– ¡MAMI, viene alguien!
Secándose las manos en el mandil, Juliet salió de la cocina y se puso las manos a forma de visera para mirar la alta columna de polvo rojo que indicaba que un vehículo se acercaba a ellos.
– ¿Quién es? -preguntó Kit, con la seguridad de los tres años de que su madre lo sabía todo.
Andrew alzó la vista.
– Es un coche -dijo con desdén para volver a remover la tierra con su pala de juguete.
Como su gemelo, era un niño corpulento, con el angelical pelo rubio de Hugo y sus propios ojos azules oscuros, pero Juliet sabía que bajo el aspecto idéntico se escondían dos personalidades muy diferentes. Andrew era terco y decidido y podía jugar a lo mismo durante horas mientras que Kit se distraía con facilidad, hacía muchas preguntas y solía meter a su hermano en problemas.
– Lo es -acordó Juliet cuando Kit ya abría la boca para protestar-. Pero como va alguien dentro, Kit también tiene razón. Quizá sea el nuevo capataz.
– ¿Qué es un capataz?
Ese era Kit, por supuesto.
– El que nos va a ayudar a llevar el rancho.
Si había algo que necesitaba era ayuda, pero Juliet no podía dejar de preguntarse si había tomado la decisión adecuada. Por encima de todo, Cal había parecido la persona ideal. Cuando le había preguntado a un vecino por referencias le había dicho que era el mejor para llevar una propiedad como la suya. También le había dicho que era un buen hombre.
Cal Jamieson podía hacer bien su trabajo, pero cada vez que Juliet recordaba su conversación telefónica, sentía una leve inquietud.
Había sonado brusco, pero Juliet ya había aprendido a no esperar que los rancheros emanaran encanto. Hugo la había hecho desconfiar del carisma superficial. No, era algo en la forma en que él se había hecho cargo de la conversación. Por supuesto, ella había querido saber si era competente, pero ¿no debería haber dependido de ella el sugerir un período de prueba? Y había algo más, Juliet había quedado con la impresión de que guardaba algún tipo de hostilidad contra ella.
Bajó la vista hacia los dos niños pequeños que jugaban con la tierra en la base de los escalones y sintió una punzada de amor tan intensa que le atenazó la garganta. Sus niños. Ellos merecían cada lágrima de puro agotamiento, cada noche pasada en vela preocupada por su futuro. Wilparilla era su herencia y lucharía para conservarlo para ellos. No le importaba lo hostil que Cal Jamieson se pusiera siempre que la ayudara a conseguirlo.
Sin embargo, no podía dejar que la pisoteara. Juliet no tenía intención de repetir el mismo error que había cometido con el último capataz. Dejaría muy claro desde el principio quien era allí el jefe.
Quitándose el mandil, Juliet entró en la casa para lavarse la cara con agua fría y pasarse los dedos por el pelo. Puso una mueca al ver su reflejo en el espejo. El estrés y el agotamiento del año anterior le hacían parecer mucho mayor de los veinticinco años que tenía. En un concurso de vigor, competencia y bravura, hasta el tubo de dientes tendría más posibilidades que ella en ese momento.
Por un momento, se permitió pensar en la chica que había sido en Londres, tan bonita, vivaz y segura de que podría comerse el mundo. Eso había sido antes de casarse con Hugo, por supuesto. Y ahora, allí estaba, en un aislado rancho de ganado en el otro extremo del mundo y con la única seguridad de que haría lo que fuera por conservar Wilparilla para sus hijos. Aunque eso significara tener que tratar con el desconocido Cal Jamieson.
– ¡Mami, mami! ¡El capataz está aquí! -gritó Kit entrando como una tromba.
– Bueno, entonces será mejor que salgamos a saludarlo.
Ahora que había llegado el momento, se sentía ridículamente nerviosa. El futuro de Wilparilla dependía del hombre que esperaba fuera, pero no podía dejarle entrever lo desesperada que estaba por la ayuda de alguien.
