Capítulo 2

SOPHIE se había apartado un poco y Bram sintió frío al no tenerla a su lado. Le habría gustado que se quedase donde estaba en lugar de subirse el cuello de la chaqueta y meter las manos en los bolsillos. Pero, por otra parte, prefería que lo hubiera hecho. Por alguna razón desconocida, su proximidad lo hacía sentir… extraño aquel día.

Tan extraño que cuando Bess hizo saltar a un faisán de su escondite, dio un brinco al oír los gritos indignados del animal.

Sophie también se sobresaltó y miró las balas de paja que esperaban en el camión a ser descargadas, sintiéndose culpable.

– Lo siento, te estoy haciendo perder el tiempo. Tienes cosas que hacer y yo aquí, contándome mis problemas…

– Me gusta que me cuentes tus problemas -la interrumpió Bram-. Pero debo terminar de descargar las balas. No tardaré mucho. ¿Por qué no preparas un poco de té? Ya sabes lo que solía decir mi madre…

– ¡Todo se arregla con una taza de té! -repitió Sophie obedientemente.

Molly Thoresby siempre había creído en los poderes del té. ¿Cuántas veces le había oído decir esa frase? Sonrió, recordándolo, mientras se dirigían a la casa. Casi podía ver a Molly levantando la tapa de la vieja cocina de leña y poniendo la tetera a calentar mientras ella se sentaba a la mesa y le contaba sus cosas.

Sophie quería a su madre, pero había querido casi igual a la madre de Bram. Harriet Beckwith era una mujer lista y elegante, mientras Molly había sido cálida y sabia. Molly jamás criticaba o protestaba como hacía Harriet. Sencillamente, escuchaba mientras hacía el té y, curiosamente, Sophie siempre se sentía mejor después de tomarlo. Cuando murió repentinamente, un par de meses antes, ella lo había sentido casi tanto como Bram.

La enorme cocina de la granja estaba exactamente igual que siempre, con su mesa de pino, sus cajones llenos de cosas y los dos viejos sillones frente a una estufa de leña, pero parecía vacía sin Molly.

El reloj de la chimenea marcaba el paso de las horas en silencio mientras Sophie llenaba la tetera de agua y la colocaba sobre la cocina de leña, como solía hacer la madre de Bram.

Siempre le había encantado aquella vieja y cómoda cocina. La de su madre era inmaculada, llena de modernos electrodomésticos y muy espaciosa, pero no era un sitio agradable para charlar.

Fuera, el cielo se volvía de color rosa. Empezaba a anochecer. A Sophie le gustaban esas cortas tardes de invierno y cómo encender una lámpara podía hace que la oscuridad afuera se hiciera más intensa en un segundo.

Sonriendo, encendió las luces de la cocina para que Bram pudiera ver el invitador brillo mientras volvía a casa. Debía ser horrible para él volver a una casa oscura ahora que Molly se había ido.

Luego se quedó frente a la ventana un ralo, viendo cómo se ponía el sol, y pensó en Nick, como hacía siempre en momentos de tranquilidad. Pensó en su sonrisa, en el escalofrío que sentía ante el mero roce de sus dedos, en la emoción de estar a su lado.

Estar con Nick nunca le había aportado tranquilidad, como le pasaba con Bram. Siempre hubo un elemento de riesgo en la relación, Sophie podía verlo ahora, con el paso del tiempo. Con Nick nunca podía estar relajada del todo por miedo a perderlo. Incluso cuando eran más felices, sentía que estaba a punto de explotar por la intensidad de sus sentimientos. Era una sensación extraña, pero maravillosa al mismo tiempo. Amar a Nick la hacía sentir viva.

¿Volvería a sentir eso otra vez?, se preguntó. No le parecía posible. Sólo había un Nick y ahora era de su hermana…

El ruido de la puerta interrumpió sus pensamientos.

– A tu caseta, Bess -oyó que decía Bram-, Vamos, fuera.

