Capítulo 6

ERA muy fácil decidir mantener la relación impersonal y fría, pero muy difícil ponerlo en práctica, comprendió Juliet esa tarde. Estaban todos en la cocina cenando y los gemelos, haciendo muecas para hacer reír a Natalie.

– Ya es suficiente -dijo Juliet con firmeza-. Dejad de hacer el tonto y comed o no habrá regalos de cumpleaños.

Natalie se puso alerta al instante.

– ¿Cuándo es?

– Dentro de tres semanas.

– ¿Habrá fiesta con tarta y velas?

– Si son buenos, sí.

Pero Cal y Natalie seguían riéndoles las gracias y al final ella también tuvo que reírse.

Parecían una familia, comprendió con una repentina punzada de añoranza. Una familia feliz. Aunque por supuesto, no lo eran. Si fueran una familia, ella sería la mujer de Cal en vez de su jefa y no tendría que recordar mantener las distancias. No era justo que Cal se riera así. ¿Cómo iba a considerarlo como un empleado teniéndolo allí sentado relajado como si estuviera en su casa divirtiéndose con los niños con aquella sonrisa tan devastadora?

Juliet esperaba que las cosas fueran más fáciles en cuanto los niños se fueran a la cama, pero no lo fue. Fue peor porque ya no estaba Natalie para distraerlos con su charla. Por primera vez desde que había ido a vivir a Wilparilla, deseó haber tenido una televisión o lo que fuera para romper el silencio.

Le había parecido descortés no reunirse con él en la terraza después de haberse duchado, pero ahora deseó no haberlo hecho. Cal estaba sentado en una de las sillas de caña con las manos apoyadas en las rodillas y una botella de cerveza entre ellas.

Juliet no podía apartar los ojos de aquellos dedos morenos, largos y competentes. Los había sentido tan fuertes entre los de ella al lado del arroyo. Los recordaba sobre su brazo deslizándose hacia su cuello para besarla y no pudo dejar de pensar cómo sería si la besara otra vez.

Ante la idea sintió un escalofrío involuntario y dio un sorbo a su copa de vino mientras el silencio entre ellos se prolongaba y tensaba.

Cal era también muy consciente del silencio. Había sido muy consciente de todo desde que Juliet se había sentado allí con el pelo mojado y del olor del champú que usaba. Llevaba algo parecido a una falda ligera y una camiseta. No se había fijado en el color, pero sí en la forma en que se había deslizado por sus piernas cuando se había sentado.

Para no mirarla había estado intentando concentrarse en su cerveza. Su presencia era inquietante y seductora y Cal no sabía por qué le alteraba tanto. Lo único que sabía era que algo en la forma en que estaba sentada le hacía pensar en la tela sedosa contra su piel desnuda.

Y sabía que si pensaba mucho más en ello, haría algo de lo que se arrepentiría como levantarla y atraerla a sus brazos, o como deslizar la mano con insistencia sobre la seda, bajo la seda, apartándola hasta sentir su piel donde la seda la había acariciado.

Cal apuró su cerveza y se levantó de forma brusca.

– Me voy a dar un paseo -dijo con voz tan cortante que Juliet lo miró sorprendida.

Pero antes de poder preguntarle qué pasaba, ya se había ido dejándola sola para decirse que se alegraba y que intentaría olvidarse de una vez de cómo la había besado.


Maggie llegó al final de esa semana. Era una mujer alta y fuerte de unos sesenta años y con una actitud tan firme que al principio intimidó a Juliet. Cal la recogió en el aeropuerto y la llevó directamente a la casa en la que Juliet había trabajado tanto pintando y limpiando.

– Espero que te guste -dijo un poco nerviosa mientras Maggie inspeccionaba las habitaciones con cara de águila.

– Está bien.

¿Bien? ¿Eso era todo lo que podía decir después de un trabajo tan duro? La indignación le hizo mirar a Cal.

– Eso quiere decir que realmente le gusta -susurró él mientras su tía inspeccionaba la cocina.

Estaba claro que la efusividad no era el estilo de Maggie, pero Juliet le perdonó todo en cuanto la vio con los gemelos. Había esperado que los intimidara tanto como a ella, pero la adoraron desde el principio.

– Ya lo sé -dijo Cal interpretando la expresión de su cara sin tener que decir nada. Sonrió y sin pensarlo, Juliet le devolvió la sonrisa-. Yo tampoco lo entiendo. Es un tipo de magia que tiene con los niños.

