Capítulo8

El resto de la semana fue pasando lentamente. Cenaban en casa o salían a cenar fuera, descansaban y tomaban el sol, nadaban y navegaban. Mandy se marchó el sábado, solo un día antes de lo planeado. Pese a todo, ella y su padre lo pasaron muy bien juntos. Él le había dicho, sin entrar en detalles, que iba a venir alguien a visitarlo a la semana siguiente y ella se alegró de que estuviera rodeado de amigos. Tenía intención de preguntarle quién era, pero con el jaleo de los preparativos para la marcha, se le olvidó. Dio por sentado que sería algún compañero de la judicatura y no se le ocurrió que pudiera ser una mujer y no un hombre.

El domingo por la noche, mientras Pascale y Diana preparaban la cena, había un ambiente de expectación por la llegada de Gwen al día siguiente. Robert no había dicho mucho más sobre ella, pero cuando la mencionaba, era evidente que tenía muchas ganas de verla. Pascale y Diana, y también hasta cierto punto John y Eric, seguían sintiendo curiosidad y desconfianza hacia ella. Pese a todas sus ideas preconcebidas, no estaban seguros de qué esperar.

Robert les parecía un niñito perdido en medio del bosque. No había tenido una cita en muchos años y, menos aún, con alguien como aquella mujer. Su mundo le era totalmente desconocido. Era famosa y sofisticada y llevaba una vida que desaprobaban, por principio. Como decía Pascale, no era «respetable», estaba divorciada y no tenía hijos, lo cual era señal, según ellas, de cierto egoísmo y egocentrismo. Era evidente que estaba totalmente dedicada a sí misma y a su carrera. Pascale no había podido tener hijos. Estaban seguras de que Gwen detestaba a los niños. Encontraban mil y una razones para odiarla, incluso antes de ponerle los ojos encima.

Gwen llamó el lunes por la mañana para decirle a Robert que llegaría en coche a la hora de almorzar. Estaban seguras de que aparecería en una limusina, probablemente con un chófer vestido de librea o algo igualmente absurdo. Habían hecho que Marius le arreglara la cama, en el dormitorio donde había dormido Mandy, pero no les hubiera importado que se rompiera otra vez. Eran como niñas en un campamento o en el internado, dispuestas a torturar a la nueva alumna.

Robert se duchó y vistió antes de que ella llegara, sin darse cuenta de nada. Vestía pantalones cortos blancos, camisa deportiva también blanca y sandalias marrones y tenía un aspecto muy atractivo. Era un hombre apuesto y con el bronceado tenía mejor aspecto que nunca; parecía más joven y sano que en muchos meses o incluso años.

Gwen había dicho que no la esperaran para almorzar; Robert dijo que él tampoco almorzaría y que la llevaría a comer a un bistrot en Saint-Tropez, si tenía hambre. Le parecía más cortés por su parte que desatenderla y almorzar con los demás. Pero les instó a que comieran sin él. Se mostraba tan tranquilo y amable como siempre, sin tener ni idea de lo resentidos que estaban con Gwen. De haber sospechado lo que la esperaba, nunca le hubiera pedido que fuera.


Pascale estaba preparando el almuerzo cuando oyó que llegaba un coche y miró por la ventana de la cocina, pero lo único que vio fue un diminuto Deux Chevaux y, a continuación, una bonita pelirroja que salía de él vestida con una minifalda vaquera, camiseta blanca y sandalias también blancas. Parecía muy corriente, pero, al mismo tiempo, lozana, sana y limpia. Llevaba el pelo recogido en una trenza y, por un momento, Pascale pensó que se parecía un poco a Mandy, solo que más bonita. Al principio, se preguntó quién sería y luego comprendió, con sobresalto, que era Gwen. No había ninguna limusina a la vista, ni chófer ni paparazzi. Gwen miró a su alrededor, mientras cogía una gran bolsa de paja y una única maleta pequeña.

Casi sin querer, Pascale le pidió a Marius que fuera a ayudarla. Mientras miraba cómo se dirigía hacia ella, vio que Robert salía de la casa. Debía de haber estado vigilando su llegada desde una ventana del piso de arriba, como un chaval que espera que llegue una amiga.

En cuanto vio a Robert, a Gwen se le iluminó la cara e incluso Pascale tuvo que admitir que tenía una sonrisa deslumbradora, una piel maravillosa y unas piernas espectaculares con la minifalda y las sandalias. Tenía un tipo extraordinario y parecía feliz y relajada con Robert mientras se encaminaban, lentamente, hacia la cocina. Al cabo de un momento, Pascale la tenía frente a ella y Robert se la presentaba, sonriendo orgulloso.

– Encantada de conocerte -mintió Pascale-. Hemos oído hablar mucho de ti.

– Yo también he oído hablar mucho de vosotros -dijo Gwen con simpatía-. Tú debes de ser Pascale. ¿Qué tal la casa?

Le estrechó la mano y no pareció darse cuenta de lo fría que era la recepción que le ofrecían. Era de trato fácil, nada afectada y, sorprendentemente, nada pretenciosa. Se había ofrecido para llevar su maleta arriba ella misma, pero Robert le había pedido a Marius que la llevara él. Entonces Gwen se ofreció para ayudar a Pascale y se dirigió directamente al fregadero. Se lavó las manos y pareció dar por sentado que iba a trabajar con Pascale.

– Yo… no… esto… está bien. No hace falta que me ayudes.

Así que Gwen se quedó allí, con Pascale y Robert. Él le estaba contando, animadamente, todo el trabajo que Pascale había hecho en la casa y lo confortable que la había dejado para todos ellos.

– Tendrían que pagarnos por estar aquí -dijo Robert con admiración, justo cuando John entraba en la cocina.

– Secundo esa moción -dijo John, mirando a la mujer y preguntándose quién podía ser y pensando para sí que, quienquiera que fuese, era increíblemente guapa.