La pobre Bess era un perro pastor de lo más dulce. Sophie estaba segura de que. Secretamente deseaba ser un caniche para poder entrar en la casa y tumbarse frente a la chimenea. El animal se sentaba en la puerta mientras Bram se quitaba las botas hasta que él la mandaba a su limpia y calentita perrera.

«Eres una perra trabajadora», le decía siempre. «Podrás entrar cuando te hayas jubilado».

– Esa perra es un desastre -suspiró Bram, entrando en la cocina con gruesos calcetines grises en los pies.

Iba despeinado por el viento y sus ojos parecían tan azules en contraste con su rostro bronceado por el sol, que Sophie se sobresaltó, como si estuviera viendo a un extraño.

– No es tan mala -intentó defenderla.

– Sí lo es. Nunca será un auténtico perro pastor -dijo Bram, fingiéndose enfadado-. Sería mejor que yo reuniera a las ovejas y ella llevase el silbato.

Sophie soltó una carcajada.

– Al menos lo intenta. Y te adora.

– Ojalá me adorase haciendo lo que le mando -suspiró él.

– Me temo que no es así como funciona la adoración -dijo Sophie con tristeza. Y Bram la miró con compasión en sus ojos azules.

– No, es verdad.

Los dos se quedaron callados un momento.

– ¿Esto se pasa, Bram? -preguntó ella entonces, sin mirarlo.

Bram no se molestó en fingir que no sabía de lo que hablaba.

– Se pasa, sí. Con el tiempo.

– Pues a ti no parece que se te haya pasado. ¿Cuándo rompisteis Melissa y tú?

– Hace más de diez años -admitió él.

– Y aún no se te ha pasado del todo, ¿verdad?

Bram no contestó inmediatamente. Se calculó las manos en la estufa de leña y pensó en Melissa. Con su pelo como el oro y sus ojos de color violeta y esa sonrisa que parecía capaz de iluminar una habitación.

– Ya se me ha pasado -dijo por fin, aunque no parecía convencido del todo-. Ya no me duele como solía dolerme, pero es cierto que a veces pienso en ella. Me pregunto qué habría sido de nosotros si ella no hubiera roto el compromiso, pero es difícil imaginarlo. ¿Habría podido Melissa ser la mujer de un granjero?

Probablemente no, pensó Sophie. Aunque había crecido en una granja, a Melissa nunca le había gustado ensuciarse las manos. Y nunca había tenido que hacerlo. Era tan frágil, tan débil, que siempre había alguien dispuesto a hacer sus tareas.

Sophie había aceptado muchos años atrás que ella tendría que hacer cosas que su hermana no haría nunca, pero no sentía rencor alguno. Quería a Melissa y se sentía orgullosa de que fuera tan guapa. Cuando eran pequeñas solía levantar los ojos al cielo y llamarla «la hermana del infierno», pero no lo decía de verdad.

Hasta que conoció a Nick.

– Sigo queriendo a Melissa -dijo Bram entonces-. Supongo que la querré siempre, pero no me duele haberla perdido como te duele a ti en este momento haber perdido a Nick. Sé que suena como un cliché, pero es verdad que el tiempo lo cura lodo.

Sophie apartó la tetera del fuego, pensativa.

– ¿Melissa es la razón por la que no te has casado nunca?

Bram apartó una silla y se sentó a la mesa.

– En parte, pero no es que esté esperándola ni nada parecido. Estoy dispuesto a encontrar a otra persona.

– A mí me gustaba Rachel para ti. Me cae muy bien.

Si alguien podía ayudarlo a olvidarse de Melissa, ésa habría sido Rachel, una abogada de Helmsley. Era una chica inteligente, simpática y con sentido del humor. Y práctica, Bram necesitaba una mujer práctica.

