P
ERO…-dijo Serena todavía de pie junto a la puerta-. ¿Por qué no me lo dijiste'? Él se encogió de hombros. -No es un secreto. Si te hubieras fijado un poco, habrías visto mi nombre en el vestíbulo del banco y en el papel timbrado. La verdad es que creí que trabajando para esta empresa, te interesaría saber quién era su presidente. Es de profesionales el saber con quién se está tratando.
– Yo soy una profesional en lo que me incumbe que es la cocina -aseguró ella, sin que Leo pareciera impresionado.
– Pues perdona que te diga que no pareces muy profesional en estos momentos -dijo él, mirándola de arriba a abajo.
La mirada de Leo hizo que Serena recordara que llevaba el delantal, el pelo recogido con una cuerda que había encontrado por la cocina. y que, probablemente, tendría manchas de harina en las mejillas.
Leo tendió la mano hacia una de las sillas que había en el despacho.
– Será mejor que te sientes -dijo y ella obedeció-. ció-. Debo también decirte que tampoco te comportas como una profesional. En este banco, los empleados no pueden entrar a trabajar con vaqueros y una camiseta, o con el pelo despeinado, y menos aún utilizar los ascensores de los clientes con bolsas de la compra.
– ¿Acaso en Erskine Brookes se deja a los empleados respirar sin tu penniso'? -replicó ella.
Sabía que él llevaba razón y que le estaba bien empleada la recriminación, pero Serena era demasiado testaruda y no iba a dejar que le echara un sermón sin protestar.
– Si recuerdas lo que pasó esta mañana, subí en el ascensor porque el de servicio está estropeado y las bolsas estaban llenas de comida para alimentar a tus directivos. No las llevaba por diversión. Y en cuanto a mis ropas, no veo qué puede importar lo que lleve en la cocina. Tengo que vestirme con ropa informal y cómoda, no querrás que me vista de largo por si el ministro de Economía aparece para probar mis pastelillos, ¿verdad'?
– Lo único que espero de ti es que te comportes de forma educada y profesional mientras estés en el banco -dijo Leo-. Si vuelves a hablarle a alguien como me has hablado a mí esta mañana, te despediré inmediatamente. Afortunadamente, hay dos factores a tu favor: el primero es que eres una excelente cocinera y el segundo que, por lo que he hablado con otros empleados, puedes llegar a ser encantadora. Me han dicho que hiciste un pastel especial para celebrar el cumpleaños de una de las empleadas de la limpieza y que ayudaste a la secretaria de Bob Chambers a preparar un postre para una cena en su casa a la que llegaba tarde por quedarse a trabajar más de la cuenta…
– Sí, lo sé, pero lo hice en horas extras; al banco no le perjudicó en absoluto -comenzó Serena a la defensiva.
– Oh, sí, te creo -dijo él-. Lo único que siento es que mantengas tu forma de ser encantadora tan escondida la mayor parte del tiempo. Quieres dar la impresión de que eres dura, pero no eres ni la mitad de dura de lo que pretender ser. Después de todo -continuó sin apartar la mirada de los labios de Serena-, tengo más razones que cualquiera para saber lo dulce y lo cariñosa que puedes ser cuando lo intentas.
Serena se sonrojó y se puso en pie por un acto casi reflejo al recordar el beso que los unió durante unos breves minutos. Incapaz de mirarlo, Serena se dirigió hacia una de las ventanas y rodeó su cintura con los brazos.
– ¿Sabías en la boda que trabajaría para ti? -preguntó.
– No. Lo he descubierto al volver este fin de semana y mirar los papeles que tenía pendientes.
– No podía imaginar que eras el dueño de este banco -dijo Serena, malhumorada-. Richard tan sólo me dijo que habías heredado una fortuna.
– Sí, heredé las participaciones de mi madre,
que al ser la última de los Erskine, me lo dejó toda, a mí. Eso me ha hecho ser el presidente de Erskinf Brookes y la verdad es que no ha sido un cambia muy bien recibido entre algunos directivos y I. cocinera, pero no pienso abandonar el cargo par. haceros felices -dijo irónico-. Eso significa que si quieres quedarte a trabajar aquí, tendrás que ha cerlo a mi manera. Y ahora, siéntate otra vez Quiero discutir contigo cómo vas a trabajar.
