– HAY cerveza en el frigorífico, si le apetece una -dijo Juliet vacilante cuando Cal terminó de descargar el equipaje.
La invitación era poco graciosa, pero él tampoco se había mostrado particularmente gracioso acerca de quedarse en la vivienda. ¿Se le habría ocurrido que quizá ella estuviera tan poco encantada como él de compartir su casa?
Asintiendo con gesto de agradecimiento, Cal se acercó a la nevera, sacó una botella y la abrió. Juliet, que estaba pelando verduras para la cena de los niños, intentó no mirarlo, pero los ojos se le iban de vez en cuando hacia donde él estaba apoyado sobre la encimera.
No se le había ocurrido preguntarle cuántos años tenía, pero debía pasar de los treinta. Tenía la dureza y al solidez de la madurez, pero su cara contenía una expresión tan resguardada que hacía muy difícil estar segura de nada con respecto a él. No podía ser más diferente de Hugo, pensó Juliet. Hugo había sido volátil, pasando de estar encantador a una repentina rabia a la velocidad del rayo. Cal, al contrario, parecía frío y contenido. Era imposible imaginarlo gritando o agitando los brazos. Hasta la forma en que estaba allí bebiendo la cerveza, sugería economía de movimientos, una especie de competencia controlada que era tranquilizadora y a la vez inquietante.
Su presencia parecía llenar la cocina y Juliet se sintió de repente muy consciente de él como hombre: de los músculos de su garganta, de los morenos dedos largo alrededor de la botella, del polvo de sus botas y de las arrugas alrededor de los ojos más la tranquila fuerza de su firme cuerpo. No podía apartar los ojos de él. Era como si no hubiera visto a un hombre antes; nunca se había sentido atrapada por la masculinidad de un cuerpo hasta ese mismo momento.
Cal no se dio cuenta de su mirada al principio. La cerveza estaba muy fría y para Cal, ardiente, frustrado y cansado después del largo viaje, era la mejor cerveza que había tomado en su vida. Bajó la botella para darle las gracias a Juliet de forma adecuada y se encontró con que lo estaba mirando de aquella forma y cuando sus ojos se prendieron, sintió una extraña carga en el aire entre ellos y un inesperado cosquilleo en la base de la columna.
Juliet también lo sintió. Abrió los ojos y notó un leve sonrojo en las mejillas antes de darse la vuelta y concentrarse con intensidad en la patata que estaba pelando.
Extrañamente conmovido por aquel intercambio de miradas, Cal bajó de la encimera y con el ceño fruncido se llevó la cerveza a la mesa donde Natalie jugaba con los gemelos. Ella era normalmente una niña muy callada y tímida que se llevaba mejor con los animales que con la gente, pero parecía haber adoptado a los gemelos al instante y tenía una cara tan animada como no le había visto en años.
De hecho, desde que habían abandonado Wilparilla. Cal se sacudió el inquietante efecto de los ojos de Juliet y se sentó junto a su hija, recordando cómo había llorado cuando habían abandonado el rancho. Había hecho lo correcto trayéndola de vuelta, incluso aunque las cosas no salieran como las había planeado.
– ¡Papá! -Natalie le tiró de la manga-. Enséñales a Kit y a Andrew ese truco que sabes hacer.
Desde el fregadero, Juliet escuchaba los ruidos a sus espaldas y se dio la vuelta con la patata en la mano cuando oyó a los gemelos convulsionarse de la risa. Natalie se reía y Cal, con la cara muy seria, alzaba su palma como si buscara algo.
– ¡Otra vez! -gritó Kit encaramándose sobre Cal como si lo conociera de toda la vida.
La sonrisa de Juliet fue vacilante. A veces dolía comprender lo mucho que los niños echaban de menos a un padre. ¿Le sucedería lo mismo a Cal al ver a su hija sin una madre?