Entonces vio la cara de su mujer y comprendió con quién estaba hablando. Al principio, no la había reconocido y lo que más le sorprendió fue que no esperaba que tuviera un aspecto tan humano, tan encantador, tan joven.

Ciertamente, no representaba los cuarenta y un años que tenía, pero Pascale se preguntaba si eso sería natural o si se habría «hecho algo». Llevaba muy poco maquillaje y parecía asombrosamente natural en todos los sentidos. Actuaba con sencillez, sin pretensiones, con una amabilidad y calidez naturales y su aspecto físico era fabuloso. Al mirarla atentamente, a John le resultó imposible ver en ella a la diablesa que su mujer le había descrito y hasta la propia Pascale parecía sorprendida e incómoda ante el evidente encanto de Gwen.

Diez minutos después, el almuerzo estaba en la mesa y aparecieron los Morrison, que se detuvieron en seco en cuanto vieron a la amiga de Robert. No se parecía en absoluto a lo que habían imaginado. Era mucho más bella y natural y, cuando habló con ellos, les pareció genuinamente cálida. Pero incluso así, Diana se dijo que era una actriz y que podía engañar a cualquiera.

Sin percibir ninguna de las malévolas ideas que tenían sobre ella, Gwen se sentó a la mesa con ellos, después de llevar varias bandejas desde la cocina. Se había incorporado al grupo directamente, ayudando a Pascale sin vacilaciones ni reservas. Robert le había ofrecido llevarla a almorzar a un restaurante, pero ella dijo que prefería quedarse con sus amigos. Dijo que Robert hablaba tanto de ellos que estaba muy contenta de conocerlos por fin. Al oír esto, Pascale y Diana cruzaron una mirada cómplice. Seguían convencidas de que, debajo de aquel exterior tan atractivo, se escondía una bruja.

Cuando se sentaron a almorzar, Robert le preguntó a Gwen qué tal le había ido en Antibes. Parecía estar muy cómodo con ella. Ella le contestó que lo había pasado bien, que había leído mucho y tomado mucho el sol. Comentó que estaba agotada cuando llegó.

– ¿Qué has leído? -preguntó, interesado, mientras los demás la observaban, fascinados y algo incómodos.

Había algo irreal en estar allí sentados, charlando con ella, después de haberla visto en la pantalla tantas veces. Gwen le dijo a Robert, contestando a su pregunta, que había leído una serie de novelas nuevas y muy buenas y le dio los títulos. Eran los mismos libros que Pascale y Diana acababan de leer.

– Siempre confío en sacar una película de las cosas que leo, pero no es fácil encontrar nada nuevo de calidad. La mayoría de los guiones son muy sosos y aburridos -dijo a modo de explicación.

Dijo que hacía poco que había trabajado en una película basada en una novela de Grisham y que le había encantado. Ni Pascale ni Diana querían reconocer que estaban impresionadas, pero la verdad es que sí lo estaban.

Robert había leído dos de los cuatro libros que ella acababa de mencionar y estuvo de acuerdo con ella. Le habían gustado. Hablaron animadamente de eso y de muchas otras cosas, hasta que Pascale sirvió el café. Eric y John ya habían entrado en la conversación, pero las dos mujeres se resistían. No querían que las sedujera, aunque estaba claro que los hombres estaban cayendo rápidamente bajo el influjo de su encanto. Era fácil ver por qué a Robert le gustaba estar con ella. Era natural, inteligente, tenía sentido del humor y era fácil estar con ella. Mucho más fácil en ese momento que con Diana y Pascale. Era Gwen quien charlaba de esto y de aquello con todos, preguntándoles qué habían hecho durante las vacaciones y llevando todo el peso de la conversación, aunque ni Pascale ni Diana se lo ponían fácil. Le contestaban con monosílabos y, en ocasiones, ni siquiera le contestaban, aunque ella no parecía enterarse ni que le importara.

Cuando estaban a punto de acabar el almuerzo, Agathe entró en la sala, aportando una nota cómica que relajó la tensión general. Totalmente ajena al efecto que causaba, pasó canturreando en voz baja, con una pila de toallas en los brazos y uno de los caniches haciendo cabriolas detrás de ella. Salió casi tan rápidamente como había entrado. Gwen se quedó con la mirada fija en ella, mientras el generoso trasero de Agathe se alejaba, balanceándose al ritmo de la música. Llevaba unos shorts con un estampado de piel de leopardo, unos sostenes con brillantitos y sus zapatos favoritos, de satén rojo y tacón alto.

– ¿Qué ha sido eso? -le preguntó Gwen a Robert en un susurro, después de que Agathe hubiera desaparecido-. Parece Liberace vestido de reinona. [1]

Y a pesar de que no querían hacerlo, todos se echaron a reír.

– Eso es Agathe -respondió Robert con una sonrisa, divertido por la acertada descripción que Gwen había hecho. Una de las cosas que le gustaban de ella era que le hacía reír mucho más de lo que había reído en largo tiempo-. Es el ama de llaves -añadió alegremente-. Por lo general, lleva un uniforme negro y un delantal de encaje, pero hoy se ha vestido especialmente para ti -dijo bromeando.

Sus amigos observaron la expresión de su cara. Parecía estar muy a sus anchas con ella. Él, que casi siempre era tan serio, a veces incluso melancólico, en esos momentos parecía más despreocupado de lo que nunca lo habían visto. Pascale pensó que se estaba poniendo en ridículo, mientras Diana se preguntaba si el color del pelo de Gwen era natural. Tenía un llamativo tono rojizo, pero podía ser natural y, en realidad, así era. Era una pelirroja natural, la más rara de las aves de Hollywood, con unos enormes ojos castaños y una piel perfecta y sin pecas. Había mucho por lo que odiarla, si te sentías inclinada a hacerlo.