Serena levantó la barbilla en un gesto de testa rudez.
– Yo decidiré cómo voy a trabajar -afirmó.
– No, Serena -dijo Leo con una expresión im placable-. Éste es mi banco y tú trabajas para mí Si quieres el puesto, tendrás que aceptar que soN yo el que toma las decisiones y, aunque te parezcÍ mentira, sé distinguir entre un buen paté y comid, para perros, así que quiero que me muestres lo menús que vas planificando para cada semana.
– ¿Es que no tienes cosas más importantes quf hacer? -preguntó ella con impaciencia-. No tiene sentido que me hayas contratado para planificar menús, si quieres hacerlo conmigo. ¿Acaso vas preparar la comida tú también?
– Espero no tener que cambiar nada de tus plainificaciones -dijo Leo con frialdad-Pero me gusta saber qué es lo que sucede en el banco desde la cocina hasta la sala de operaciones. Eso significa que sabré en todo momento cómo trabaja mi personal.
– Me pagan por cocinar, no por hacer la vida agradable a la gente -dijo Serena-. Si no te gusta mi forma de cocinar, sólo tienes que decírmelo y encontrar a alguien que me sustituya.
Leo suspiró.
– De verdad, debes aprender a no ser tan brusca, Serena. ¿Dejarías un trabajo en el que se te paga estupendamente sólo por salirte con la tuya?
Serena deseó decirle lo que podía hacer con su maravilloso trabajo, pero se acordó de Madeleine. Le había prometido mandarle algo de dinero para que los niños pudieran ir a un campamento de verano.
– No -dijo-, pero lo hago porque necesito el dinero. ¡No sabía que pelotear al presidente fuera parte de mis obligaciones!
– ¿Quieres que te pague un poco más por ser amable?
– Me vendría bien -dijo ella, ignorando deliberadamente el sarcasmo en el tono de Leo-. ¿Cuánto me ofreces?
Serena se arrepintió inmediatamente de sus palabras.
– Eso depende de lo amable que estés preparada a ser -dijo Leo y Serena se acaloró en pocos segundos.
Se arrepentía de lo que había dicho y se reprochaba el no pensar dos veces las cosas que decía.
De pronto, apartó la vista de Leo y se levantó una vez más.
– Debo volver a la cocina.
– Por supuesto -dijo él sin perder la compostura-. Oh, puede que necesites esto -añadió y abrió un cajón del que sacó la diadema que Serena llevaba el día de la boda de Candace.
Serena tomó la diadema como si estuviera al rojo vivo.
– ,De dónde la has sacado? -preguntó al reconocer que era la suya.
Sin embargo, antes de que él pudiera contestar, Serena supo la respuesta.
– Te la dejaste en la terraza. Se te cayó mientras…bueno mientras estaba ocupada.
– ¿Mientras me besabas? -continuó ella, mirándolo a los ojos con firmeza.
– Tal y como yo lo recuerdo, tú eras la que me besabas.
– ¡Claro, porque me provocaste!
– Y fue muy agradable -señaló Leo sonriendo y se acercó a ella para limpiarle el rastro de la harina de su mejilla-. Eso sí que valdría un aumento.
Serena se sintió horrorizada ante la reacción de su cuerpo a la caricia de Leo. Su rostro se estremeció y tuvo que dar un paso atrás para no caer en el juego de su cercanía.
– Puede que esté desesperada por el dinero, pero no tanto -dijo ella, conservando su dignidad-. ¡Puedes quedarte con tu maravilloso trabajo si eso significa que tengo que ser amable contigo! -exclamó.
Serena se dio media vuelta y salió del despacho con un fuerte portazo.
La expresión de incredulidad en el rostro de Lindy cuando vio salir a Serena como una exhalación del despacho se tornó en compasión. La gente que osaba enfadar a Leo Kerslake no duraba mucho en el banco Erskine Brookes y, cuando Serena se calmó, se dio cuenta de que recibiría la notificación del despido en cualquier momento.
