– PAPÁ se ha ido con los vaqueros -anunció Natalie cuando Juliet entró en la cocina a la mañana siguiente-. Dijo que no volvería hasta la tarde.
– ¿Cuándo te ha dicho todo eso?
– Ahora mismo. Se acaba de ir hace un minuto. ¿Quieres que vaya a buscarlo?
– ¡No! Quiero decir que no importa -añadió con más suavidad.
Se pasó los dedos por el pelo y puso el agua a hervir para prepararse un té. Los gemelos seguían dormidos. Típico. Justo la mañana en que ella hubiera necesitado un poco más de sueño.
Todo era culpa de Cal, por supuesto. ¿Por qué la había besado de aquella manera? ¿Y cómo podía haberse dejado ella besar así? Juliet había permanecido horas despierta con el corazón todavía agitado al recordar la caricia de Cal en sus brazos desnudos y la sensación de sus labios. Deseaba estar enfadada con Cal; no, estaba enfadada con Cal, pero en lo más hondo sabía que él no tenía toda la culpa. Ella no había intentado siquiera detenerlo.
No había sido más que un beso, intentaba convencerse a sí misma. Cal había querido demostrar algo, nada más. Pero era su propia respuesta electrizante lo que la alarmaba y avergonzaba.
Había estado sola demasiado tiempo, eso era todo, había decidido Juliet al llegar la madrugada. Era lo único que podía explicar su extraña reacción por la forma en que la había besado. Si no hubiera sido por aquellos largos meses de rechazo por parte de Hugo, nunca le habría devuelto el beso a Cal como lo había hecho, no hubiera deseado que el beso se prolongara hasta la eternidad ni se habría sentido tan abandonada cuando la había soltado.
Y no estaría allí deseando tocarlo, saborearlo, estremecerse cuando sus manos le recorrieran y su dureza la cubriera…
¡Tenía que parar aquello!
Si Cal pensaba que iba a hacer un drama por un simple beso, estaba muy equivocado. Juliet había pasado demasiado tiempo superando los repentinos cambios de humor de Hugo y ahora estaba al mando de sus emociones y no iba a derrumbarse sólo porque un hombre la besara.
No, ella había contratado a Cal para que dirigiera el rancho, no como una conveniente diversión para las solitarias tardes.
– ¿Perdona? -volvió a la realidad al notar que la niña le había dicho algo.
– Que la tetera está hirviendo -dijo Natalie asombrada por la distracción de Juliet.
Mientras tomaba su té, Juliet se preguntó si Natalie estaría disgustada porque su padre la hubiera abandonado todo el día, pero la niña parecía feliz de quedarse con ella y con los gemelos.
Y ella tenía que admitir que era agradable tener a alguien con quien hablar. Sólo desearía que su padre fuera tan abierto y amistoso como la hija.
Por la tarde, cuando el calor del día empezó a remitir, Juliet se llevó a Natalie y a los gemelos al corral para ver a los caballos esperando su turno para que los sacaran a correr.
A Natalie le brillaron los ojos al asomarse por la barandilla.
– Papá me ha prometido que me comprará un caballo para mí sola -dijo con orgullo.
Juliet palmeó el cuello de una yegua que se acercó en busca de un bocado.
– A mí me gustaría comprar un par de ponies a los gemelos, pero el problema es que no puedo enseñar a uno y vigilar al otro al mismo tiempo.
– Papá podría ayudarte -se ofreció Natalie.
Juliet esbozó una leve sonrisa.
– Creo que tu papá ya tiene demasiadas cosas que hacer.
– Desde luego que las tiene -se oyó la voz masculina a sus espaldas.
Juliet dio un respingo. ¡Aquel hombre se movía como un gato!
– ¿De dónde ha salido? -preguntó con el corazón desbocado.
– De los pastos -contestó él con un deje de impaciencia.
¿Qué importaba de donde viniera? No era culpa suya que ella no tuviera nada mejor que hacer que pasarse la tarde apoyada contra la barandilla y que estuviera tan ocupada en parecer tan elegante con aquellos pantalones caqui y camisa de color crema como para no sentir su llegada.
