CAPÍTULO 10

EL SOL DE la mañana despertó a Serena. La discusión de la noche anterior les había hecho olvidar las cortinas, que habían quedado abiertas de par en par. Serena se quedó inmóvil en la cama observando las motas de polvo flotar a contraluz y saboreando el aroma del cuerpo de Leo a su lado.

El todavía dormía y tenía un brazo cruzado sobre el cuerpo de Serena, quien poco a poco a lo fue echando a un lado para incorporarse de la cama. De pie, Serena lo observó a cierta distancia y advirtió que dormido tenía un aspecto menos arrogante e invulnerable. Deseó poder meterse en la cama de nuevo y besarlo hasta que se despertara, pero no lo hizo, pues estaba decidida a dejar de hacerse ilusiones. Lo que había sucedido aquella noche entre los dos no era sino la expresión de un deseo físico, no de amor por parte de Leo y ella consideraba que el deseo sin amor no merecía la pena.

Pensó que lo que debía hacer era fingir que no había sucedido nada, que Leo la llevaría a su casa de vuelta y que allí terminaría todo; tendría que aprender a vivir sin él y, cuanto antes empezara, tanto mejor.

Con lentitud, se agachó y le dio un beso en la comisura de los labios; tal vez fuera la última vez en que podría decirle adiós de la manera que ella quería.

Era muy temprano y el rocío extendía su manto sobre el césped y las plantas. Serena caminó hacia la colina que había detrás de la casa. Se sentó allí durante un rato y comenzó a recordar cómo Leo le había hecho el amor. Había sido tan dulce y tan intenso que le parecía extraño que no sintiera nada

por ella.

Sin embargo, sabía que no podían pasarse la vida en la cama y, aunque el sexo fuera satisfactorio, había muchas cosas que los separaban y no podía vivir de la esperanza de que Leo algún día decidiera comprometerse con ella. Era más prudente considerar que aquél era el último día.

Cuando regresaba de su camino desde la colina, se encontró con Oliver.

– Te has levantado muy temprano -dijo él.

– Tú también -respondió ella con una sonrisa algo fingida.

– No podía dormir -explicó él-. Tengo demasiados planes en la cabeza y se me han ocurrida nuevas ideas esta misma noche.

Ambos regresaban a la casa y Serena asentía con la cabeza tratando de apartar el pensamiento de Leo.

– Me gustaría haberte conocido antes que Leo -dijo de pronto Oliver y Serena lo miró perpleja-. Necesito alguien como tú -añadió algo avergonzado-. Alguien fuerte, práctico y divertido. A mi padre no le gusta nadie y tú pareces encantarle. Sé que quiere que me case con alguien como tú…Oh, no te preocupes -se apresuró a decir cuando vio que ella abría la boca para hablar-. Ya sé que no tienes ojos para otra persona que no sea Leo. Incluso cuando no os miráis, se nota que hay algo entre los dos. Lo advertí la primera vez que te vi. Noelle se imaginó que podía ser la señora Kerslake al principio, pero pronto se dio cuenta de que no tenía nada que hacer frente a ti. Por eso volvió con Philip. Ha estado revoloteando alrededor de mi hermana desde hace años, esperando que ella se fijara en él, así que el que Leo estuviera comprometido contigo es lo mejor que les puede haber pasado a los dos

– De todas formas, ella y Leo parece que se llevan muy bien -señaló Serena, ocultando sus celos.

– Eso es porque ella ha decidido que quiere un trabajo en el banco. Noelle es más lista de lo que parece y sabe que Leo no se fijará en ella ahora que está contigo. Creo, que durante un tiempo, pensó que yo podía hacerte olvidar a Leo, pero no puedo, ¿verdad? -preguntó él con cierta esperanza en sus ojos.

– Lo siento -dijo ella. turbada.

– No te preocupes. Siempre lo he sabido -señaló él-. Bueno, si no te puedes enamorar de mí, ¿podrás hacerme un favor'?

– Por supuesto… si está en mi mano.

– Creo que he encontrado el lugar perfecto para el club de campo y me gustaría que me acompañaras ahora a verlo.

– ¿Ahora?

– Tan sólo está a diez minutos de aquí. Estaremos de vuelta antes de que nadie se despierte.