Sin embargo, no sucedió nada ni aquella tarde, ni al día siguiente y, poco a poco, Serena se fue relajando. Al fin y al cabo, Leo no la había tomado en serio y habría pensado que no iba a dejar su trabajo por un absurdo pique entre los dos.
Durante las dos siguientes semanas, Serena no vio mucho a Leo. De vez en cuando, lo veía en el comedor, pero estaba tan ocupado hablando con los directivos, que apenas advertía su presencia. Otras veces, lo veía de refilón montando en el ascensor y, cuando sucedía, su corazón latía con fuerza.
Un martes por la tarde, Serena esperaba en su furgoneta para salir del aparcamiento, cuando vio a Leo abandonando el banco acompañado por una bella jovencita rubia que le llevaba del brazo. La joven le sonreía y sus cabellos brillaban como el
oro bajo el sol del atardecer. Vestía un elegante traje de color rosa y unos zapatos de tacón; toda ella irradiaba riqueza y glamour.
Súbitamente, se dio cuenta su propio aspecto, vestida con vaqueros y una camiseta vieja y apretó el volante al verlos cruzar la calle, charlando animadamente y riendo.
Tan sólo el claxon del coche que se encontraba detrás, hizo que Serena volviera a la realidad. Salió en dirección contraria a la de Leo y la joven, diciéndose una y otra vez que no era asunto suyo con quién saliera Leo. Sin embargo, aquella tarde tampoco pudo olvidar la imagen de Kerslake acompañado de la joven rubia. Afortunadamente, Candace la llamó y, de aquella forma, distrajo su atención.
– Vente a cenar mañana por la noche -dijo Candace que acaba de volver de su luna de miel en las Maldivas-. Podremos hablar y verás las fotos de la boda.
Serena no estaba segura de querer pasar la noche viendo fotos que le recordarían a Leo, pero el plan era más alentador que una velada sola en su casa y pensando en lo mismo.
– Me encantaría -contestó.
Al día siguiente, Serena se encontraba de mejor humor y contenta de salir de casa aquella noche. Sin embargo, su buen humor se vio empañado cuando vio a Leo y a su novia rubia en el comedor del banco. Aunque la mesa en la que estaban sentados estaba ocupada también por otros ejecutivos, la joven no tenía ojos más que para Leo.
Como no le habían dado la orden de que sirviera un menú especial, se dispuso a servir el menú del día. Se acercó a la mesa para colocar unos rollitos de aperitivo y su nerviosismo le jugó una mala pasada. Consciente de que Leo la observaba, a Serena se le cayó la cesta en la que llevaba el aperitivo, que se desparramó por toda la mesa. Ante el desastre, se apresuró a limpiarlo, pero tiró un vaso de agua y tuvo que deshacerse en disculpas.
Roja de vergüenza, Serena arregló el desastre y se retiró, advirtiendo que Leo no apartaba la vista de ella. Podía imaginar la sonrisa de sarcasmo que cruzaría su rostro al ver que él era la causa de su turbación.
Fue un alivio cuando su jornada laboral terminó y pudo montar en un taxi con dirección a la nueva casa de Richard y Candace. Lo único que necesitaba era una copa que la animara y la hiciera olvidar la vergüenza que había pasado por la mañana.
Candace estaba guapa y morena y, cuando vio a Serena, la abrazó rebosante de felicidad.
– ¡No sabes lo maravillosa que es la vida de casada! -exclamó mientras la dirigía al salón.
Pero Serena se quedó paralizada en la misma puerta al ver que Leo se encontraba en la misma habitación hablando con Richard. En cuanto se
percató de la presencia de Serena, guardó silenc y la miró.
– ¡No sabía que ibas a estar aquí! -dijo ella s pensar.
– Para mí también es una sorpresa tu presenc en esta casa -señaló él con frialdad.
Sus ojos grises mostraban una extraña expr sión, una mezcla de diversión, irritación ante constante antagonismo de Serena e, incluso, apr cio ante el aspecto de Serena. Llevaba, como sier pre, sus vaqueros, pero, en aquella ocasión, los h bía conjuntado con una camiseta de color ver, esmeralda que contrastaba con el cobre de su pel
– Nos pareció una buena idea el que estuviera los dos aquí -dijo Richard con cierto nervi sismo-. El padrino y la dama de honor junte Además, supongo que querréis ver el vídeo de boda.
