A la mañana siguiente, mientras Pascale preparaba el desayuno para todos, John apareció en la cocina con aire de estar presa del pánico. Llevaba una manija de bronce en una mano. En aquel momento, pasó Agathe por allí, con un biquini leopardo, zapatos de plataforma y un walkman, llevando un cubo de basura y cantando a voz en grito. John se quedó quieto, con la mirada clavada en ella, como si no pudiera creer lo que veía. Pascale continuó preparando huevos revueltos, completamente indiferente a la visión que ofrecía Agathe. A esas alturas, ya estaba acostumbrada y parecía totalmente ajena al aspecto que presentaba.
– ¡El baño se está inundando! -anunció John, agitando la manija ante los ojos de Pascale-. ¿Qué se supone que tengo que hacer?
– No lo sé. ¿No puedes resolverlo tú? Estoy cocinando. -Pascale parecía ligeramente divertida, mientras él continuaba blandiendo la manija en dirección a ella-. ¿Por qué no llamas a Marius y haces que te ayude? -propuso y él levantó los ojos al cielo, exasperado.
– ¿Y cómo sé dónde encontrarlo? ¿Y cómo le digo lo que ha sucedido?
– Pues enseñándoselo -dijo Pascale, haciendo señas a Agathe, que seguía cantando, para captar su atención.
Finalmente, la mujer se quitó los auriculares y Pascale le explicó el problema. No pareció sorprendida; se limitó a coger la manija de la mano de John y, balanceando las caderas, se marchó a buscar a su marido. Este apareció unos minutos más tarde, con un cubo, una fregona y un desatascador. Llevaba pantalones cortos y una camiseta transparente y parecía víctima de una espantosa resaca.
Agathe le estaba explicando a Pascale que eso pasaba constantemente, pero que no era un gran problema y, justo mientras lo decía, del techo de la cocina empezó a caer un hilillo de agua. John y Pascale miraron hacia arriba aterrados. Él salió a todo correr para volver a la escena del crimen y Marius lo siguió, más lentamente. Agathe volvió a colocarse los auriculares y a cantar a pleno pulmón mientras ponía la mesa.
Eric y Diana entraron entonces en la cocina y él se sobresaltó al ver a Agathe con su biquini leopardo y su delantal.
– Es toda una visión -constató, circunspecto, y Diana soltó una carcajada.
– ¿Siempre tiene ese aspecto? -preguntó Diana, cuando Pascale se apartó de los fogones y le sonrió.
Estaba contenta al ver que los dos parecían un poco más relajados y descansados que la noche anterior.
– Más o menos. A veces lleva puesto más, a veces menos, aunque suele ser el mismo tipo de ropa. Pero limpia muy bien. Me ayudó a poner la casa en condiciones antes de que llegarais.
– En cualquier caso, es original -dijo Eric y cogió un melocotón del cuenco que había encima de la mesa de la cocina. La fruta que Pascale había comprado era deliciosa-. ¿Está lloviendo aquí dentro o tenemos un problema? -preguntó Eric, mirando hacia el continuo chorrito de agua que caía del techo.
– John dice que el váter se sale -dijo Pascale y Eric asintió mientras ella le servía los huevos.
Unos minutos más tarde John se reunió con ellos. Parecía agobiado y un tanto fuera de quicio.
– Hay cinco centímetros de agua en el suelo del baño. He hecho que Marius cortara el agua hasta que llame a un fontanero.
– ¿Cómo te las has arreglado para decírselo? -Pascale parecía impresionada. En veinticinco años, John apenas había dicho diez palabras en francés a su madre, la mayoría bonjour, au revoir y merci y solo cuando no tenía más remedio.
– Solía hacer charadas cuando estaba en la secundaria -dijo él, zambulléndose en los huevos.
En ese momento, Marius entró y colocó un cubo debajo de la gotera. Parecía que ahora el agua salía más rápidamente y con más fuerza, pero él no parecía preocupado; desapareció de nuevo y Agathe lo siguió.