Serena no tenía ganas de ir, pero no supo cómo rechazar la sugerencia de Oliver. Además, se sentía un poco culpable por la forma en que le había utilizado para provocar los celos de Leo.

El lugar al que la condujo Oliver estaba más lejos de lo que él había dicho y transcurrieron al menos treinta minutos hasta que llegaron a la casa. Resultó ser una vieja mansión destruida por el fuego y Oliver le enseñó las ruinas a Serena como si fueran un auténtico monumento. Advirtió que allí habría que trabajar una barbaridad, pero aquello no parecía detener a Oliver, y Serena tuvo que admitir finalmente que el emplazamiento era magnífico.

Cuando regresaron a Coggleston Hall, los demás estaban sentados alrededor de la mesa desayunando. Todos miraron a Oliver y a Serena excepto Leo, quien continuó extendiendo la mantequilla sobre una tostada. Serena lo advirtió y se dijo que le estaba bien empleado ya que si no estaba enamorado de ella, qué más le daba con quién estuviera.

Se sentó en el otro extremo de la mesa y dejó que Noelle le sirviera una taza de café.

Su presunta rival se mostraba más cordial que de costumbre, quizás por el paseo que había dado con Leo el día anterior. Serena se bebió su café entristecida ante el aspecto de una Noelle que entraba en la vida de Leo, mientras ella salía.

Oliver se sirvió cereales y comenzó a hablar entusiasmado sobre el lugar que había encontrado y sobre la aprobación de Serena.

– ¡Es maravillosa! -dijo dirigiéndose a Leo-. Me dado unos consejos estupendos esta mañana. Le he dicho que, si se aburre cuando se case contigo, no dude en hacerse mi socia -bromeó Oliver, tratando de atraer a Leo en la conversación.

Pero Leo no estaba de humor para bromas.

– ¿De veras? -señaló con tal frialdad que produjo unos instantes de silencio.

Bill fue el que rompió el hielo.

– Bueno, ¿qué es lo que vais a hacer hoy?

– Me temo que nosotros nos marchamos ya-dijo Leo con brusquedad.

– Pero os quedaréis para comer, ¿no?

– Tenemos que volver -insistió Leo casi al borde de la descortesía.

Avergonzada, Serena se sintió obligada a mostrarse agradecida con sus anfitriones.

– Hemos pasado un fin de semana estupendo -dijo a Bill.

– Habrá muchos más fines de semana como éste -dijo él-. Espero que podamos veros por aquí a menudo.

Bill abrazó a Serena cuando ya se marchaban y volvió repetirle la invitación de que volviera pronto. Noelle, según advirtió Serena, se alegró al ver que ella y Philip se despedían y a Leo se lo llevaron los demonios cuando vio que Oliver besaba a Serena al entrar en el coche.

– Gracias por todo, Serena y vuelve pronto.

Leo no esperó a salir de los dominios de los Redmayne para discutir con Serena.

– ¡Pensé que tendrías la decencia de esperar un día más antes de buscarte un nuevo plan! -exclamó con furia.

– ¿Tengo que adivinar lo que te pasa o me vas a contar de qué estás hablando?

– Hablo de la forma tan astuta que has tenido de hacerte con Oliver -respondió él-. He sido yo el que te dije lo rico que era Bill, así que. ¿en quién ibas a poner los ojos más que en su hijo'? ¡Estoy convencido de que no te costará mucho montar tu restaurante en el maldito club de campo de Oliver!

– ¡No tengo el menor interés en el club de campo de Oliver! -exclamó ella.

– Es el dinero, ¿verdad? -dijo él-. Quizás estaba equivocado. Quizás, tu interés por el club de campo sea una tapadera para acercarte cada vez más a su cuenta corriente. ¡El muy idiota!

– Si lo que te molesta es que haya ido con Oliver a ver el club de campo, te diré que no fue idea mía, que me lo encontré por casualidad en el jardín y me pidió que le acompañara. No supe qué excusa ponerle.

– ¿Acaso crees que me voy a creer eso? Estuviste con él todo el día de ayer y flirteaste toda la noche en la cena y esta mañana resulta que te lo has encontrado de casualidad. ¿Cómo quieres que te crea?

– ¡Me importa un comino si me crees o no!