Entonces se dieron cuenta de que estaban sonriéndose allí de pie y borraron el gesto los dos al mismo tiempo. Cal fue a reunirse con su tía y Juliet se puso a preparar un té.

Estaba dividida entre el alivio de tener a alguien a quien dejar a los gemelos y el nerviosismo al comprender que ahora pasaría mucho más tiempo con Cal.

Aunque era ridículo. Era para lo que le había contratado, ¿no? Pero lo que le preocupaba era aquella extraña sensación que cosquilleaba de forma alarmante en su piel cada vez que sus ojos se clavaban en su boca, sus manos o las arrugas que le rodeaban los ojos.

Cal estaba encontrando la perspectiva de pasar todo su tiempo con Juliet igualmente inquietante. Se había sentido horrorizado de lo mucho que la había deseado aquella tarde en el porche y había tenido que caminar durante horas antes de poder confiar en sí mismo lo suficiente como para volver. No sabía lo que habría hecho sí Juliet no se hubiera ido a la cama y hubiera seguido allí sentada envuelta en aquella maldita seda.

Había querido pensar que era el vestido lo que le había incitado, pero cuando la vio con vaqueros y camisa a la mañana siguiente, comprendió que era más que eso. Había tenido que alejarse lo más posible donde no pudiera fijarse en la forma en que aleteaban sus pestañas cuando sonreía a alguno de los niños o en la fragancia que flotaba en el aire mucho tiempo después de que se hubiera ido.

Por las tardes, cenaban en silencio y al acabar, él ponía la excusa del papeleo y desaparecía en la oficina. Sería más fácil cuando estuviera Maggie, se había dicho a sí mismo. Su tía podía no ser una mujer muy habladora, pero al menos estaría allí y evitaría que se pusiera por completo en ridículo delante de Juliet.

Pero ahora que estaba allí, comprendía que aunque las noches podrían ser más fáciles, pasar el día sería mucho más duro.

Pero ninguna de esas dudas asomaban a su cara esa mañana. Para Juliet parecía intimidante e inaccesible mientras la llevaba en coche hacia la pista de aterrizaje.

– Si quieres aprender a dirigir Wilparilla, será mejor que sepas exactamente lo que tienes -dijo con brusquedad para ocultar el desconcertante vuelco que le dio el corazón cuando se reunió con él.

Cal la llevó al aeroplano de un motor que había sido de Hugo. Juliet había montado con Hugo un par de veces para ir a la ciudad más próxima, pero nunca se había sentido a salvo con él mientras que con Cal se sintió a salvo al instante. Le enseñó Wilparilla como nunca la había visto antes mientras volaban sobre los vastos pastos llenos de cactus y termiteros, a lo largo de los arroyos bordeados de árboles y los inaccesibles precipicios.

Juliet era intensamente consciente de la presencia de Cal tan cerca de ella, de sus manos en el mando, de su brazo cuando le señalaba algo. Todo era tan gigantesco y salvaje, tan increíblemente bello que exclamó deleitada cuando el aeroplano se elevó hacia la luz una vez más.

– Parece como si ya te hubieras enamorado de Wilparilla -comentó por impulso-. ¿Cómo conoces la zona tan bien?

No había sospecha en su voz, pero la inocente pregunta de Juliet le cortó en seco.

– Ya te dije que me crié por aquí cerca y he volado sobre Wilparilla muchas veces.

Era una mentira a medias, pero no le quedaba otro remedio. Estaba furioso consigo mismo por haberse olvidado de todo ante la excitación y el placer de Juliet de haber visto Wilparilla por primera vez. Él sólo estaba allí porque quería arrebatarle el rancho a aquella mujer sentada a su lado con la piel resplandeciente y los azules ojos brillantes. Debería recordarlo, no enseñarle la tierra como él la conocía ni esperar que entendiera lo que significaba para él.

Y debería recordar que la había mentido y que seguiría mintiendo hasta que se fuera.

– Será mejor que volvamos -dijo casi con sequedad.

Juliet no quería volver. Quería seguir volando con él, subir alto, donde todas sus dudas y preocupaciones se evaporaran en una cosquilleante sensación de felicidad, pero cuando miró a Cal para decirle cómo se sentía, vio su cara sombría y las palabras quedaron ahogadas en sus labios.

Asombrada y dolida por su distanciamiento, Juliet quedó en silencio. Cal siguió señalándole arroyos y pastos al volar sobre ellos, pero la calidez había desaparecido de su voz y con ella, todo el placer del vuelo.