Kit salió con cara de importancia al porche Y bajó los escalones pura reunirse con su gemelo. El hombre arrodillado al lado de Andrew parecía inmerso en una seria conversación y sólo se le veían los vaqueros y una camisa azul marino. Tenía la cara tapada casi por completo por el sombrero, pero al volver la cabeza para mirar a Kit, Juliet vio unos dientes muy blancos bajo el ala del sombrero.
Parecía una sonrisa tan agradable que sintió renacer la esperanza, pero cuando levantó la cabeza más y la vio, la borró como si nunca hubiera existido. Se estiró y se quitó el sombrero.
– ¿Señora Laing?
Su primera impresión fue la de un hombre corpulento, de aspecto tranquilo, con una cara fina, una boca fría y unos ojos grises glaciales. Unos ojos que daban ganas de volverse sobre sus talones y salir corriendo.
Esbozando una sonrisa, bajó los escalones hacia él. Era más alto de lo que había pensado y se sintió en desventaja al alzar los ojos hacia él.
– Juliet, por favor -dijo estirando la mano-. Usted debe ser Cal Jamieson.
“Juliet, por favor”, imitó para sí mismo con aquel cristalino acento inglés.
Sonaba igual que por teléfono, tan compuesta, segura de sí misma y con aquel irritante tono de superioridad, pero por otra parte, aquella voz no parecía pertenecer a la chica que tenía delante.
No había pensado que fuera tan joven. No podía tener más de veinticinco años. Demasiado joven para poseer una propiedad como aquélla. Un rancho necesitaba a alguien que conociera la vida al aire libre, no a aquella chica de débil sonrisa y modales formales.
También era más guapa de lo que había esperado, admitió a regañadientes. Muy fina, casi delgada, tenía pelo oscuro, exquisitos pómulos y grandes ojos de un azul tan oscuro que parecía casi púrpura. Podría describírsela como una belleza sí no fuera por lo agotada que se la veía. Tenía profundas ojeras y le recordó a un pura sangre, inquieto y tembloroso antes de una gran carrera. Cal no tenía nada contra los pura sangre, pero aquél era un país áspero, un sitio para caballos medio deslomados que pudieran trabajar. Podrían no ser bonitos, pero eran útiles.
Mirando a Juliet Laing, Cal dudó si habría sido alguna vez de utilidad para alguien salvo para sí misma.
– Sí, soy Cal -dijo con voz profunda aceptando su mano.
Había tenido mucho tiempo en el largo viaje desde Brisbane para preguntarse si no estaría cometiendo un terrible error al volver a Wilparilla, pero ahora que veía a aquella mujer frágil y nerviosa, pensó que había acertado, después de todo. Una mujer así, nunca duraría mucho allí. Volvería para Inglaterra en cuanto las cosas se pusieran difíciles y él volvería al sitio al que pertenecía.
Su apretón fue sorprendentemente firme, sin embargo. Cal la miró a los ojos y deseó no haberlo hecho nunca. Eran unos ojos extraordinarios, el tipo de ojos que podrían meter a un hombre en problemas. No había nada frágil ni nervioso en aquella mirada, que estaba cargada de firmeza y obstinación.
Durante un largo momento, se midieron el uno al otro y a Juliet le pareció que entre ellos se había lanzado un reto. No sabía cuál, pero estaba segura que Cal Jamieson pensaba que aquél no era lugar para ella. Bueno, pues si pensaba que iba a irse con el rabo entre las piernas, estaba muy equivocado.
– ¿Vamos a hablar a la terraza? -preguntó con frialdad.
– ¿Hablar?
Por su tono, pareció que le hubiera hecho una propuesta indecente.
– Apenas se puede llamar entrevista nuestra conversación telefónica.
– Es un poco tarde para una entrevista, ¿no? Acordamos que vendría para un período de prueba como capataz.
¿Qué quería decir con acordamos?, pensó Juliet enfadada. Ella había aceptado emplearlo en concepto de prueba.
– Llevo conduciendo cuatro días para llegar hasta aquí y hacerlo. ¿Qué pasa sí no paso la entrevista? ¿Espera que me vuelva directamente a Brisbane?