Natalie parecía una niña encantadora. Era evidente que adoraba a su padre, pero por lo que Juliet había visto, debía ser una figura formidable para ella. Había sido ácido y hasta hostil desde que había llegado aunque los niños no parecían encontrarlo tan intimidante como ella porque seguían riéndose como locos.
Fue entonces cuando Cal, incapaz de mantener más la cara seria, sonrió ante el entusiasmo de los gemelos y a Juliet casi se le cayó la patata de las manos. ¿Quién hubiera pensado que podría reírse con aquel encanto?
Juliet se sintió inquieta por descubrir lo atractivo y fascinante que era Cal cuando sonreía. De alguna manera era más fácil pensar que era siempre frío y hostil que saber que era encantador con los niños y preguntarse por qué nunca le sonreiría a ella de aquella manera.
Como para demostrarle lo que estaba pensando, alzó la vista y su sonrisa se disolvió al instante al ver la mirada peculiar en los ojos de Juliet. Entonces apuró su cerveza y apartó la silla.
– ¿A qué hora terminan los hombres la jornada?
– A estas horas. Creo que he oído el silbato hace unos momentos. Deberían estar en los barracones a estas alturas.
– ¿Cuántos hombres hay?
– Cuatro la última vez que los he contado -Juliet metió la patata en un cazo y lo llenó de agua-. No he tenido mucho trato con ellos. El último capataz los trajo cuando consiguió deshacerse de todos los hombres con experiencia que estaban aquí cuando llegó. Su mujer solía cocinar para ellos y al irse, les ofrecí cocinar yo, pero evidentemente no querían sentarse aquí conmigo todas las tardes, así que se turnan para prepararse las comidas.
Juliet intentó no manifestar la soledad y rechazo en la voz. Había pasado tanto tiempo desde que no hablaba con nadie que hasta hubiera agradecido la compañía de los amargos y taciturnos hombres a los que no parecía caer bien.
– Sólo los veo cuando alguno de ellos viene a buscar harina, azúcar o lo que sea. No parecen comer muchas verduras frescas -añadió con un encogimiento de hombros.
Cal frunció el ceño y posó la botella vacía a un lado.
– Entonces, ¿quién les dice lo que tienen que hacer cada día?
– Nadie -contestó Juliet con amargura-. No me ha quedado otro remedio que decirles que siguieran haciendo lo que estaban haciendo y sé que piensan que fui una estúpida por despedir al capataz. Por lo que yo sé, llevan vagueando por ahí un par de semanas.
Posó el cazo en la cocina y encendió el gas, se secó las manos en el mandil e intentó que Cal la comprendiera.
– Yo estoy bastante atada a la casa con los gemelos. No puedo dejarlos solos y es demasiado lejos para ellos si quisiera llevarlos a donde están los hombres, suponiendo que supiera llegar.
– Ha estado aquí más de tres años -comentó con tono acusador Cal.
Lo que había visto desde el Jeep le dejaba poco lugar para la simpatía. Él había vendido una propiedad floreciente y volvía para encontrarse que todo su duro trabajo había sido tirado por tierra y el rancho estaba casi en ruinas.
– Mi marido nunca me dejó involucrarme en las cosas del rancho -lo cierto era que nunca la había dejado involucrarse en nada-. Cuando llegamos aquí, él estaba fascinado por la idea de convertir Wilparilla en un lugar para turistas de élite a los que les gustara ver la vida de un rancho pero con una acomodación lujosa. Había una bonita casita aquí, pero Hugo dijo que no era lo bastante grande ni elegante y la tiró para levantar ésta.
Juliet miró a su alrededor a su cocina ultra moderna y a la sombreada terraza que bordeaba todo el perímetro de la casa. Todo había sido diseñado con estilo, pero le seguía enfadando pensar el dinero que se había gastado Hugo mientras la propiedad se iba arruinando. Había intentando hacerle entrar en razón, pero su marido había dicho que el dinero era suyo y que sabía lo que estaba haciendo.