– A mí también me caía bien. Era estupenda. Yo pensé que podría funcionar, pero al final queríamos cosas diferentes. Rachel no estaba hecha para vivir en una granja. Me dijo francamente que no se creía capaz de soportar la soledad y que le daba miedo la oscuridad en el campo. Quería irse a York, donde podía salir por las noches, quedar con sus amigos para tomar copas, ver una película… y yo no podría vivir en la ciudad, así que decidimos separarnos.

– Lo lamento -dijo ella, preguntándose si Rachel habría pensado que una parte del corazón de Bram sería siempre de Melissa. Ninguna mujer querría casarse con un hombre que seguía enamorado de otra.

Por costumbre, Sophie fue al armario donde Molly guardaba una lata de latón que conmemoraba la boda de la reina. Dentro había galletas caseras de chocolate, de coco o de vainilla. Pero cuando quitó la tapa, la lata estaba vacía. Pero claro. Qué tontería, pensó. ¿Cuándo iba a encontrar Bram tiempo para hacer galletas?

Nada podría haber evidenciado mejor que Molly se había ido, y Sophie se mordió el labio inferior mientras volvía a guardar la lata en su sitio.

– Echo de menos a tu madre.

– Lo sé, yo también -Bram se levantó para sacar una caja de galletas de la despensa-. Podríamos ponerlas en la bandeja especial -dijo entonces, bajándola del armario-. No le gustaría nada ver cómo he bajado el listón en esta casa desde que ella no está.

Sophie había hecho esa bandeja para Molly unas navidades, el año que descubrió su pasión por la arcilla. Ella misma había pintado luego una oveja… un tanto deteriorada. Comparada con sus últimos trabajos, la bandeja era de risa, pero a Molly le encantó y había insistido en usarla cada vez que tomaban el té.

Bram puso las galletas en la bandeja y observó a Sophie mientras servía el té en sendas tazas.

– Me ha resultado raro volver a casa esta noche. La luz estaba encendida y oía el pitido de la tetera… era casi como si mi madre estuviera aquí. Es a esta hora cuando de verdad la echo de menos, cuando vuelvo a una casa vacía. Ella siempre estaba aquí… cocinando, oyendo la radio, haciendo té… es como si hubiera salido un momento para darle de comer a las gallinas o a buscar algo en la despensa. Tengo la impresión de que va a volver en cualquier momento.

Los ojos de Sophie se llenaron de lágrimas.

– Oh, Bram, cuánto lo siento. Yo no hago más que hablar de mis problemas, pero perder a tu madre debió ser horrible. ¿Cómo puedes soportarlo?

– Estoy bien -contestó él-. Pero sólo ahora me doy cuenta de todas las cosas que hacía por mí. Cuando ella vivía no tenía que pensar en cocinar, en hacer la compra o en lavar la ropa. Supongo que me cuidaba demasiado.

– ¿Y comes bien? -preguntó Sophie, sabiendo que a Molly le habría gustado que se preocupara.

– Sí, tranquila. No sé hacer grandes platos y siempre se me olvida ir al mercado, pero no me moriré de hambre. Sé cuidar de mí mismo, pero hay un montón de tareas que hacer en la casa, y como suelo volver agotado…

– Bienvenido al mundo de las mujeres -lo interrumpió Sophie, de broma.

– Lo siento -sonrió Bram-. Suena como si estuviera buscando una criada para reemplazar a mi madre, ¿verdad? Pero no es eso. Me habría gustado darme cuenta de cuánto trabajaba y haberle dado las gracias, eso es todo.

– Molly te quería muchísimo -dijo Sophie-. Y sabía que tú la querías. No tenías que decirle nada.

Bram se sirvió azúcar en el té y lo removió, pensativo.

– No sé qué voy a hacer cuando llegue el parto de las ovejas. Hacen falta dos personas por lo menos.