Serena no pudo imaginar ni una sola cosa q le apeteciera menos.
– Estábamos allí, Richard -señaló-. Ya sabemos lo que pasó. ¿Podemos ver las fotos de las Mato vas?
– Puedes verlas después -señaló Candace, q ya estaba acostumbrada a la forma de ser de amiga-. El vídeo es muy divertido -añadió y tendió a Serena una copa de vino-. Ponlo, cariño.
Leo Y Serena fueron colocados juntos en frente de la television mientras Richard preparaba el video.
– Te encantará -dijo Richard a Serena.
Richard conectó el vídeo y se fueron sucediendo las imágenes de la ceremonia y de la recepción posterior. Apareció en él, Leo con su expresión ausente y Serena, con su horrible vestido y su aspecto de encontrarse fuera de lugar. Más tarde se sucedieron las escenas del baile y Serena tembló ante la idea de que la hubieran filmado bailando con Leo. Desgraciadamente, así había sido y se vio en brazos de Leo, como si se encontrara en los del hombre de su vida, relajada y con los ojos cerrados. El rostro de Leo no podía verse, pues el cabello de Serena lo tapaba.
Serena sintió que no sabía si pegar a Richard, a Leo o marcharse de allí inmediatamente. ¿Y si habían filmado el beso?
– Vaya forma de bailar -señaló Richard, mirando pícaramente a Leo.
Leo no se inmutó, sentado en el sofá y tan sólo una sonrisa irónica apareció su rostro.
– ¿Pero qué dices, Richard? ¡Sólo es un baile! -se apresuró a decir Serena, abochornada.
Por fin, el vídeo terminó y Serena pudo respirar aliviada. Candace se aclaró la garganta, decidiendo que había que cambiar de tema.
– Cuéntanos algo sobre tu nuevo trabajo, Serena. ¿Estás trabajando para alguien agradable?
Serena miró de reojo a Leo y se enfureció al ver que él parecía estar divirtiéndose con todo aquello.
– No creo que «amable» sea la palabra mas adecuada para describirle -dijo ella.
– Serena está trabajando para mí -desveló Leo.
– ¿De veras? -preguntó Candace, sorprendida-.¡Qué coincidencia tan alucinante!
– Alucinante -repitió Serena.
Richard miró a Leo con complicidad. -¡Apuesto a que no es la empleada más fácil de llevar! ¿Cómo demonios puedes dominarla?
Leo miró a Serena, que le devolvió la mirada con la agresividad de sus ojos verdes.
– Con mucho cuidado -señaló él.
A Serena la velada le pareció interminable y, cuando por fin terminaron de ver las fotos y de contar lo sucedido en la luna de miel, respiró aliviada. Apreciaba mucho a su amiga Candace, pero todo aquel revuelo de recién casados la aburría.
Cuando Leo explicó que, a la mañana siguiente, tenía que trabajar temprano y que debía retirarse, se ofreció para llevar a Serena a su casa y tal era su agotamiento, que aceptó.
– Gracias -dijo una vez en el coche-. Lo único que saco en claro de estas cosas es que no quiero casarme.
– Desde luego, no tenías aspecto de divertirte mucho -dijo Leo, mientras ponía en marcha el coche.
– La boda ya fue suficiente como para aguantar encima un vídeo -protestó ella-. ¡Qué raro que no hayan hecho camisetas de la boda! -bromeó-. ¿Y por qué Candace empieza ahora todas sus frases con «Richard dice», «Richard piensa»'? ¡Ella solía pensar por sí misma antes!
– Ésa no es la razón por la que estás en contra del matrimonio, ¿verdad? -dijo Leo, mirándola de vez en cuando.
– ¿Qué quieres decir?
– He hablado con Candace antes de que llegaras y me ha contado lo de Alex -explicó él-. Dice que te rompió el corazón.