Cal se volvió hacia su hija.
– Natalie, ¿por qué no te llevas a los gemelos para que yo pueda hablar con la señora Laing?
– Yo la llamo Juliet -dijo la niña mientras saltaba de la madera.
Juliet estaba indignada por la forma en que Cal mandaba sobre sus hijos, pero no quería empezar a discutir delante de los niños.
– Sí, ¿te importaría darles un refresco, Natalie? Quiero hablar con tu padre.
Contempló cómo la niña se alejaba con los dos niños uno de cada mano antes de darse la vuelta hacia Cal.
– Agradecería que me dejara decidir cuándo y dónde quiero hablar. Ha venido a dirigir este rancho y nada más. ¡Mis hijos son asunto mío!
– No podré conseguir que se hagan las cosas si dedico mi tiempo a concertar citas para hablar con usted.
– ¡No estoy pidiendo que concierte citas! Pero no me gusta la forma en que va dando órdenes.
Cal lanzó un suspiro de exasperación.
– Solamente sugería que Natalie echara un vistazo a los niños mientras hablamos. Tengo cosas importantes que contarle y quiero que se concentre. Si tiene que estar vigilando a los niños, no podrá hacerlo.
– ¿Y no podría esperar hasta que estén acostados?
– No. Tiene serios problemas aquí, más serios de lo que cree y que me ahorquen si voy a estar esperando para presentarlos cuando esté usted vestida y perfumada para la noche.
– ¿Cuál es exactamente el problema? -preguntó ella con tono incisivo.
– Todo. Necesitaría el aeroplano para hacerme una idea de cómo están las tierras más lejanas, pero por lo que he visto hoy, ya hay suficientes problemas en los pastos cercanos. Las vallas están caídas, los puntos de agua hechos encenagados, las tuberías rotas, el ganado se está haciendo salvaje y la mayoría de las reses no han sido siquiera marcadas… ¡Todo el rancho se está desmoronando!
Cuando pensaba en los años en que se había deslomado trabajando para conseguir un ganado de primera y convertir a Wilparilla en un rancho modelo, Cal deseaba dar un puñetazo a alguien. Se había sentido ansioso e irritable antes de salir por un inquietante sentido de culpabilidad por haber besado a Juliet y para cuando había comprendido el abandono en que se encontraba la tierra que era para él su hogar, se había convencido de que la odiaba.
Y ahora la tenía delante con cara consternada como sino supiera ya lo mal que estaban las cosas. Cal deseaba hacerle daño, hacerle comprender lo que ella y su marido habían hecho con Wilparilla. Siguió enumerando los problemas que había que solucionar, las reparaciones que había que hacer y lo imposible que era conseguirlo antes de terminar la estación mientras Juliet parecía hundirse bajo el peso de las dificultades a las que debía enfrentarse. De forma perversa, su cara conmocionada sólo conseguía enfurecerlo más.
– ¡Y nada de eso se arreglará sólo porque no quiera escucharlo! ¿Está tan ansiosa por ser la jefa? ¡Eso significa aceptar las responsabilidades de este desastre! Debería estar avergonzada de sí misma por haber dejado arruinarse esta buena tierra. Wilparilla podría estar dando beneficios, pero usted lo ha dejado arruinar.
– No está tan mal -susurró Juliet.
Sabía que lo estaba por supuesto, pero no había querido aceptar lo cerca que había estado de perder Wilparilla para los niños.
– ¿Que no está tan mal? -gritó Cal con amarga frustración-. ¡Ya veo que no quiere aceptarlo! Eso significaría tener que enfrentarse a la realidad en vez de preocuparse de lo que se pondrá cada tarde. ¡Lo único que le importa es demostrar a todo el mundo que es la jefa!
– ¿Cómo se atreve?
Demasiado cansada como para poder cargar con un sólo problema más, cuanto menos con la interminable lista que Cal le había soltado, Juliet había estado a punto de ponerse a llorar de desesperación, pero su acusación era tan injusta que de repente se sintió furiosa.
