VENGA -dijo Bram después de verlo en el escaparate-. Tienes que probártelo. -Pero si no sabemos cuánto vale -protestó ella-. Seguramente será carísimo.
Sus protestas no sirvieron de nada porque Bram ya estaba dentro de la tienda pidiéndole a la dependienta, que debía tener la talla treinta y seis, que fuera a buscar el vestido del escaparate en la talla de Sophie… que no era la treinta y seis precisamente. La chica había mirado a Sophie de arriba abajo, pero parecía mucho más interesada en «su novio».
Cuando entró en el probador, podía oírla coquetear con Bram fuera. Algunas personas no tenían vergüenza, pensó. Y Bram no debería animarla. ¡Por Dios bendito, estaban comprando su vestido de novia!
Sophie apretó los labios mientras se quitaba los vaqueros, pero le resultó imposible seguir enfadada cuando se probó el vestido.
Era un sueño. El material era como una caricia sobre su piel y los colores eran sencillamente gloriosos. Con el vestido puesto y los pies descalzos, sin una gota de maquillaje, Sophie se sintió increíblemente sexy, increíblemente poderosa.
Abriendo la puerta, salió del probador y la dependiente y Bram se quedaron mudos.
– ¿Qué te parece?
– Nos lo llevamos -contestó él sin dejar de mirar a Sophie ni un solo segundo. Estaba maravillosa, espectacular, voluptuosa… el color del vestido destacaba la palidez de su piel y el brillo de sus ojos verdes. Nunca la había visto tan guapa. Nunca había pensado que Sophie fuese tan guapa.
– Mi madre no permitirá que me case con este vestido -dijo Sophie entonces, deprimida.
– No importa. Puedes ponértelo esta noche, para la cena.
– Pero… es demasiado caro, Bram. ¿Cómo vas a gastarte tanto dinero?
– Nos lo llevamos -repitió él con una sonrisa en los labios.
La dependienta miró a Sophie con ojo crítico, pero no podía disimular su aprobación.
– Necesita unos zapatos -les recordó-. Voy a ver qué encuentro.
Volvió unos segundos después con una selección de zapatos de tacón en los mismos tonos que el vestido y obligó a Sophie a que se los probara con una firmeza digna de Harriet Beckwith.
– No puedo andar con estos taconazos -protestó ella. Pero se calló al ver unos zapatos que la joven estaba sacando de una caja-, ¡Ay, ésos, ésos! ¡Qué bonitos son!
Eran de color cobre, con un lacito a un lado. Sophie se los probó, perdiendo el equilibrio por la falta de costumbre, y luego hizo una pirueta. Las capas de gasa flotaron a su alrededor como las alas de un hada, y tuvo que sonreír, feliz. Pero cuando se volvió hacia Bram, su expresión la dejó helada. De repente, su corazón latía a toda velocidad y se dio cuenta de que había olvidado respirar.
Bram tuvo que tragar saliva. Nunca había tenido problemas para respirar, pero no parecía capaz de llevar oxígeno a sus pulmones. Nunca había visto a Sophie tan guapa.
Nunca había sabido que la deseaba tanto.
Nunca había sabido que la amaba de tal forma.
Claro que la amaba. Bram miró a Sophie y supo que no podrían volver a ser amigos. Era una sensación extraña enamorarse de alguien a quien siempre había querido… como colocar la última pieza de un rompecabezas que, de repente, le daba sentido a todo.
Seguía queriendo a Sophie como amiga, pero la deseaba como mujer. Y la deseaba con una urgencia, con una pasión que lo dejaba atónito.
No había amado a Melissa de esa forma. Melissa era una persona para adorar, apara admirar de lejos. Tan frágil, tan etérea que uno tenía miedo de que se convirtiese en polvo si la tocaba. Pero Sophie… Sophie era real, cálida, auténtica. Una mujer hecha para amar de verdad. Una mujer a la que se podía tocar, una mujer con la que compartir su vida.
Pero saber eso con certeza lo hizo sentir como al borde de un precipicio. Estaba cayendo, intentando agarrarse a algo cuando se dio cuenta de que Sophie y la dependienta lo miraban con idéntica expresión de sorpresa.
