ERIC besaba su boca con una mezcla de posesión y ternura que hacía que ella se derritiera por dentro. El recuerdo de su último beso combinado con las sensuales sensaciones del que estaba recibiendo la confundían, lo único que podía hacer era… desear.
Una oleada de deseo recorrió su cuerpo. Sentía la presión de su boca contra la suya, la calidez de su aliento en la mejilla, el delicioso roce de un comienzo de barba. Él tenía una mano sobre su hombro y otra en su cadera. Ella apoyaba ambas manos en sus brazos.
Sus tensos senos clamaban «¡Tómame ahora!» y sentía un intenso calor entre las piernas. Eso había ocurrido en sólo dieciocho segundos y se preguntó cómo estaría cuando pasara un minuto.
No tuvo tiempo de imaginarlo porque sintió el suave toque de su lengua en los labios y los entreabrió para admitirlo. El primer roce de lengua contra lengua le provocó un escalofrío. Se acercó más a él, deseando que tocara todo su cuerpo, conteniéndose para no gemir y retorcerse. El profundo sonido gutural que emitió Eric le hizo adivinar que sentía lo mismo que ella.
Él rodeó su cintura con los brazos y la sentó sobre su regazo. Hannah apoyó la cadera en su vientre y más abajo, donde notó la muestra palpable de su deseo.
– Hannah -murmuró él contra su boca-. Me cuesta creer lo que me perdí hace años -dijo, acariciándole la espalda.
– Entonces era más tímida -sonrió, mordisqueó su labio inferior y le acarició el pelo.
– Yo también.
Ella tenía sus dudas al respecto, pero no dijo nada. Eric volvió a concentrarse en su boca, besándola sin descanso. Lo deseaba tanto que le costaba respirar. Nunca había sentido una pasión tan intensa, ni con sus novios de la universidad, ni con Matt, con quien estuvo a punto de casarse. Pero no quería pensar en Matt ni en el pasado; deseaba sentarse a horcajadas sobre Eric y recibirlo en su interior.
Mientras su cuerpo ideaba argumentos que justificasen la rendición total, su cerebro le recordaba que sólo era su segunda cita, que Eric era casi un desconocido y que llevaba un bebé de otro hombre en su interior.
La realidad la salpicó como agua helada. Quería rendirse, pero no podía, no tan rápidamente. Pero lo deseaba tanto que bajó la mano, la puso sobre la de él y la llevó hacia su seno derecho. El pulgar de Eric frotó su pezón y gimió levemente. Espirales de deseo descendieron por su cuerpo, asentándose en su entrepierna.
Debía ser ilegal desear tanto a un hombre. Lamentándolo en el alma, se echó hacia atrás. Eric rompió el beso y se miraron a los ojos. Los de él parecían casi negros y sus pupilas llameaban.
– ¿Vamos demasiado rápido? -preguntó Eric, con voz tranquila. Ella asintió-. Lo entiendo. Sólo es nuestra segunda cita. Pero todo esto es culpa tuya.
– ¿Qué? -se bajó de su regazo y lo miró fijamente-. ¿Por qué es culpa mía?
– Porque eres infernalmente tentadora -sonrió él, acariciando su mejilla-. ¿Cómo podría resistirme?
– Bueno, tú también tienes tu encanto -admitió ella, apaciguada-. Creo que ambos somos culpables.
– No quiero presionarte -aclaró él con expresión seria-. Me he precipitado un poco esta noche, pero no lo pretendía. A partir de ahora iremos más despacio.
Hannah era un hervidero de emociones. Por un lado, había sido ella la que dirigió la mano a su seno, era culpable; por otro, le gustaba que respetase sus sentimientos y quisiera ir más lento. Eso implicaba que se verían de nuevo, un plan muy atractivo.
– Me gusta lo de ir más despacio.
– De acuerdo -se levantó, la puso en pie y besó su boca suavemente-. Voy a salir de aquí antes de ceder a la tentación de arrancarte la ropa. Te llamaré mañana.
– Estaré esperando.
Salió y Hannah cerró la puerta a su espalda. Después rió como si tuviera catorce años, corrió al sofá y se tiró encima.
– Creo que le gusto -susurró-. Es fantástico.
A las 10:17 de la mañana siguiente, regresó el sentido común. Hannah, sentada ante el escritorio de su suite, intentaba poner su vida en orden. Pero le estaba costando mucho no pensar en Eric.
No sabía qué tenía ese hombre para acelerarle el corazón. ¿Su aspecto? ¿Que era un buen tipo? ¿El pasado? ¿O era la combinación de todo lo que la volvía loca?