– Me fui a Darwin a tener a los gemelos y acabé quedándome allí un año hasta que la casa estuvo reconstruida. Yo había querido volver antes, pero Hugo decía que era imposible con dos bebés -se detuvo al comprender que la amargura de su voz le estaba indicando demasiado del estado de su matrimonio a aquel desconocido-. El asunto es que no he podido pasar estos tres años aprendiendo las necesidades del rancho. Incluso cuando volví, tenía las manos llenas con los gemelos. Cuidar a dos bebés no te deja mucho tiempo para aprender a dirigir un rancho.
Lanzó un suspiro.
– Todo está tan lejos aquí. Se tarda tanto en llegar a cualquier parte… No hay jardines de infancia a menos de dos horas ni ninguna niñera por los alrededores. Ni siquiera he tenido tiempo de hacer los mínimos contactos sociales -los ojos azules estaban a la defensiva cuando miró a Cal-. No me quedaba otro remedio que confiar en el capataz que había contratado Hugo.
Cal puso un gesto de disgusto.
– A juzgar por lo que he visto hasta ahora no era gran cosa como capataz.
– Ya lo sé. Tengo ojos. Aunque sólo veo una mínima parte de la propiedad, incluso eso parece en ruinas. Pero no pude hacer nada cuando Hugo estaba vivo y cuando murió… -¿cómo explicarle el terrible desastre emocional y económico que Hugo había dejado detrás?-. Bueno, no fue un buen año. Lo único que he podido hacer es mantener las cosas como están.
Era la primera vez que Cal había pensado cómo habría sido para Juliet la vida desde la muerte de su marido y sintió un poco de vergüenza por no haberlo pensado bajo su punto de vista. No debía haber sido fácil para ella, sola, lejos de casa y criando a dos bebés por su cuenta.
Pero podría haber vendido, se recordó a sí mismo. Él había ofrecido una buena cantidad por el rancho. Ella podría haber vuelto a Inglaterra como una mujer rica y haber vivido con facilidad, pero había elegido el camino difícil.
– Iré a hablar con los hombres ahora -dijo Cal exasperado por aquella inesperada oleada de simpatía hacia su rival-. Van a empezar a trabajar mañana y será mejor que se preparen para ello.
– ¿Puedo ir a presentárselos?
– No hace falta. Lo haré yo mismo.
No dijo nada acerca de Natalie, así que Juliet le dio de comer con los gemelos. No podía dejarla allí mirando y a juzgar por cómo se lo tragó todo, Natalie debía estar muerta de hambre. Después de comer, la niña le ayudó a secar los platos con mucho cuidado.
– ¡Lo haces muy bien, Natalie!
– Papá siempre me manda hacer algunas labores -admitió Natalie con un suspiro-. Tengo que secar los platos, barrer y hacerme la habitación todos los días.
– ¿Es muy estricto?
– A veces. Y a veces es divertido. Hacemos cosas divertidas juntos.
Hugo nunca había querido hacer nada con sus hijos.
– ¿Te cuida él solo? -preguntó Juliet un poco avergonzada de sonsacar a la chiquilla.
– La mayoría del tiempo sí. Antes teníamos amas de llaves, pero todas se enamoraban de papá, así que ya no las tenemos. A papá no le gusta que lo hagan.
– Me lo puedo imaginar.
Todas aquellas amas de llaves debían ser mujeres muy valientes para enamorarse de un hombre como Cal Jamieson. No es que él animara mucho. Pero quizá si les había sonreído…
Se detuvo en seco. ¿Sería por eso por lo que Cal era hostil? ¿Tendría miedo de que ella se enamorara de él y lo aburriera? Juliet se sintió turbada ante la idea. Ella no tenía intención de volver a enamorarse de nuevo y mucho menos de un hombre al que caía tan mal y era empleado suyo. Juliet había aprendido con dureza lo frágil que era su corazón y no pensaba dejar que se lo rompieran de nuevo.
Natalie le ayudó a bañar a los gemelos y a meterlos en la cama y como no había señales de Cal, Juliet le dejó elegir habitación. Asombrada, observó cómo la niña miraba en cada habitación como si esperara encontrar algo.