– ¿Bram?
– ¿Eh? Sí, sí… nos llevamos los zapatos también.
– ¡Qué bien! -exclamó Sophie.
– ¿Dónde vamos ahora? -preguntó Bram cuando salieron de la tienda.
– ¿A comer? -sugirió ella, intentando olvidar la charla de su madre sobre la necesidad de perder unos kilos antes de la boda. El día anterior la había hecho comer una ensalada de lechuga a pesar de que Sophie insistía en que hacía mucho frío y debería comer algo más sustancioso.
Bram hizo un esfuerzo por controlarse mientras buscaban un café, pero no era fácil teniendo a Sophie a su lado. Cuando lo único que quería era besarla y decirle que la amaba hasta que ella dijese que también lo amaba, que había olvidado a Nick para siempre.
Pero estaba seguro de que ella no diría eso, por mucho que la besara.
Sophie lo estaba pasando de maravilla. Era mucho más divertido ir de compras con Bram que con su madre. York era una ciudad preciosa y era estupendo tener tiempo para pasear, para admirar los antiguos edificios medievales. Además, ya habían puesto las luces de Navidad y había adornos navideños en casi todas las tiendas.
Pero Bram parecía un poco tenso. Quizá lamentaba haber pagado un dineral por el vestido, pensó. Pero no, Bram era un hombre sensato. Si se había gastado ese dinero era porque quería y podía hacerlo. Además, él no lamentaría haber sido generoso. No era ese tipo de hombre.
No, Bram no era así pensó, con una sonrisa en los labios.
¿Cuándo se había sentido más feliz en toda su vida?, se preguntó entonces. Quizá cuando estaba con Nick. Y entonces su alegría siempre estaba teñida de cierto temor, de cierta incredulidad. Había pensado que jamás volvería a ser feliz, pero lo era.
Allí estaba, en York, con su mejor amigo, comprando un vestido de novia que era un sueño mientras en una esquina un cuarteto cantaba Noche de paz. Era feliz, absolutamente feliz.
– ¿Qué pasa? -preguntó Bram.
– No, nada -contestó ella, porque no sabría cómo explicárselo..
– Tenemos que comprar un anillo de compromiso.
De repente, una nube de culpabilidad ensombreció la felicidad de Sophie.
– No, no, no, ya te has gastado un dineral en el vestido. No necesito un anillo, de verdad.
– ¿Cómo que no? Todas las novias tienen un anillo -protestó él-. Además, eso es lo que esperan tu madre y Melissa. ¿Te gusta ése? -preguntó Bram, deteniéndose frente al escaparate de una joyería.
Estaba señalando un anillo antiguo de rubíes y perlas y Sophie se acercó para mirarlo de cerca. Al hacerlo, rozó la cara de Bram con el pelo y él se apartó abruptamente, el deseo de abrazarla tan poderoso que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse.
Sophie, que se había percatado del gesto, se puso colorada.
– Perdona.
– No, he sido yo… perdona -dijo él, incómodo.
Los dos miraron el escaparate sin saber qué hacer. Bram se habría dado de tortas por haberla herido. Sophie no sabía por qué se había apartado y él no podía explicárselo. Decirle que la amaba, que temía perder el control y abrazarla en medio de la calle unas horas antes de que se enfrentase al amor de su vida por primera vez en un año no era precisamente garantía de un ambiente agradable en la cena, ¿no?
– ¿Qué te parece? -insistió.
– Es muy bonito -contestó Sophie, agradeciéndole que rompiera el incómodo silencio-. ¡Pero mira qué precio! Con ese dinero podrías comprar una vaca.
Bram soltó una carcajada, aliviado.
– No necesito otra vaca. ¿Por qué no entramos?
El anillo era perfecto. Cenicienta debía haber sentido lo mismo cuando se puso el famoso zapato de cristal. Era como si aquel anillo hubiera estado en el escaparate esperándola precisamente a ella.
– ¿Te gusta? -preguntó Bram.
– Me encanta -contestó Sophie, observando los rubíes y las perlas montados sobre una banda de oro en un diseño asimétrico, inusual-. Es muy original, ¿verdad? Eso es lo que lo hace tan especial.
