Capítulo12

A la mañana siguiente, al salir de la habitación de Robert para bajar a desayunar, se tropezaron con Diana que parecía preocupada. Acababa de entrar a ver a Pascale, que volvía a tener vómitos, y John ya había pedido hora para un médico de la ciudad. No estaba dispuesto a seguir haciéndole caso cuando insistía en que no tenía nada. Estaba claro que no era así.

– ¿Que crees que puede ser? -le preguntó Gwen a Eric durante el desayuno.

Diana había preparado huevos revueltos para todos.

– No estoy seguro. Creo que puede haber cogido una fea infección bacteriana. Necesita antibióticos. De lo contrario, puede acabar en el hospital. En cualquier caso, puede que la ingresen por unos días; se está deshidratando de tanto vomitar -le respondió, pero no parecía tan preocupado como John.

Después del desayuno, cuando Robert y Gwen se fueron a la ciudad a echar unas cartas al correo, Diana se volvió a su marido con una sonrisa de complicidad.

– ¿A quién crees que he visto esta mañana, saliendo de la habitación de Robert con una enorme sonrisa en los labios?

Él pareció divertido por la pregunta y fingió pensarlo.

– Veamos… hum… ¿a Agathe?

– Claro, seguro.

También ellos llegaron tarde la noche antes. Habían pasado una noche estupenda, con una buena cena; incluso habían ido a bailar. Era el primer puente tendido después de la pesadilla en que habían vivido durante los dos últimos meses. Todavía tenían que recorrer un largo camino para estar fuera de peligro, pero, por fin, habían iniciado el camino.

– No, era Gwen -dijo Diana con aires de triunfo, como si ella le hubiera gustado desde el principio.

– ¡Lástima! Yo esperaba que fuera Agathe. Habría sido muy divertido ver qué conjuntos se llevaba a Nueva York. Me alegro de que sean felices -dijo, poniéndose serio de nuevo-. Los dos se lo merecen.

Como a todos, Gwen había acabado gustándole y Robert nunca había tenido tan buen aspecto. Habían pasado siete meses desde la muerte de Anne; un tiempo largo y triste para él. Según se mirara, había vuelto a la vida bastante deprisa, pero Eric sabía que esas cosas no podían medirse. Además, si algo era bueno para Robert, también lo era para él.

– Es una mujer muy agradable y él es un buen hombre -afirmó.

– Me preguntó qué pensarán sus hijos -dijo Diana, pensativa.

– Es un hombre adulto, tiene derecho a hacer lo que quiera -dijo Eric, encogiéndose de hombros.

– Puede que sus hijos no estén de acuerdo con eso.

– Entonces, será mejor que se acostumbren. Tiene derecho a su vida. Anne lo habría querido así.

Diana asintió; sabía que eso era cierto. Anne era práctica y sensata en extremo.

– Solo porque esté con Gwen no significa que haya olvidado a Anne -añadió Eric.

Diana asentía de nuevo cuando John entró en la habitación. Él y Eric lo habían hablado con calma y John iba a llevar a Pascale al médico. Dijo que esperaba estar de vuelta a tiempo para almorzar. Eric quería que la viera un especialista y que le hicieran una batería de análisis.

– ¿Quieres que vaya contigo? -ofreció Diana.

John dijo que no era necesario. Esperaba que Pascale se pondría bien en cuanto le dieran algún medicamento. Eric y Diana se sintieron aliviados al ver que, por mal que se sintiera, en realidad, no tenía tan mal aspecto. Seguro que era un virus. Aunque John tenía un secreto temor a que fuera algo peor y quería que, en cuanto llegaran a casa, en Nueva York, su médico le hiciera un examen a fondo. Todos iban a marcharse al cabo de una semana y los medicamentos la sostendrían hasta entonces. No tenía mucha fe en los médicos franceses ni en nada de Francia.

De camino al médico, obsequió a Pascale con una exhibición de su odio por todo lo francés. Cuando llegaron a la consulta, ella estaba a punto de estrangularlo. Mientras esperaban al doctor, Pascale volvió a vomitar y rompió a llorar, lo cual puso a John absolutamente nervioso.

– Me siento tan mal… -dijo ella con voz lastimera-. Llevo enferma una semana.