– ¿Has dormido bien? -le preguntó Pascale a Eric mientras tomaban los huevos.
Les sirvió a todos unas humeantes tazas de café fuerte.
– Perfectamente -respondió Eric, mirando de soslayo a Diana.
Parecía que no se hablaban o, por lo menos, no más de lo absolutamente necesario. Y había una clara sensación de tensión entre ellos. En cuanto acabaron de comer, Pascale le propuso a Diana que fueran al mercado. John quería quedarse para hablar con el fontanero y Eric anunció que iba a ver si el velero podría hacerse a la mar.
Fue una mañana tranquila para todos ellos. Hacía un tiempo de fábula y Diana y Pascale charlaron de camino al mercado. Pascale comentó que Eric parecía estar haciendo un esfuerzo para ser agradable con ella y Diana asintió, sin apartar la mirada de la ventanilla.
– Es verdad -reconoció-, pero no estoy segura de que eso cambie nada.
– Quizá tendrías que esperar y ver qué pasa durante las vacaciones. Estos días pueden haceros mucho bien a los dos, si tú lo permites.
– ¿Y luego qué? ¿Lo olvidamos todo y fingimos que no ha pasado nada? ¿Tú crees que puedo hacer una cosa así? -Diana parecía irritada ante la idea.
– No estoy segura de que yo pudiera tampoco -dijo Pascale, sinceramente-. Probablemente mataría a John si él me hiciera algo así. Pero quizá sea justamente eso lo que tienes que hacer para arreglar las cosas.
– ¿Por qué tengo que ser yo quien arregle las cosas? -dijo Diana y sonaba furiosa de verdad-. Fue él quien lo hizo, no yo.
– Pero quizá tengas que perdonarlo, si quieres que sigáis casados.
– Eso es algo que todavía no he decidido.
Pascale asintió y unos minutos más tarde llegaron al mercado. Dedicaron dos horas a comprar pan, quesos, fruta, vino, unas terrinas maravillosas y una tarta de fresas que hizo que a Pascale se le hiciera la boca agua, con solo mirarla. Cuando volvieron a la casa con la compra, encontraron a Eric y John tumbados en las hamacas del jardín, mientras John fumaba su cigarro; los dos parecían relajados y felices. Cuando las mujeres entraron con sus bolsas de red y un gran cesto, John les dijo que había venido el fontanero a arreglar el váter, pero que, en cuanto se había ido, el del cuarto de baño de Eric y Diana había empezado a salirse y que Marius estaba arriba tratando de arreglarlo.
– No creo que debamos comprar la casa -dijo Eric con total naturalidad.
– Les hemos ofrecido un avance de las noticias -dijo John, moviendo el cigarro en dirección a su mujer-. Espero que no hayáis gastado demasiado dinero en comida.
– Por supuesto que no; solo he comprado quesos pasados, pan de hace varios días y fruta podrida. Todo junto, una ganga.
– Muy graciosa -dijo él, volviendo a Eric y a su cigarro.
Los cuatro tomaron el almuerzo al aire libre. Luego fueron a nadar y Eric se llevó a Diana en el barco. Al principio, parecía resistirse a ir con él, pero, finalmente, logró convencerla. Diana no era muy marinera y, además, parecía decidida a no darle ninguna oportunidad, pero Pascale se había ido a dormir la siesta y John desapareció poco después y, como no había nada más que hacer, decidió ir.
Cuando los Donnally salieron finalmente de su habitación hacia las seis, Eric y Diana estaban hablando y parecían mucho más relajados que por la mañana. Era evidente que, aunque las cosas no iban perfectamente entre ellos, sí que habían mejorado un poco.