– ¿Por qué no te quedas en esta habitación al lado de los gemelos? -sugirió Juliet señalando la habitación de enfrente-. Tu padre puede dormir en esa de ahí.
– De acuerdo.
Juliet hizo la cama y le ayudó a deshacer la maleta. Natalie sacó una fotografía enmarcada de Cal y una bonita chica rubia con un bebé en la rodilla.
– Ése es papá, ésa soy yo cuando era un bebé y ésa mi mamá -dijo enseñándole la fotografía.
– Era muy guapa, ¿verdad? -la niña asintió-. ¿La echas de menos?
– No me acuerdo de ella muy bien, pero papá dice que era muy buena, así que supongo que sí.
Sólo debía haber tenido tres años cuando su madre había muerto, la misma edad que los gemelos. Pobre Natalie, pensó Juliet. Y pobre Cal.
Se preguntó de nuevo por él mientras hacía la cama. No sabía qué pensar de aquel hombre, de su calidez con los niños y su frialdad con ella.
Estirando la sábana inferior, Juliet se encontró imaginándolo allí echado, fibroso y moreno. Le cosquilleó la mano como si la estuviera deslizando por su piel y tragó saliva.
– ¡Papá! -gritó Natalie.
Juliet dio un respingo como si la hubiera sorprendido en un acto vergonzoso.
– ¡Papá, mira, te estamos haciendo la cama!
– Ya lo veo.
Los ojos de Cal se posaron en la cara sofocada de Juliet y enarcó una ceja ante su expresión de culpabilidad. Juliet estuvo segura de que sabía exactamente lo que había estado pensando.
– Bueno… había pensado que como no había llegado…
Juliet comprendió que estaba balbuceando y se detuvo. Aquella era su casa y tenía perfecto derecho a estar allí. No tenía que dar explicaciones a nadie y menos a Cal que, primero era su empleado, y segundo, llegaba tarde.
– Muy amable, pero no hace falta. La terminaré yo mismo.
Juliet se sintió echada.
– Yo no… estaba segura de cómo quería cenar, pero he preparado algo de cena por si quiere comer más tarde.
– Gracias.
Cal se apartó a un lado y Juliet pasó por delante de él para irse apresurada a la cocina. Tras ella pudo escuchar a Natalie contándole a su padre con excitación el cuento que le había leído a Kit y cómo Andrew había salpicado en el baño. Sintió una fuerte punzada de soledad. Ella no tenía a nadie a quien contar cómo le había ido el día. ¿Cuánto había pasado desde que no había hablado con alguien por las tardes?
Mucho tiempo.
Había esperado poder hacer algunos amigos entre los vecinos después de la muerte de Hugo y pronto había descubierto el legado de desconfianza y desaprobación que le había dejado su marido. En las pocas ocasiones en que había ido al pueblo de al lado, sus intentos por ser amistosa habían sido recibidos con fría educación y ella se había sentido demasiado deprimida y cansada como para perseverar. Entonces se había encerrado en sí misma y en las cartas que escribía a sus amigos de Londres en busca de apoyo. Se había dicho a sí misma que mientras tuviera a los gemelos no estaría sola.
En un esfuerzo por animarse, Juliet se duchó y se puso un vestido de algodón azul turquesa. Lo había comprado en Londres hacía años y aquel color siempre le hacía sentirse positiva. Kit y Andrew estaban sanos y felices y con Cal como capataz, el rancho podría salvarse, se dijo así misma. Aquello era lo único que importaba.
Con el equilibrio restaurado, se fue a la cocina y encontró a Cal ensimismado en sus pensamientos mirando por la ventana. Cuando oyó sus pasos, se dio la vuelta y la miró. Juliet tenía la sensación de que se había olvidado de su existencia hasta ese momento.