– Lo hizo en su momento, pero ahora, cuando vuelvo la vista atrás, creo que recibí una buena lección -señaló ella sin dejar de mirar al frente-. ¿Te dijo que era un hombre casado?
– Sí, y que tú eras muy joven.
– Tenía veintiún años y era demasiado tonta como para darme cuenta de por qué era tan poco claro en algunas respuestas. Más tarde, su mujer se enteró y vino a verme. Fue horrible -explicó Serena-. La mujer se encontraba destrozada por el engaño de Alex y, además, él la hizo creer que yo era la que le había manipulado y la que le estaba obligando a abandonarla para que se casara conmigo.
Durante unos instantes, Serena guardó silencio y pensó en lo mucho que la mujer de Alex le recordaba a su propia madre. Su padre nunca la había engañado, pero sí humillado de otras maneras.
Le hubiera gustado recordarlo antes de conocer a Alex, pero no lo olvidaría nunca más.
– No sé por qué Candace tiene que hablar de mí contigo -señaló con cierto disgusto Serena.
– Se preocupa por ti -dijo Leo inesperadamente-. Me ha contado que tú la ayudaste con otros problemas en el pasado y que nunca le has reprochado el haber tenido que vender el negocio, aunque sabe lo mucho que representaba para ti.
– Oh, bueno -comenzó ella un poco avergonzada de lo mucho que Candace le había contado-… Supongo que todo ha sido para bien. Por lo menos, eso me ha dado la oportunidad de poder ahorrar para mi propio restaurante. Es lo que en realidad deseo.
– ¿Ah sí? -dijo Leo y la miró aprovechando un semáforo en rojo-. ¿Estás segura de que no albergas un secreto deseo de casarte como ha hecho Candace?
Serena contempló el magnífico perfil de Leo y sus fuertes manos al volante del coche. Su corazón llevaba la contraria a su razón.
– Estoy segura -dijo por fin con más ahínco del necesario.
– En ese caso, creo que puedo ayudarte.
– ¿Ayudarme? -preguntó ella, mirándolo perpleja-. No necesito ninguna ayuda.
– Tengo que hacerte una proposición -dijo él.
– Una de tipo financiero
– ¿Un trabajo?
– Algo así. ¿Está muy lejos tu apartamento? -En el próximo cruce -dijo Serena, sorprendida. -En ese caso, ¿puedo explicártelo cuando lleguemos? Es un poco complicado.
– De acuerdo -concedió ella.
Minutos más tarde, en el apartamento, Serena se dirigió a la cocina para preparar un café y tras ella caminaba Leo.
– ¿Y bien? -dijo ella con nerviosismo-. ¿Me vas a contar algo más de la misteriosa proposición?
– Es sencillo -dijo él con calma-. Necesito una novia.
Serena sintió que el corazón le daba un vuelco y derramó el café sobre la encimera. -¿Que necesitas una qué?
– Una novia.
– ¡Pero yo creía que no querías casarte!
– No quiero. He dicho que necesito una novia, no una esposa.
Completamente perdida, Serena puso la cafetera en el fuego.
– No entiendo -dijo.
– Te lo explicaré, aunque va a ser un poco largo -señaló y se apartó de la nevera para meter las manos en los bolsillos de su pantalón y mirar al suelo.
– Sabes que he heredado todas las participaciones del banco de mi madre -dijo por fin-. Lo que, probablemente, no sabrás es que mis padres se mataron cuando yo tenía dieciséis años, así que no tuvieron tiempo para dejar nada dispuesto de mi herencia. Como resultado, yo no he podido heredar hasta cumplidos los treinta años.
La cafetera marcó que el café estaba listo y Serena lo apartó del fuego de forma automática.
– No sabía nada de eso -dijo ella muy pendiente de lo que él explicaba-. Creí que llevabas mucho tiempo en Erskine Brookes.
– Que va. Podría haberlo hecho, pero preferí esperar y saborear un poco mi libertad antes de asumir tanta responsabilidad. He crecido con la presión de saber lo que me esperaba.
Leo se detuvo unos instantes para retomar el hilo de sus pensamientos.