Pascale cocinó pichón para cenar, siguiendo una vieja receta de su madre, y comieron la tarta de fresas que ella y Diana habían comprado en el mercado. Estaba deliciosa. La completaron con café filtre y luego charlaron, sentados en torno a la mesa. Robert llegaba al día siguiente y Diana le preguntó a Pascale si sabía algo más del misterioso «alguien» que había dicho que quizá lo acompañaría.
– No he sabido nada más de él desde que salí de Nueva York. Supongo que nos lo dirá cuando llegue, pero no creo que sea aquella actriz. Apenas se conocen. Me parece que nos preocupamos por nada.
En el relajado ambiente de Saint-Tropez se sentía menos inquieta.
– Eso espero -dijo Diana, con aire adusto.
Especialmente después de la infidelidad de Eric, parecía haberse convertido en la guardiana de la moralidad. Se había prometido que no iba a dejar que Robert hiciera el ridículo y, si les decía que había invitado a Gwen Thomas, Diana tenía toda la intención de decirle que estaba cometiendo un terrible error y que era un enorme insulto a Anne que saliera con una de esas starlettes. Difícilmente podía ser una starlette, a su edad, pero Diana estaba absolutamente convencida, igual que Pascale, de que no podía ser una persona decente y lo único que ellas querían era proteger a Robert de sí mismo.
Pero al día siguiente, cuando llegó, Robert tenía un aspecto enteramente respetable. Salió del coche alquilado con Mandy, que llevaba una camiseta y unos vaqueros blancos y un sombrero de paja. Robert vestía una camisa azul de algodón y pantalones caqui. Los dos tenían un aspecto fresco, limpio y sano y muy estadounidense y parecieron sobresaltarse al ver la casa.
– No es así como la recordaba de las fotos -dijo Robert, con aire desconcertado-. ¿Estoy loco o se ha vuelto un poco más rústica?
– Mucho más rústica -explicó Pascale.
John la miró, divertido, y añadió:
– Y espera a que veas a la doncella y el jardinero, pero nos han devuelto la mitad del dinero, así que vale la pena.
– ¿Por qué lo han hecho? -Robert pareció sorprendido por lo que acababa de decir John.
– Porque nos timaron. Son franceses. ¿Qué se puede esperar? -Pascale lo fulminó con la mirada, pero él no se arredró-. Para decirlo sin ambages, al parecer, cuando Pascale llegó aquí, esto era como La caída de la casa de Usher. Pasó dos días limpiando y ahora está bien, solo que no trates de tirar de la cadena en los baños y no esperes encontrar la casa en Architectural Digest.
Robert asintió con aire divertido y, al instante, Mandy pareció muy preocupada.
– Pero ¿podemos usar los baños?
En su voz había una nota de pánico que divirtió a Pascale. Anne siempre se había quejado de que su hija estaba malcriada y era muy maniática.
– Claro que sí -la tranquilizó John-, solo que cuando entres, no olvides ponerte los chanclos de goma.
– Oh, Dios mío -dijo ella y Pascale trató de no soltar una carcajada-. ¿No sería mejor que fuéramos a un hotel? ¿De verdad podemos quedarnos aquí?
Imaginaba que no se podría usar la instalación de agua para nada y habría preferido irse a un hotel.
– Llevamos dos días aquí -dijo Diana con buen sentido- y hasta ahora hemos sobrevivido sin problemas. Ven, te enseñaré tu habitación.
Pero, cuando lo hizo, Mandy solo se sintió ligeramente tranquilizada. Las tuberías gorgoteaban, se oía gotear agua y notó un olor húmedo y mohoso en la habitación. Era una de esas personas que nunca se sienten cómodas del todo o a sus anchas, cuando salen de su propia casa.
– Te abriré las ventanas -dijo Diana, tratando de ayudar, pero cuando intentó hacerlo, una de ellas se soltó y cayó al jardín-. Haré que el jardinero venga y la vuelva a poner en su sitio -dijo, sonriendo ante la expresión horrorizada de Mandy.