– ¿De verdad sabe limpiar? -siguió preguntando Gwen.

Robert cabeceó sonriendo. La encontraba enormemente divertida y se sentía de un asombroso buen humor. Lo había estado durante todas las vacaciones y Pascale no podía menos de preguntarse si era porque esperaba la visita de Gwen. No había duda de que no parecía tan desconsolado como unos meses antes, pero John ya había dicho que no era justo que midieran el dolor de Robert por sus esfuerzos por ser agradable y no cargarles a ellos su dolor.

– Pascale dice que trabaja mucho -dijo Robert hablando de su criada, de los atuendos inusuales y la manada de perros que nunca dejaban de ladrar-. Ya conoces a su marido. Bebe un poco, pero es bastante agradable. Venían incluidos con la casa -dijo, a modo de explicación, y Gwen se echó a reír.

– ¿Qué planes tiene todo el mundo para esta tarde? -preguntó Diana, mirándolos con intención.

Ya había decidido que si decían que iban a dormir la «siesta», iba a quedarse de pie en el pasillo, entre sus habitaciones, haciendo cualquier cosa. Estaba dispuesta a hacer todo lo que hiciera falta a fin de proteger la virtud de Robert y, en su opinión, lo mínimo era ponerles las cosas difíciles. Sentía que se lo debía a Anne.

– No me importaría ir a Saint-Tropez un rato, si no os parece mal, a hacer unas cuantas compras.

Gwen le había dicho a Robert en una conversación anterior que le encantaba ir de tiendas y que pocas veces tenía ocasión de hacerlo.

– Te acompaño -dijo él rápidamente y los otros se quedaron mirándolo con los ojos como platos.

Era un secreto a voces que odiaba ir de compras. Igual que Anne. De repente, se había convertido en un hombre diferente.

– ¿Te gusta navegar? -preguntó Pascale, esperando ponerla en evidencia.

– Adoro navegar -dijo Gwen tranquilamente y luego se volvió hacia Robert-. ¿Preferirías ir a navegar? -Al decirlo, lo miraba con delicadeza.

– Podemos hacer las dos cosas -dijo él, con buen sentido-. ¿Por qué no vamos primero a Saint-Tropez?

– Iré a buscar el bolso -dijo Gwen y se dirigió a su habitación.

Robert sonrió a sus amigos. No tenía ni idea de los celos que hervían, ocultos, en el corazón de Pascale y Diana. Las dos mujeres se estaban comportando como si fueran sus propias y malvadas hermanas gemelas.

– Es una mujer agradable, ¿verdad? -dijo, feliz de compartirla con ellos.

– Sí -dijo Pascale, con los dientes apretados.

Su marido la fulminó con la mirada. Pensaba que ella y Diana habían ido demasiado lejos y que Robert y Gwen estaban siendo muy comprensivos. Y, si se lo hubieran preguntado, Eric hubiera dicho lo mismo. Por suerte, Robert no parecía darse cuenta de lo sutilmente hostiles que se habían mostrado sus dos amigas. Admiraba tanto a Gwen que le resultaba difícil imaginar que alguien pudiera sentirse menos deslumbrado que él. Sin embargo, y sin él saberlo, dos de sus mejores amigas estaban decididas a resistirse. La veían como una sirena seductora y una amenaza que había que ahuyentar a toda costa. No importaba lo que hubiera que hacer. Era por el bien de Robert, por supuesto.


Robert salió de la casa con Gwen, después de despedirse de todos y, unos minutos después, oían cómo se alejaba el Deux Chevaux. Entonces, los dos hombres miraron a sus esposas con desaprobación.

– ¿Qué os parece si vosotras dos os relajáis un poco cuando vuelvan? Gwen parece una persona agradable y es la invitada de Robert -les dijo Eric a Pascale y a su mujer y John asintió; era evidente que estaba de acuerdo con él.

– Enseguida se ha dado cuenta de qué pie cojeas, ¿no es así? -dijo Diana con amargura, aludiendo a sus recientes correrías-. No sabía que las pelirrojas fueran tu tipo. Pero bien mirado, supongo que hay muchas cosas tuyas de las que no estoy enterada.

Era un golpe bajo y a Eric no pareció gustarle, pero se mantuvo firme.

– No es de eso de lo que estamos hablando. Si yo fuera Gwen, no me molestaría en deshacer las maletas; me iría directamente al hotel más cercano, en lugar de aguantarnos tantas impertinencias. No tiene necesidad de estar aquí; es Robert quien quiere que esté. Lo está haciendo por él. Es evidente que le importa y no tiene la culpa de que él tenga cuatro amigos que le tuvieran cariño a Anne y que no pueden soportarlo. Es Robert quien decide a quién quiere en su vida y no es asunto nuestro fastidiárselo.

Lo que estaba diciendo tenía sentido, tanto si querían admitirlo como si no.

– Es actriz -dijo Pascale, furiosa-. Puede convencer a cualquiera de cualquier cosa, a ti, a John, a Robert… se dedica a eso. Él ni siquiera sabe quién es ella.

– Puede que lo sepa mejor que nosotros, Pascale. No es estúpido. Es un hombre adulto y es inteligente. Ella es una mujer muy guapa y, si está dispuesta a soportarnos, es que es muy comprensiva. En su lugar, yo no lo haría. Yo nos hubiera enviado, a todos nosotros, a la mierda y me hubiera largado a mitad del almuerzo. Vosotras dos apenas habéis dicho una palabra. Estoy seguro de que hay un montón de gente que haría lo que fuera por estar en su compañía y poder ser amable con ella. No tiene ninguna necesidad de que le pongamos las cosas difíciles. ¿Por qué no nos portamos un poco mejor cuando vuelvan de la ciudad?

Se esforzaba por convencerlas. Nunca había visto a ninguna de las dos actuar de aquella manera. John lo apoyó.

