S FRENA había imaginado que Leo vivía en un apartamento moderno o en un piso del centro de la ciudad, sin embargo, la dirección que le había dado la conducía hacia una hermosa casa blanca rodeada de jardín y a orillas del río.
– Ésta es una casa muy grande para un hombre que no está interesado en el matrimonio ni en tener hijos -dijo ella, cuando Leo salió a recibirla.
El se encogió de hombros y la ayudó con todo el material que traía.
– Heredé la casa junto con las participaciones del banco. Podría haberla vendido, pero me gusta el espacio; no soporto sentirme agobiado.
Serena pensó inmediatamente que el matrimonio agobiaría a Leo tanto como las habitaciones pequeñas y sintió tristeza.
En el interior, las habitaciones estaban muy bien iluminadas y decoradas con gusto y elegancia, pero la que más gustó a Serena fue la cocina. Era muy grande y sus amplios ventanales se abrían al jardín. Desde la ventana que había sobre el fregadero, podía verse el río teñido de oro a la caída de la tarde. Los muebles eran de madera y el suelo de terracota y el conjunto parecía sacado de una revista de decoración.
Sin embargo, la cocina no tenía vida, se veía que no había nadie que se ocupara de ella; no había libros de cocina apilados en alguna estantería, listas de alimentos que faltaran en la nevera, cajas metálicas de galletas… Todo estaba guardado en los armarios y todo relucía de extrema limpieza.
– ¡Qué desperdicio de cocina! -exclamó ella.
– ¿Qué le pasa'? -preguntó él, perplejo.
– No le pasa nada malo, sólo que nadie se ocupa de ella; una cocina necesita un cocinero. Es un lugar que hay que vivir como cualquier otro de la casa y se ve que no pasas mucho tiempo en ella.
Leo miró a su alrededor como si advirtiera el vacío por primera vez.
– Casi nunca utilizo la cocina -afirmó él-. La reformé con el resto de la casa, pero la verdad es que la decoradora hizo lo que quiso.
– ¡Qué lástima! -dijo ella de nuevo-. Daría cualquier cosa por una cocina como ésta.
– ¿Cualquier cosa? -preguntó Leo en un tono extraño.
Serena alzó la vista de la encimera y lo miró sonriendo.
– Casi cualquier cosa -respondió-. Más vale que empiece. ¿A qué hora llegan?
– A las siete y media. ¿Quieres que te ayude a hacer algo?
– No -dijo ella, mientras se ponía el delantal-. Tan sólo quiero que te quites de en medio.
Leo sonrió y Serena se puso inmediatamente a trabajar. La tarde pasó y Serena, por fin, terminó los preparativos y puso la mesa con los más finos manteles que Leo tenía en la casa y la cubertería de plata.
Una vez terminado todo, Leo la condujo al piso de arriba para que se cambiara.
– Puedes usar mi habitación -dijo él. abriendo la puerta de su dormitorio-. Hay un baño ahí -añadió señalando con el dedo-. No importa que pongas tus cosas sobre la cama, así daremos la impresión de que usas la casa, por si acaso a Noelle se le ocurre cotillear.
Serena se quedo sola en la habitación de Leo. Estaba decorada en color marfil y negro y era muy grande también. Sin embargo, era un dormitorio que mostraba la frialdad del carácter de Leo. No había fotos ni nada que indicara lazos sentimentales con otras personas. Se preguntó si aquella forma de ser se debería a algún desengaño amoroso; si habría sufrido como ella la experiencia de un amor decepcionante.
Fijó su atención en la cama y pensó que era el
único lugar en el que podría descubrirse al auténtico Leo. Sintió un súbito deseo de echarse en ella y descansar su espalda contra la suavidad del edredón. Miró su reloj y comprobó que eran las seis. Todavía le quedaba tiempo y pensó que podría descansar un rato antes de arreglarse. Veinte minutos la relajarían y la prepararían contra los nervios que iba a pasar en aquella cena.
El sol del atardecer iluminaba su rostro y su calor la adormeció. Su mente voló lejos, aunque Leo era parte de unos sueños en los que ambos estaban unidos, amándose, besándose…
– ¿Serena?
Serena sintió que alguien sacudía su hombro y apartaba algunos cabellos de su rostro. Lentamente abrió los ojos para ver el rostro de Leo junto al suyo. ¿Acaso seguía soñando?
– Hola -dijo adormilada y con una sonrisa de placidez.
– Creo que será mejor que te levantes -señaló él-, o no respondo de las consecuencias…
Serena recuperó la noción de la realidad y se incorporó.
– ¿Qué ha pasado?
– Te has quedado dormida -explicó Leo.
Leo ya se había puesto unos pantalones negros y una camisa blanca sin abrochar. El pelo lo tenía húmedo pues estaba recién duchado. Se había afeitado y Serena advirtió el fresco aroma de su colonia. Quiso entonces acercarse a él y besarlo. desabrocharle la camisa y tenderle sobre la cama.
– ¿Qué hora es? -preguntó tratando de disipar sus fantasías.
– Las siete menos cuarto.
– ¿Las siete menos cuarto? -repitió ella-. ¿Por qué no me has despertado antes?