– ¿Ha intentado usted alguna vez cuidar a dos niños de menos de tres años? ¡Por supuesto que no! Si lo ha hecho, sabrá que tiene usted más oportunidades de sentarse un rato durante el día que yo y si tuviera la oportunidad, tendría que dedicarla a organizar el desastre de papeles de la oficina, a cultivar suficientes verduras como para ser autosuficientes, a encargar la comida o pagar sueldos a unos hombres que no trabajan y eso antes de empezar siquiera a pensar en cocinar, limpiar o lavar la ropa. Y por si se le ha olvidado, no sólo tengo a mis hijos que cuidar, sino también a la suya. Usted simplemente ha llegado y me la ha soltado.
– Ella se las arregla sola -empezó Cal.
– ¡Ella sólo tiene nueve años! Necesita comida, bebida y atención igual que cualquier otro niño y eso es lo que yo le he dado. ¿O se supone que iba a ignorarla y correr tras usted todo el día para sentirme culpable?
Cal tenía los puños apretados de rabia y la mandíbula le temblaba.
– No, pero…
– ¡Pero nada! Es evidente que usted tiene prioridades diferentes, pero yo pongo a los niños primero. Tengo que cuidarlos a ellos antes de poder atender al rancho. Ya sé que hay serios problemas y también sé que la única forma de solucionarlos es contratar a un capataz competente. ¡Que es para lo que está usted aquí! -le recordó con tono glacial-. Si lo pudiera hacer yo misma, lo haría, pero no puedo, así que le estoy pagando para que solucione el problema. No le estoy pagando para que me critique. ¡Y no se atreva nunca, nunca a hablarme así! Si no puede hacer el trabajo, será mejor que lo diga y buscaré a otra persona que pueda hacerlo. ¡Y me puedo pasar muy bien sin que usted me insulte o me grite!
Y con esas palabras, se dio la vuelta para caminar hacia la casa dejando a Cal apoyado contra la barandilla cargado de furia y frustración. ¡Maldita mujer! ¡Le estaría bien tener que solucionar aquel desastre ella sola! ¡Estaría arruinada en pocas semanas!
Por un momento contempló la idea de decirle a Juliet lo que podía hacer con su trabajo, pero sabía que no podía arriesgarse.
A Cal le hubiera gustado saber cuánto dinero le quedaba a Juliet. El estado del rancho sugería que no mucho, pero también podría significar que su marido no había estado preparado para invertir el dinero en mejora y mantenimiento. Había oído que los Laing tenían intereses en muchas propiedades por todo el mundo, así que Juliet podía sólo tener que llamar a sus abogados si se quedaba corta de dinero. E incluso si el dinero fuera un problema y llegara a la bancarrota, estarían involucrados los bancos en el asunto y el proceso podría tardar meses, si no años, antes de que él pudiera volver a comprar Wilparilla.
No, tendría que aguantarse, decidió a regañadientes. Iba a quedarse y cumplir, pero que le ahorcaran si pensaba salvar el rancho para ella. Podría hacer lo mínimo incluso aunque eso significara ver a Wilparilla degenerar más, hasta que ella se viera obligada a admitir que no podía mantenerlo más tiempo.
No tardaría mucho, se juró.
Juliet todavía seguía rígida de rabia. De alguna manera, había conseguido dar de comer a los niños, pero sólo ella sabía lo que le había costado seguir sonriendo y actuar con normalidad mientras que por dentro estaba gritando de rabia y frustración.
Cal no tenía por qué haber sido tan brutal en hacerle comprender lo desesperada que era la situación. Los hechos descarnados eran suficientes como para aterrorizarla. La idea de perder Wilparilla era una carga insoportable. No cedería, no cedería… pero, ¿qué iba a hacer?