– Eric tiene razón. Si se lo hacemos pasar mal a ella, estaremos hiriendo a Robert más que a ella misma. ¿Por qué no le dejamos que decida por sí mismo?

Además, aunque no quería reconocerlo abiertamente ante Pascale, le gustaba Gwen, mucho más de lo que había esperado. Y le gustaba la forma en que trataba a su amigo, con amabilidad y respeto, humor y cortesía. Había algo increíblemente decente y sensible en ella y John se sentía tan incómodo como Eric por la forma en que su mujer se había comportado.

– ¿Qué os pasa a los dos? -exclamó Diana de nuevo-. Solo porque tiene unas piernas bonitas y lleva minifalda, los dos os habéis enamorado de ella de repente. Tiene veintidós años menos que Robert y él se está poniendo en ridículo. ¿Cuánto tiempo creéis que durará? Aparecerá algún actor joven y apuesto y ella dejará plantado a Robert y, si él se enamora de ella, se le partirá el corazón.

– Puede que ya esté enamorado y puede que ella también lo esté de él. ¿Por qué no lo dejamos en paz? ¿Qué hay de malo, incluso si no dura mucho, si él lo pasa bien el tiempo que dure? Puede ser una estupenda historia para contarle a sus nietos un día, lo de la relación que tuvo con una actriz joven y guapa un verano. Cosas peores pasan, mucho peores -dijo Eric, mirando a su esposa-. No es un hombre casado, por todos los santos. No le debe ninguna explicación a nadie y mucho menos a nosotros. ¿Qué derecho tenemos a impedirle que haga lo que quiera?

– ¿Es que todos los hombres pensáis solo con una parte de vuestra anatomía? -preguntó Diana, en una clara indirecta dirigida a su marido-. Si ya lo entiendo. Es guapa. Lo admito. Pero ninguno de nosotros sabe quién demonios es y apuesto a que Robert tampoco lo sabe. Lo único que quiero es que no haga nada estúpido ni que acabe herido ni que una muñeca tonta de Hollywood se aproveche de él.

– ¿Y cómo? -dijo Eric insistiendo-. ¿Qué va a sacar ella de él? Probablemente, gana más dinero que todos nosotros juntos. Acostarse con él no va a llevarla a ningún sitio. Él no puede darle un papel en una película. Ni siquiera puede eliminar sus multas de aparcamiento, por todos los santos. Si no fuera por él, probablemente ahora estaría en un hotel de cuatro estrellas y no durmiendo en una cama que lo más probable es que se desplome en mitad de la noche, con un baño donde no puedes tirar de la cadena, una criada que le echará el humo a la cara y cuatro personas que le hacen la vida imposible, bajo pretexto de defender a un hombre que, en cualquier caso, quiere estar con ella y que quizá debería hacerlo. Decidme, ¿qué creéis que saca ella, exactamente, de todo esto?

Lo que decía tenía sentido, aunque ninguna de las dos mujeres estaba dispuesta a admitirlo, pero tenía razón y John asintió con la cabeza.

– ¿Y si se casa con ella? -preguntó Pascale, furiosa-. ¿Entonces, qué?

– ¿Por qué no nos preocupamos de eso cuando llegue el momento? -intervino John.

De repente, Eric soltó una carcajada.

– Me acuerdo de la primera vez que cenamos contigo, Pascale. Apenas hablabas inglés, llegaste una hora tarde, llevabas un vestido de satén negro, tan ajustado que no podías ni respirar, y eras una bailarina de ballet, lo cual no es, después de todo, tan diferente de ser una actriz, por lo menos, a ojos de algunas personas. Anne y Diana también desconfiaban de ti. Pero lo superaron; se enamoraron de ti… Todo el mundo te dio una oportunidad. ¿Por qué no podéis hacer lo mismo con ella?

Se hizo el silencio en la sala. Eric miraba a Pascale, hasta que, finalmente, esta apartó la mirada, meneando la cabeza con un gesto negativo. Pero él se había apuntado un tanto y ella lo sabía. Cuando John se enamoró de ella, era una bailarina de ballet, asustada, nerviosa y famélica, y podrían haberla acusado de las mismas cosas que a Gwen. Lo que lo complicaba todo ahora era lo mucho que todos habían querido a Anne. Pero Anne estaba muerta. Y Gwen era la mujer con la que Robert quería estar. Había confiado en ellos, en cierto sentido, al traerla allí y estaban traicionando su confianza siendo poco amables con ella. Pascale entendía el punto de vista de Eric, aunque no estaba dispuesta a admitirlo abiertamente.

Diana, mientras ponía los platos del almuerzo en el fregadero, no admitía nada. Seguía estando tan furiosa con Eric que no quería escuchar nada que él dijera. Para ella, Gwen era solo otra cara bonita con un par de buenas piernas, y él le iba detrás. El hecho de que John estuviera de acuerdo con él, no le importaba lo más mínimo. Estaba tan furiosa con todo el mundo que Gwen solo era otro pretexto para liberar la angustia que sentía.

Los hombres salieron al jardín a fumar sus cigarros y Pascale se quedó en la cocina, ayudando a Diana. Después de un largo silencio, la miró con una expresión inquisitiva.

– ¿Qué opinas? -le preguntó con un gesto preocupado.

– Es demasiado pronto para saber cómo es en realidad -respondió Diana con tozudez.

Pascale se mostró de acuerdo, aunque en lo más profundo de su corazón, ya no estaba tan convencida. Eric había presentado unos sólidos argumentos.


En el coche, de camino a Saint-Tropez, Gwen le preguntaba a Robert sobre sus amigos.

– ¿Estás seguro de que a tus amigos no les importa mi intromisión, Robert? Me siento como una intrusa que entra sin llamar. Estáis acostumbrados a estar todos juntos, después de tantos años y, de repente, aparezco yo, en carne y hueso. No es fácil adaptarse.