Cal tenía que recordarse todos los motivos por los que debía convencer a Juliet de que se fuera. De acuerdo, ella lo había pasado mal y sí, era una madre amorosa y muy buena con Natalie. También era cierto que había trabajado duro en la casa de Maggie y quizá no fuera tan egoísta como había creído al principio, pero… seguía sin pertenecer a Wilparilla.

Cal se aferró a aquella idea mientras aterrizaba en la pequeña pista llena de baches. Juliet estaría mucho mejor en Londres. No era como si la quisiera estafar. Le había hecho una oferta por mucho más dinero de lo que valía el rancho y si la aceptaba, podría vivir con comodidad y olvidarse de aquella tierra que no perdonaba. Le haría un favor si la convencía de que se fuera.

Cal decidió que le enseñaría la parte más dura de un rancho de ganado. Una semana trabajando con los hombres sería suficiente para que abandonara la perversa idea de quedarse con Wilparilla.

Pero una semana más tarde, tuvo que reconocer que Juliet no había mostrado señales de ceder. Había ayudado a marcar y descornar, había sido introducida a atrapar toros por un rudo vaquero llamado Bill, había aprendido a conducir un tractor y dar marcha atrás con el remolque y se había esforzado por intentar arreglar una valla. Cal la había dejado tambalearse bajo el peso del alambre y arañarse los dedos con las púas hasta que las manos le sangraron, pero Juliet no se había quejado ni una sola vez.

Había aparecido una mirada tormentosa a veces en sus ojos, pero sabía que Cal la estaba probando y justo cuando él estaba seguro de que abandonaría, ella apretaba los labios y seguía adelante. Cal no sabía si admirar su espíritu o frustrarse por su tozudez. Lo único que sabía era que demasiado a menudo, ella estaba demasiado cerca de él como para distraerlo con el aroma de su jabón, el pulso palpitándole en la base del cuello y que Wilparilla cada vez le parecía más lejos de su alcance.

Aquel domingo, Cal se llevó a Natalie a montar, pero Juliet y los niños se quedaron en casa.

– Quiero estar a solas con mi hija -había dicho cuando Natalie había querido que fueran todos.

Mientras avanzaba con su hija al lado, pensó en lo mucho que había cambiado ésta desde su llegada a Wilparilla. En Brisbane había sido silenciosa y educada, pero tan reservada con las amas de llaves que a veces le había preocupado que haber pasado tanto tiempo con él y con los hombres le hubiera convertido en un chicote.

Juliet era la última persona que hubiera esperado que Natalie admirara, pero se había unido mucho a ella desde el principio.

– Ella me habla con educación y sonríe con los ojos igual que con la boca.

Cal podía imaginarse exactamente el gesto.

– Y huele bien.

Eso también lo sabía Cal.

– Es divertida -Natalie lo miró y se lanzó a un ataque de confidencia-. Y una vez me dejó probar una de sus barras de labios.

– ¿De verdad?

¿Quién hubiera pensado que Natalie tuviera el menor interés en barras de labios?

– Y le da a Kit y a Andrew unos abrazos muy bonitos.

Cal escuchó el deseo en la voz de su hija y se le partió el corazón. Él había hecho todo lo que había podido por ella, pero necesitaba a su madre. La niña había perdido mucho más que él con la muerte de Sara.

– Mamá también te daba maravillosos abrazos.

Ella se animó un poco.

– Y tú también -reconoció con lealtad.

– Sí yo también.

Hubo una breve pausa.

– ¿Papá?

– ¿Sí?

– ¿Crees que te volverás a casar?

Cal se puso rígido.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Sólo me preguntaba que si te casarías con alguien como Juliet.

Cal no respondió al instante. Tenía la extraña sensación como si alguien le hubiera dado un puñetazo en la boca del estómago.

– No creo que Juliet quiera casarse con nadie.

Natalie pareció un poco decepcionada.

– Pues yo creo que a veces está triste.

– Ya lo sé -vaciló sintiendo que la lealtad de Natalie estaba dividida-. Le contaré a Juliet que antes vivíamos aquí, Natalie, pero podría hacerle daño si se lo soltara sin más, así que esperaré el momento oportuno, te lo prometo.

Natalie se quedó en silencio, pero Cal pensó que parecía aliviada.

– ¿Todavía quieres que Wilparilla sea nuestro? -preguntó su hija.

– Sí. ¿Y tú?

– Pero si Wilparilla fuera nuestro, Juliet y los gemelos no vivirían aquí, ¿verdad?