Cal se sintió más alterado de lo que le hubiera gustado al ver a Juliet de pie en la puerta de la cocina. Había estado pensando en las largas y solitarias noches que había pasado en aquel mismo sitio desde la muerte de Sara dividido entre quedarse en Wilparilla o cumplir la promesa que le había hecho a su mujer.
Ahora de repente ya no estaba solo y Juliet estaba allí, vibrante y cálida con un vestido azul y con aquel gesto de tensión en la cara. Se preguntó cómo sería si se relajara y sonriera para variar.
Alzó la mano para enseñarle la botella.
– Me he tomado la libertad. Espero que no le importe.
– Por supuesto que no -contestó ella con toda formalidad.
Hubo un silencio.
– ¿Está Natalie en la cama? -preguntó ella por fin.
– Está cansada. Ha sido un día muy largo para ella -vaciló-. Gracias por cuidarla. Parece haberlo pasado muy bien.
– Me ha ayudado mucho. Es una niña encantadora.
Le hubiera gustado preguntarle por su escolarización, pero seguramente lo tomaría como una crítica y ahora que parecían estar tratándose con educación, era una pena estropear el momento.
Se acercó al horno, se agachó y sacó la cena.
– ¿Cómo le ha ido con los hombres? -preguntó al ponerla en la mesa.
– Creo que ahora ya saben quién es el jefe.
Recordó la escena con los hombres. Se había paseado por los pastos antes de ir a verlos a los barracones y estaba tan enfadado de ver el estado en que estaba todo que no les había hecho ninguna concesión.
– Ah, ¿y quién es el jefe? -preguntó Juliet con voz helada.
– En lo que a ellos respecta, yo y en lo que a mí respecta usted. ¿Algún problema?
– ¿Por qué les cuesta tanto aceptar que es mi propiedad? -preguntó disgustada-. ¿Es porque soy mujer o porque soy inglesa?
– Es porque no sabe nada acerca de llevar un rancho de ganado -dijo Cal sin rodeos-. Usted misma lo ha admitido. Sí, tiene un pedazo de papel que dice que posee Wilparilla, pero a los hombres no les interesa eso. Sólo van a trabajar si la persona que les da las órdenes sabe lo que está haciendo y en este caso, soy yo. Ahora puede ir a darles una pequeña charla sobre los derechos de propiedad si quiere, pero me paga a mí para que los organice y consiga que este rancho empiece a funcionar algo y sólo podré hacerlo si ellos me consideran su jefe por el momento. Si no le gusta la idea, será mejor que lo diga ahora.
– Parece que no me queda mucha elección ¿verdad? -dijo Juliet con amargura
¿Por que tenía aquella obsesión por ser la jefa? No tenía ni idea de Wilparilla. No conocía la tierra, no conocía los arroyos ni los barrancos como él. Nunca había montado de sol a sol bajo el calor y el polvo ni dormido bajo las estrellas mientras el ganado se agitaba inquieto en la oscuridad.
Ella nunca sería la jefa de Wilparilla, se juró Cal a sí mismo. No pertenecía a aquella tierra y probablemente ni distinguiría una vaca si la viera, pensó con desdén.
Sólo había que verla en ese momento allí sentada como un pájaro exótico que se hubiera perdido en el desierto. ¿A qué venía ponerse aquel vestido que le resaltaba los senos de aquella manera? ¿Un vestido que dejaba ver los huecos de la base de su garganta y le hacía preguntarse cómo susurraría la tela sobre su piel al moverse?
– No le caigo bien, ¿verdad?
Su cara no expresaba nada, pero Juliet estaba tan segura como si se lo hubiera dicho a gritos.
No, no le caía bien, pero que lo ahorcaran si pensaba admitirlo. Sólo empezaría a preguntar el por qué y acabarían hablando de emociones que a él no le interesaban.
Por otra parte, ¿para qué facilitarle las cosas negándolo?
– No creo que éste sea el sitio adecuado para usted.
– ¿Por qué no?
¡Sabía que aquello llegaría!