Sophie había crecido en una granja y sabía que los granjeros tenían que estar pendientes para perder la menor cantidad posible de ovejas, vigilándolas día y noche. Siempre le había gustado ayudar. Le encantaba el olor de la paja, el balar de las ovejas y ver a los recién nacidos intentar ponerse en pie con sus temblorosas patitas. Pero ella sólo lo hacía de vez en cuando. No tenía que pasarse tres noches o más sin pegar ojo. En realidad, había muchas ocasiones en las que un granjero como Bram debía necesitar ayuda.

– No es fácil llevar una granja solo -dijo Sophie. suspirando.

– Ahora entiendo por qué mi madre quería que me casara. Y lo he pensado mucho desde que ella murió -admitió Bram-. Mientras mi madre vivía no tenía que enfrentarme con el hecho de haber perdido a Melissa -dijo entonces. Y luego se detuvo, con el ceño fruncido-. ¿Me entiendes?

– ¿Quieres decir que era fácil usar a Melissa como excusa para justificar que no hubieras vuelto a tener una relación seria con nadie?

– Bueno, dicho así suena fatal, ¿no? Pero yo creo que eso es lo que hice. Ninguna de mis novias me hacía sentir lo que sentía con Melissa y supongo que no necesitaba una novia mientras mi madre vivía y todo iba como siempre. Ahora que ha muerto… a veces me siento solo -admitió Bram por fin-. Me siento aquí por las noches y pienso en cómo será mi vida si no me caso… y no me gusta nada. Creo que ha llegado la hora de olvidarme de Melissa. Tengo que dejar de comparar a otras mujeres con ella.

– Eso es más fácil decirlo que hacerlo -señaló Sophie, pensando en Nick.

– Sobre todo cuando vives en el campo y te pasas días enteros sin ver a nadie. No es tan fácil encontrar una chica con la que uno quiera casarse y supongo que se hace más difícil a medida que te haces mayor.

Sophie lo pensó un momento. Por primera vez se le ocurrió que no debía haber muchas oportunidades de conocer gente allí. Había un pub en el pueblo, por supuesto, pero era una comunidad pequeña y apenas llegaban vecinos nuevos. En general, a la gente le gustaba el campo para pasar el fin de semana, pero no para vivir allí todo el tiempo.

Quizá no era fácil para Bram. Una podría pensar que para un hombre soltero, solvente de poco más de treinta años sería fácil encontrar novia, pensó Sophie, recordando las quejas de sus amigas en Londres, según las cuales no quedaba un solo hombre soltero que fuese decente. Pero para Bram, que era decente y honesto, debía ser difícil encontrar a alguien interesante en el pueblo. Aunque algún día sería un buen marido para cualquier mujer.

– Deberías ir a Londres. Allí se pegarían por ti.

– No valdría de nada si a la chica no le gusta la idea de vivir en un pueblo aislado -sonrió él-. Una chica que odie el frío, el viento y el barro no es para mí. Evidentemente, es ahí donde me he equivocado durante todos estos años. Desde Melissa, todas mis novias han sido chicas de ciudad, de modo que estaba buscando donde no debía. Lo que yo necesito es una chica de campo.

Sophie lo miró con afecto. Sí, una buena chica de campo era exactamente lo que Bram necesitaba. Tenía que haber alguien que quisiera casarse con él. Además de hacerse con un marido bueno y decente, tendría aquella agradable cocina y durante las frías noches de invierno podría cerrar las pesadas cortinas y sentarse con Bram frente a la chimenea, escuchando el crepitar de las brasas.

– Ojalá yo pudiera casarme contigo -suspiró.

Bram dejó su taza sobre la mesa, pensativo. Sólo el reloj de su madre rompía el silencio.

– ¿Y por qué no lo haces?

Sophie sonrió, insegura. Debía estar de broma.

– ¿Por qué no me caso contigo?

– Acabas de decir que te gustaría -le recordó él.

– Sí, pero quería decir… -Sophie estaba tan sorprendida por su repentina seriedad que no podía recordar por qué había dicho eso-. No lo decía en serio.