Al menos cuando los niños estuvieron acostados, pudo dejar de sonreír. Hicieron la cena en un silencio glacial. En cuanto terminó, Cal se disculpó y Juliet se quedó a fregar los platos sola. Incluso la repetición del beso de la noche anterior hubiera sido mejor que quedarse a solas con sus pensamientos, pensó de pie ante al fregadero como una zombi.
A veces le parecía que había pasado los últimos años sorteando un obstáculo tras otro, cada uno más grande que el anterior. Entonces Hugo había muerto y ella había pensado que podría recuperar el control de su vida. Había tomado la decisión de despedir al otro capataz y contratar a Cal y eso sólo le había cambiado un problema por otro.
Juliet hubiera aguantado la actitud de Cal, pero la escala de los problemas que le había enumerado la había aterrorizado. No sabía por donde empezar a resolver el problema; lo único que sabía era que si no lo hacía, los gemelos perderían lo único que Hugo les había dado en su vida. De alguna manera tendría que buscar la forma de conseguir dinero para cubrir las reparaciones más prioritarias, pero…
Juliet se interrumpió cuando el plato que tenía entre las manos resbaló y cayó al suelo. Se quedó mirando los añicos con el labio inferior tembloroso. Era como la gota que colmaba el vaso y estaba inmersa en tal carga de frustración y desesperación que hasta la simple tarea de recogerlo se le hizo imposible.
Por fin barrió los trozos, pero le costó un gran esfuerzo no romper a llorar. Tenía las manos temblorosas cuando vació el recogedor en la basura. Dejó que los platos se secaran solos, y se arrastró por el pasillo para desplomarse en la cama, donde cayó como una piedra.
El sonido del llanto sacó a Juliet de las profundidades del sueño en mitad de la noche. “Es uno de los gemelos”, insistía su cerebro. “Sal de la cama”, le ordenó. Pero su cuerpo se negaba a obedecer. Estaba pegada a la cama como si la hubiera atado bajo una losa. Le costó un esfuerzo inmenso conseguir siquiera abrir los ojos, pero de alguna manera consiguió poner los pies en el suelo.
Para cuando llegó a la puerta de al lado, los dos gemelos estaban llorando ya con toda su alma. Todavía desorientada, Juliet se apoyó contra el marco de la puerta sin saber qué hacer primero. Al final tuvo que llevar a Kit a la cama de Andrew y abrazar a los dos. Intentó calmarlos, pero los niños parecieron sentir que estaba al borde del agotamiento y la desesperación y redoblaron el llanto.
Al final del pasillo, Cal escuchó el llanto. Que se las arreglara Juliet, pensó. La maldita mujer sólo resentiría su interferencia si intentaba ayudar. En cualquier caso, no era culpa suya si ella no podía cumplir con sus responsabilidades. Nadie le había impedido volver a su país.
Se volvió de medio lado encogiendo el hombro con irritación, pero los gritos se hicieron cada vez más intensos hasta que no pudo soportarlo más. La siguiente que se despertaría sería Natalie. Exasperado, Cal se puso unos pantalones cortos y salió al pasillo.
La luz del corredor iluminaba la habitación y pudo ver a Juliet con un camisón de algodón blanco y expresión de desesperación. Sin decir una sola palabra, Cal se inclinó y le quitó a Andrew de los brazos. Paseó por la habitación acunándolo como si fuera un bebé pequeño calmándolo con la seguridad de su abrazo y la regularidad de los latidos de su corazón. Andrew tenía la cabeza enterrada en su hombro y en cuanto el llanto empezó a ceder, Cal alzó la vista para ver que Juliet también había conseguido calmar a Kit. Lo tenía en su regazo hasta que los gritos se convirtieron en sollozos, hipos y por fin remitieron.
– ¿Qué ha pasado?
– No lo sé -contestó ella con voz cargada de agotamiento-. Una pesadilla, quizá. Uno de ellos se despertó llorando y no llegué lo bastante aprisa como para que no despertara a su hermano asustándolo.
Cal miró a Andrew.
– Creo que ya se ha dormido.
– Sí.
Juliet levantó a Kit de su regazo y lo acostó. Entonces recogió a Andrew e hizo lo mismo. Murmuró algo mientras se inclinaba para besarlo.
