CAPÍTULO 2

SFRENA no podía respirar. Su corazón latía al ritmo que tocaba la banda. Quizás, Leo pudiera escuchar los latidos; se encontraban tan cerca el uno del otro. que Serena tuvo que cerrar los ojos para no mirar constantemente el rostro de Leo. Si se acercaba un poco más, su sien se apoyaría contra la mejilla de Leo; un poco más, y podría descansar la cabeza en su cuello.

– Todavía no me has dicho por qué no podrías enamorarte de mí -dijo Leo al oído de Serena.

Serena alzó la vista sobresaltada.

– ¿Por qué habría de enamorarme de ti? -preguntó volviendo a la realidad.

– Por nada; sólo quiero saber por qué te gusta tan poco la idea.

Serena miró por encima del hombro de Leo.

– Candace está intentando hacer de casamentera; ahora que ella está casada, quiere que los demás lo hagamos también. Richard y ella piensan que tú y yo haríamos una buena pareja.

– Intuyo por el tono irónico de tu voz que la idea no te parece muy buena -preguntó Leo, mientras seguía dirigiendo a Serena a lo largo del salón de baile.

– ¡Por supuesto que no! Aparte de que no eres el tipo de hombre que me parece atractivo. Yo tampoco soy tu tipo de todas formas.

– ¿Oh? ¿Y qué te hace decir eso?

– La observación -dijo Serena-. Me he fijado que te gustan las rubias explosivas.

Leo la miró con satisfacción.

– Me siento halagado al ver que me has estado observando, pero creo que te equivocas. No hay nadie entre las personas con las que he bailado esta tarde que concuerden con esa descripción. Ni siquiera tú y, ya me ves, aquí bailando contigo.

– Porque te has visto forzado. Si Candace no lo llega a decir, no estaríamos aquí los dos.

– De nuevo te equivocas, Serena. Quería ver si estás a la altura del vestido que llevas.

Serena lo miró confusa.

– ¿Qué quieres decir?

– Te has vestido así como un reto -dijo Leo-. Quieres ver si existe algún hombre que se atreva a descubrir si eres tan fiera como aparentas. Así los cobardes no se atreven a acercarse a ti, ¿verdad?

Serena quiso decirle que se equivocaba, que era a los hombres valientes a los que quería evitar. Su aspecto agresivo y fiero era tan sólo una coraza, una máscara que la protegía. Había dejado caer sus defensas con Alex y Alex la había engañado y herido. No iba a dejarse herir una vez más.

– Pues yo creo que es obvio -señaló mientras se recuperaba-. Apenas te conozco.

– Me conoces lo suficiente corno para decir que nunca te enarnorarías de mí -señaló él con una lógica aplastante.

– No puedo ir por ahí besando a desconocidos. Es demasiado peligroso; además, aquí hay mucha gente.

– Podemos ir a la terraza -sugirió él-. ¿O es que verdaderamente me tienes miedo?

– Eres muy bueno confundiendo a ¡agente con las palabras -dijo ella al verse perdida-. Yo creo que el cobarde eres tú; tú eres el que has dicho que no te arriesgarías a casarte.

– No estarnos hablando de matrimonio. Serena. Igual que tú, soy demasiado sensato como para casarme. pero eso no quiere decir que tenga miedo de mis propios sentimientos.

– ¡Ni yo tampoco!

– No puedes esperar que crea algo que no me has demostrado -insistió él.

– ¡De acuerdo! -exclamó ella por fin-. Te lo demostrare.

– Vamos -dijo él y la soltó.

– ¿Ahora?

A su alrededor varias parejas los observaban pues habían dejado de bailar y se miraban el uno al otro sin moverse.

– Vamos a la terraza -dijo él.

– No puedo creer lo que estoy haciendo -dijo Serena, una vez que salieron de salón de baile.

– ¿Y bien? -preguntó él.

Serena tragó saliva y se reprochó el haber caído fácilmente en una situación tan ridícula. Sin embargo, suspiró y decidió acabar con aquel trance lo antes posible. Caminó hacia él y, dejando sus manos sobre los hombros de Leo, lo besó furtivamente en la comisura de la boca.

– Ya está. ¿Contento?

Leo sacudió la cabeza lentamente.

– Cobarde.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella-. ¡Me has obligado a besarte y lo he hecho!

– ¿A esto le llamas un beso? Por un momento, creí que me besarías como es debido, pero veo que me he equivocado.

– De acuerdo -dijo ella furiosa-. ¡Veamos si esto te convence más!

Serena se acercó de nuevo a él y tomó su rostro entre las manos. Se sentía demasiado enfadada como para estar nerviosa; Leo, por su parte, no hizo ningún esfuerzo por atraerla hacia sí y dejó sus brazos relajados a ambos lados del cuerpo. Serena lo miró a los ojos con el rostro iluminado por la luz de la luna y unió sus labios a los de Leo.

Y entonces, se produjo una transformación en Serena; sintió que lo conocía desde hacía mucho tiempo y que lo había besado cientos de veces. La sensualidad de su beso fue tal que Leo la agarró por la cintura y la apretó contra él.