Sabía que no podía precipitar la relación después de su último desastre, aunque Matt y Eric no se parecían en nada. Matt era desenvuelto y sofisticado, un ejemplar típico de la costa este. En cambio, hacía años que conocía a Eric, su historia y sus valores; había tenido muchas novias, pero no se había aprovechado de ellas. Matt siempre había ido a sacar lo que pudiera.
Hannah reunió coraje para hurgar en la herida de su corazón. La sorprendió que fuera mucho menos doloroso de lo que esperaba. Pensar en Matt ya no le daba ganas de gritar o llorar. Por fin entendía que había sido el objetivo perfecto para su tipo de seducción.
Su rápida recuperación la alegraba y entristecía al mismo tiempo. Era maravilloso no despertarse cada mañana inmersa en la agonía emocional, pero si había superado lo de Matt tan rápidamente, ¿lo había querido de verdad? ¿Cómo podría justificarse ante su hijo?
– Supongo que no tendremos conversaciones serias hasta dentro de un tiempo -dijo, acariciándose el vientre-. Entretanto, pensaré cómo explicártelo.
Hasta que llegara ese momento, tenía que ocuparse no sólo de su atracción por Eric, sino también de su familia. No podía esconderse para siempre.
La idea de llamar a su abuela y decirle que había vuelto para instalarse, sin licenciarse en Derecho, le daba dolor de estómago. No había tenido náuseas matutinas, así que el problema era de nervios, no hormonal.
Myrtle no gritaría, ni siquiera alzaría la voz. De hecho, probablemente diría todas las cosas correctas. Pero ella vería la desaprobación en sus ojos.
En momentos así, Hannah echaba de menos a su madre. Incluso si ella no hubiera aprobado el rumbo que estaba tomando su vida, habría intentado entenderla y apoyarla. Además, le habría dado expertos consejos sobre cómo ser una buena madre soltera.
Hannah pensó en su infancia. Aunque escaseaba el dinero nunca lo echó en falta. Su diminuta casa había sido un hogar feliz y alegre, lleno de amor. Siempre se había sentido lo más importante en la vida de su madre.
– Eso mismo deseo para ti -susurró Hannah-. Te querré con todo mi corazón.
Haría lo posible para que eso fuera suficiente. Ella había crecido sin padre y le había ido bien. También a Eric. Se preguntó si a él le había importado que no hubiese un hombre en la casa.
La mejor forma de averiguarlo sería preguntárselo, pero aún no estaba preparada. Su relación no estaba definida. Todo podía cambiar cuando le dijese que estaba embarazada y que no vería de nuevo al futuro padre.
Quizá Eric no deseara intimidad física cuando supiera lo del bebé; a muchos hombres no les atraían las mujeres embarazadas. Quizá la juzgara por lo ocurrido y la culpase por olvidar a Matt tan rápidamente.
Hannah apoyó los codos en el escritorio. Pasaba demasiado tiempo pensando e insuficiente haciendo. Decidió hacer sus listas y ponerse en marcha. Por mucho que especulase sobre Eric, no sabría la verdad hasta hablar con él. Lo maduro y sensato sería contárselo todo cuando lo viera, pero tenía miedo de ser juzgada y condenada. Miedo de que la comparase con su padre, que había dejado embarazada a su madre y había huido.
El vecindario en el que había crecido Eric no había cambiado mucho en los últimos diez años. Las casas habían envejecido y también los residentes, pero las calles seguían siendo estrechas, los árboles altos y los jardines cuidados. Era un barrio de trabajadores por horas, gente resuelta y orgullosa que nunca conseguía ahorrar lo suficiente para emergencias.
Aparcó el coche en el sendero que había a un lado de la casa recién pintada. Había vivido allí hasta que se fue a la universidad y le había sorprendido lo fácil que le resultó convertir otro sitio en su hogar.
Fue hacia la puerta con una botella de vino y una pequeña caja de herramientas en las manos. Desde que su hermana regresó tres años antes, cenaba con ella los domingos y hacía las reparaciones necesarias.
Eric subió los escalones. La barandilla era nueva, la había cambiado en otoño. Al ver las jardineras recordó la obsesión de Hannah con las bayas. A Cecilia, CeeCee, también le gustaba la jardinería, pero su extenso horario de trabajo no le dejaba mucho tiempo libre.
– Hola, hermana, soy yo -gritó, llamando a la puerta y entrando.
– Estoy en la cocina -gritó ella-. Límpiate los pies.
Él sonrió y restregó los pies en la alfombrilla. CeeCee le sacaba once años y siempre lo había tratado de forma maternal. Cuando su madre se puso enferma y CeeCee volvió a casa, ese papel se acrecentó. Pero Eric no se quejaba. CeeCee había llevado la carga de cuidar a su madre para que él pudiera terminar su educación; le debía mucho. Por eso, cuando su madre murió, le cedió la mitad que le correspondía de la casa.