– Por supuesto que no.
Juliet apretó los dientes. Aquello iba a ser peor de lo que había pensado. No había sido imaginación suya aquella corriente de hostilidad que había sentido por teléfono. Y no es que fuera agresivo, no. Permanecía calmado e implacable.
– Mire -dijo haciendo un esfuerzo por sonar razonable-. Pete Robins lo ha recomendado, pero lo único que sé es que ha venido de Brisbane y que necesita un trabajo. Lo único que sabe de mí es que necesito a un capataz. Si vamos a estar trabajando muy cerca, creo que deberíamos saber algo más el uno del otro.
Él sabía mucho más de ella que eso, pensó Cal. Sabía que su marido y ella habían llegado de Inglaterra y comprado aquella propiedad por capricho. Sabía que habían ignorado a los vecinos, despedido a los buenos trabajadores y abandonado la propiedad que a él le había costado tanto levantar y que ahora, que su marido estaba muerto y no había razón para quedarse, ella se había negado con terquedad a vender. Esperando que le ofrecieran más dinero, supuso con disgusto, como si ya no tuviera suficiente. Era una mujer estúpida y consentida que se había interpuesto en su camino.
Pero por ahora le seguiría la corriente, pensó mientras seguía a Juliet a la terraza. Que pensara que estaba desesperado por un trabajo si era eso lo que quería.
Se sentó en una de las sillas de caña y posó el sombrero en el suelo, contento de que Pete Robins le hubiera avisado de los cambios que los Laing habían hecho en su casa. El loco plan de Hugo Laing parecía haber sido el cotilleo de la zona. En vez de invertir el dinero que tanto necesitaba la tierra, se había gastado miles de dólares en remodelar la casa desde los cimientos. La idea había sido crear un tipo de acomodación de lujo para turistas de alto nivel, pero por lo que Cal sabía, todavía no había aparecido ninguno.
El intenso contraste entre el pretencioso estilo de la vivienda y el estado de ruina de la propiedad le puso furioso, pero por otra parte estaba contento. Ver a otra persona viviendo en la humilde casa que él había compartido con Sara le hubiera resultado intolerable y así no tendría que enfrentarse con los fantasmas del pasado.
Entonces miró a Juliet, que estaba sentada en el otro sillón de caña. Tenía una elegancia natural que hacía que pareciera estar posando para una revista de vida natural, a pesar de sus vaqueros y su sencilla camisa de color arena.
– ¿Qué tipo de cosas quiere saber?
La resignación y el aburrimiento del tono de su voz le pusieron a Juliet los nervios a flor de piel. ¡Ni siquiera intentaba parecer amable! Y encima, no sabía por donde empezar. Estaba tan cansada la mayor pare del tiempo que hasta una simple conversación le sobrepasaba.
– Bueno, ¿cuánto tiempo llevaba en Brisbane, por ejemplo?
– Casi cuatro años.
El mismo tiempo que ella llevaba allí, pensó Juliet. Toda una vida.
– ¿Y qué hacía allí?
Intentó sonar relajada y amable, pero la actitud de Cal como si estuviera en su propia casa, le ponía nerviosa. No tenía derecho a parecer que era él el que pertenecía allí y que ella era la completa extraña.
Cal vaciló.
– Tenía mi propia empresa.
Esperaba que no le preguntara más. Si descubriera lo bien que le había ido se preguntaría por qué estaba buscando trabajo de capataz.
Juliet no interpretó bien su vacilación. La compañía debía haber fracasado, por eso había ido hasta tan lejos para buscar un trabajo. Pero parecía que no quería hablar de ello.
– Pete Robins me dijo que procedía de esta zona. ¿Por qué fue entonces a Brisbane?
– Razones personales.
– Bueno… eh… entonces, ¿cómo se siente al haber vuelto?
Él la miró fijamente.
– ¿Qué quiere decir con cómo me siento?
