El entierro de Anne se celebró en la iglesia de Saint James, en Madison Avenue, el martes por la tarde. Robert ocupaba el primer banco con sus hijos. Sus nueras y sus cinco nietos estaban allí, igual que sus cuatro mejores amigos. La iglesia estaba llena de personas que los conocían a ambos, personas con quienes Anne había trabajado, clientes, compañeros de clase y viejos amigos. Robert tenía un aspecto desconsolado cuando entró, con su hija del brazo. Los dos lloraban, al igual que sus hijos. Y en el silencio de la iglesia, los que estaban más cerca de ellos oían cómo Pascale sollozaba. John permanecía sentado estoicamente junto a ella y unas lágrimas silenciosas le caían por las mejillas.
Los Morrison estaban a su lado, en el segundo banco, con los ojos llenos de lágrimas y cogidos de la mano, en silencio. A todos ellos les parecía inconcebible que Anne se hubiera ido. El círculo sagrado de su amistad se había desbaratado, una pieza importante había desaparecido. Todos habían perdido a una amiga muy querida.
El servicio fue breve y conmovedor. Cuando salieron de la iglesia para acompañar el ataúd hasta el coche fúnebre, estaba nevando. Ya había sido un invierno duro, pero ese día en particular parecía excepcionalmente inhóspito. Robert fue al cementerio con sus hijos para dejar allí a Anne, después de unas breves palabras pronunciadas por el pastor, que los conocía desde que se casaron. Luego Robert dijo su último adiós. Parecía un zombi cuando por fin se dirigió, como si estuviera ciego, hacia el coche.
Después del cementerio, fueron todos a casa de los Morrison, a merendar con las personas que éstos habían invitado para estar con ellos. Robert parecía funcionar con el piloto automático, mientras se movía entre la gente. Antes de que se marchara nadie, desapareció. Ni siquiera les dijo nada a sus hijos al irse. John Donnally lo acompañó en coche a casa y, como no podía soportar dejarlo allí solo, se quedó con él.
Robert se dejó caer en el sofá, con la mirada perdida. En aquel momento se sentía tan vacío que ni siquiera podía llorar. Solo estaba allí, sentado, sin ver nada.
– ¿Quieres algo? -preguntó John, con voz queda, deseando que Pascale estuviera allí.
Ella era mucho mejor para esa clase de cosas. Pero no se había equivocado al percibir que Robert no quería a nadie más allí, probablemente ni siquiera al propio John.
– No, gracias.
John no estaba seguro de si debía quedarse un rato, solo para hacerle compañía, o si era mejor que se marchara. Robert no decía ni una palabra. Sin saber qué otra cosa podía hacer, John fue a buscar un vaso de agua y lo dejó delante de su amigo, aunque este no pareció verlo. Luego, finalmente, habló en el silencio de la sala, con los ojos cerrados, sintiendo toda la angustia de sus palabras.
– Siempre había pensado que yo moriría primero. Ella era más joven y siempre había parecido muy fuerte. Nunca se me ocurrió que la perdería.
Durante aquellos últimos cuatro días, la gente no había dejado de decirle que eso no sucedería nunca, que su espíritu seguiría vivo, pero la realidad era que, estaba demasiado claro, la había perdido. Miró a John con un dolor infinito.
– ¿Que voy a hacer ahora, John?
No tenía ni idea de cómo vivir sin ella. Después de treinta y ocho años, ella era una parte integrante de sí mismo, como su alma.
– Creo que lo vas superando día a día -dijo John, sentándose a su lado en el sofá-; es lo único que se puede hacer. Y un día, te sentirás mejor. Quizá nunca será lo mismo, pero seguirás adelante. Tienes a tus hijos, a tus amigos. La gente sobrevive.
No quería decirle que incluso era posible que, un día, volviera a casarse, aunque en el caso de Robert, le parecía poco probable. La había amado durante mucho tiempo y no era esa clase de hombre. Pero incluso si nunca había nadie más en su vida, él tenía que seguir adelante. No podía hacer nada más. Lo único que estaba en manos de John era rezar por que el dolor no lo matara, por que no renunciara a su propia vida.
– Quizá tendría que retirarme. No puedo imaginarme volviendo al trabajo.
No podía imaginarse haciendo nada sin ella. Su razón más importante para vivir había desaparecido.
– Es demasiado pronto para tomar esa decisión -dijo John, sensatamente-. No hagas nada todavía.
Aunque solo fuera por que le distraería, necesitaba su trabajo, si no él mismo podría morir. John había visto cómo les pasaba a otros antes y estaba seriamente preocupado por su amigo.
– Tendría que vender el piso. ¿Cómo puedo vivir aquí sin ella?
Tenía los ojos abiertos y bañados en llanto.
– Puedes quedarte con nosotros durante un tiempo, si quieres, hasta que decidas qué quieres hacer.