– ¡Eso ya lo sé! -dijo él, mientras conducía con concentrada cólera-. Si apreciara a Oliver lo más mínimo le diría lo peligrosa que eres; ¡y encima quiere que seas su socia! ¡Será estúpido! pasarías por encima de él, le utilizarías para tus propios fines, ¡igual que has hecho conmigo!

– ¡Contigo! -exclamó Serena, tratando de encontrar las palabras que mostraran su perplejidad-. ¡No me puedo creer lo que estoy oyendo! Tú sabes más de utilizar a la gente que ninguna otra persona que yo conozca. ¿Cómo llamarías a la forma en que me has tratado?

– Teníamos un trato -dijo Leo-. Te has metido en esto consciente de lo que te esperaba, así que, teniendo en cuenta la cantidad de dinero que me has sacado, yo no diría que te he utilizado, pero Oliver sí puede serlo si te asocias con él.

– Pero, ¿quién dice que me vaya a asociar con él?

– ¿Lo harás? -preguntó él y la miró brevemente para fijar de nuevo la vista en la carretera.

– Puede que sí -respondió ella para provocarle. Tengo que hacer algo ya que he perdido mi trabajo en Erskine Brookes.

– ¡Me has sacado tanto dinero que no necesitarás un trabajo!

– ¿Quién habla ahora de dinero? Estoy refiriéndome a un trabajo estimulante, de trabajar con alguien tan agradable y considerado como Oliver.

– ¡Te cansarás de él a los cinco minutos!

– Oh, no sé… piensa lo bien que nos lo podemos pasar gastándonos tu dinero -dijo ella para herirle.

El comentario había ido demasiado lejos y le valió a Serena el discurso encendido y colérico de Leo sobre las mujeres avariciosas, así que, cuando llegaron a Leeds, Serena no tuvo ganas de seguir aguantando.

– Tuerce allí -interrumpió ella al ver una señal que indicaba el centro de la ciudad.

– ¿Para qué? ¿Por qué?

– Porque ya no aguanto más. Llévame a la estación; voy a tomar el próximo tren de Londres. -¡No seas ridícula!

– Nunca he hablado tan en serio -dijo ella-. Aparte del hecho de que no tengo ganas de pasar las próximas tres horas escuchándote, estás conduciendo demasiado rápido. Prefiero llegar en tren.

Leo agarró el volante con más fuerza y no la miró.

– De acuerdo -dijo con frialdad-. Si eso es lo que quieres…

– Lo es.

Leo torció hacia el centro de la ciudad y la llevó hasta la estación en silencio.

– Supongo que querrás la última parte de tu dinero, ¿no?-dijo por fin aparcó.

Serena había olvidado el tema del pago y. si no hubiera sido por su hermana, se lo habría tirado a la cara.

– Por supuesto que te exigiré la parte que me corresponde -dijo ella, mientras se quitaba el cinturón-. Pero puedo esperar hasta la semana que viene.

– No, acabemos con esto -dijo Leo y sacó su chequera-. Así no tendré que volver a verte o saber de ti -dijo y le extendió el cheque.

– Exacto -dijo ella con frialdad y metió el cheque en su bolso.

Serena salió del coche y sacó su equipaje del maletero del coche. Después, se acercó a la ventanilla de Leo.

– Casi me olvido de esto -dijo y arrojó el anillo de compromiso al asiento del copiloto-. Estoy segura de que lo podrás vender y recuperar algo de lo que te has gastado conmigo -explicó antes de darse la vuelta y desaparecer en la estación sin mirar atrás.

Con el corazón destrozado y culpándose a sí misma por no haber podido arreglar la situación, dado su terrible carácter, Serena llegó a Londres en las peores condiciones. Los dos días siguientes pasaron como en una pesadilla. No tenía trabajo al que acudir ni actividad que pudiera distraerla de los remordimientos por haber dejado escapar a última posibilidad de aclarar todo con Leo. Se entretuvo empaquetando la ropa que le había comprado, preparada para enviársela y el cheque permanecía sobre el paquete de ropa. No deseaba ingresarlo en su cuenta a menos que fuera necesa

rio, pero tendría que hacer algo con él.

Llamó a su hermana y comprobó que Madeleine era otra persona distinta a la de la última vez.