Había notado su incomodidad durante el almuerzo, más que él, en realidad. El se decía simplemente que se sentían cohibidos por ser ella quién era y eso fue lo que le dijo. Gwen sonrió. Sabía, igual que Diana y Pascale, que era ingenuo, un rasgo suyo que le encantaba. Se las arreglaba para ver solo el lado bueno y simplificar las cosas.

– Me parece que es más difícil para ellos de lo que crees. Verte con otra persona es un cambio enorme para todos.

– También lo es para mí -dijo, poniéndose serio por un momento y pensando en Anne. Pero no quería dejarse llevar de nuevo por la tristeza. Por muy desconsolado que estuviera, y lo había estado, eso no la devolvería a la vida-. Pero todos tenemos que adaptarnos. -La miró comprensivo-. No quiero que te resulte difícil a ti. ¿Han sido groseros contigo? -inquirió, preocupado, preguntándose si se le habría pasado algo por alto.

– Claro que no. Solo he notado cierta reserva y resistencia. Ya lo esperaba. No pasa nada. Es solo que no quiero ponerte en una situación violenta con tus amigos.

– Son como mi familia, Gwen. Hemos compartido muchas cosas, durante muchos años. De verdad, me gustaría que te conocieran y que te apreciaran como yo.

Sabía que no podían resistirse o eso pensaba. Ella no estaba tan segura.

– Creo que tienes que darles tiempo, Robert -dijo con sensatez, mientras se acercaban al centro de Saint-Tropez y él buscaba un sitio para aparcar-. Quizá les cueste un poco más de lo que piensas.

Si es que le daban una oportunidad. Era muy consciente de que quizá nunca le abrieran su corazón o sus puertas. No estaba tan segura como Robert de que llegaran a adaptarse y la acogieran con los brazos abiertos.

– No conoces a mis amigos. Confía en mí, Gwen. Esta noche, antes de que acabe la cena, se habrán enamorado de ti. ¿Cómo podrían no hacerlo? -dijo, sonriéndole.

– No soy Anne -respondió ella con dulzura-. A sus ojos, ese es el primer punto en mi contra. Y soy famosa… soy actriz… vengo de Hollywood… Estoy segura de que me encuentran rara. En especial, si leen la prensa sensacionalista. Es un bocado muy grande para empezar. Créeme, ya me ha pasado antes. Son cosas que hacen que la gente te odie antes de conocerte, si es que llegan a hacerlo. Soy culpable hasta que se pruebe lo contrario y no al revés.

– No en mi casa, no con mis amigos -dijo Robert, tajante.

Ella sonrió comprensiva y se inclinó para darle un beso en la mejilla. No iba a obligarle a reconocer la evidencia, pero había notado la resistencia de sus amigos durante el almuerzo y era un fenómeno que no le era desconocido. A veces, dolía y era frustrante, pero era algo por lo que había pasado una y otra vez… Y ellos tenían treinta años de historia común. Era un vínculo difícil de romper. No iba a hacer que la aceptaran a la fuerza. Era demasiado lista para intentarlo. Iba a ocuparse de sus propios asuntos tranquilamente y esperar que, con el tiempo, la dejaran entrar en su círculo. Sobre todo, estaba decidida a no forzar las cosas. Además, era demasiado pronto para saber qué iba a pasar con Robert.

Por fin, encontraron un espacio para aparcar y él se volvió hacia ella en el diminuto coche y, rodeándola con el brazo, le dio un ligero beso.

– ¿Atacamos las tiendas, Miss Thomas?

– Me parece muy bien, su señoría -respondió, sonriéndole cariñosamente.

Se alegraba de haber ido a verlo, aun si sus amigos estaban visiblemente lejos de estar encantados.

– ¿Crees que te reconocerá todo el mundo?

– Es probable. ¿Podrás soportarlo? -le preguntó, algo preocupada.

A veces, podía ser agobiante, especialmente si no estabas acostumbrado. Y celebridad era una palabra de la que Robert no sabía nada. También eso le gustaba de él. Estar a su lado siempre hacía que se sintiera bien y era real.

– Supongo que será mejor que me acostumbre, si vas a pasar tiempo conmigo -contestó él. Siempre se sentía afortunado por estar con ella, no por su fama, sino por ser quien era, un ser humano, no una estrella-. Vamos allá.

Salieron del coche y no habían andado diez pasos antes de que alguien los parara para pedirle un autógrafo a Gwen. Robert sonrió y ella se detuvo y firmó un trozo de papel. Dos minutos después, se detuvo de nuevo cuando dos chicos jóvenes le pidieron que posara para una fotografía. Lo resolvió con elegancia y siguió andando rápidamente, haciendo todo lo posible porque no afectara a Robert demasiado. Pero así eran las cosas. A pesar de todo, se las arreglaron para disfrutar de las tiendas y luego se sentaron en la terraza de un bar para tomar un vaso de vino. Como de costumbre, lo pasaron estupendamente, hablando y riendo y, simplemente, estando juntos. Nunca se les acababan los temas de conversación y siempre disfrutaban de su mutua compañía.

Charlaron de muchos temas: el trabajo de él, las películas de ella y su infancia y los ideales, los padres y los hijos de los dos. Robert sabía que ella quería haber sido maestra y que nunca había imaginado, ni por un momento, que llegaría a ser actriz ni, mucho menos, que ganaría un Oscar. Gwen le contó cómo había sido aquella experiencia, lo que significó para ella y lo difícil que era ahora escoger papeles que fueran igualmente valiosos para ella.

– A veces, tienes que hacer algo divertido y que te guste. No todas tus películas pueden hacerte ganar un Oscar -dijo con naturalidad y luego le habló de la que estaba a punto de empezar y de los actores contratados para trabajar con ella. Era una intriga policíaca y su co-protagonista era aún más famoso que ella. Al decir esto, recordó otra cosa que quería decirle-. Por cierto, tengo un par de amigos que están cerca de aquí. Viajan en un yate precioso; se llama Talitha G, y es propiedad de Paul Getty.