Cal se sintió como si le hubieran puesto un muro delante de repente. Hasta el momento no había querido pensar en cómo sería vivir allí sin ella, sin su sonrisa, su aroma o la profundidad azul de sus ojos.

– No -contestó despacio-. Supongo que no.

Natalie quedaría devastada si Juliet se llevaba a los gemelos a Londres, comprendió Cal. ¿Pero qué alternativa le quedaba? No podía quedarse allí como empleado de Juliet porque todo su sentido del orgullo y la independencia se rebelaban.

Si Juliet no se iba, abandonaría la idea de recuperar el rancho, decidió mientras cabalgaban despacio en dirección a la vivienda. Cuando acabara el período de prueba le diría que no quería quedarse, compraría otra propiedad y empezaría una nueva vida con su hija antes de que se apegara más a Juliet y a los niños.

Incluso aunque estuviera enamorado de Juliet, que no lo estaba, a juzgar por lo que le había contado de su matrimonio, no creía que quisiera repetir la experiencia y él no arriesgaría la felicidad de Natalie por alguien que no estuviera preparada a comprometerse por completo con él y con su hija.

No, le daría una oportunidad más a Juliet de ver lo dura que era la vida allí. La llevaría a una reunión de reses. No habría duchas ni inquietante seda. Pasaría calor, tendría agujetas de la silla y se llenaría de polvo y seguramente después de dos noches de dormir sobre una manta, estaría dispuesta a aceptar lo inevitable.


– ¿Puedes dejar a los gemelos por un par de noches? -le preguntó a Juliet aquella noche.

Ella estaba en su sitio habitual en la terraza con un vestido rojo sin mangas hasta el suelo abotonado por delante.

No había absolutamente nada provocativo en el vestido, pero Cal se encontró pensando lo fácil que sería desabotonarlo y deslizárselo por los hombros. Se apoyó contra la barandilla lo más lejos posible de ella.

– Tengo que preguntárselo a Maggie. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

– Vamos a reunir al ganado de los pastos mañana. Sería de utilidad que pudieras venir.

Bueno, ¿qué había esperado? ¿Que iba a sugerirle una noche romántica bajo la luz de las estrellas?

– Pensé que no era útil para nada -dijo recordando los comentarios de Cal después de haber intentado reparar una alambrada.

– Cualquiera que pueda montar un caballo durante dos días será de utilidad. ¿Crees que podrás conseguirlo?

Él sólo le había visto montando aquel viejo penco y Juliet estaba deseando ver su cara cuando la viera cabalgar de verdad. Alzó la barbilla en un gesto que él ya estaba empezando a reconocer.

– Eso espero.

– Bien. He hablado con Maggie antes y estará encantada de quedarse hasta que volvamos.

– En ese caso, me encantará ir.

Se fueron al día siguiente con un par de caballos de carga y otros de refresco. Cal iba a ensillar a la yegua lenta para Juliet, pero ella sacudió la cabeza.

– No, montaré ése -dijo señalando un nervioso bayo que se apartaba de las sillas de la barandilla.

– No creo que sea buena idea.

Pero Juliet ya había agarrado las riendas del caballo y ante sus asombrados ojos, lo ensilló y lo montó. Dirigiéndolo con un movimiento maestro de riendas, lo espoleó y salió galopando hacia donde esperaban los hombres.

– ¿Por qué no me dijiste que sabías montar? – preguntó él en cuanto la alcanzó.

Juliet puso el caballo al trote y le dirigió una mirada de picardía con los ojos azules brillantes bajo el sombrero.

– No me lo preguntaste.

– No me lo dijiste -protestó Cal, pero fue incapaz de resistir la burla de diversión de sus ojos y a pesar de todo, esbozó una sonrisa-. Por supuesto, yo supuse que no sabías.

– Has supuesto muchas cosas acerca de mí.

La sonrisa de Cal se desvaneció.

– Tienes razón. Lo he hecho.

Hubo un extraño tono en su voz y Juliet lo miró con curiosidad. Sus ojos grises eran transparentes bajo el ala del sombrero y algo en su expresión la mantuvo cautiva. Como entre brumas sintió al caballo moverse bajo ella, pero las riendas estaban flojas entre sus dedos y el espacio abierto alrededor de ellos pareció encogerse hasta quedar sólo ellos sobre los caballos, tan cerca, que el pantalón de Cal rozaba el de ella.