Pero la verdad era que Robert quería estar allí, con sus recuerdos de ella. Pascale y Diane ya se habían ofrecido para ayudar a Amanda con la ropa de su madre, pero incluso eso era demasiado difícil de afrontar y Robert había dicho que no quería que tocaran nada. Para él, era un consuelo ver sus cosas en el armario, su bata en el colgador del cuarto de baño, su cepillo de dientes en el vaso. Le permitía engañarse, decirse que se había ido a algún sitio, que quizá estaba en un congreso y que iba a volver. Pero el hecho brutal, que todos sabían que tendría que encarar en algún momento, era que ella se había ido para siempre.
John se quedó con él mucho tiempo, sin que ninguno de los dos dijera nada, y luego, finalmente, cuando la habitación fue quedando a oscuras, Robert se quedó dormido en el sofá. John no quería marcharse y dejarlo y permaneció en silencio en el estudio, hojeando algunos libros. A las seis, llamó a Pascale.
– ¿Cómo está? -Al igual que todos ellos, Pascale estaba sumamente preocupada.
– Está dormido; está exhausto emocionalmente. No he querido dejarlo solo. ¿Qué crees que debería hacer? -Confiaba en el buen juicio de Pascale en los asuntos del corazón.
– Quédate con él. Creo que tendrías que pasar la noche ahí -John ya había pensado lo mismo-. No lo despiertes. ¿Quieres que te lleve algo de comer?
– Debe de haber algo por aquí -dijo distraídamente, pero no estaba seguro y no lo había mirado.
– Te llevaré unos sándwiches y un poco de sopa -decidió ella, con firmeza.
Por una vez, él no se burló de su forma de cocinar; le estaba agradecido. La pérdida de Anne les había recordado a todos lo preciosa que era la vida y lo preciosas que eran sus parejas. Se sentía un poco desconcertado en cuanto a qué era lo mejor para ayudar a Robert. A todos les pasaba lo mismo.
– Hasta dentro de un rato -dijo Pascale.
Cuando ella llegó con una bolsa y una baguette debajo del brazo, Robert acababa de despertarse. Parecía desorientado y exhausto, pero la larga siesta le había sentado bien. No había dormido adecuadamente desde el viernes por la noche. Cuando vio la sopa y los sándwiches que Pascale había puesto en la mesa de la cocina, dijo que no podía comer nada. Era fácil ver que ya había perdido peso y parecía demasiado delgado.
– Tienes que comer. Tus hijos te necesitan, Robert. Y nosotros también. No puedes caer enfermo.
– ¿Por qué no? -dijo tristemente-. ¿Qué importa?
– Mucho, a nosotros nos importa mucho. Anda, sé bueno y tómate un poco de sopa.
Le habló como si fuera un niño y él se sentó a la mesa y empezó a tomar la sopa. Se dejó la mitad y rechazó los sándwiches que Pascale había preparado, pero, por lo menos, había tomado algún alimento. Entonces Pascale propuso que John se quedara allí aquella noche, con él.
– No es necesario. Vosotros dos tendríais que iros a casa. Estoy bien.
No era la palabra que nadie hubiera utilizado para describirlo, pero era una actitud generosa por su parte.
– John quiere quedarse -insistió ella, pero Robert se mostró decidido y, finalmente, a las diez, los Donnally se fueron.
En el taxi, de camino a casa, ambos tenían aspecto de estar exhaustos.
– Estoy muy preocupada por él -dijo Pascale-. ¿Y si se abandona y muere? A veces, hay personas que lo hacen.
– Robert no lo hará -respondió John, esforzándose por creer lo que decía-. No puede hacerlo. Lo superará con el tiempo, quizá no por completo, pero lo suficiente para funcionar razonablemente bien. Puede que sea lo único que cabe esperar.
Sonaba como una triste sentencia para la vida futura de Robert.
– No estoy muy segura -dijo Pascale, enjugándose, una vez más, las lágrimas de las mejillas.
Todo era muy triste. ¿Quién hubiera podido imaginar que la tragedia iba a golpearlos así, que Anne los dejaría, sin previo aviso y tan pronto? Allí en el taxi, Pascale se arrimó más a su marido. La muerte de Anne era un brutal recordatorio de lo efímera y frágil que era la vida, de lo rápido que se extinguía, de su propia mortalidad. Y el mensaje no había pasado inadvertido.
Pascale y John, Eric y Diana, todos ellos, llamaban a Robert cada día, pero ninguno de ellos lo vio durante las tres semanas siguientes. Como no podía soportar estar solo en el piso, esas primeras semanas dormía en casa de Jeff. Se mantenía fiel a un programa centrado en torno a sus hijos y permanecía en casa, sin ir a trabajar. Tardó un mes en volver a los tribunales. Cuando, por fin, lo hizo, también volvió a ver a los Donnally y los Morrison. Acababa de regresar a su piso. Hacía un mes que Anne había muerto.
Todos quedaron horrorizados al verlo. Había perdido muchísimo peso y tenía una mirada desolada. Lo único que Pascale pudo hacer fue abrazarlo con fuerza, luchando por contener las lágrimas. El dolor de Robert era una herida en carne viva que les recordaba, a todos, la pérdida sufrida. Sus corazones se estremecieron de dolor por él.