– Pues que si está contento de haber vuelto. ¿Siente haber dejado a sus amigos en la ciudad? ¿Le preocupa trabajar para una mujer? No es usted muy comunicativo, ¿verdad?
¿Qué pensaba aquella mujer que era aquello, una fiesta de cóctel?
– No creo que eso importe -dijo Cal exasperado-. Si yo estuviera buscando un capataz, no perdería el tiempo preguntándole cómo se siente. Querría saber lo que sabe hacer. Si tengo que pasar por esta farsa, ¿por qué no intenta preguntarme algo relevante?
– He intentado averiguar algo de su experiencia -dijo Juliet enfadada.
– ¿Experiencia en qué? Un capataz tiene que saber hacer mucho más que sentarse en una oficina y administrar.
– De acuerdo. ¿Qué preguntaría usted, ya que parece saber tanto del asunto?
– ¿Si yo estuviera contratando a un capataz? Querría saber si puede pilotar un aeroplano y conducir un remolque ¿Podría construir una maldita presa y arreglar un generador? ¿Sabe de contabilidad? Y eso aparte de lo elemental como conducir ganado, enlazarlo, atrapar toros, castrar, marcar, descuernar, construir vallas…
– ¡De acuerdo, de acuerdo! Ya lo ha dejado claro. ¿Puedo suponer que sabe hacer todo eso? -preguntó con cierto sarcasmo mirándolo a los ojos.
– Lo descubrirá en los próximos tres meses, ¿no cree?
Los ojos azules de Juliet destellaron peligrosamente y alzó la barbilla al mirarlo con enfado.
– No ha hecho absolutamente ningún esfuerzo por cooperar desde que ha llegado. En vez de eso, ha dejado muy claro que no sé nada de dirigir un rancho. Cal abrió la boca, pero ella no le dio la oportunidad de hablar-. Bueno, puede que sea verdad, pero una cosa sí sé y que es que no estoy dispuesta a pagar un buen sueldo a alguien que me vaya a tratar como si fuera estúpida. Soy una mujer inteligente intentando superar una situación extremadamente difícil. Quiero un capataz que sepa levantar este rancho, dirigirlo con eficacia y tomarse su tiempo en explicarme lo que está haciendo y porqué, para con el tiempo aprender a dirigirlo yo misma. El último capataz no quiso molestarse en hacerlo. Cometió el error de pensar que mi opinión no contaba y lo despedí.
Clavó la mirada en Cal y éste se enfadó consigo mismo por fijarse en cómo la furia le hacía aletear las fosas nasales y cómo en sus ojos había desaparecido la mirada de debilidad dejándolos muy vívidos. Con aquella pose, tenía una fuerza que era más atractiva de lo que él había imaginado.
– Y lo despediré a usted -estaba diciendo-, en el momento en que olvide quién es el jefe aquí. Esta es mi propiedad y estoy dispuesta a pagar a quien me ayude, pero desde luego no voy a pagar para me manden.
La expresión de los ojos grises de Cal era difícil de interpretar y no sabía si se sentía intimidado o avergonzado por su arrebato. Aunque era difícil imaginar que un hombre como Cal pudiera sentirse intimidado por nada.
– Sólo quería dejar claro cuál es mi postura. Es mejor aclarar las cosas desde el principio.
– Lo único que me ha quedado claro es que necesita un capataz, un trabajador que haga milagros, un esclavo y un profesor, todo en el mismo paquete -dijo él con sorna- Ya he visto en el camino la cantidad de trabajo que hace falta. Si voy a llevar esta propiedad de forma adecuada, no tendré tiempo de explicarle todo.
– No estoy pidiendo un recuento minuto a minuto. Tampoco yo tendré demasiado tiempo con dos niños a los que cuidar. Pero quiero saber lo que está pasando y quiero aprender lo que pueda.
– ¿Y cuándo lo haya aprendido?
– Entonces se quedará sin trabajo -dijo ella con una mirada directa-. Pero no soy tonta. Sé que eso tardará, así que el trabajo está asegurado para una buena temporada, si eso es lo que le preocupa.