Juliet sabía que debía desviar la mirada, pero no podía moverse. Simplemente se quedó allí mirándolo a los ojos. Era como si el tiempo se hubiera detenido, dejándola suspendida en el silencio donde el único sonido eran los latidos de su corazón y la única realidad era Cal, con su cara muda, sus fríos ojos y aquella boca que acosaba sus sueños.

El sol caía a plomo y el aire y la tierra olían a hierba seca. El caballo de Juliet relinchó rompiendo el embrujo. Tragando saliva, apartó la vista con decisión.

– Ya sabía montar a la edad de los gemelos -le contó como si aquella mirada no hubiera ocurrido nunca y su cuerpo no estuviera temblando-. Mi padre era entrenador de caballos de saltos y me sentó en mi primer ponie antes de saber andar. Cuando me fui a trabajar a Londres, solía volver a casa todos los fines de semana para montar, pero entonces conocí a Hugo y… Bueno, ya sabes el resto de la historia.

– Podrías haber montado aquí.

– Sólo que me quedé embarazada al poco de venir. Y después tuve a los gemelos. No podía montar con uno en cada brazo.

– ¿Y no podía Hugo cuidar a los gemelos de vez en cuando para que pudieras dar un paseo? -preguntó Cal enfadado.

– Apenas estaba nunca aquí. Y no había nadie más.

Por primera vez, Cal comprendió lo sola que había estado Juliet.

– Lo siento.

– Ahora ya no importa -dijo ella muy animada-. Estoy montando por fin -miró a su alrededor al vasto silencio, cada árbol profundamente recortado contra el brillante cielo azul-. ¡Había soñado tanto con esto!

Sara había tenido miedo a los caballos, recordó Cal sintiéndose desleal. No quería recordar lo que a Sara le disgustaba el campo. Prefería recordar lo guapa que había sido, lo abierta, amistosa, sencilla y lo que la había amado. Era una equivocación comprender que ella, nacida australiana, nunca había parecido pertenecer tanto allí como Juliet.

La observó sobre la silla, perfectamente en control, completamente relajada, dejando que su cuerpo se balanceara al ritmo del caballo. ¿Cómo habría podido llegar a pensar que no podría adaptarse a Wilparilla?

La recogida de ganado fue larga, caliente y polvorienta como él había vaticinado, pero cada vez que miró a Juliet durante los dos días siguientes, sus ojos estaban resplandecientes.

La vio emerger de nubes de polvo y cuando se quitaba el sombrero, tenía el pelo pegado a la cabeza. Montaba como una amazona y hacía todo lo que le decían. Cuando él estaba discutiendo los planes con los hombres, ella se mantenía en segundo plano, pero al cabo de los tres días, ya conocía a todos hombres por su nombre. Juliet le contó más tarde que era la primera vez que se los presentaban. Por la noche, cuando se sentaban alrededor del fuego, escuchaba en silencio las historias y se tumbaba en su manta sin quejarse de la dureza del suelo.

Cal estaba intensamente agradecido de la presencia de los otros hombres. Algo había ocurrido desde que Juliet y él se habían mirado. Él lo había sentido flotando en el aire, atrayéndolo hacia sus profundos ojos azules. No sabía lo que era, pero la sensación le inquietaba, como si estuviera perdiendo el control de sí mismo y de ella.

Así que empezó a tener cuidado de no sentarse a su lado por las noches, pero por mucho que lo intentara, su mirada se desviaba hacia donde estaba ella. Y cada vez que lo hacía, coincidía que Juliet lo estaba mirando también.

Al final, fue un alivio encerrar al ganado en el corral entre nubes de polvo. Juliet desmontó su caballo y al llevarlo hacia el establo, se encontró frente a Cal. Los dos se miraron y algo urgente e intenso saltó en el aire entre ellos que le hizo a él dar un paso adelante.

– Juliet -dijo con un tono extraño.

Pero antes de poder seguir, alguien llamó a sus espaldas y los dos dieron un respingo.

– ¡Eh, jefe! ¿Podemos irnos ya?

Juliet esperó a que Cal contestara, pero él había visto al vaquero sonreír a Juliet.

– Te llama a ti.

Asombrada, Juliet miró al hombre que esperaba expectante. Debería sentirse honrada, pero no podía haber buscado peor momento.

– Por supuesto que pueden. Gracias.

El hombre alzó una mano con un movimiento lacónico y se fue.

– ¿Qué estabas diciendo?

Pero la forma en que el vaquero la había llamado jefe le devolvió a Cal a la realidad. Él era el capataz de Juliet y aquélla no era ya su propiedad.

– Nada -dijo con expresión pétrea-. Nada de nada.

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