– ¿Por qué no?

– Pues… es evidente, ¿no? Porque no nos queremos.

– Yo te quiero -dijo Bram, tomando tranquilamente su té.

– Y yo te quiero a ti -se apresuró a decir Sophie-. Pero no… no como uno debe querer a la persona con la que se casa.

– ¿Quiere decir que no me quieres como querías a Nick?

Ella se puso colorada.

– O como tú querías a Melissa. Es diferente, tú lo sabes muy bien. Somos amigos, no amantes.

– Por eso podría salir bien -insistió Bram-. Los dos estamos en la misma situación, así que sabemos muy bien qué siente el otro.

Luego se quedó en silencio, ensimismado. Nunca se le había ocurrido pensar en casarse con Sophie, pero ahora le parecía lo más natural. ¿Por qué no se le había ocurrido antes?

– Si ninguno de los dos puede casarse con la persona que quiere, al menos nos tendríamos el uno al otro -intentó convencerla-. No sería ningún riesgo porque nos conocemos de toda la vida. Tú sabes cómo soy y yo sé cómo eres tú. No voy a salir corriendo cuando descubra tus irritantes costumbres, como haría un extraño.

Sophie, que estaba mojando una galleta en el té, se detuvo.

– ¿Qué costumbres irritantes?

– Bueno, irritante podría no ser la palabra -aclaró Bram, percibiendo que estaba en terreno peligroso-. Debería haber dicho… manías.

– ¿Qué manías? -insistió Sophie.

– Por ejemplo… cómo arrugas la cara mientras intentas decidir qué quieres tomar en el pub. Que siempre digas que no quieres patatas fritas y luego te comas las de los demás… o esos pendientes tan raros que llevas siempre.

Sophie se tapó las orejas con las manos. Su amiga Ella era diseñadora de joyas y le hacía los pendientes.

– ¿Qué tienen de raro?

Bram estudió las plumitas que colgaban de sus orejas. Aquellos pendientes eran discretos comparados con los que solía llevar.

– Debes admitir que no son muy normales.

– ¿Alguna cosa más? -preguntó Sophie, comiéndose la galleta.

– Bueno, por ejemplo que sueles comerte todas las galletas y luego te pasas el resto de la tarde quejándote porque vas a engordar.

Sophie, que iba a llevarse otra galleta a la boca, la dejó sobre el plato.

– ¿Quieres saber cuáles son tus costumbres irritantes?

– Dime la peor -sonrió Bram.

– Eres irritantemente tranquilo. Nunca le enfadas, nunca te indignas por nada, nunca te dejas llevar -Sophie se comió la galleta con un gesto desafiante-. No te imagino perdiendo el control.

– ¿No?

Se quedaron en silencio y, por alguna razón, Sophie se encontró a sí misma imaginando a Bram haciendo el amor. La imagen era desconcertantemente vivida. Empezaría despacio, con cuidado, pero a medida que la excitación aumentase… sí, entonces podría perder el control y…

Sophie se dio cuenta de se había puesto colorada. No le parecía bien pensar en Bram de esa forma. De modo que tomó otra galleta para tener algo que hacer.

– Muy bien, admito que tus costumbres no son tan irritantes como las mías.

– Pero nuestras costumbres, irritantes o no, no tienen por qué ser incompatibles, ¿no crees?

De nuevo se quedaron en silencio mientras Sophie miraba a Bram, convencida de que estaba bromeando,

– No lo estarás diciendo en serio, ¿verdad?

