos-. Pero el vestíbulo es un sitio demasiado público para un beso de buenas noches.

Iban a besarse. Hannah estaba encantada y aterrorizada al mismo tiempo. El último tipo al que había besado había sido un desastre, pero Eric era distinto. Y quería besarlo.

Él se inclinó hacia ella y Hannah soltó su cinturón; se encontraron a mitad de camino. Un segundo antes de sentir su boca, se dijo que sólo era un beso, no significaba nada.

Pero cuando sintió sus labios firmes y cálidos, se descubrió deseando que pudiera significar algo. Quizá incluso mucho.

Загрузка...