Robert había oído hablar del barco, pero no lo había visto nunca.

Era un yate a motor, clásico, con un interior extraordinariamente elegante, con mármol y antigüedades por todas partes. Los amigos de Gwen lo tenían alquilado durante dos semanas. Se preguntaba si a Robert le gustaría que fueran a verlos en el yate.

– No quería invitarlos hasta preguntarte qué te parecía.

– Suena fantástico -respondió él sinceramente-. Siempre he querido verlo. Leí un artículo en una revista hace un año y se lo enseñé a Anne. Ella era más aficionada a los veleros, pero opinó que tenía un aspecto increíble. En las fotos parecía soberbio.

– Lo es. Yo lo vi el año pasado y pensé en alquilarlo, pero me pareció un poco extravagante solo para mí y un puñado de gente de Los Ángeles.

Robert se sentía impresionado de que ella hubiera siquiera llegado a pensarlo.

– Creo que a los demás les entusiasmaría verlo -dijo calurosamente y entonces ella le contó quiénes eran los amigos que lo habían alquilado-. Las señoras del grupo van a desmayarse cuando se lo digas -comentó con una mirada divertida.

La vida de Gwen era tan absolutamente diferente de la suya… Ella era parte de un mundo extraño para todos ellos. Conocía a gente y mencionaba unos nombres que la mayoría solo había leído en las revistas, personas con las que habían soñado. El actor que había alquilado el Talitba G, Henry Adams, era una estrella de primera magnitud, y su mujer era una supermodelo famosa. Y en el barco, como invitados, había otros dos actores que también eran grandes estrellas.

– Son todos viejos amigos y muy agradables -dijo Gwen con una sonrisa-. A lo mejor a tus amigos les gusta conocerlos.

– No podrán resistirse a una oportunidad así -dijo Robert con una sonrisa de oreja a oreja.

– Los llamaré al barco cuando volvamos. Estuvieron todos en el Hôtel du Cap la semana pasada -dijo, sonriendo-. Es un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo.

– ¿Crees que les importará venir hasta la villa?

– Claro que no, les encantará.

Había trabajado con todos ellos en diferentes películas en los cinco últimos años. Robert se dio cuenta una vez más de lo importante que era su carrera y de lo lejos que había llegado en ella. Lo único que le sorprendía era su naturalidad, lo modesta y auténtica que era.

Cuando volvieron a la casa, se la llevó a navegar. No era tan hábil como Anne, pero tenía espíritu deportivo y no se quejó cuando al dar un giro brusco, se cayó al agua. Cuando tiró de ella para devolverla al barco, se estaba riendo. Él miró hacia otro lado cuando ella estuvo a punto de perder la parte de arriba del biquini. No quería que se sintiera incómoda, pero estaba más que un poco impresionado por su espectacular figura. Era difícil no estarlo. Pasaron el resto de la tarde en el barco.


Cuando volvieron, Pascale y Diana ya estaban preparando la cena y casi no dijeron ni «hola» cuando llegaron.

– ¿Prefieres salir a cenar por ahí? -preguntó Robert, discretamente.

Gwen tenía el pelo mojado, iba envuelta en una enorme toalla de playa y llevaba las sandalias en la mano. Entraron en la casa descalzos.

– No, me encantaría quedarme aquí. Podemos salir otro día. Voy a llamar a Henry. Quizá podríamos cenar en el yate mañana, si les apetece a todos. Dicen que la comida es deliciosa. Tienen un chef estupendo.

– No creo que les importara aunque tuvieran que comer comida para perros, solo por estar en el yate y verlos a todos -dijo susurrando mientras buscaban algo para picar en la despensa y se decidían por un puñado de nueces.

Le ofreció algo de beber y ella se sirvió un vaso de agua.

– Volveré y os ayudaré dentro de un momento -les prometió a Pascale y Diana cuando estas volvieron a la cocina.

Pascale insistió, algo forzadamente, en que no era necesario. En ese momento, Robert se dio cuenta de que Gwen tenía razón. Nunca había visto a Pascale y Diana comportarse de aquella manera. Había algo frío y casi hostil en las dos, lo cual le apenaba por Gwen.

Subieron juntos al piso de arriba y Gwen entró en su habitación para vestirse. Se sentó en la cama y esta se desplomó al momento. Se echó a reír. Era una escena perfecta. Un minuto después, llamó a la puerta de Robert, quien apareció envuelto en una toalla. Estaba a punto de meterse en la ducha.

– Me parece que me han puesto una trampa en la cama -le susurró y él le sonrió.

– No, pasó lo mismo la semana pasada. Haré que Marius la arregle. Lo siento, Gwen -dijo sintiendo auténticos remordimientos.

Quería que lo pasara bien y temía que no fuera así.

Pero ella parecía más divertida que molesta. Nada parecía irritarla, ni siquiera la fría recepción que le habían ofrecido. Comprendía que era debida al interés que sentían por Robert, más que a ninguna mala intención y eso hacía que le resultara un poco más fácil.

Robert bajó a buscar a Marius y Gwen fue a ducharse. Cuando apareció envuelta en un albornoz rosa que había comprado en el Ritz, la cama estaba reparada y Robert había desaparecido para ducharse también él. Se encontraron en el rellano, casualmente, veinte minutos después, de camino abajo. Gwen vestía unos pantalones amarillos de seda y un jersey de seda sin mangas, a conjunto, y llevaba un chal con un estampado de flores al brazo y sandalias doradas. Apenas iba maquillada. No parecía tanto una estrella de cine como una mujer muy hermosa.

– Estás preciosa -dijo Robert sinceramente y no pudo menos de notar su perfume. Era ligero y floral y muy sexy.