– Después de que mis padres se mataran, todo empeoró, pues la presión se hizo aún mayor; todos me decían cómo debía actuar y lo que debía hacer. pues era lo que mis padres habrían querido. Terminé los estudios como un niño bueno y fui a la universidad, porque era lo que se esperaba de mí, y más tarde, descubrí, que si quería saber lo que era la libertad, tenía que aprovechar aquel momento, ya que debía incorporarme al banco tan pronto como terminara la carrera. Cuando anuncié que iba a darme una vuelta por el mundo, en lugar de incorporarme al banco, el resto de los socios se llevaron las manos a la cabeza.
¿Encontraste lo que buscabas? -preguntó ella.
Leo hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Encontré mucho más de lo que esperaba. La libertad fue un descubrimiento maravilloso; vi que podía hacer lo que me quisiera, en el momento en que yo eligiera y sin tener que pensar en el banco o en lo que esperaban de mí -explicó y de pronto se detuvo para mirarla-. Supongo que estarás preguntándote qué tiene todo esto que ver contigo, ¿no?
– Parece que va a ser una larga historia -dijo ella, colocando la cafetera y unas tazas en una bandeja para llevarlo todo al salón-. Creo que debemos ponernos cómodos. Sigue -añadió-. ¿Qué te hizo volver al banco si lo odiabas tanto?
– Una vez que fui libre para vivir mi propia vida, olvidé el odio y fui necesitando algo en qué ocuparme, un reto y eso es lo que Erskine Brookes representa para mí. Supongo que siempre supe que el banco sería mío y, en el fondo, nunca he querido defraudar a mis padres. Pero quiero hacer que el banco sea mío, hacer las cosas a mi manera y no a la de mi abuelo -señaló él y aceptó la taza que Serena le tendía desde el otro lado del sofá.
– Así que decidiste dar por terminado el período de libertad, ¿no?
– Sólo en la medida en que fuera necesario -dijo Leo-. Sabía que, si quería llevar con éxito el banco, tendría que comprometerme hasta cierto punto, pero todavía sé que soy libre, porque puedo
dejarlo todo si quiero. Mañana podría Levantarme y volver a la vida que llevaba antes, porque no tengo ningún compromiso personal, no tengo mujer, ni hijos, en mi vida no hay nada que me ate. Ésa es la auténtica libertad, y es la única para la que no estoy preparado a renunciar.
– Entiendo -dijo Serena, tratando de evitar la desilusión que provocaban sus palabras-. ¿Y qué pasó cuando decidiste regresar y reclamar tu herencia?
– Pues no fui recibido con los brazos abiertos, precisamente. Los socios y la directiva se habían acostumbrado a hacer las cosas de una determinada forma y se horrorizaron al ver que yo quería enterarme de todo lo que se hacía en el banco. Son demasiado tradicionales. ¿Te has fijado en lo anticuado que es el vestíbulo? -preguntó él y Serena afirmó con la cabeza-. Supongo que es una demostración más de una forma de pensar. No les gustan los cambios, así que tengo que hacer las cosas con mucho cuidado.
Leo se levantó del sofá con la taza de café entre sus manos y siguió contándole a Serena sus planes futuros para el banco. Hablaba como para sí mismo.
– Quisiera que el banco se expandiera y he estado estableciendo otros contactos para tantear la posibilidad de una absorción. Naturalmente, con la absorción veré quién tiene el poder, si la junta directiva o yo. Si no lo consigo, ellos lo entenderan como una victoria de las ideas tradicionales, y yo tendré que luchar con más fuerza si quiero cambiar algo.
– ¿Y por qué no les presionas como haces con el resto de la gente? -preguntó Serena-. ¿Cuál es el problema?
– Redmayne y Cía es un banco de tipo familiar como el mío, y Bill Redmayne, el presidente, quiere que el banco se quede en el patrimonio familiar. Sus hijos, sin embargo, están deseosos de vender parte de sus acciones.
– Pues si quieren vender, ¿por qué no les dices que convenzan a su padre?
– Esa era la idea original -dijo Leo-; desgraciadamente, he descubierto otro problema. -¿Oh? ¿Cuál?
El vaciló unos instantes y colocó la taza sobre la mesa.
– El verdadero problema es Noelle Redmayne.