Cinco minutos después Mandy acudía a su padre y le preguntaba si creía que la casa era segura. Además, tenía fobia a las arañas y los bichos y la casa contaba con más de los que le correspondían.
– De verdad, me parece que no tendríamos que quedarnos aquí -le dijo, cautelosa.
Luego propuso que fueran a ver el hotel Byblos, el mejor hotel de Saint-Tropez. Uno de sus amigos se había alojado allí el año anterior.
– Estaremos bien aquí -le contestó él, tranquilizándola-, lo pasaremos bien. Es mucho más divertido quedarnos aquí, con nuestros amigos. No es necesario ir a un hotel.
Eric ya le había dicho que el velero estaba en buenas condiciones y se moría de ganas de salir a navegar.
– Quizá tendría que irme a Venecia antes -dijo, todavía preocupada. Iba a reunirse con unos amigos allí.
– Haz lo que tú quieras -dijo él con calma.
Anne siempre había sabido manejarla mejor que él. Él se impacientaba cuando ella se ponía nerviosa o se inquietaba y era evidente que prefería lo lujoso a lo «rústico». Pero a su edad, no creía que unos cuantos días en una casa decrépita fueran a hacerle daño, con bichos o sin ellos. Y resultaba que a él le gustaba. Era cómoda y, aunque todo estaba un poco raído, creía que tenía encanto y ya le había dicho a Pascale que le gustaba, lo cual la complació, porque se sentía muy culpable, porque era mucho menos impresionante de lo que les había prometido. Sin embargo, todos se habían adaptado bastante bien.
La primera crisis, de poca importancia, surgió al final de la tarde, cuando Mandy fue a tumbarse en la cama para leer un rato. Acababa de ponerse cómoda cuando la cama se hundió, con ella encima. Dos de las patas estaban rotas y la habían apuntalado cuidadosamente para ocultarlas, pero, en cuanto Mandy se movió, varió el delicado equilibrio y terminó en el suelo. Soltó un gritito y Pascale entró para ver qué le pasaba, echándose a reír al verla derrumbada en el suelo.
– Oh, cielos, llamaré a Marius para que la arregle.
Pero cuando apareció para tratar de repararla, vieron que la habían encolado tantas veces que, esta vez, no había modo de conseguir que se sostuviera. Mandy tuvo que resignarse a dormir encima del colchón, en el suelo, lo cual facilitaba el acceso de arañas y bichos. Lo aceptó con buen talante, pero Pascale vio que no estaba contenta y sospechó que no tardaría mucho en marcharse a Venecia.
Con su caja de herramientas en la mano, Marius salió de la habitación, sumido en un sopor etílico, y Pascale le dio las gracias.
– Es un buen tipo -dijo John más tarde, riéndose- y su mujer es una auténtica perla. Te encantarán sus conjuntos -prometió.
Cuando Agathe reapareció al final de la tarde, llevaba una blusa blanca de encaje a través de la cual se transparentaban los sostenes negros, y unos pantalones cortos, tan cortos que apenas le cubrían el trasero. Mandy no pudo evitar echarse a reír, aunque su padre parecía algo escandalizado.
– Yo la encuentro muy mona -dijo John, con aire divertido, y Robert sonrió a su pesar-. Espera hasta que veas su numerito del leopardo o los pantalones de ciclista rosa brillante.
Robert soltó una risa mientras Mandy desaparecía. Aquella tarde, lo había pasado muy bien en el velero y le divertía el decrépito estado de la casa. Para él, era como una aventura y estaba convencido de que a Anne también le habría encantado y habría visto el lado gracioso de la situación. Siempre había sido más aventurera que su hija y no le daban miedo los bichos. Mandy era una chica de ciudad.