– Lo sé, cariño. Ya verás, te darán una medicina y te pondrás bien -respondió él y, mientras estaban allí esperando, incluso pensó en llevársela enseguida a Nueva York.

La hicieron entrar en una habitación, comprobaron sus constantes vitales, le examinaron los ojos y la lengua y la pesaron. Una enfermera con un gastado uniforme blanco y sandalias lo anotó todo. Las enfermeras en Francia no iban tan impecables como en Estados Unidos, pero Pascale estaba acostumbrada y no le importaba tanto como a John.

Cuando, por fin, el doctor la vio, le hizo una larga lista de preguntas. Luego le extrajo un poco de sangre y le dijo a Pascale que la llamaría a casa. Le explicó que no quería darle ninguna medicación hasta ver los resultados de los análisis. Y ella se fue, sabiendo tan poco como cuando había llegado.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó John, inquieto, tan pronto como ella salió.

Había tardado más de una hora y estaba muy preocupado por ella.

– No mucho -respondió Pascale, francamente-. Dice que me llamará cuando tenga los resultados.

– ¿Los resultados de qué? -preguntó John, presa del pánico.

– Me han extraído sangre.

– ¿Y eso es todo? ¿Ya está? ¿Qué clase de subnormal es ese tipo? Eric ha dicho que tenía que darte antibióticos. Déjame hablar con él.

Estaba dispuesto a lanzarse contra la enfermera de recepción, pero Pascale insistió en que se fueran a casa.

– No va a darme nada hasta que tenga los resultados. Tiene sentido. Piensa que podría ser salmonella. Quizá tenga que volver y traerles unas muestras, dependiendo de lo que encuentren en la sangre.

– Por todos los santos, Pascale. Este es un país tercer-mundista.

– No, no lo es -respondió ella, con aire ofendido-, es mi país. Puedes insultar a mi madre, si quieres, pero a Francia, no. Ça, c'est trop!

Pero él siguió protestando a voz en grito hasta llegar al coche. Cuando llegaron a casa, le contó a Eric lo estúpido que era el médico, en su opinión.

– ¿Por qué no le recetas tú algo? -dijo John, con una mirada suplicante.

– No creo que reconocieran mi firma aquí-respondió Eric, moviendo la cabeza con un gesto negativo-, y para ser sincero contigo, John, el médico tiene razón. Es mejor no darle nada hasta saber qué tiene. No tardará mucho.

– Y un cuerno no tardará. Esto es Francia.

Pero resultó que la enfermera llamó a Pascale al día siguiente. El doctor quería volver a verla y le dieron hora para aquella misma tarde. John quería ir con ella, pero Pascale le dijo que se encontraba bien. En realidad, se sentía mejor que el día antes. Al final, Gwen la acompañó, porque quería hacer unos recados en la ciudad, y las dos se marcharon en el Deux Chevaux. Era casi la hora de cenar cuando volvieron a casa. John estaba muerto de preocupación, pero tanto Gwen como Pascale parecían contentas y confesaron que se habían ido de compras después de que Pascale viera al médico, una visita que no había durado mucho.

– ¡Al menos podrías haber llamado! -exclamó John, regañando a Pascale.

Luego le preguntó qué había hecho el médico y ella dijo que no mucho. Le había dicho que estaba bien.

– ¿Te ha dado antibióticos esta vez?

A cada segundo que pasaba se iba poniendo más furioso. Había estado preocupado de verdad toda la tarde y Pascale se dio cuenta de que tendría que haber llamado, pero se lo estaba pasando bien con Gwen y pensó que John estaría entretenido con sus amigos. Resultó que se había quedado en casa toda la tarde, esperándola.

– Me ha dicho que no necesito antibióticos, que se solucionará solo -dijo sencillamente.

Tenía ganas de enseñarle a Diana lo que ella y Gwen habían comprado. Habían descubierto una nueva tienda de ropa y casi la habían dejado sin existencias.

– Me parece que ese medico es un completo gilipollas -exclamó John encolerizado y, un minuto después, salió de la sala, pisando con rabia.

Pascale lo siguió. Sabía lo preocupado que estaba por su salud.

Se quedaron en la habitación mucho rato, hablando, y bajaron a cenar tarde. Gwen ya había dicho que cocinaría para todos y, en realidad, era mejor cocinera que Pascale. Incluso consiguió convencer a Agathe para que la ayudara y preparó un encomiable soufflé de queso y un gigot, que cocinó al estilo francés, mientras saltaba por encima de la manada de perros ladradores de Agathe.