– Ya puedes dejarlos -susurró Cal de pie a sus espaldas.
Juliet lo siguió al pasillo como un autómata y se quedó parpadeando bajo la luz.
– Lo siento -dijo sin mirarlo-. No pude evitar que lloraran. Lo intenté, pero no paraban y yo no podía… no podía…
Para horror suyo escuchó como desde la distancia cómo se le quebraba la voz. Intentó salir aprisa para su habitación, pero Cal la asió por el brazo.
– Vamos -dijo llevándola hasta la terraza y sentándola en una silla-. Te prepararé un poco de té.
A Juliet le temblaban los labios de forma incontrolable mientras se tapaba la cara con las manos. La inesperada ternura de su voz era más de lo que podía soportar. Si hubiera sido brusco, ella podría haberse controlado, pero de esa manera, se había derrumbado y estaba llorando de una forma que nunca se había permitido en su vida.
Cal vaciló. Parecía tan agitada que deseó tomarla en sus brazos y consolarla como había hecho con el gemelo, pero ella no era una niña, era una mujer y no creía que fuera buena idea.
Ni tampoco le gustaría a Juliet. Ella era su jefa, como no dejaba de recordarle y los empleados no sentaban a sus jefes en el regazo y los abrazaban mientras lloraban.
Cal se dio la vuelta y se fue a preparar el té.
– Aquí está -dijo al volver y ponerle una taza entre las manos-. Te hará sentirte mejor.
Juliet agarró la taza con una mano e intentó secarse las mejillas.
– Lo siento. No sé por qué estoy llorando así.
– ¿No?
Ella dio un sorbo al té. Estaba caliente y dulce y era calmante.
– Supongo que estoy demasiado agotada -admitió después de un largo suspiro-. Todo ha ido mal y he intentado sobrellevarlo, pero nunca parece solucionarse nada y esta noche ni siquiera he podido evitar que mis hijos lloraran -puso una mueca ante su propia impotencia-. Si no hubieras aparecido, probablemente seguiríamos allí.
Alzó la vista y miró a Cal que estaba mirado a las estrellas con los codos apoyados en las rodillas y la taza entre las manos.
– Gracias por tu ayuda -dijo con timidez-. No sabía que se te daban tan bien los niños pequeños.
Él la miró entonces una vez y apartó la mirada.
– Sara murió cuando Natalie tenía tres años. Sé lo que es tener que arreglártelas por ti solo.
– Sí, supongo que sí.
Pero Juliet no se lo podía imaginar rompiendo a llorar como un histérico, sintiéndose solo o asustado o sobrepasado por el pánico. Parecía tan sólido, tan firme, tan capaz… Pero quizá eso fuera injusto. ¿Cómo podía saber ella lo que había sentido cuando había muerto su mujer?
Permanecieron en silencio durante un rato. Juliet se frotaba la mejilla con aire ausente. Aquel horrible sentimiento de histeria se había evaporado y se sentía extrañamente calmada allí con Cal escuchando los sonidos de la noche.
– Siento la discusión de esta tarde -dijo por fin.
– Yo también lo siento. No debía haberte hablado de esa manera.
– Tenías razón en estar enfadado. Sé que tengo que hacer algo para salvar Wilparilla, pero no sé por dónde empezar -tragó saliva apesadumbrada-. Hugo perdió interés en el rancho hace mucho tiempo. Ni siquiera había terminado de construir la casa cuando se aburrió de la idea de los turistas y empezó a pasar mucho tiempo en Sydney de nuevo. Cuando volví aquí, todos los hombres que estaban en el rancho cuando lo compramos se habían despedido y mi marido había contratado a un capataz que parecía interesarse menos que él por la tierra. Cuando Hugo murió en un accidente de coche, pensé que al menos podría hacer algo para que las cosas volvieran a funcionar de nuevo, pero el capataz no quiso ayudarme. No me quedó más remedio que aguantarlo durante la estación húmeda con la esperanza de que empezáramos con mejor pie, pero él no dejaba de insistir en que debía vender.