– Estabas profundamente dormida y pensé que te vendría bien descansar -dijo él.
– No era mi intención quedarme dormida -dijo sintiéndose culpable-. Sólo quería descansar un poco.
– No importa -señaló él-… para eso están las:amas, entre otras cosas -añadió y recorrió las piernas de Serena con la mirada.
Fue entonces cuando ella se dio cuenta de que,staba medio desnuda.
– Será mejor que me duche -dijo estirando la:amiseta hacia abajo, pues se había quitado los valueros.
– ¿Puedes ponerme los gemelos? -preguntó él.
Serena se puso en pie, consciente de lo embaraoso de la situación, pues la camiseta apenas taiaba sus braguitas. Con las manos temblorosas y ratando de dominar su deseo. Serena obedeció..as manos de Leo se extendieron firmes, sin tem-lor, por lo que Serena confirmó que él no se sen'a turbado ante ella.
– Ya está -indicó por fin.
– Serena, se hace tarde; date prisa, por favor -insistió él, antes de salir del dormitorio.
Ella se fue corriendo a la ducha y se vistió. Se puso un vestido negro, uno de sus favoritos entre los que le regaló Leo. Era sencillo, pero el corte y la calidad de la tela hacían que le sentara perfectamente. Se maquilló y recogió la larga melena cobriza en un moño alto. Terminó con unas gotas de perfume y una última mirada en el espejo. Se encontró rabiosamente hermosa.
Leo había contratado a una joven, Jill, para que se ocupara de la cocina durante la velada, así, Serena podría encargarse de los invitados sin preocuparse de nada. Cuando bajó las escaleras, se dirigió a la cocina para darle a Jill las instrucciones de lo que debía hacer y después, fue en busca de Leo.
Lo encontró en el salón, de pie junto a una ventana mirando al río. Sus manos estaban escondidas en los bolsillos del pantalón y se balanceaba con cierto nerviosismo. Cuando se volvió para recibir a Serena, su aspecto era tan atractivo que a Serena le costó disimular la impresión.
Durante unos instantes, ambos se miraron sin decir nada.
– ¿Está todo listo?
Ella hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
– Ven aquí -dijo él, al ver que Serena no se apartaba de la puerta-. Tengo algo para ti -añadió y sacó una cajita de uno de los bolsillos de la chaqueta.
– ¿Qué es? -preguntó ella con curiosidad, aunque con reticencia.
– Ábrelo -ordenó él, entregándole la caja de cuero.
Serena se humedeció los labios y abrió la tapa para descubrir un collar de diamantes y unos pendientes a juego. Las piedras brillaban sobre el terciopelo rojo y Serena alzó la mirada perpleja.
– ¿No te lo vas a poner?
– No puedo ponerme esto -dijo ella con la voz temblorosa-. Es demasiado valioso.
– No digas tonterías -señaló Leo, haciendo un esfuerzo por aparentar rudeza-. Tan sólo son parte del disfraz. Con un poco de suerte, Oliver se dará cuenta de que eres mi prometida, no la suya -añadió irónico-. Venga, póntelo todo.
Serena se colocó los pendientes con nerviosismo y sin dejar de decirse que aquello era, como había dicho Leo, parte del disfraz, era un falso regalo de amor y no debía confundirse.
– Muy bien -dijo Leo, admirándola-. Date la vuelta para que te ponga el collar -añadió.
Serena obedeció y se imagen se reflejó en el espejo que había tras ella. Sintió las manos de Leo en su cuello y en la nuca mientras le abrochaba el collar.
– Ya está. ¿qué te parece?
Leo se había quedado tras ella y ambos se reflejaban en el espejo.
– Son preciosos -dijo ella con un hilo de voz. -Tú también… -murmuró él.
La mano de Leo acarició el hombro de Serenay, con un suave movimiento, la atrajo hacia él y la beso en el cuello.
Ella sintió una sacudida electrizante recorriendo su cuerpo y se puso tensa.
– No… no hace falta que finjamos en privado…
Leo alzó la vista y la miró a los ojos a través del espejo.
– No, claro que no, ¿acaso lo estamos haciendo? -dijo él y continuó besándola en el cuello y en el hombro.
Serena cerró los ojos y trató por todos los medios no perder el control. Un suspiro escapó de sus
labios.
– Preciosa -susurró él a su oído.
Leo la abrazó y ella, que seguía de espaldas, le agarró por las mangas de la chaqueta. Sentía los labios húmedos de Leo en la nuca y el deseo acabó
por vencer; sus piernas vacilaron y se apretó contra él con todas sus fuerzas.
Cuando el timbre de la puerta sonó, ninguno de los dos reaccionaron (le inmediato. Los labios de Leo continuaron jugueteando sobre la piel de Serena y ella abrió los ojos para verse reflejada en el espejo.
El timbre sonó de nuevo y, en aquella ocasión, Leo se apartó lentamente.
– Creo que nuestros invitados han llegado en el momento oportuno.
Bill Redmayne era un hombre corpulento y de aspecto colérico. La observó con el ceño fruncido cuando ella fue a saludarle y Serena temió que se diera cuenta de su temblor y precipitación.