– ¿Por qué no nos enfrentamos con la realidad, Sophie? Ninguno de los dos ha encontrado a nadie especial y no parece posible que vayamos a casarnos con la persona que queremos. Podemos vivir solos el resto de nuestras vidas o vivir juntos. En nuestro matrimonio no habría una gran pasión, pero tendríamos amistad, compañía, consuelo. Eso también es importante. Yo necesito ayuda en la granja, además -dijo Bram entonces-. Sophie, me encantaría que te casaras conmigo. Necesito una mujer que entienda el campo y no tenga miedo de vivir aquí sola… alguien que pueda ayudarme a llevar la granja. Una compañera, además de una esposa. Alguien como tú. Y tú…tú tampoco puedes tener lo que quieres, pero has dicho que echas de menos vivir aquí y que no te gusta Londres. Conmigo podrías vivir aquí. La granja Haw Gilí sería tu casa tanto como la mía. Y podrías poner tu torno en uno de los graneros y seguir trabajando con la arcilla -los ojos azules se posaron en ella-. Ninguno de los dos tendría lo que siempre ha querido, pero al menos tendríamos algo. Los finales felices sólo existen en las películas, Sophie. Y no seríamos los primeros en hacerlo.

– Pero entonces le diríamos adiós a nuestros sueños para siempre -protestó ella.

– Llegar a un compromiso significa tener algo en lugar de no tener nada -replicó Bram-. Y serviría para solucionar tu problema en Navidad, por ejemplo. Tú misma has dicho que no puedes pasar las navidades con tus padres a menos que tengas un novio. ¿Por qué no puedo ser yo?

– Pues… porque todo el mundo te conoce.

– ¿Y?

– Todo el mundo sabe que somos amigos. Nadie creería que, de repente, nos hemos enamorado -protestó Sophie-. Además, ya le he dicho a mi madre que estoy enamorada de otro.

– Pero no le has dicho quién es, ¿no? Ese otro podría ser yo.

– Pero si fueras tú se lo habría contado -respondió ella, sorprendida por su insistencia y aún convencida de que estaba de broma.

– ¿Por qué? Acabamos de enamorarnos y tenemos que hacemos a la idea -se encogió él de hombros-. No iríamos por ahí contándoselo a todo el mundo.

Sophie lo miró, escéptica.

– O sea, que tenemos que esperar que mis padres y todos los que nos conocen de toda la vida crean que, de repente, nos hemos enamorado, ¿no?

Bram volvió a encogerse de hombros.

– Esas cosas pasan. Yo creo que es posible mirar a una persona a la que conoces desde siempre y, de repente, verla de otra forma.

Recordó entonces lo desconcertado que se había sentido un año antes, cuando le habló de Nick. O cuando estaban en la valla, unas horas antes, y Sophie se apoyó en su hombro. Claro que eso no era lo mismo que enamorarse de ella, pero había sido algo chocante.

– La gente cambia. A veces cuando menos te lo esperas.

– Sí, supongo que sí -asintió ella, pensativa-. Pero no me imagino a mí misma enamorándome de esa forma.

No podía ni imaginarlo. Con Nick, había sido amor a primera vista. ¿Cómo podía ser lo mismo si conocía a la otra persona de toda la vida?

Bram, por ejemplo. Sería rarísimo. Tenía la misma nariz de siempre, la misma boca… no había nada feo en sus facciones, pero tampoco nada especial. Nada que le acelerase el corazón.

Aunque, para ser justa, siempre le habían encantado sus ojos. Eran profundos, de un azul tan claro como el cielo, con un perpetuo brillo burlón.

Y ahora que lo miraba detenidamente, tenía una boca interesante. Curioso que no se hubiera dado cuenta antes, pensó. Debía ser porque estaban hablando de casarse. Nunca se había fijado en la boca de Bram. Tenía algo que la hacía sentir… no excitada, no, ésa no era la palabra. Turbada tampoco. La hacía sentir un poco desconcertada.

¿Le parecía sexy?

Horrorizada, Sophie sacudió la cabeza. Estaba mirando a Bram, a su amigo Bram. Y era absurdo mirarlo de esa forma. No debería estar pensando en sus ojos ni en su boca. No de ese modo, al menos.