Pascale estaba preparando la cena y cuando abrió el horno para ver cómo estaban los pollos que estaba haciendo, la puerta se salió de los goznes y aterrizó en el suelo, justo al lado de sus pies. Pero Eric se las arregló para repararla. Con alambre de empacar, ideó un ingenioso sistema para sujetarla y los demás aplaudieron su habilidad. Sin embargo, más tarde, Mandy volvió a mencionarle el Byblos a su padre, con una mirada esperanzada. Estaba claro que no disfrutaba del encanto rústico de la casa tanto como su padre y los amigos de este.
– Me gusta esto -dijo Robert, con sencillez- y a los demás también.
No obstante, había que reconocer que, para ella, no resultaba tan divertido. No había nadie de su edad para salir y Mandy estaba empezando a pensar que había cometido un error al ir. Pero no quería herir los sentimientos de nadie marchándose antes de lo planeado.
– Mira cariño, esto no es muy divertido para ti. La casa no es tan confortable como yo pensaba.
Incluso el velero no le proporcionaba mucha distracción. Aunque sus hermanos eran marineros entusiastas, Mandy siempre había detestado navegar. Lo que le gustaba era el esquí acuático, ir a bailar por la noche y estar con gente de su edad.
– Me gusta estar aquí contigo, papá -dijo sinceramente.
Siempre le habían gustado los amigos de sus padres, pero también se sentía sola porque su madre no podía verla allí, con todos, aunque sentía afecto por Diana y Pascale.
– ¿Quieres marcharte antes a Venecia? No me lo tomaré a mal si lo haces.
Era feliz con los Donnally y los Morrison, pero Mandy se sentía culpable por abandonarlo.
– Claro que no. Me encanta esto.
Ambos sabían que eso estaba lejos de ser verdad.
– Creo que tendrías que intentar reunirte antes con tus amigos -dijo Robert y la animó a ir de compras a Saint-Tropez por la tarde.
Así lo hizo y se tropezó con un amigo que se alojaba allí cerca, en Ramatuelle. Era un joven muy agradable y, por la noche, fue a buscarla para ir a cenar.
Los demás iban a ir a Le Chabichou, un restaurante que Agathe les había aconsejado. Salieron en dos coches, de muy buen humor, salvo Eric y Diana que fueron en coches separados. Eric parecía alicaído y Diana estaba mucho más callada que de costumbre. Pero a todos les gustó el restaurante y más incluso cuando probaron la comida. Era soberbia.
A las once seguían allí, saciados y felices, después de haberse bebido tres botellas de vino entre los cinco. Incluso el humor de Eric y Diana había mejorado, aunque no estaban sentados juntos y no se habían hablado en toda la noche. Pascale estaba charlando con Robert cuando este mencionó de nuevo que la persona de la que les había hablado llegaría el lunes. Se suponía que Mandy se habría ido para el fin de semana, si no antes.
– ¿Es alguien que conocemos? -preguntó Pascale, como sin darle importancia, muerta de curiosidad, pero sin querer que sonara como si estuviera husmeando en sus asuntos.
– No lo creo. Es alguien que conocí hace dos meses, una noche que salí con Mandy.
Pascale aguzó el oído, preguntándose si sería aquella ignominiosa actriz. Por lo menos, ella la suponía ignominiosa y Diana estaba de acuerdo con ella.
– Seguro que has oído hablar de ella -continuó Robert-, es una mujer muy agradable. Está pasando esta semana con unos amigos en Antibes y pensé que sería divertido que todos vosotros la conocierais.
– ¿Es alguien -preguntó Pascale esforzándose por encontrar las palabras justas, desgarrada entre la curiosidad y los buenos modales- en quien estás interesado, Robert?
– Solo somos amigos -dijo él con sencillez y entonces se dio cuenta de que todos estaban escuchando y pareció un poco violento-. Es actriz. Gwen Thomas. Ganó un Oscar el año pasado.
En cuanto lo dijo, Diana, desde el otro lado de la mesa, le lanzó una mirada de franca desaprobación. Esos días estaba más crítica respecto a todo.