Estaba perdida. había olvidado que acababa de conocerlo, que, en realidad, no le gustaba y que él la había provocado deliberadamente. Caía en un océano de placer y su cuerpo respondía descontrolado ante la llama que Leo había encendido en ella.

– Estoy convencido -murmuró Leo, cuando Serena se apartó de él lentamente.

– ¿Convencido? -repitió ella, que había olvidado la causa de aquel beso.

– Retiro todo lo que he dicho antes -añadió Leo y acarició el cabello de Serena-. Creo que me has demostrado con creces que no me tienes miedo y que tampoco te asustan tus sentimientos.

La realidad golpeó a Serena de pronto como un jarro de agua fría. Se sintió ridícula por haber besado a un extraño y estar aún abrazada a él en aquella terraza.

– Tú… tú -tartamudeó de forma incoherente.

– Yo, ¿qué?

– Espero que estés satisfecho ahora -pudo decir al fin.

– Oh, lo estoy, lo estoy -dijo Leo-. Prefiero mil veces más tu pasión que tu mal humor, Serena.

– Esto no ha sido pasión -corrigió ella no muy segura de sus palabras-. Te he besado tan sólo para hacerte callar.

– Si besas asi por compromiso, ¿cómo serán tus besos cuan estés verdaderamente enamorada?

Leo estaba peligrosamente cerca y mantenía la barbilla de Serena entre sus dedos. Ella pudo lil rape con un movimiento brusco.

– Eso es algo que no podras comprobar- dijo dando media vuelta para salir de la terraza.

Serena cerro la puerta de su rurgoneta con violencia y se agachó para recoger sus tres bolsas de la compra. Llevaba tan sólo tres semanas en Erskine Brookes y todo le había salido mal.

La culpa de todo la tenía Leo Kerslake ya que, desde la escena de la terraza, había sido incapaz de olvidarse de él y con demasiada frecuencia su imagen volvía a su memoria.

No había vuelto a tener noticias de Leo desde la boda de Candace y ya habían pasado dos semanas. Se imaginaba que habría vuelto a los Estados Unidos y que no habría dedicado ni un sólo instante a pensar en ella.

Haciendo un gran esfuerzo por apartarle de sus pensamientos, Serena se había concentrado en su nuevo trabajo, pero cocinar para unos cuantos directivos todos los días era algo demasiado fácil nara una cocinera tan sofisticada y experta como ella. Erskine Brookes era un banco regentado por directivos de gustos muy conservadores.

En aquellos momentos, lo único que deseaba era un trabajo que representara un reto y que la hiciera olvidar a Leo; sin embargo, no podía dejar a la banca Brookes, ya que era la única fuente de ingresos con la que contaba. Si alguna vez podía montar su propio restaurante, tendría que trabajar durante bastante tiempo para gente tan aburrida como aquella, pero que, al menos, pagaba bien.

Además, tenía que pensar también en su hermana Madeleine. La pobre Madeleine se había quedado sola con sus tres hijos y un montón de deudas. Poco después, su ex-marido y su nueva esposa se mataron en un accidente y el mundo se le vino encima. A pesar de ser la mayor, Madeleine siempre se había apoyado en Serena en los malos momentos. Lo único que deseaba era saldar algunas de las deudas de su hermana y conseguir que trabajara en algo. Después de conseguir un futuro para su hermana, comenzaría a ahorrar para el suyo.

Madeleine la había llamado como cada semana y le había dicho que seguía buscando trabajo, a pesar de ser difícil cuidar a tres hijos y trabajar al mismo tiempo. Serena había sugerido a su hermana que regresara a Inglaterra. pero ella se había negado ya que sus hijos eran americanos como lo había sido su padre: su hogar estaba ya en los Estados Unidos.


Cuando miraba hacia el pasado, a Serena no le extrañaba que el matrimonio de su hermana hubiera fracasado como el de su propia madre. Tanto su padre como el marido de su hermana había tratado de privar a sus mujeres de la confianza en sí mismas; por aquella razón, sabía que, si Madeleine encontraba un trabajo, su autoestima se increnmentaría y podría ser una mujer más segura e independiente.

– ¿Has conocido a alguien interesante? -había preguntado su hermana en la última conversación.

A Serena le asombraba la capacidad que tenía su hermana de interesarse por los asuntos del corazón, a pesar del fracaso de su matrimonio. Pero lo que más le molestó fue el comprobar que el recuerdo de Leo volvía a su memoria y que su imagen la hacía estremecerse.

– No -había mentido.