Cuando John y Pascale bajaron a cenar, él parecía más relajado que desde hacía muchos días. Estaba sorprendentemente cariñoso con Pascale, que consiguió obligarlo a reconocer, después de su cuarta copa de vino, que, en realidad, sí que le gustaba Francia.

– ¿Puedo grabarlo? -preguntó Robert, tomándole el pelo-. Haremos que lo impriman y que tú lo firmes, como si fuera una confesión oficial. ¿Y qué hay de la madre de Pascale? ¿También te gusta?

– Por supuesto que no. Estoy borracho, pero no loco.

Todos se rieron de él y él se recostó en la silla, fumando su cigarro y sin soltar la mano de Pascale. Ella parecía mejor que desde hacía muchos días. Todos se relajaron y pasaron una noche agradable. Eric y Diana estaban en buenos términos y Robert y Gwen parecían estar muy enamorados. Era un buen grupo de buenas personas y muy buenos amigos. Pese a la cara nueva que había entre ellos, todos parecían haberse adaptado. Después de casi dos semanas con ellos, finalmente habían aceptado a Gwen. Más aún, había llegado a gustarles y, hacia el final de la noche, todos hablaban de volver a alquilar Coup de Foudre al año siguiente.

– La próxima vez, voy a traer herramientas y piezas de fontanería de Nueva York -dijo John con firmeza.

Había librado una constante batalla con su baño desde que llegaron. Pascale dijo que eso le proporcionaba algo que hacer mientras se quejaba.

– Han sido tres semanas estupendas -dijeron todos de acuerdo.

Finalmente, todos se habían relajado y parecían estar en el buen camino. Robert y Gwen con su naciente idilio. Eric y Diana arreglando su matrimonio y John había conseguido sobrevivir a su atragantamiento con un trozo de salchicha. No había habido bajas ni pérdidas. No había ningún desaparecido en acción. Era un éxito total.


La última semana pasó volando para todos. Nadaron, navegaron, hablaron, durmieron. Pascale todavía andaba a vueltas con su virus intestinal, pero parecía encontrarse mejor y John estaba menos frenético. En lo único que podían pensar durante los últimos días era en lo mucho que detestaban volver a casa.

La última noche, prepararon langostas y dos de ellas se soltaron y atacaron a los perros de Agathe. Esta abandonó la cocina corriendo y chillando, con todos los perros en brazos, y Gwen tuvo que arreglárselas sola. Se había ofrecido para cocinar, como de costumbre, siempre que los otros la ayudaran a limpiar. Tomaron la cena en el jardín, en la única mesa decente que pudieron rescatar cuando llegaron. Diana la cubrió con un mantel que había comprado para llevarse a casa y Pascale la adornó con flores. Cuando se sentaron, Eric sirvió el champán. La cena que Gwen había preparado era exquisita y estaba deliciosa. Mientras el sol iba ocultándose lentamente, seguían saboreando cada momento. John encendió un cigarro y Robert sirvió Château d'Yquem. John estaba a punto de desmayarse mientras lo bebía, sabiendo cuánto había costado.

– Es un pecado beber algo tan caro -dijo, disfrutando de cada segundo. Era como oro fundido.

– Pensaba que dividiríamos el precio de la botella entre los tres -dijo Robert bromeando.

En realidad, había comprado la botella para todos. Sabía que a Gwen le encantaba el Château d'Yquem y no le importaba el gasto, para darle un gusto. Había sido muy comprensiva y había hecho la mayor parte de las comidas desde que Pascale se puso enferma. Además, había sido una buena amiga para todos.

– La verdad es que odio volver-admitió Diana.

Gwen habló de la película que estaba a punto de hacer en Los Ángeles, iba a estar allí cuatro meses. Probablemente hasta Navidad, pero Robert ya le había dicho que se escaparía los fines de semana y ella procuraría ir a Nueva York tan a menudo como pudiera. Los ensayos iban a empezar a la semana siguiente. Ya habían adaptado el calendario por ella, para que pudiera pasar aquella última semana en Saint-Tropez con Robert.

– Supongo que será agradable volver a ver a nuestros hijos -reconoció Diana.