– Si estuviéramos prometidos, tendrías la excusa perfecta para quedarte aquí conmigo y no en casa de tus padres -siguió él, sin embargo-. Por supuesto, tendrías que ver a Nick, pero sólo en el cumpleaños de tu padre y en la comida de Navidad. Podrías marcharte cuando quisieras… siempre podemos inventar alguna crisis en mi granja. Ya sabes que aquí no faltan problemas.

Sería más fácil pasar las navidades con Bram, desde luego. Era un hombre tan tranquilo, tan seguro de sí mismo, que siempre se podía confiar en él para romper un silencio incómodo o para evitar la tensión con alguna nota de humor, cualidades que le serían necesarias durante la comida de Navidad.

Su presencia también lo haría todo más fácil para Melissa. Sophie sabía que su hermana se sentía culpable y quizá si pensaba que había encontrado la felicidad con Bram podría tranquilizarse y disfrutar de su matrimonio.

¿Y Nick? ¿Qué pensaría él? ¿Se alegraría de que hubiese encontrado a alguien?

No tenía que adivinar lo que sentiría su madre si le dijeran que estaban comprometidos. Harriet estaría en las nubes. No sólo habría conseguido reunir a todo el mundo, sino que tendría otra boda que organizar para el año siguiente. Sería el mejor regalo de Navidad que Sophie podría hacerle.

Su padre también se alegraría mucho, naturalmente.

Sí, sería más fácil para todo el mundo si dijera que iba a casarse con Bram.

Pero ¿podía casarse con él sólo para hacer feliz a su familia?

Sophie empezó a jugar con su taza.

¿Podría funcionar? ¿Cómo sería estar casada con Bram? Nunca había pensado en él más que como un amigo. ¿Qué tal sería como marido? ¿Y como amante?

Sin pensar, estudió su boca. Era firme, serena. ¿Cómo sería besarlo? Y esas manos grandes, cuadradas… Lo había visto ayudando a traer un corderito al mundo, pasando la mano delicadamente por la cabeza de una vaca, arreglando el motor del tractor. Pero nunca las había sentido sobre su piel. ¿Cómo sería?

Esa idea la hizo sentir incómoda.

– Esto es absurdo -dijo entonces-. No puedo creer que estés hablando en serio de casarnos sólo para evitar que haya silencios incómodos el día de Navidad.

– Yo estaba pensando más bien en evitar silencios incómodos en la vida -contestó Bram.

– No podríamos hacerlo.

– ¿No?

– No -contestó Sophie-. No podríamos. Sé que tendría muchas ventajas, pero… no sé. Tampoco yo quiero vivir sola toda mi vida y acabar amargada, pero no sería justo. Me importas demasiado como para casarme contigo cuando sabes lo que siento por Nick. Tú mereces algo mejor.

– ¿Mejor en qué sentido? -preguntó Bram, sorprendido porque su negativa lo había decepcionado más de lo que esperaba.

Era curioso. Una hora antes la idea de casarse con Sophie jamás se le habría pasado por la cabeza, pero ahora le parecía una de las mejores ideas que había tenido nunca.

– Tú mereces algo mejor que un segundo plato -contestó ella-. Mereces alguien que te quiera con todo su corazón, y estoy segura de que, tarde o temprano, conocerás a una mujer así. Tú serás su roca y ella será tu estrella y seréis felices para siempre. Y entonces me agradecerás que no me casara contigo -Sophie se levantó y lo abrazó por detrás para darle un beso en la mejilla-. Tú eres mi mejor amigo -le dijo al oído. Bram cerró los ojos, sorprendido por el desconcierto y la turbación que su proximidad lo hacía sentir-. Sé que estás intentando ayudarme, pero tienes que pensar en ti mismo. Me gustaría que las cosas fueran de otra forma, Bram, pero… son como son.

Él levantó una mano para apretar la suya, pero le costó trabajo hablar porque tenía un nudo en la garganta.

– A mí también -dijo por fin.

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