Sin embargo, el mal estaba hecho y, desde aquel instante, no había podido deshacerse del pensamiento de Leo Kerslake. Incluso aquella misma noche, no pudo conciliar el sueño hasta las tres de la mañana. A la mañana siguiente, se levantó temprano para ir a trabajar a la banca Brookes y, desde el primer momento, todo le fue saliendo mal. Perdió el tren que la llevaba hasta la City londinense y más tarde, no encontró los ingredientes del menú que había previsto para aquel día. Tuvo que cambiar sus planes y comprar otros alimentos. Cuando por fin llegó al banco, el ascensor del personal de servicios estaba estropeado y tuvo que cruzar el vestíbulo con las bolsas de la compra ante la mirada horrorizada del recepcionista del banco. Serena se dirigía a los ascensores principales pensando que, por una vez que incumpliera las normas, no pasaría nada. Además, llegaba tarde al trabajo y le habían dejado muy claro que no podía retrasarse con los almuerzos.

Al entrar en el ascensor, que afortunadamente tan sólo ocupaba el botones, Serena suspiró aliviada y se apoyó contra la pared esperando a que se cerrara la puerta de un momento a otro. En el último instante, un hombre se coló por el pequeño espacio que quedaba.

Se trataba de Leo Kerslake.

– Hola, Serena -dijo él.

Serena creyó que el suelo del ascensor cedía bajo sus pies y se sintió desfallecer. Su vista no le estaba jugando una mala pasada. Ante sí tenía a Leo y por mucho que había tratado de olvidar sus facciones, cada ángulo de su cuerpo, allí lo tenía ante ella. Sus ojos eran aún más claros de lo que los recordaba, su mirada más intensa y su pelo más oscuro. Parecía más alto, más fuerte. más arrebatador. Tan sólo su boca permanecía como la recordaba: fría, firme, atractiva, burlona.

– Creí que estabas en los Estados Unidos -dijo ella, pues fue lo primero que se le ocurrió.

– Volví el fin de semana.

Leo no parecía en absoluto sorprendido de verla y, según creyó Serena, más bien parecía resignado o irritado.

– ¿Estás aquí por negocios? -preguntó ella en un tono algo brusco.

Él levantó las cejas sorprendido.

– Sí -contestó y advirtió que llevaba bolsas de la compra-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Trabajando.

– ¿Siempre usas este ascensor cuando vienes con la compra?

– ¿Y a ti qué te importa?

– No da una buena imagen ante los clientes del banco -señaló él.

– No todos los clientes del banco tienen que ser tan exigentes como tú -dijo ella de mal humor-. No hay duda de que siempre es mejor no tenerse que mezclar con la clase trabajadora -añadió con ironía-, pero el ascensor del personal de servicios está estropeado y no creo que tenga que subir nueve pisos cargada con bolsas tan sólo por no poder usar este ascensor. Aunque la verdad, si hubiera sabido que me iba a encontrar contigo, habría subido andando.

Leo sacudió la cabeza.

– ¡Siempre tan encantadora! Debías ser cuidadosa con tus palabras, Serena; puede que no sepas con quién estás hablando.

Serena sabía que Leo estaba en lo cierto, pero aquella mañana todo le había salido mal y estaba dispuesta a terminar de estropearlo.

– Bueno, bueno, vamos y me lo quito de encima cuanto antes -cedió por fin Serena.

– Er… llevas puesto el delantal -señaló Lindy-. ¿No te gustaría quitártelo?

– No, claro que no -dijo Serena-. Ya sabe que soy la cocinera, ¿no? Supongo que no esperará un pase de modelos.

– Bueno, no…, claro, pero es el presidente -dijo Lindy con seriedad.

– ¿Y qué? -replicó Serena sin dejarse impresionar-. Eso no hace que sea un dios y, además, no tengo por qué arreglarme.

Lindy se dio por vencida, pues, en realidad, como el resto del personal del banco, no sabía qué pensar sobre Serena. Los que la conocían poco, se llevaban una impresión equivocada pues, en general, intimidaba a la gente. Sin embargo, aquellos que tenían la posibilidad de hablar más con ella, se daban cuenta de que sus palabras, aunque bruscas, nunca eran malintencionadas. En el fondo, era una mujer amable y encantadora.

El despacho del presidente estaba un piso por debajo de la cocina y Serena se alegró de no tener que montar en el ascensor, por si volvía a encontrarse con Leo Kerslake. Esperaba que hubiera terminado el asunto que le había conducido al banco y que se hubiera marchado.

Lindy, al ver que Serena iba derecha al despacho sin siquiera llamar a la puerta, corrió para ade

lantarse y abrió ella misma la puerta después de llamar.

– Serena Sweeting, señor Kerslake.

Serena se quedó petrificada en la antesala del despacho sin dar crédito a lo que había oído. Era imposible que el destino le hubiese jugado tan mala pasada.

– ¿Cómo? -dijo de forma estúpida-. ¿Qué nombre es el que he oído?

– Has oído bien -dijo Leo, mientras se levantaba de su sillón-. Gracias, Lindy -añadió, despidiendo a su secretaria con una mirada.

Lindy abandonó el despacho con una expresión de sorpresa en su rostro.

– Tú no eres el presidente -dijo Serena parpadeando, como si tuviera que convencerse de lo que tenía ante sus ojos.

– Es curioso, pero eso es lo que muchos de mis directivos querrían -replicó él, bromeando-. Desgraciadamente para ti y para ellos, soy el presidente de Erskine Brookes.

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