– Como tú.
Bram se había vuelto para sacar la tarjeta de crédito y lo había dicho tan bajito que Sophie no estaba segura de haber oído bien.
En otro momento le habría dado un codazo antes de preguntarle qué había dicho y él habría contestado con alguna broma. Pero ya no podía hacer eso. No después de aquel beso. Y especialmente ahora, cuando Bram se había apartado prácticamente de un salto cuando se acercó a él.
No, mejor no decir nada. Si Bram quería decirle que era especial se lo diría claramente. Estaba dejándose llevar por la imaginación, pensó. Ellos seguían siendo amigos. Un beso no podía haber dado al traste con tantos años de amistad. Lo que tenía que hacer era seguir tratándolo como lo había hecho siempre.
– Gracias, Bram -dijo, abrazándolo-. Es un anillo precioso.
De nuevo, hubo un momento de vacilación antes de que él le devolviese el abrazo. Pero cuando la abrazó lo hizo con tal fuerza, que Sophie sintió el deseo de apoyar la cara en su hombro y decirle que se sentía confusa y que no quería que la soltase nunca.
Pero los amigos no hacían esas cosas, ¿no? De modo que se apartó y lo miró, sonriente.
– ¿Qué tal si vamos a comer?
Encontraron un restaurante lleno de gente que, como ellos, habían estado de compras por la ciudad de York y sacaban los regalos de las bolsas para compararlos. Seguramente, regalos para los niños. Ojalá ésa fuera su única preocupación, pensó Sophie. Ojalá sólo tuviera que pensar en qué iba a comprarle a su padre por su cumpleaños.
No, ella tenía problemas más complejos.
Sophie no podía dejar de pensar que empezaba a sentir algo por Bram, mientras seguía enamorada de Nick. Si seguía enamorada de Nick. Pero si no lo estaba, ¿por qué la angustiaba tanto la idea de volver a verlo esa noche?
Entonces miró a Bram, que estaba estudiando la carta con detenimiento. Mirándolo, volvió a experimentar esa sensación de vértigo, como si estuviera al borde de un abismo, buscando desesperadamente algo a lo que aferrarse.
Pero cuanto más lo miraba, menos familiares le parecían sus rasgos.
«Es Bram… es Bram», se repetía. Su amigo Bram. El que siempre le había parecido un chico ni guapo ni feo, pero de ojos bonitos. Sus rasgos ahora, sin embargo, le parecían excitantes e intrigantes al mismo tiempo.
– ¿Qué vas a pedir?
Pillada por sorpresa, Sophie dio un respingo.
– ¿Eh? Ah, es que no sé…
– ¿No te has decidido? -preguntó él, mirándola con sus ojitos azules.
Y Sophie sonrió. Porque sabía que siempre serían amigos. Y todo lo demás sería un extra. Un extra maravilloso.
– Sí, creo que ya me he decidido.
Estuvieron charlando sobre mil cosas durante el almuerzo, hasta que la luz del sol empezó a desvanecerse y se encendieron las farolas. Después de comer fueron a comprar regalos de Navidad y un regalo especial para su padre y, por fin, encargaron dos alianzas con la fecha grabada.
– ¡Mira, una boda en Navidad! -exclamó la dependienta, emocionada-. ¡Qué romántico!
– Si ella supiera… -le dijo a Bram cuando salieron de la joyería, levantando los ojos al cielo.
Pero él no respondió con una broma. Sophie se estaba portando como lo hacía siempre, pero él no ayudaba nada. Cuanto más amistosa se mostraba ella, más distante parecía él. Y ahora, cuando debería reírse por lo absurdo de la situación, lo único que hacía era mirarla como si hablase en otro idioma.
– ¿Si supiera qué?
– Ya sabes… la razón por la que vamos a casarnos -contestó Sophie-. Si lo supiera no pensaría que es tan romántico.
– ¿Quieres decir si supiera que los dos vamos a conformarnos con un segundo plato? -preguntó Bram.
– Bueno… sí -Sophie no había querido decir eso exactamente y desearía poder retirar la broma, pero ya era imposible.
– Uno puede hacer creer a la gente lo que quiera. Todo depende de las apariencias.