Oliver le tendió la mano afectuosamente y le dio un beso en la mejilla, pero ella apenas se enteró, como tampoco lo hizo cuando Noelle la saludó fríamente.
La velada pasó rápida y Serena se sintió ausente o alejada de lo que estaba sucediendo. Hablaba, reía y trataba de esquivar los intentos de Oliver por flirtear con ella, pero parecía estar viendo una película en lugar de vivir una realidad.
La cena fue perfecta y Bill parecía encantado, con lo cual podía darse por satisfecha. Cuando Serena apareció con el postre, Bill se frotó las manos.
– Mi favorito -dijo-. No puedo aguantar los pudding que hacen hoy en día. Oliver quiere abrir un restaurante en el que sirvan ese tipo de comida basura y le he dicho que no funcionará.
– Un club de campo, papá, no un restaurante -corrigió Oliver.
– Como sea que lo llames; si tienes un poco de cabeza, llamarás a Serena para que te dé buenos consejos en cuanto a la cocina.
– Quizás debieras llevarte a Serena como consejera, Oliver -sugirió Noelle y sonrió.
– ¡Qué gran idea! ¿Qué te parece Serena?
Serena miró a Leo mientras él servía más vino en la copa de Noelle. Ambos se miraron a través de la luz de las velas que decoraban el centro de la mesa.
– Creo que tengo mi agenda cubierta por el momento -se disculpó ella.
Bill se echó a reír.
– Hablas como una mujer sensata. Haces bien en quedarte junto a Leo en lugar de unirte a las locuras de mi hijo.
A pesar de lo que decía la gente, Serena pensó que Bill era un hombre con un corazón más cálido de lo que se creía. Su imagen feroz escondía a un hombre franco con sentido del humor.
Noche y Oliver observaban perplejos el desarrollo de la conversación al ver a su padre tan relajado. Leo fue el que tuvo que ocuparse de los hijos del banquero, ya que Bill conversaba agradablemente con Serena.
Pensó que no se irían jamás; Jill había recogido la cocina y, cuando Serena fue a la cocina a preparar la tercera cafetera, el tema de la unión tan sólo se había mencionado una vez. Incluso comenzó a temer que Bill hubiera olvidado para qué se habían reunido aquella noche. Sin embargo, cuando ya se marchaban, justo en la puerta, Bill se volvió hacia Leo.
– No me gustaba la idea de la unión de los dos bancos. He oído que eres un operador frío y que te gusta el riesgo y no quisiera echar a perder la banca Redmayne. Sin embargo, he visto que has sido lo suficientemente sensato como para encontrar una mujer estupenda, así que, dile a tu secretaria que me llame para fijar una reunión la semana que viene. Con esto no te prometo nada, recuérdalo -explicó con el dedo índice levantado mientras Oliver y Noelle se miraban entusiasmados-, pero, al menos, escucharé lo que tengas que decirme y puede, solo puede, que considere tu propuesta.
Por fin se marcharon y Serena se sintió súbitamente muy nerviosa. Fue a la cocina corriendo para ponerse el delantal y comenzó a recoger las tazas del café a toda prisa.
– Creo que todo ha salido bien, ¿no te parece? -preguntó animada sin poder mirarlo.
– Gracias a ti -dijo Leo que la observaba mientras recogía-. El viejo tirano ha comido de tu mano y la cena estaba deliciosa. Si sale el trato, será gracias al pudding que has preparado.
– Oh, no creo; estoy segura de que tu propuesta le convencerá y, cuando vea que sus hijos están a favor…
– No -dijo él interrumpiéndola-. Si accede, habrá sido gracias a ti -añadió y la besó en la comisura de los labios-. Gracias -murmuró.
– Me alegro de que sientas que todo tu dinero ha merecido la pena -replicó ella con enorme dificultad y a punto de llorar.
– He recibido más de lo que esperaba -dijo él mirándola intensamente-. Mucho más…
– Voy a lavar estas copas -comenzó Serena, mientras caminaba hacia la cocina.
– Déjalo. Jill vendrá mañana y lo terminará todo.
– No me importa -insistió ella, pero Leo la alcanzó y la obligó a detenerse-. No creo que sea una buena idea -dijo vacilante cuando Leo la atrajo hacia él.
El sonrió.
– ¿No me digas? Pues a mí me parece estupenda. He estado pensando en ello toda la noche y tú también. ¡Quítate ese delantal y ven aquí!
El corazón de Serena comenzó a latir con fuerza y lo miró indefensa, atrapada en una espiral de deseo y pasión. Se preguntó si sería capaz de sacrificar su orgullo en aquel momento, pero pronto olvidó aquellos reparos, pues Leo era todo lo que ambicionaba.
El la esperaba sin hacer un solo movimiento para persuadirla y Serena sintió que se encontraba
a los pies de un abismo. Un paso más y caería fasta el fondo.
Muy lentamente se desabrochó el delantal y lo lejó sobre una silla.
– Ven aquí -dijo él sonriendo.
Serena suspiró, vaciló un instante, pero sucumiió ante una orden tan dulce.