– Dime que estás haciendo filetes a la parrilla -dijo, entrando en la alegre cocina.
– Eso no ocurrirá nunca, Eric -CeeCee, una morena guapa de ojos oscuros que apenas le llegaba al hombro, sonrió-. La carne roja acabará matándote.
– No lo sabes con seguridad. Creo que deberíamos comprobar la teoría con un buen filete jugoso. Incluso encenderé yo la barbacoa, si te da miedo el fuego.
– Eres un pesado -movió la cabeza de lado a lado y se acercó-. ¿Por qué te quiero?
– No puedes evitarlo -se quedó quieto mientras ella estudiaba su rostro.
– Pareces cansado -anunció-. Y no estás comiendo bien. ¿Cuándo fue la última vez que tomaste verdura?
– Había tomate en la hamburguesa que comí ayer. ¡Ah! y lechuga.
– La lechuga no es verdura -rezongó ella.
– Claro que sí. Es verde. Todo lo verde es verdura. Jeanne tiene gominolas en el escritorio y siempre procuro comerme las verdes, para que no te preocupes por mí.
– Eric ya no eres un niño. Tienes que cuidarte más.
Él dejó el vino en la encimera y la caja de herramientas en el suelo. Agarró a su hermana y le dio un abrazo de oso, apretándola hasta que protestó.
– ¿Cuál es el plan? -preguntó Eric-. ¿Dónde está la fuga de agua? ¿En la bañera o en el fregadero?
– En el fregadero. Estoy segura de que es una junta. Voy a poner la pasta al fuego, así que puedes arreglarla después de cenar.
– Sí, señora -fue hacia el fregadero y se lavó las manos. Mientras ella echaba la pasta al agua hirviendo, empezó a sacar los platos.
Cuando su madre murió, CeeCee decidió quedarse con la casa. En los últimos dos años había pintado las paredes y reemplazado el viejo sofá por uno nuevo y alegre. Le gustaba restaurar antigüedades y Eric comprobó que había terminado con el aparador que había empezado en invierno.
– Está muy bonito -dijo, inclinando la cabeza hacia el aparador.
– Estoy contenta con el resultado -sonrió CeeCee-. En la tienda de segunda mano venden un dormitorio que me gusta, de los años cuarenta -encogió los hombros-. Me lo estoy pensando.
– Si es por el dinero…
– Es por el tiempo -lo cortó ella-. No sé si quiero comprometerme a restaurar tantos muebles ahora.
– Podría ayudarte.
– No lo creo, pero agradezco la oferta.
– Así que soy lo bastante bueno como para arreglar una fuga, pero no para trabajo delicado como restaurar muebles, ¿no?
– Así es, exactamente -asintió su hermana, tras pensarlo un instante.
– Vaya, gracias.
– La mesa no va a ponerse sola, jovencito -dijo ella, señalando los platos.
– Eres una mandona.
– En lo que respecta a ti, es cuestión de orgullo.
Él terminó de poner la mesa. Abrió la botella de vino, sirvió dos copas y llevó la ensalada y el pan. Unos minutos después, CeeCee coló la pasta, la puso en una fuente y añadió una cremosa salsa de tomate y salmón.
Cuando se sentaron, Eric empezó a contar mentalmente en silencio. Como siempre, seis o siete segundos después CeeCee inició el ataque.
– No sé por qué tienes que trabajar tantas horas -dijo, pasándole la pasta-. Cuando llego a la clínica veo la luz de tu despacho y siempre sigue encendida cuando me voy.
– Hermanita, vengo a cenar casi todas las semanas y en cuanto empezamos a comer, me atacas -adoraba a su hermana, pero a veces lo sacaba de quicio-. ¿No podríamos hablar de algo fácil y sencillo de resolver, como los conflictos de Oriente Medio?
– Muy gracioso -CeeCee estrechó los ojos-. Me preocupo por ti.
– Yo también me preocupo por ti. Llevas demasiado tiempo sola; te está deformando el cerebro.
– Esta conversación no es sobre mí. Es sobre ti y el imposible número de horas que trabajas. Cuando estabas haciendo el máster y trabajando a tiempo completo, no tenías otra elección. Ahora sí. Necesitas equilibrio en tu vida, Eric. Necesitas una vida.
– Tú tampoco tienes mucho aparte de tu trabajo -dijo él, con la esperanza de distraerla.
– Tengo aficiones y amigos y por lo menos estuve casada. Estás llegando a esa edad en la que es importante empezar a pensar en objetivos a largo plazo.
– De esos tengo muchos.
– No hablo de objetivos profesionales -torció la boca-, sino personales. ¿No quieres casarte? ¿No quieres tener hijos?