– Sí, bueno, espero que esta noche funcione -dijo ella, incómoda. Tenía la impresión de que esa conversación iba en dirección equivocada, como un tren dirigiéndose hacia un puente destruido, pero no era capaz de darle la vuelta.
– ¿Esta noche?
Sophie levantó la mano para mostrarle el anillo.
– Estas son las apariencias a las que te refieres, ¿no? Si esto no convence a Nick de que vamos a casarnos por amor, nada lo convencerá.
No. Y convencer a Nick era lo más importante, se recordó Bram a sí mismo.
– Supongo que Nick te compró un anillo de diamantes.
– Pues sí, la verdad es que sí.
– ¿Y qué fue de él?
– Se lo devolví -contestó Sophie, temblando bajo el abrigo. No sabía por qué, de repente, tenía tanto frío.
El anillo que le regaló Nick no tenía un diamante espectacular, pero ella se había sentido tan emocionada que no lo habría cambiado ni por el Koh-i-Noor, la piedra más grande del mundo.
Bram recordaba su expresión cuando le contó lo enamorada que estaba de Nick, y se sintió avergonzado de sus celos. Por supuesto, era lógico que para Sophie el anillo de Nick fuera un tesoro mientras el que él le había regalado no era más que para cubrir las apariencias.
– Lo siento, Sophie. Perdona el tono… es que estoy un poco cansado. ¿Tienes que comprar algo más?
Volvieron a casa en silencio y había anochecido cuando llegaron a la granja. Mientras Bram iba a ver al ganado, acompañado por una emocionada Bess, que había estado sola todo el día esperando en la verja, Sophie no sabía qué hacer. Paseaba por la cocina, colocando cosas y volviendo a colocarlas donde estaban antes. ¿Qué había pasado? ¿Por qué, de repente, Bram y ella no podían comportarse de forma normal?
¿Había tomado la decisión equivocada al decirle que se casaría con él?, se preguntó.
Pero cada día era más difícil volverse atrás porque los preparativos estaban muy avanzados. Y aquella noche tenían que cenar con su familia…
Y con Nick.
Después de temerlo durante tanto tiempo, Sophie sentía un extraño deseo de verse cara a cara con él. Cuando lo viese sabría lo que sentía, pensaba, y quizá estaría menos confusa.
Se tomó su tiempo para arreglarse y, cosa poco habitual en ella, se pasó el cepillo por los indómitos rizos para darle un poco de estilo a su peinado. Para que su madre no pusiera el grito en el cielo, se pintó los labios y se dio un toque de colorete en las mejillas. Después, quitó la etiqueta del vestido con una tijera, se puso los zapatitos color bronce y, como único adorno, unos discretos pendientes que su amiga Ella había diseñado… bueno, todo lo discretos que podían ser.
Luego se miró al espejo y se sintió más segura de sí misma, más fuerte.
Cuando bajó al salón, Bram estaba esperándola. Poco acostumbrado a llevar corbata, estaba pasándose una mano por el cuello de la camisa, pero al verla se quedó inmóvil.
Estaba preciosa… incluso más preciosa que en la tienda. Bram no sabía qué había hecho para tener otra apariencia, pero era evidente que se había esmerado.
Y también era evidente por qué, pensó entonces: porque quería que Nick viese lo que se había perdido.
– Estás guapísima-le dijo, pero su voz sonaba extrañamente plana.
– Gracias -sonrió ella-. La verdad es que me siento como si fuera otra persona.
Bram la estudió, pensativo. A pesar de que sus rizos estaban un poco más controlados que de costumbre tenía un aspecto muy sexy, como si acabara de levantarse de la cama.
– Pues yo creo que eres la de siempre -murmuró.
Y entonces cometió el error de mirarla a los ojos. Atrapado en aquel río de aguas verdes, Bram no podía decir nada y pasó una eternidad hasta que logró, haciendo un esfuerzo, apartar la mirada.
«Di algo, lo que sea».
– ¿Estás bien, crees que podrás soportar ver a Nick?
– Estoy bien -contestó ella-. Curiosamente, estoy deseando verlo. No sé por qué.