En realidad, no los había echado mucho de menos durante todo el mes. Había estado demasiado ocupada arreglando las cosas con Eric. A los demás, por lo menos, les parecía que lo habían hecho.

– Me muero de ganas de ver al mío -dijo Pascale, sin darle importancia.

Todos la miraron sin entender, preguntándose si estaba bebida.

– Tú no tienes ninguno -replicó Eric, con expresión divertida-, pero puedes quedarte con los nuestros siempre que quieras.

– Ya tengo el mío, muchas gracias -dijo Pascale, de buen humor.

– Me parece que ese virus intestinal le ha invadido el cerebro -repuso Eric, riendo y sirviéndole un poco más de vino.

Entonces ella dijo, mirando a John con una sonrisa muy gala:

– Vamos a tener un hijo. Ese era mi «virus intestinal». El médico me lo dijo el día que fui a verlo con Gwen, pero John y yo queríamos esperar y daros la sorpresa la última noche. -Los otros los miraron, estupefactos. Pascale estaba radiante-. Tendré cuarenta y ocho años cuando nazca y no me importa si parezco su abuela. Es nuestro pequeño milagro. Finalmente ha sucedido. Nunca me había sentido tan feliz en mi vida.

Los otros sabían cuánto habían intentado tener hijos y cuánto significaba para ella. Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas.

– Oh, Pascale… -le dijo rodeando la mesa para estrecharla entre sus brazos y besarla.

Robert y Eric hicieron lo mismo y luego Gwen la abrazó y le dijo lo feliz que se sentía por ella. Le confesó que, en una ocasión, se le había pasado por la cabeza, pero no había querido ser grosera y preguntar.

Brindaron por ella con el Château d'Yquem y luego sacaron más champán, pero Pascale siguió con el Yquem, mientras John repartía cigarros, orgullosamente, a todos. Esta vez Pascale no se concedió el capricho. Sabía que fumar un puro justo en aquel momento habría sido demasiado.

– Bueno, no es por quitarle la primicia a Pascale… -dijo Diana, mirando a Eric.

– ¿También estás embarazada? -exclamó John, estupefacto, y todos se echaron a reír.

– No, pero no nos vamos a divorciar. Creo que se lo debemos a Coup de Foudre. -El flechazo. Un nombre perfecto para su villa venida a menos y para todo lo que había pasado allí durante aquel mes-. Para nosotros son muy buenas noticias.

Eric le apretó la mano y los demás los vitorearon.

– ¡Son las mejores noticias! -dijo Robert de corazón.

Gwen estaba contenta. Diana le había dicho que ella había influido en su decisión.

– Con lo cual quedamos nosotros -dijo Robert-. Ya que todos estáis anunciando cosas… Tenemos una noticia que daros… Vamos a casarnos la primavera que viene, si Gwen no se ha aburrido de mí para entonces o ha decidido que no puede soportaros a todos vosotros. Le habéis dado un trabajo de todos los demonios: ha tenido que salvar el matrimonio de Eric y Diana, la vida de John… y a mí. Creo que tendrían que darle otro Oscar por todo lo que ha hecho. -Lo decía bromeando, pero había algo de verdad en ello-. Esperemos que no tenga que asistir a Pascale durante el parto. Por cierto, ¿para cuándo lo esperas?

– Para marzo, creo. Todavía sigo un poco confusa sobre eso.

– Creo que nosotros nos casaremos en mayo o junio, cuanto Gwen acabe una película que va a hacer la primavera que viene con Tom Cruise y Brad Pitt. Si no se fuga con uno de los dos, se casará conmigo.

– No hay ningún peligro -dijo ella, sonriendo con timidez y mirando a sus nuevos amigos, en torno a la mesa-. Todos habéis sido estupendos conmigo… Ha sido maravilloso estar aquí… y quiero tanto a Robert… -dijo, con los ojos llenos de lágrimas.

Era una noche emocionante, que culminaba un mes importante. Era un nuevo comienzo para las tres parejas, una nueva vida para cada uno de ellos y algo compartido por todos una vez más. Gwen se sentía uno de ellos y cuando Robert la atrajo hacia sí y la besó, los demás sonrieron, mirándolos, mientras el sol se ponía, tiñendo el cielo de oro ardiente, en Saint-Tropez.

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