Él masticó un trozo de salmón y consideró la pregunta. Claro que quería hijos, siempre los había querido. Pero no estaba tan seguro sobre lo de una esposa. Desde su punto de vista, el amor no duraba. El matrimonio de CeeCee había sido un desastre. Exceptuando a su secretaria, no conocía a nadie felizmente casado.
Por desgracia, ese argumento no funcionaría con CeeCee. A veces, cuando se ponía así, era mejor esquivar el tema. Iba a rendirse cuando recordó que tenía algo de munición.
– Estoy viendo a alguien -le dijo.
– ¿Estamos hablando de salir con alguien, o de hacer entrevistas a secretarias? -CeeCee lo miró por encima del borde de la copa.
– Citas de verdad -dijo, alzando las manos con aire de victoria-. Con besos y todo.
– ¿Qué problemas tiene ella? -preguntó CeeCee con suspicacia.
– ¿Insinúas que sólo alguien con problemas saldría con tu hermano? Eso es muy duro.
– No, no quería decir eso. Nunca sales con mujeres que estén interesadas en algo más que pasar un buen rato. Supongo que ella también es así, ¿no?
Eric aún no sabía en qué punto de la escala de «sólo pasarlo bien» se encontraba Hannah. Iban a tener que hablar del tema, porque estaba muy interesado en seguir viéndola. Nunca lo había atraído tanto una mujer.
– Es fantástica -dijo, evitando la pregunta-. Guapa, lista, divertida. La conocí cuando trabajaba en el lago.
– ¿La conozco yo? ¿Cómo se llama?
– Hannah Bingham.
– ¿Una de ellos? -CeeCee arrugó la nariz-. Ten cuidado, Eric. Esa familia es problemática.
– Ella no es así. Hannah no nació rica. Es una de las hijas de Billy Bingham. No se enteró de que era su padre hasta que cumplió trece o catorce años. Es muy agradable, encantadora.
– Parece que te ha dado en serio -la expresión de CeeCee se tornó especulativa.
Era cierto, pero no en el sentido que sugería su hermana. Pero no pensaba discutir su interés sexual por Hannah con ella.
– Entonces, ¿la cosa va en serio? -preguntó.
– Sólo hace un par de semanas que la veo. Dame un respiro.
– De acuerdo. Pero no te mataría enamorarte.
– Ya basta de tortura -Eric ignoró el comentario-. Dime cómo va tu vida. ¿Y el trabajo?
– Ajetreado. La gente no deja de tener niños.
CeeCee era comadrona desde hacía años. Le encantaba su trabajo y Eric había aprendido de ella lo importante que era sentir pasión por la actividad diaria.
– ¿Va todo bien?
– Para mí sí -CeeCee suspiró-, pero la clínica…
– ¿Qué?
– Hubo problemas con un parto en casa hace unos meses -sus ojos se entristecieron-. Ahora los padres están creando problemas.
La clínica contaba con un programa especial que permitía a las mujeres sanas y sin riesgos dar a luz en su casa, si lo preferían. Contaban con comadronas especialmente preparadas para ayudar y asistirlas en el parto.
– Yo no estoy involucrada -esbozó media sonrisa-. Fue Milla. Es una profesional muy concienzuda. Por lo visto, el parto fue normal, pero los padres no prestaron atención a las instrucciones para limpiar el cordón y no llevaron al bebé a ninguna revisión posparto. El bebé acabó enfermo y en cuidados intensivos. Ahora han demandado a Milla y a la clínica, alegando que no cortó bien el cordón y no les explicó cómo limpiarlo.
La clínica y el hospital eran independientes, pero se conectaban a través de un pasillo de cristal y compartían prácticas, pacientes y personal. Un juicio así sería devastador para todos, especialmente para Milla.
– ¿Cómo se siente Milla?
– No muy bien. Algo así podría acabar con su carrera -CeeCee movió la cabeza-. En nuestra profesión un error puede tener consecuencias trágicas, pero no tiene sentido que procesen a Milla cuando lo hizo todo bien.
– A veces la gente no acepta la responsabilidad por su actos. Resulta más fácil acusar a otros -tocó su brazo suavemente-. ¿Puedo ayudarte de alguna manera?
– Hablar ayuda. También ayudaría que te casaras.
– ¿En qué iba a cambiar mi matrimonio la situación?
– Sería una distracción -ella soltó una risita-. Acéptalo, Eric. Tienes una deuda conmigo. Como favor especial a tu hermana, deberías casarte.
– Hazlo tú antes.
– Sabes que eso no ocurrirá.
– Nunca se sabe -dijo. Le gustaría ver a su hermana feliz, viviendo con alguien.
Él no estaba interesado en algo para siempre, pero Hannah lo intrigaba. Aunque no quisiera casarse con ella, encontrarla en su cama sería muy satisfactorio.