– No sé si debería ir yo -intentó bromear Bram-. A lo mejor molesto.
– No, no. Te necesito a mi lado. ¿Tú cómo estás?
– ¿Yo?
– Melissa también estará en casa de mis padres. Y sé que también es difícil para ti.
Cuando Sophie lo tomó del brazo, Bram tuvo que tragar saliva. El olor de su pelo, su proximidad, su calor…
– Más de lo que te puedas imaginar -contestó por fin.
Un BMW nuevo estaba aparcado en la puerta de la granja Glebe cuando llegaron. Nick y Melissa ya estaban allí.
Bram aparcó el Land Rover al lado del lujoso coche y apagó el motor. Pero antes de bajar tomó la mano de Sophie, que parecía nerviosa.
– ¿Todo bien?
– Sí, todo bien -contestó ella.
La puerta se abrió justo en ese momento y los dos pudieron ver la silueta de su madre recortada en el umbral.
– Será mejor que vayamos -dijo Bram-. Ah, espera… esto está lleno de barro y no querrás estropearte los zapatos. Venga, te llevo en brazos. Un servicio más para la señorita.
Algo en su sonrisa hizo que Sophie se sintiese… rara.
– No puedes llevarme en brazos. Peso mucho.
– Tonterías. No pesas más que el ternero que tuve que arrastrar el otro día -insistió él- Venga, deja de discutir. Ya sabes que tu madre estará dándote la charla durante toda la cena si apareces con los zapatos llenos de barro.
Eso era cierto. De modo que Sophie se dejó llevar en brazos, nerviosa mientras Bram la apretaba contra su pecho. Sólo duró unos segundos, pero cuando la soltó, sintió frío… o, más bien, sintió que le faltaba algo.
– ¡El vestido que te gustaba! -exclamó su madre-. Estás muy guapa, hija. ¿Ves lo que puedes conseguir haciendo un pequeño esfuerzo?
Cuando entraron en el salón, la conversación se interrumpió bruscamente. Sabiendo que nadie lo miraba a él, Bram pudo estudiar las expresiones de los demás mientras admiraban a Sophie.
Joe Beckwith parecía asombrado y orgulloso; Melissa, sorprendida y encantada; y Nick, sencillamente estupefacto.
– Estás preciosa, hija -Joe Beckwith fue el primero en hablar, mientras se inclinaba para darle un beso en la mejilla-. ¿De dónde has sacado ese vestido de princesa?
– Me lo ha regalado Bram -contestó ella, sorprendida por lo normal que sonaba su voz.
Luego se volvió hacia su hermana, tan exquisita como siempre con un vestido negro de corte clásico… el tipo de vestido que Sophie jamás podría ponerse.
– Hola, Mel.
– ¡Sophie, estoy tan contenta de verte! -Melissa la abrazó con cariño-. Papá tiene razón, estás guapísima.
Sophie rió, un poco avergonzada por tanta admiración.
– No creo que nadie dijera eso si me viera a tu lado.
– Claro que lo dirían -insistió su hermana.
Tenía razón, pensó Bram. Sophie nunca tendría la perfecta belleza de su hermana, pero era mucho más viva, más alegre. En realidad, Melissa palidecía a su lado.
Melissa se acercó a él entonces.
– ¡Bram! Qué alegría verte -exclamó, abrazándolo-. No sabes cuánto me alegro de que vayáis a casaros.
Sophie observaba la escena, nerviosa. Debía de ser terriblemente difícil para él abrazar a la mujer de sus sueños pero no poder besarla más que como un hermano. Era lógico que estuviera tan tenso en York. Seguramente temía ver a Melissa tanto como ella ver a Nick.
– Y aquí está Nick -dijo entonces su padre, sorprendido por cómo Sophie ignoraba a su cuñado.
Ella se volvió para saludarlo.
Nick, el amor de su vida. Nick, por quien su corazón había latido tanto tiempo.
¿Durante cuántos meses había temido ese momento, esperando sentirse desolada, derrotada? Y ahora que estaba allí, su corazón no hacía nada en absoluto. Nada. Su atención estaba centrada en Bram y Melissa. Y en lo que podrían estar diciéndose.
– Hola, Nick.