– ¿Y qué habéis estado haciendo todo este tiempo? -preguntó Robert procurando mostrarse interesado, pero sus ojos decían que no le importaba.
Le resultaba difícil sintonizar con sus actividades, pensar en sus vidas compartidas, sin sentir, con una punzada de dolor, la enormidad de su pérdida. Pero pese a ello, se sentía feliz por volver a verlos. Le aportaban consuelo y, hacia el final de la noche, incluso sonrió al oír alguno de los chistes de mal gusto de John y las renovadas protestas de Pascale. Pero todos parecían más sosegados, más amables y más cariñosos unos con otros, y con él, que antes. El mensaje de la muerte de Anne les había llegado alto y claro a todos ellos.
– Recibí más fotos de la casa de Saint-Tropez ayer -dijo Pascale, como de pasada, mientras tomaban café.
Quería tantear el terreno, aunque sabía que todavía era demasiado pronto y que aún faltaban cinco meses y medio para ir a Francia, mucha distancia que recorrer guiándose por el mapa de dolor de Robert.
Charlaron unos minutos sobre la casa y luego Robert miró a Pascale con una mirada que desbordaba tristeza.
– No voy a ir con vosotros -fue lo único que dijo.
Le habría recordado demasiado el verano que tanto había querido pasar con Anne en Francia y el que ya había pasado con ella allí, tiempo atrás.
– No hace falta que lo decidas todavía -dijo Diana, suavemente, dirigiendo una mirada a Eric, quien asintió y se unió a la conversación.
– Si no vienes, John nos amargará la vida a todos los demás. Es demasiado agarrado para dividir el alquiler en dos. Quizá tengas que venir, aunque solo sea por nuestro bien -dijo Eric haciendo una mueca y Robert consiguió exhibir una pequeña sonrisa, desprovista de alegría.
– Tal vez Diana pueda organizar una cena para recaudar fondos para pagar el alquiler -propuso.
– Vaya, pues es una gran idea -dijo John, animándose al oírlo, y los cinco se echaron a reír-. Tu madre podría ponerse en un rincón con un vaso lleno de lápices y echarnos una mano -le dijo a Pascale, y los ojos de esta relampaguearon.
Por lo menos, era un vestigio de las bromas y las risas que habían compartido antes y que no oían desde hacía un mes.
– En realidad, querría hacer honor a nuestro compromiso y pagar nuestra parte. Anne fue la que os convenció a todos. No me importa pagar lo que nos toca, pero no quiero ir -dijo Robert.
– No seas tonto, Robert -respondió Diana de forma tajante.
Pascale le lanzó una rápida mirada y dijo:
– La verdad es que creo que eso sería muy amable por tu parte. Estoy segura de que Anne hubiera querido que lo hicieras.
Robert asintió, como sonámbulo. En su confuso estado, le parecía algo razonable. ¿Por qué tendrían los demás que verse afectados económicamente debido a la muerte de Anne?
– Decidme cuánto es y os enviaré un cheque -dijo sencillamente.
Pasaron a hablar de otra cosa, pero incluso John parecía sentirse incómodo cuando se lo mencionó a Pascale después de que los otros se hubieran marchado.
– ¿No crees que fue un poco grosero, pedirle a Robert que pagara por una casa que no va a usar? Tú dices que yo soy agarrado, pero ese ardid me pareció horriblemente francés.
Su mirada le decía que desaprobaba lo que había hecho, pero Pascale no parecía incómoda mientras recogía las copas que habían usado.
– Si paga, vendrá, incluso aunque ahora no lo crea.
Al oírlo, John le sonrió. Era una mujer muy lista.
– ¿De verdad lo crees?
– ¿Tú no lo harías?
– ¿Yo? -preguntó John, riéndose de sí mismo-. Por todos los diablos, si yo pagara, querría sacarle jugo a mi dinero. Pero Robert es algo más noble que yo. No creo que venga.
– Yo sí. Él todavía no lo sabe, pero vendrá. Y le hará mucho bien.
Sonaba segura.
– Si lo hace, confío que no traiga a todos sus hijos, ahora que ella no está. Sus nietos son muy alborotadores y Susan me pone nervioso.
A Pascale también la ponía nerviosa, igual que la otra nuera de Robert. A veces incluso Amanda y los niños eran irritantes, pero en aquel preciso momento, a Pascale eso no le preocupaba.
– No importa. Solo esperemos que él esté allí.
– ¿Sabes?, me alegro de que lo hicieras -dijo John, mirándola con ternura-. Cuando se lo dijiste, casi me atraganto con el café. Pensé que quizá llevabas demasiado tiempo viviendo conmigo -admitió con una sonrisa.
– No lo suficiente -dijo ella, cariñosamente, y se inclinó para besarlo.
Desde la muerte de Anne, no dejaba de pensar en lo mucho que él significaba para ella y lo mismo le sucedía a John. Pese a sus frecuentes diferencias, eran muy afortunados y lo sabían. La pérdida de su amiga les había recordado a todos ellos que la vida era corta y, algunas veces, muy dulce.