– ¡Iba a llamarte esta noche! -exclamó-,i Bobby ya está en casa!; todavía tiene que recuperarse, pero los médicos han dicho que lo peor ha pasado ya.

– Oh, Madeleine, ¡qué noticia tan maravillosa! -dijo Serena, olvidando su tristeza al escuchar a su hermana tan feliz.

– Y todavía tengo más. He de decirte algo, Serena… ¡me caso otra vez!

– ¿Cómo?

Madeleine se echó a reír.

– ¡Ya sabía que te sorprendería! ¿No te acuerdas que te hablé de mi vecino? Oh, Serena, John es tan buena persona, me ha ayudado tanto y me hace tan feliz… Por favor, dime que te alegras.

– Por supuesto que sí -dijo ella, aunque Madeleine advirtió cierta duda en su voz.

– Sé que estás pensando en que puede salirme otra vez mal, pero el matrimonio no tiene por qué ser siempre un desastre. John me hace sentir otra mujer y adora a los niños. Ya le he contado todo lo que has hecho por mí y quiere devolverte el dinero ya que él puede ocuparse de nosotros. Así podrás abrir tu restaurante.

– Qué amable -dijo Serena, parpadeando emocionada-. Pero no dejes que lo haga, Madeleine. Haz que te lleve de vacaciones con ese dinero. ¡Os lo merecéis después de lo mal que lo habéis pasado!

– Bueno, ya lo discutirás con él cuando lo veas -dijo Madeleine-. Lo único que quisiera es que tú encontraras a alguien. ¡No sabes lo maravilloso que es enamorarse de alguien que te quiere!

Serena no lo sabía; lo único que sabía era lo

amargo que resultaba enamorarse de un sueño imposible. Se alegraba de la felicidad de su hermana, pero, cuando colgó el teléfono, se sintió mucho peor que antes.

Tomó el cheque y lo rompió en mil pedazos. Los colocó en un sobre y puso el nombre de Leo en él, con la aclaración de «Personal» para que no lo abriera su secretaria. Bajó a la calle y lo echó al correo; de aquella forma, dio por terminada la mentira en la que se había convertido su vida en las últimas semanas. Todo lo que tenía que hacer era apartarle de su vida y comenzar de nuevo.


Pasados unos días, Serena preparaba una de sus sopas en la cocina, cuando sonó el timbre de la puerta. No tenía ganas de contestar a la llamada, pero, al escuchar que insistían, dejó la cuchara sobre la tapa de la cacerola y se limpió las manos en el delantal, antes de caminar decidida hacia la puerta.

Pensó que se trataría de algún vendedor y ya tenla una respuesta preparada, cuando al abrir la puerta se encontró con un Leo desmejorado y tenso.

Perpleja y sin saber si debía desesperarse o alegrarse. Serena se agarró bien a la puerta para no desfallecer.

– ¿Qué… qué estás haciendo aquí? -murmuró con un hilo de voz.

– Vengo a devolverte el dinero que te ganaste -dijo él con un nuevo cheque en la mano y sin apartar la mirada cansada y abatida de Serena.

Ella cerró los ojos y luchó contra la tentación de echarse en sus brazos y pedirle que no se marchara.

– No quiero tu dinero -dijo ella.

– Lo querías antes -replicó él-. Ya te he dado diez mil libras, así que, ¿por qué cambias de parecer ahora que puedes tener otras diez mil?

– Porque ahora no lo necesito -respondió ella-. No necesito tu dinero ni te necesito a ti, como tú no me necesitas a mí.

Leo miró al suelo y vaciló unos instantes antes de hablar.

– Pero es que yo sí te necesito a ti -corrigió. Serena no lo creyó y pensó que quería utilizarla de nuevo para algún otro plan.

– ¿Qué es lo que ocurre? -preguntó sin casi poder sostenerse sobre las piernas-. ¿Es que Noelle te sigue presionando para que te cases con ella?

– No -dijo él, negando con la cabeza-. Acaba de comprometerse con Philip.

– Entonces, ¿por qué necesitas una novia?

– No necesito una novia -dijo él-. Te necesito a ti. Necesito a una mujer con los ojos verdes de una gata y la sonrisa de un ángel; necesito a la mujer

que ha cambiado mi vida -explicó sin moverse del quicio de la puerta y sin hacer ningún ademán por tocarla-. Te echo de menos -dijo por fin.