Por una fracción de segundo, sintió dolor por Anne, pero se esforzó por decirse que una cosa no tenía nada que ver con la otra. Era solo que la echaba de menos y por espectacular que fuera Gwen, no era Anne. Pero de todos modos, era una persona estupenda y disfrutaba estando con ella. Recordárselo le ayudó y la siguió escaleras abajo, de vuelta a la cocina. Eric estaba allí, bebiendo una copa de vino y hablando con Pascale. Diana se había ido arriba a vestirse para la cena. John estaba fuera, fumando un cigarro y haciendo fotos de la puesta de sol. La casa tenía el mismo ángulo que los cafés de la ciudad, lo cual les permitía ver la puesta de sol, algo inusual en Saint-Tropez.

– ¿Qué puedo hacer para ayudar? -ofreció Gwen con naturalidad, mientras Robert servía dos copas de vino y le daba una.

Era evidente que Pascale se sentía muy tensa. Estaba en un verdadero aprieto, porque si se mostraba amable con Gwen, Diana se sentiría traicionada.

– No puedes hacer nada -dijo con rudeza.

Entonces, para suavizar el golpe por el tono que había empleado, Robert le contó a Pascale el regalo que Gwen les tenía preparado para el día siguiente. Dijo que unos amigos suyos iban a venir en un yate de fábula y que quizá pudieran cenar en él.

– Odio los barcos -dijo Pascale, metiendo unas patatas en el horno con el asado.

La forma en que lo dijo convenció a Robert de que Gwen estaba en lo cierto respecto a sus amigos.

– Este te gustará -le aseguró y le explicó cómo era.

Eric parecía interesado mientras escuchaba. Justo entonces John entró en la habitación, en mitad de la conversación, y miró sonriente y con admiración a Gwen. Ella le devolvió la sonrisa. A Pascale no le pasó inadvertido el intercambio.

– ¿Qué barco? -preguntó John, sin saber de qué hablaban, mientras dejaba la cámara encima de la mesa y aceptaba una copa de vino que le tendía Eric-. ¿Vamos a alquilar un barco? Ya tenemos uno. -El que tenían era tan insignificante que todos rompieron a reír-. No tenemos por qué gastar más dinero -dijo John con firmeza, fingiendo un gruñido. Seguía sin poder apartar los ojos de Gwen.

– Pensaba que podríamos comprar uno -dijo Robert efusivamente y casi pudo ver cómo John palidecía debajo del bronceado.

– ¿Aquí? ¿En Francia? ¿Por qué? ¿Estás loco? -Luego, de repente, comprendió que le estaban tomando el pelo-. Está bien, está bien, ya lo entiendo. ¿De qué barco se trata?

Robert se lo dijo y cuando Diana entró en la habitación, con pantalones blancos y una blusa de colores vivos, les contó a todos quién estaría en el barco y quién iba a venir a visitarlos al día siguiente, gracias a Gwen.

– Estás bromeando, ¿verdad? -preguntó Diana, medio irritada, medio intrigada.

Era un cambio interesante.

– No, no bromeo -dijo Robert, orgullosamente.

Había algunos aspectos de la vida de Gwen que, en realidad, le divertían. Poder presentar a sus amigos a tres superestrellas del cine y a una supermodelo era, sin ninguna duda, uno de esos aspectos. Aunque había otras cosas que todavía le gustaban más en ella. Pero esto era divertido.

Miró agradecido a Gwen, que había llamado a los Adams antes de vestirse y había quedado en que estarían en la villa al día siguiente, a la hora del almuerzo. Todos saldrían en el barco por la tarde; quizá se detendrían en algún sitio para nadar y luego echarían el ancla frente a la villa para cenar. Por una vez, Pascale y Diana se quedaron sin palabras. Era difícil quejarse de una invitación así. Durante un rato, todos se pusieron a hablar animadamente, aunque no se acordaron de incluir a Gwen en la conversación ni de darle las gracias por lo que había hecho por ellos. Pero Robert lo hizo más tarde, cuando fueron a pasear por el jardín después de cenar. Los otros no se habían mostrado especialmente amables con ella, aunque Eric y John habían hecho un esfuerzo. Pero Pascale y Diana seguían reticentes. En realidad, John había pasado un buen rato charlando con Gwen, pese a las miradas incendiarias de Pascale. Cuando se sirvió el café, a John no le quedaba ninguna duda; le gustaba Gwen y ella valoraba el esfuerzo que él había hecho y le estaba agradecida. De todos ellos, con excepción de Robert, era el que más amable había sido. También Eric le había preguntado una serie de cosas sobre su trabajo, lo cual solo hizo que Diana se retrajera todavía más.

Fue un alivio salir a tomar el aire después de cenar y Gwen se dejó caer, contenta, en una de las tumbonas que Pascale había hecho volver a pintar.

– Siento que te estén haciendo pasar un mal rato. Me parece que tenías razón esta tarde -admitió Robert.

No tenía ni idea de qué hacer, pero era solo el primer día y confiaba que todo iría mejor cuando todos se hubieran adaptado a ella. La vendetta de las mujeres contra Gwen le parecía ridícula y no acababa de comprenderla, pero Gwen sí que la entendía. Estaba acostumbrada. Para ella, los celos de los demás, por su aspecto y su éxito, era un modo de vida. Pero Robert solo quería hacer que todo aquello le resultara más fácil.

– Mejorará con el tiempo -dijo ella, sin darle importancia- y mañana, el barco los distraerá -añadió, mientras permanecían sentados solos, afuera.

Era como tratar con niños. Para ganártelos, tienes que mantenerlos ocupados y entretenidos.

– Nunca me lo hubiera esperado -dijo Robert, con tristeza-. No puedo entender qué creen que están haciendo ni por qué. ¿Qué sentido tiene que sean groseros contigo?