– ¿Y por qué no lo hiciste? Ya es bastante duro criar solo a dos niños pequeños como para tener que preocuparse por dirigir una propiedad como esta.
– Wilparilla es todo lo que tienen Andrew y Kit -dijo Juliet con la vista clavada en los árboles del horizonte-. Hugo no estaba interesado en sus hijos. Ni siquiera se molestó en estar a mi lado cuando nacieron. Pero si no hubiera sido por él, no habrían tenido la oportunidad de criarse en un sitio como este. Hugo no hizo nada más por ellos, pero les dejó esto y yo lo guardo en usufructo para ellos.
– ¿Es la única razón por la que no has querido vender?
Era más que suficiente motivo, supuso él, pero la seguridad de una renta debería significar más para los chico en el futuro.
– No -Cal pudo notar el brillo en los enormes ojos de Juliet cuando lo miró-. No quiero vender Wilparilla porque adoro esta tierra. Es curioso, ya lo sé -dijo volviendo a mirar la oscuridad-. Cuando Hugo me dijo que había comprado un rancho de ganado, pensé que estaba de broma. Un día estaba en Londres y al siguiente aquí. Al principio fue horrible. Todo era tan extraño para mí. Odiaba las moscas, el calor, la soledad y el silencio.
– ¿Y qué fue lo que cambió?
Cal pensó que Juliet no contestaría.
– Kit y Andrew lo cambiaron todo -dijo despacio-. Hugo nunca quiso que yo tuviera un bebé. Pensaba que ataban mucho y mi embarazo lo disgustó. No llevábamos casados mucho tiempo y yo todavía tenía la ilusión de que podría cambiarlo. Pero por supuesto, Hugo no quería cambiar. Solía pasar la mayor parte del tiempo en Sydney. Decía que estaba solucionando detalles para la nueva vivienda, pero no lo creo. Mientras tanto, yo estaba aquí con la esperanza de que todo cambiara como por arte de magia en cuanto nacieran mis hijos. Solía pasear a lo largo del arroyo y un día… sentí a uno de los bebés moverse. Sentí… No puedo describir lo que sentí, pero todo cambió para mí entonces. Creo, que de una manera extraña, maduré en ese momento -dijo con seriedad-. Wilparilla sería el hogar de mis hijos y empecé a mirarlo como si ellos también lo pudieran ver. Empecé a escuchar a los pájaros y a oler los arbustos. Empecé a amar la luz, el espacio y el silencio y ahora… ahora no podría soportar abandonarlo.
Cal no dijo nada. No quería enterarse de aquello. Prefería seguir pensando en ella como una extranjera, no como alguien que pudiera amar aquella tierra como él la amaba.
Hubo un largo silencio roto sólo por el zumbido de los insectos.
– Será mejor que durmamos algo -dijo Cal por fin.
Posó la taza en el suelo y se levantó. Hubiera deseado poder seguir enfadado con ella, no haber notado lo finas que eran sus piernas bajo el camisón medio transparente, o cómo la tela moldeaba sus senos.
Juliet asintió. La hamaca era profunda y no era fácil levantarse sin un esfuerzo. Cuando intentó incorporarse, sin pensarlo, Cal le tendió una mano y la ayudó a levantarse.
Sus dedos eran fuertes y cálidos y Juliet sintió el ridículo deseo de apretarlos y no soltarlos. Por primera vez se fijó en que estaba desnudo de la cintura para arriba y en ese mismo momento comprendió lo transparente que era su camisón. Cal estaba de pie muy cerca de ella sin soltarle la mano.
– ¿Bien? -preguntó él.
Ella asintió profundamente agradecida de que la oscuridad ocultara su sonrojo.
– Gracias -murmuró.
Después de una vacilación casi imperceptible, Cal bajó la mano y dio un paso atrás.
– No pienses en ello más por esta noche -dijo casi con aspereza-. Veremos como solucionar algo por la mañana.