No era la seguridad lo que le preocupaba a Cal, era comprender que Juliet Laing iba a ser más complicada de lo que había imaginado. Había esperado encontrar a una viuda mimada e impotente, lista para ser convencida de que su única opción era volver a Inglaterra, pero cuanto más miraba a Juliet, menos fácil le parecía lograrlo. Había una mueca de firmeza en su preciosa boca, un gesto de obstinación en su barbilla y una fijeza en su mirada que eran casi inquietantes.
Bueno, él tenía fama de domar caballos salvajes. Al menos estaba allí, en la mejor posición para intentarlo, pero sería mejor no enfrentarse demasiado con ella a esas alturas. Podría despedirlo como al anterior y el siguiente capataz que llegara podía intentar aprovechar las ventajas de la situación. Una mujer sola y atractiva con medio millón de acres de tierra era un plato muy goloso.
Cal apretó los labios al pensarlo. Nunca recuperaría Wilparilla si pasaba eso. No, tendría que apretar los dientes y aceptar las órdenes de Juliet por el momento, pero se aseguraría de que entendiera lo inútil que era el intento y con un poco de suerte, pronto se habría ido.
– De acuerdo -dijo por fin-. Siempre que no pretenda que le dé un informe detallado por triplicado cada día, le haré saber lo que se está haciendo.
¡Cualquiera pensaría que la estaba haciendo un favor! Juliet contuvo un suspiro porque sabía que era lo máximo que podría conseguir de él.
– De acuerdo.
– Entonces, ¿he pasado la entrevista?
Juliet se puso rígida ante la sorna. Le hubiera gustado mandarlo de vuelta a Brisbane, pero tardaría semanas en conseguir otro capataz y Cal lo sabía. Y aunque no le gustara su actitud, parecía un hombre capaz y competente. Ahora tendría que demostrarlo.
– Ha pasado la entrevista, sí -dijo con una mirada fría-. Veremos como salen las cosas los próximos tres meses. No hace falta decir que el período de prueba es para los dos. Si no le gusta trabajar para mí, es libre de irse cuando quiera.
Así que no creía que duraría. Cal sonrió para sus adentros, agarró su sombrero y se levantó. Juliet podría ser más dura de lo que había creído, pero ya verían quién abandonaba Wilparilla antes.
– Como quiera… jefa.
– Ahora que hemos acabado con las formalidades, ¿le apetece una cerveza?
Él se caló el sombrero.
– Creo que será mejor que nos instalemos primero.
– ¿Nos?
Juliet pensó que se habría traído a su perro con él. Cal hizo un gesto hacia el todo terreno aparcado a la sombra de un enorme árbol de caucho.
– Mi hija está conmigo.
– ¿Su hija? ¡No me dijo nada de traer a una hija!
– No veo la diferencia para usted -contestó Cal imperturbable-. Hizo un gesto hacia el horizonte. No es como si no tuviera espacio.
– Pero… ¿cuántos años tiene?
– Nueve.
– ¡No puede traer a una niña de nueve años a un sitio como éste! ¿Qué pasa con su madre?
– Mi mujer murió hace seis años.
– Lo siento mucho, pero no me parece un arreglo muy apropiado. ¿No estaría mejor en Brisbane?
– No. Natalie se queda conmigo.
Juliet se reprimió de comentar que en ese caso, habría sido mejor que él también se hubiera quedado en Brisbane.
– ¿Y qué piensa hacer con ella mientras esté trabajando durante el día?
– Ha dicho que es un período de prueba. Al principio puede venir conmigo y si sale bien, buscaré un ama de llaves para que la cuide mientras hace sus deberes. Natalie es una niña sensata y sabe lo que es la vida en un rancho.
– ¿Y se supone que tengo que acomodar a toda esa gente de más?
Si los rumores eran correctos, había suficientes habitaciones en la vivienda para tres veces esa gente, pero Cal no tenía intención de quedarse con ella.
– Hay una casa para el capataz en perfectas condiciones, o eso me dijo Pete Robins.