– ¿Por qué querría venir aquí? -preguntó sin rodeos-. No somos muy interesantes y la casa es un desastre. ¿De verdad quieres que venga?
Todos rogaban por que no fuera así; no querían una extraña entre ellos, en especial alguien que era más que probable que fuera difícil y caprichosa. Las dos mujeres estaban seguras de que «la actriz», como la llamaban entre ellas, estaba tratando de aprovecharse de Robert de alguna manera. Él les era muy querido y, después de tantos años protegido dentro de su matrimonio, daban por sentado que era un ingenuo.
– Es una persona muy agradable. Creo que os gustará a todos -dijo Robert, con calma.
Los hombres asintieron, curiosos por conocerla, y las mujeres torcieron el gesto.
– Esto no es exactamente Rodeo Drive -insistió Diana, tratando de desanimarlo.
Sin embargo, él no pareció impresionado ni por su falta de entusiasmo por conocer a Gwen ni por la de Pascale. John y Eric estaban secretamente interesados, pero no se lo hubieran confesado a sus mujeres.
Pascale no podía pensar en nada peor que tener que agasajar a una prima dona caprichosa. Estaba segura de que Gwen Thomas sería una pesadilla; era lo bastante famosa para que fuera así. Les arruinaría las vacaciones. Y posiblemente, la vida de Robert.
– ¿Cuántos días se quedará?
– Unos días, máximo una semana. Depende de cuándo tenga que volver a Los Ángeles. Tiene que empezar a ensayar para una película y quería descansar primero. Pensé que aquí lo pasaría bien. -Lo dijo de un modo paternal, protector-. Creo que a Anne le habría gustado. Comparten muchas opiniones y actitudes. A Gwen le gustan los mismos libros, la misma música y las mismas obras de teatro.
Pascale miró a John preocupada y Diana incluso le lanzó una mirada a Eric. Ninguna de las dos creía ni por un momento que Robert y Gwen fueran solo «amigos». Estaban seguras de que la actriz estaba decidida a cazarlo y que él era un inocente, listo para el sacrificio. A las dos les resultaba inconcebible pensar que los motivos de la actriz pudieran ser nobles.
Como se había hecho el silencio entre ellos, Eric pidió la cuenta y cada uno pagó su parte, mientras John escudriñaba la factura, decidido a encontrar un error. Siempre daba por sentado que los restaurantes querían estafarlo, por lo cual Pascale detestaba salir a cenar con él. Para cuando acababa de desmenuzar la cuenta y volver a calcularlo todo, le había estropeado la noche a Pascale. Pero en esos momentos estaba tan nerviosa por la inminente llegada de la «amiga» de Robert que no le prestó ninguna atención. Apenas podía esperar el momento de hablar de todo aquello con Diana al día siguiente y pensaba que llevar a Gwen allí era un atrevimiento por parte de Robert. Parecía demasiado pronto, después de la muerte de Anne, para empezar a salir con nadie. Tanto la persona como la visita le parecían mal en todos los sentidos.
– ¿Nos vamos? -preguntó Robert en tono afable.
Volvieron a los coches y regresaron a la casa. Pascale y Diana iban con John y hablaron animadamente de sus planes para «salvar» a Robert de la diablesa Gwen.
– ¿Por qué no le dais una oportunidad y esperáis hasta ver cómo actúa? -dijo John con sensatez, haciendo que las dos mujeres se pusieran furiosas. Se preguntó si no estarían algo celosas de Gwen, aunque no se hubiera atrevido ni a insinuarlo.
Lo único que dijeron era que estaban preocupadas por Robert y que tenían que protegerlo de alguien que, según ellas, no era digna de él. Se lo debían a Anne.
Al llegar a la casa se desearon buenas noches. Mandy ya había vuelto y estaba acostada. Pero Pascale, echada en la cama, no dejaba de pensar en la pesadilla que se les venía encima y se volvió hacia John con aire preocupado.