Estaba disgustado por el comportamiento de Diana y Pascale para con ella. Ni siquiera él podía no darse cuenta por más tiempo.

– Te están protegiendo -dijo ella, con filosofía-. Tienen muchas ideas preconcebidas sobre quién soy y qué soy. Lo superarán. Yo no quiero sacar nada de ti.

– ¿Cómo pueden llegar a ser tan estúpidas? -preguntó Robert una vez más, con aire escandalizado. Ella asintió-. Pero ¿por qué? No podías ser más agradable con ellos.

– Eso no tiene nada que ver y tú lo sabes. Están honrando la memoria de Anne de la única forma que saben y creen que, además, están salvaguardando tu futuro. Desde su punto de vista, soy una especie de monstruo de Hollywood, Robert. Piénsalo.

– Espero que maduren pronto -dijo, con voz irritada. Y entonces se le ocurrió algo-. ¿Te gustaría ir a bailar? -le propuso.

Ella lo pensó durante un segundo; luego le sonrió y le dijo:

– Me encantaría. ¿Crees que les gustaría venir?

– No voy a invitarlos -dijo tajante, sintiéndose desafiante y harto de ellos-. Te mereces un poco de diversión, sin que nadie se meta contigo.

– Mira, no quiero herir los sentimientos de nadie -dijo ella prudentemente.

– En este momento vamos a pensar solo en tus sentimientos y en los míos. Ocupémonos de nosotros mismos y ya veremos qué hacemos con ellos mañana.

La emocionó que él estuviera dispuesto a hacer aquello. Cogieron el Deux Chevaux y esta vez condujo ella.


Abandonaron la casa sin decirles nada a los demás, pero los Morrison y los Donnally los oyeron marchar y se quedaron en la sala, con aspecto cabizbajo, hablando de Gwen.

– Me gusta -dijo John, sencillamente, decidido a defenderla ante los demás-. Es una mujer muy agradable -añadió, mirando acusador a Pascale.

– ¿Y qué esperabas? Es actriz -le respondió esta, furiosa.

Su marido se estaba pasando al otro bando y eso no le gustaba, aunque incluso ella se sentía dividida. Sin embargo, seguía pensando que si le gustaba demasiado Gwen, sería una deslealtad hacia Anne. Pensaba que le debía a Anne no ceder demasiado pronto, y no importaba lo que John dijera.

– Tendríais que dejar en paz a la pobre chica, aunque solo sea por Robert -añadió Eric. Era lo que había dicho por la tarde y, luego, volviéndose hacia su mujer, añadió-: Tienes que reconocer que es muy agradable con él.

– Es probable que no haya nada malo en ella, pero eso no significa que sea lo que le conviene a Robert. Necesita alguien más sólido.

Pero lo que todos estaban diciendo era que querían que Robert siguiera solo y llorando a Anne toda la vida. Después de la deserción de John y Eric, las dos mujeres seguían decididas a no ponerle las cosas fáciles a Gwen.

– Robert ni siquiera sabe qué le ha caído encima -añadió Diana, pensativa.

No se podía negar que Gwen era impresionante, pero ¿era sincera? A Diana no le importaba si lo era o no, no quería que le cayera bien. Se había metido en su trinchera y se negaba a moverse.


En la ciudad, Robert y Gwen se habían olvidado de ellos, como si fueran unos chiquillos traviesos a los que habían dejado en casa. Decidieron ir al puerto, a uno de los cafés al aire libre y charlar un rato. Para entonces, los dos estaban cansados de bailar, aunque se habían divertido. Robert trató de recordar cuándo fue la última vez que había bailado. Probablemente, en la boda de Mike. Cuando era joven, le gustaba bailar, pero Anne nunca había sido muy aficionada.

Robert y Gwen hablaron durante horas, sentados en el Gorilla Bar, admirando los barcos atracados en el puerto. Eran más de las dos de la madrugada cuando volvieron a la casa y, por suerte, todo el mundo estaba durmiendo y no los oyeron entrar.

– Gracias -dijo Gwen, en un susurro, frente a la puerta de la habitación de Robert-. He pasado una noche estupenda.

– Yo también -respondió él, susurrando igualmente. Luego se inclinó y la besó suavemente en la mejilla. Ninguno de los dos estaba listo para ir más allá. Así, la situación les resultaba más cómoda a ambos-. Hasta mañana, que duermas bien -dijo, deseando poder arroparla, aunque pensó que era una idea tonta. Era una mujer, no una niña.

En realidad, no tenía ni idea de qué hacer a partir de entonces, cómo empezar, cómo iniciar un idilio con ella, especialmente bajo el mismo techo que sus amigos. Ni siquiera estaba seguro de estar preparado y el hecho de preguntárselo le hizo darse cuenta de que no lo estaba.

Esperó hasta que ella cerró la puerta de su dormitorio y luego cerró su propia puerta sin hacer ruido. En cuanto lo hubo hecho, lo lamentó. Pero, como había observado al presentársela a los demás, esta parte tampoco era fácil. En realidad, todo era como un reto, pero el mayor reto era saber cómo manejar sus recuerdos de Anne, su sentido de lealtad hacia ella y su propia conciencia. Esa era la parte más difícil y, por el momento, no tenía ni idea de cómo superarla; además, sospechaba que Gwen tampoco, aunque no era su problema. Era él quien tenía que abordarlo y lo sabía. Mientras estaba tumbado en la cama, pensando primero en Anne y luego en Gwen, no podía menos de preguntarse si estaría dormida, qué aspecto tendría cuando dormía, qué llevaba puesto para dormir, si es que llevaba algo. Había muchas cosas que quería averiguar sobre ella. La cabeza seguía dándole vueltas cuando se quedó dormido y, al despertar a la mañana siguiente, descubrió que había soñado con ella. Mientras se duchaba, se afeitaba y se vestía, se dio cuenta de que estaba impaciente por verla.

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