– Hay una casa que usaban los capataces en el pasado, pero no está en condiciones para una niña y dudo mucho que consiga un ama de llaves por los alrededores.
Cal frunció el ceño.
– ¿Qué quiere decir? No me mencionó ningún problema acerca de la casa por teléfono.
– Eso era cuando pensaba que venía solo. No he tenido tiempo de ir a limpiarla y no pensaba que le importara dormir en los barracones de los hombres hasta entonces, pero no puede llevar a una niña pequeña ahí. Vaya y véalo por sí mismo si no me cree.
– Lo haré -dijo él sombrío.
Nunca se le había ocurrido que pudiera haber ningún problema con la casa del capataz. Era pequeña, de sólo dos habitaciones, no a lo que Natalie estaba acostumbrada desde luego, pero sólo iba a ser una medida temporal hasta que Juliet le vendiera la propiedad. ¿Y ahora qué iba a hacer?
– Será mejor que traiga a… Natalie, ¿verdad?, aquí a la casa. Podrá quedarse conmigo mientras va a ver la casa.
Cal vaciló antes de asentir.
– De acuerdo.
Natalie tenía pelo corto, moreno y rizado, ojos castaños y una cara tímida y solemne. Juliet le sonrió.
– Hola, Natalie. Bienvenida a Wilparilla.
Natalie murmuró un tímido saludo y Juliet se la llevó para que conociera a los gemelos.
– El gordito de la izquierda es Kit y el más gordito a su lado Andrew. Tienen casi tres años.
– ¿Y cómo los distingues? -susurró Natalie con los ojos muy abiertos.
– Yo siempre sé quién es cada uno, pero es difícil para los demás. Suelo ponerles ropa diferente para facilitarlo. Kit tiene la camiseta azul y Andrew la amarilla -bajó la vista hacia Natalie-. ¿Quieres tomar un refresco mientras tu papá mira la casa? Kit se levantó al oírlo.
– Mami, mi también quiere refresco.
– Por favor, ¿puedo tomar un refresco? -le corrigió Juliet de forma automática.
Kit lo repitió obediente y Natalie se rió tras ella mientras Juliet suspiraba.
– Vamos, Andrew, tú también puedes tomar un refresco.
Se dio la vuelta para indicarle a Cal donde estaba la casa del capataz, pero éste ya se dirigía hacia allí, así que condujo a los tres niños al interior encogiéndose de hombros.
Natalie había perdido por completo su timidez con los gemelos para cuando regresó Cal. Estaba sentada a la mesa de la cocina enseñándoles cómo hacer burbujas con la bebida mientras Juliet los contemplaba con indulgencia apoyada contra el fregadero. Cuando apareció, la sobresaltó y dio un respingo. Cal tenía los labios blancos del enfado.
– La casa está asquerosa -dijo con furia y si rodeos-. ¡Yo no le pediría ni a un cerdo que viviera allí! ¿Cómo se ha permitido que acabe en tal estado?
– Yo nunca la pisé hasta la semana pasada -Juliet se puso al instante a la defensiva-. Hugo, mi marido, era el que trataba siempre con los hombres.
Y no es que hubiera sabido tratar mucho, recordó con amargura. Y cuando lo había hecho había sido para sobrecargar las espaldas de los hombres hasta que todos los buenos se habían ido y los que habían quedado no se interesaban en absoluto por el rancho.
– Lo siento -dijo con impotencia, avergonzada, pero también cansada de disculparse por los errores de Hugo-. Eso era lo que intentaba decirle antes. Mire, creo que lo mejor que puede hacer es quedarse también en la casa. Hay muchas habitaciones de sobra.
Cal vaciló, deslizándose los dedos por el pelo con gesto de frustración. Lo único que no deseaba era tener que agradecer nada a aquella mujer y preferiría dormir bajo las estrellas con un saco, pero Natalie no podía hacerlo. No le quedaba otra elección, comprendió disgustado.
– Gracias -dijo con evidente desgana-. Será sólo hasta que podamos arreglar la casa. Nos iremos en cuanto podamos.