– Pero, pero -comenzó ella. incrédula-… tú me desprecias -dijo sin querer hacerse ilusiones y volviendo a la realidad.

– He fingido despreciarte; era más fácil que admitir que deseo pasar el resto de mi vida con una mujer que me desprecia a mí.

– Yo nunca te he despreciado -señaló recuperando la fuerza en sus piernas.

– Pues te he dado muchas razones para que lo hicieras; he sido horroroso contigo; me portado fatal, pero ha sido por los celos y por la desesperación de pensar que nunca me amarías como yo a ti.

– ¿Tú rne quieres? -repitió ella en un susurro-. ¿Me quieres?

– Sí; te quiero, te necesito y te deseo y haré lo que me pidas, Serena, tan sólo para compensar lo mal que me he portado contigo -confesó-. ¿No me odias?

Serena negó con la cabeza y sonrió débilmente mientras el último resquicio de tristeza desaparecía ante la confesión de Leo.

– Sólo lo fingía -admitió ella y sonrió con mayor intensidad-. Yo también me enamoré ti.

– Serena, Serena, ¿de veras me amas?

– Sí -dijo ella con los ojos inundados en lágrimas-. Oh, sí, te amo, te amo… ¡no puedo decirte lo mucho que te quiero!

– Entonces, tendrás que demostrármelo -murmuró él, sonriendo.

A pesar de que se encontraban en la puerta de la casa, Serena y Leo se unieron en un beso lleno de promesas y de felicidad tras la reconciliación.

– Serena -dijo él por fin con la mejilla apoyada en los cabellos de Serena-, creí que no podría besarte jamás.

– Lo sé… lo sé -dijo ella con felicidad indescriptible-. Me he sentido tan mal sin ti…¿Qué es lo que te ha hecho venir hoy?

– Lo he pasado muy mal desde el fin de semana y, al ver tu cheque en el correo hecho pedazos, ya no supe qué pensar -explicó y de pronto alzó la cabeza-. Oye, huele a quemado.

– ¡Ay! ¡Mi sopa de cebolla! -exclamó ella y salió corriendo hacia la cocina.

Desgraciadamente llegó tarde, pues la cacerola entera estaba negra, pero no le importó. La apartó del fuego y volvió a sonreír a Leo. El olor a quemado de las cebollas era tan intenso que cerró la puerta de la cocina y buscaron refugio en el salón. Leo se sentó en el sofá y colocó a Serena sobre sus piernas.

– ¿Por qué me enviaste el cheque, Serena?

– Porque ya no necesitaba el dinero -dijo y le explicó todo el problema que había tenido su hermana-. Tan sólo acepté el cheque por Bobby -concluyó-. Nunca lo habría utilizado en mi beneficio.

Leo se quedó horrorizado.

– ¿Quieres decirme que has estado preocupada por tu hermana todo este tiempo? ¿Me dejase acusarte de mercenaria cuando lo único que hiciste fue apoyar a tu familia? ¿,Por qué no me lo contaste?

– Debí hacerlo, lo sé -reconoció ella-. Pero ha sido por mi estúpido orgullo.

– Yo sí que he sido estúpido al juzgarte como al resto de las mujeres. He creído que lo único que te interesaba era el dinero y lo que iba ocurriendo entre los dos, corroboraba mis prejuicios sobre las mujeres.

– ¿Porqué eres tan duro con nosotras? -preguntó ella-. No todas las mujeres somos iguales.

– Durante cierto tiempo, creí que lo erais -señaló él-. Volver para hacerme cargo del banco me ha enseñado muchas cosas. Cuando viajaba alrededor del mundo, las mujeres no se detenían a mirarme ni dos minutos.

– ¿Ha habido alguien especial? -preguntó ella con curiosidad.