– ¿Y qué pasará con los paparazzi? -preguntó ansiosamente.
– ¿Qué pasará? -dijo él sin comprender.
No tenía ni idea de qué le hablaba. Parecía que la imaginación de su esposa se hubiera desbocado.
– No nos dejarán en paz, si esa mujer viene aquí. No volveremos a tener ni un segundo de paz durante el resto de las vacaciones.
Era una idea válida y algo en lo que ninguno de ellos había pensado.
– No creo que haya mucho que podamos hacer en ese sentido. Estoy seguro de que ella está acostumbrada y que sabrá cómo manejar la situación -dijo y no sonaba preocupado-. Debo admitir que estoy sorprendido de que la haya invitado a venir, especialmente con Diana y tú arremetiendo contra él -dijo, con aspecto divertido.
– No estábamos arremetiendo contra él -dijo Pascale, soltando chispas y con un aire muy francés-. Nos preocupamos por él. Es probable que no se quede más de un día, cuando vea la casa -dijo Pascale, esperanzada-. Puede que se marche, cuando se dé cuenta de que sabemos qué pretende. Robert puede ser un inocente, pero los demás no lo somos.
John se echó a reír al oírla.
– Pobre Robert. Si supiera la que le espera cuando ella llegue… Supongo que nunca nos acostumbraremos a la idea de que haya otra persona en su vida -dijo John, reflexivamente-. Cualquiera que no sea Anne nos parece una intromisión enorme. Pero él tiene derecho a hacer lo que quiera. Es un hombre adulto y necesita compañía femenina. No puede quedarse solo para siempre. Mira, Pascale, si le gusta esta chica, ¿por qué no? Es guapa, es joven. Él disfruta de su compañía. Podría ser peor.
En realidad, a él le parecía estupendo, más de lo que hubiera reconocido ante Pascale.
– ¿Estás loco? ¿Qué has bebido? ¿No sabes qué es? Es una actriz, una zorra, y tenemos que salvarlo de ella.
Era un punto de vista muy radical, por decirlo suavemente. Pascale sonaba como si fuera Juana de Arco iniciando una cruzada.
– Ya sé lo que piensas, pero me preguntaba si tenemos derecho a inmiscuirnos. Es posible que él sepa lo que hace. Y es posible que solo sean amigos y, si es más que eso, es posible que esté enamorado de ella. Pobre Robert. Lo compadezco.
Pero ¿hasta qué punto era posible compadecerlo? Una de las máximas estrellas de Hollywood venía a visitarlo. Aunque solo fuera por eso, no cabía duda que era mucho más emocionante de lo que había sido su vida con Anne.
– Yo también lo siento por él. Es un inocente. Y esa es, justamente, la razón por la que tenemos que protegerlo. Además, Mandy se horrorizaría si lo supiera.
– No creo que tengas que decírselo -dijo John, muy en serio-. Lo que Robert le diga a su hija sobre esa mujer es asunto suyo.
– De cualquier modo, acabará por descubrirlo -dijo Pascale en tono agorero-. Que se divierta un poco después de tocia la tristeza que ha sufrido por la pérdida de Anne. Además, es probable que solo se trate de eso, de pasar un buen rato. Más adelante, ya encontraremos alguien adecuado para él -concluyó tajante.
– Bueno, no es que lo esté haciendo mal, él sólito -le recordó John-. Diablos, es un monumento y una de las actrices más famosas del país.
– Precisamente -dijo Pascale, como si él hubiera probado que ella tenía razón-. Y esa es la razón por la que debemos protegerlo. No puede ser una buena persona, de ninguna manera, teniendo todo eso en cuenta -dijo Pascale enfáticamente.
– Pobre Robert -repitió John con una sonrisa.
Mientras se iba quedando dormido, acurrucado contra Pascale, John sabía que tenía que compadecerlo, pero, pese a los alarmantes augurios de Pascale, seguía pensando que no estaba nada mal.