– Yo hubiera creído que es evidente -dijo irritado por haber caído en la misma vieja trampa.
¿Por qué las mujeres siempre querían saber la razón de todo? ¿Es que no podían aceptar las cosas como eran?
– Para mí no es tan evidente.
Cal suspiró. Bueno, si estaba tan ansiosa por saber la verdad, se la contaría.
– Esto es un rancho de ganado. La vida aquí es dura y sucia. No es lugar para ponerse un bonito vestido y aparentar que nunca tendrá barro bajo las uñas.
– Usted también se ha cambiado y duchado -señaló Juliet con dulce ironía.
– Sí, pero no me he puesto el tipo de ropa que llevaría a un restaurante elegante.
– O sea que no se me permite llevar más que vaqueros rasgados y camisas de cuadros, ¿es eso?
– No es una cuestión de permitir -aclaró Cal irritado-. Es que no lleva la ropa adecuada si quiere pertenecer aquí.
– Pero yo pertenezco -dijo Juliet apartando su plato a un lado-. Ésta es mi casa y puedo ponerme lo que quiera en ella. Le recomiendo que no lo olvide.
Cal apretó los labios. Era casi corno si supiera lo que odiaba que ella fuera la propietaria de Wilparilla y se lo echara en cara a propósito. Sí, había sido decisión suya venderlo, pero los Laing no se habían preocupado por la tierra. Él era el que había conseguido que Wilparilla fuera un rancho floreciente y su corazón estaba allí.
Miró a Juliet a través de la mesa.
– No creo que tenga muchas posibilidades de olvidarlo -dijo con frialdad.
Terminaron de comer en silencio y cuando ella esperaba que se disculpara y se fuera, Cal agarró el trapo y se puso a secar los platos a su lado en silencio.
A Juliet le resultaba raro que alguien la ayudara. Estaba acostumbrada a que no hubiera nadie a su lado en la cocina y aunque era más rápido con Cal a su lado, habría preferido que la dejara sola. Era muy consciente de su presencia silenciosa mirando por la ventana como si ella no estuviera allí. Por el rabillo del ojo, pudo ver sus manos moverse sin prisa y con eficacia y se encontró mirándolas fascinada. Eran morenas y fuertes y tenían vello dorado por las muñecas.
No era guapo, se dijo Juliet a sí misma. Al menos no guapo como había sido Hugo. Lo cierto era que era bastante corriente, pelo castaño, ojos grises, nada especial…
Sin embargo, había algo implacable en él, algo duro y firme. Una silenciosa frialdad que le fascinaba e irritaba al mismo tiempo. Juliet clavó la vista en sus labios. No eran los de un hombre frío, pensó al recordar cómo le había sonreído a los gemelos. El recuerdo le produjo un cosquilleo y tuvo que apartar la vista.
Intentó concentrarse en lo evidente que había mostrado su rechazo hacia ella, pero en lo único que podía pensar era en él echado en la cama que ella había hecho, su largo cuerpo moreno desnudo contra las frías sábanas. Se lo imaginó con tal claridad que contuvo el aliento y el leve sonido que emitió hizo que Cal volviera la cabeza para encontrarla con los ojos muy abiertos como si estuviera pensando en algo que la conmocionara.
– ¿Qué es? -preguntó.
– Nada. Esto es…
No, no era buena idea.
– ¿Qué?
– No importa.
Cal frunció el ceño con irritación. ¿Si tenía que decir algo, por qué no iba al grano?
– ¿Porqué no?
Acorralada, Juliet se secó las manos en el trapo para ganar tiempo.
– Sólo estaba pensando que podría ser buena idea establecer algunas normas.
Se apartó un mechón tras la oreja nerviosa por alguna razón absurda.
– ¿Normas?
– Sí. Quiero decir que como vamos a estar viviendo juntos hasta que esté arreglada la casa del capataz, deberíamos ponernos de acuerdo en algunas cosas.
– ¿Qué tipo de cosas?