– Creí que era especial hasta que te conocí a ti -dijo él, mientras le acariciaba el pelo-. En aquel entonces, creía que estaba enamorado de Donna. La conocí en los Estados Unidos y me enamoré de ella al instante. Me pareció una mujer hermosísima, pero como ella misma me dijo, yo no era nada especial y me explicó que estaba buscando a un hombre rico y poderoso -explicó-. Le pedí que se casara conmigo y se rió en mi cara. Ahora me doy cuenta de que me libré de una buena, pero entonces sufrí mucho y de ahí nació mi prevención contra las mujeres. Para olvidarme de ella, volví a casa y me hice cargo del banco, y con éxito. La última vez que la vi yo ya era el presidente de Brookes y estaba en Nueva York en una visita de negocios. Donna vino a mi hotel y me dijo que estaba disponible si tenía algo que ofrecerle. Aquello debió ser mi momento de triunfo, pero…

– Pero,,,qué? -interrumpió ella.

Leo se encogió de hombros.

– De pronto, ya no me pareció tan hermosa. Todo aquel incidente me dejó un mal sabor de boca y me ratificó aún más en mis ideas. Cuantas más mujeres conocía, más firme me encontraba en mis convicciones… hasta que te conocí a ti -dijo y sonrió-. ¡La primera vez que miré esos ojos verdes que tienes me di cuenta de que estaba perdido!

– ¡No pudiste enamorarte de mí con aquel vestido tan horrible! -protestó ella.

– Ni siquiera me fije en tu vestido -dijo él-. Todo lo que vi fueron tus ojos y tu pelo -explicó y le dio cortos besos en la mejillas-. Lo único que siento en este momento es no haber hecho las cosas de otra manera, pero como no me explicaste nada, ¡yo creí que eras otra persona!

– No te preocupes ya -dijo ella-. Yo también quisiera haber confiado más en ti para poder haberte dicho la verdad, pero estaba tan convencida de que no me querías, que daba igual. Además, no hacías sino decir que no te comprometerías con nadie.

– Eso era antes de conocerte -dijo él-. Pero, ¿qué querías que dijera si tú también decías que nunca te casarías?

– Bueno, he…he cambiado de idea -dijo ella tímidamente.

– Entonces. ¿te casarás conmigo?

– Sí -respondió Serena y lo besó con dulzura en los labios.

– Mira lo que he traído conmigo -señaló él y sacó el solitario que había comprado a Serena-. Lo he llevado conmigo todo este tiempo, pues era lo único que me quedaba de ti. ¿Estás segura. Serena? -preguntó mirándola a los ojos.

– Estoy segura -dijo ella-. Ser independiente no significa nada a menos que pueda ser independiente contigo. Ser tu esposa no quiere decir que no siga siendo la que soy. Seré como siempre, aunque mucho más feliz.

– ¿Quiere eso decir que volverás a cocinar para un puñado de directivos de banca que no distinguen el paté de la carne de perro? -preguntó él, bromeando.

– Creo que podrán pasar sin mí, ¿no te parece?

– Ellos podrán -dijo Leo-. Yo no.

– Pero sería una pena no utilizar tu maravillosa cocina -dijo ella y le dio unas palmaditas en la solapa de su chaqueta-. Mientras estés en el banco, yo me puedo dedicar a sacarle provecho, en lugar de hacer otras travesuras…

– ¡Mientras no estés demasiado cansada para nuestras travesuras cuando vuelva del banco!

– ¿Estás seguro, mi amor? -preguntó ella-. ¿Y tu libertad? ¿No seré para ti una terrible atadura?

– Me sido libre desde que te dejé en la estación de Leeds -dijo Leo-, y me ha servido para darme cuenta de que la libertad no significa nada si no la compartes conmigo. Quiero tenerte tan atada que no vuelva a pasarlo tan mal como lo pasé en Yorkshire. ¡Qué celos me diste con Oliver! ¡No me vuelvas a hacer eso, Serena! -exclamó él sin abandonar su sonrisa.

– No lo haré; nunca te dejaré -señaló ella, abrazándose a él.

– Y tampoco a ti; ya hemos perdido demasiado tiempo.

– ¡Es maravilloso no tener que fingir más! -indicó ella, mientras contemplaba el diamante de nueve en su mano.

– Sólo hay una cosa que me sigue preocupando…

– ¿Qué? -preguntó ella con cierto sobresalto. -Que odias las bodas -recordó él.

Serena sonrió y volvió a besarle en los labios. -¡Creo que en eso también voy a cambiar de parecer y muy pronto!

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