– Bueno, supongo que no querrá que cocinemos por separado, así que tendremos que decidir las comidas y ese tipo de cosas y… bueno, ya sabe -terminó con torpeza.
Le había parecido tan sensato cuando había empezado, pero bajo la mirada desapasionada de Cal, se encontró balbuceante.
– Le gustan mucho las normas, ¿verdad?
– A veces evitan situaciones complicadas.
– No veo nada de complicado compartir unas cuantas comidas.
– No me refería a eso. Me refería a la situación en general.
– ¿Qué situación?
– ¡Ya sabe lo que quiero decir! -explotó irritada-. No hace falta que se haga el tonto. El hecho es que estaremos solos juntos la mayor parte del tiempo.
– ¡Ah! -exclamó él como si lo entendiera de repente -. Quiere normas para asegurarse de que no me aprovecharé de usted, ¿es eso?
– Sí… ¡No! Por supuesto que no. Lo que estoy intentando decir es que los dos somos adultos y estamos solos. Si no lo reconocemos ahora podría surgir una situación en la que podríamos… podríamos… -deseó no haber abierto nunca la boca-. Bueno, podríamos… preguntarnos…
– ¿Podríamos preguntarnos cómo sería si la besara? -sugirió Cal con una odiosa voz calmada.
Pero ella sentía demasiado alivio por que él hubiera acabado la frase como para resentirse.
– Ese tipo de cosa, sí.
Juliet estaba de pie al lado del frigorífico de brazos cruzados y con una expresión defensiva que le hacía parecer muy joven. Cal la miró con atención por un momento antes de posar el trapo en el respaldo de una silla.
– Vamos a averiguarlo ahora -dijo acercándose a Juliet.
Ella lo miró con expresión interrogante.
– ¿Averiguar qué?
– Cómo sería si la besara -le agarró de las manos y le descruzó los brazos de forma tan impersonal, que ya le había tomado por la cintura antes de que Juliet comprendiera de verdad lo que estaba sucediendo-. Así ya no tendremos que preguntárnoslo más y no necesitaremos ninguna norma.
Y con aquellas palabras, inclinó la cabeza y la besó.
Juliet alzó las manos de forma instintiva para agarrarse a sus mangas en busca de apoyo cuando su boca descendió sobre la de ella y el suelo pareció desmoronarse bajo sus pies.
Era un beso duro y castigador, un beso con la intención de enseñarle una lección. Juliet lo sabía, pero no esta preparada para la inesperada respuesta de su cuerpo ante sus labios y sus manos que la sujetaban con fuerza. La vida pareció florecer y el aire se cargó de electricidad entre ellos de una forma tan increíble y peligrosa que el beso que Cal había pretendido breve, duró una eternidad mientras la abrazaba con más fuerza para que su cuerpo se amoldara al de él.
Cal deslizó una mano por su nuca enterrando los dedos en su sedoso pelo. Se había olvidado de lo que le exasperaba aquella mujer, de sus estúpidas normas y de todo menos de lo cálida, suave y sumisa que la sentía en sus brazos. Pillado con la guardia baja ante la punzante dulzura de su respuesta, Cal estaba a punto de apretarla más contra sí cuando comprendió lo cerca que estaban los dos de perder el control y se detuvo como si le hubieran echado un jarro de agua fría.
Devolviendo a Juliet a la tierra, la apartó e inspiró para calmarse. Ella se desplomó contra el frigorífico aturdida y temblorosa. Se quedaron mirándose a los ojos durante un largo momento.
– Bueno, ahora lo sabemos -dijo Cal en cuanto pudo hablar-. No necesitaremos perder el tiempo en preguntárnoslo, ¿verdad?
Pudo ver cómo le temblaba la boca a Juliet y la tentación de volverla a tomar en sus brazos y olvidarse de todo una vez más fue tan fuerte que tuvo que darse la vuelta.
Juliet seguía apoyada contra el frigorífico cuando él llegó a la puerta.
– Gracias por la cena -dijo sólo antes de desaparecer.