Capítulo 1

Diana Morrison encendió las velas que adornaban la mesa del comedor, puesta para seis personas. El piso era grande y elegante, con vistas a Central Park. Diana y Eric habían vivido allí diecinueve de los treinta y dos años que llevaban casados y, durante la mayor parte de ese tiempo, sus dos hijas habían vivido también allí, con ellos. Las dos se habían marchado en los últimos años, Samantha a un apartamento para ella sola, después de licenciarse en Brown, y Katherine al casarse, cinco años atrás. Eran buenas, inteligentes, cariñosas y divertidas y, pese a las previsibles discusiones que habían tenido durante la adolescencia se llevaba muy bien con ellas y las echaba de menos, ahora que eran mayores.

Pero ella y Eric disfrutaban de su tiempo solos. A los cincuenta y cinco años, seguía siendo bella y Eric siempre se había esforzado por mantener vivo el idilio entre los dos. Oía suficientes historias en su trabajo para comprender lo que las mujeres necesitaban de sus hombres. A los sesenta, era un hombre apuesto, de aspecto joven. Un año antes había convencido a Diana para que se arreglara los ojos. Sabía que ella se sentiría mejor si lo hacía, y estaba en lo cierto. Tenía un aspecto maravilloso a la luz de las velas, mientras comprobaba, una vez más, que no faltara nada en la mesa puesta para la cena de Nochevieja. Con la pequeña operación de cirugía estética se había quitado diez años de encima.

Hacía años que dejaba que el pelo mostrara su color natural, un blanco que en esos momentos refulgía como nieve recién caída. Lo llevaba en melena, con un corte inclinado perfecto que destacaba sus delicados rasgos y sus enormes ojos azules. Eric siempre le decía que estaba tan bonita ahora como cuando se conocieron. Ella era enfermera en el Columbia-Presbyterian, él, médico interno de obstetricia; se casaron seis meses más tarde y no se habían separado desde entonces. Ella dejó de trabajar al quedar embarazada de Katherine y después permaneció en casa, ocupándose de las niñas y mostrándose comprensiva con su marido cuando él se levantaba una noche tras otra para ayudar a traer niños al mundo. A Eric le encantaba su trabajo y ella estaba orgullosa de él.

Tenía una de las consultas de obstetricia y ginecología más prósperas de Nueva York y decía que todavía no estaba cansado, aunque dos de sus socios se habían retirado el año anterior. Pero a Eric no le importaban las horas extra y Diana ya estaba acostumbrada. No le molestaba que se marchara en mitad de la noche o que tuviera que cancelar una cena en el último minuto. Llevaban más de treinta años viviendo de esa manera. Él trabajaba en vacaciones y los fines de semana y adoraba lo que hacía. Fue él quien atendió a su hija Katherine cuando dio a luz a sus dos hijos.

Eran una familia perfecta en muchos sentidos y la vida se había portado bien con ellos. Tenían una vida fácil y gratificadora y un matrimonio sólido. Ahora que sus hijas eran mayores, Diana estaba muy ocupada trabajando como voluntaria en Sloan-Kettering y organizando actividades para recaudar fondos para investigación. No sintió ningún deseo de volver a su trabajo de enfermera cuando sus hijas se hicieron mayores; además, sabía que lo había dejado durante demasiado tiempo. Por otro lado, ahora tenía otros intereses; su vida había crecido a pasos agigantados en torno a ella. Su trabajo benéfico, el tiempo que pasaba con Eric, los muchos intereses compartidos, los viajes y sus dos nietos llenaban sus días.

De pie en el comedor, se volvió al oír que Eric entraba en la sala y, por un instante, él permaneció en el umbral del comedor, sonriéndole cuando sus miradas se encontraron. El lazo que los unía era evidente, la solidez de su matrimonio, rara.

– Buenas noches, señora Morrison… tienes un aspecto increíble.

Sus ojos, lo dijeron antes de que lo hicieran sus palabras. Siempre era fácil ver y saber lo mucho que la amaba. Su cara era atractiva, juvenil, de rasgos pronunciados, con un hoyuelo en la barbilla y los ojos del mismo azul brillante que ella, y su pelo había pasado sin esfuerzo de rubio rojizo a gris. Tenía un aspecto particularmente atractivo vestido de esmoquin; su estado físico era bueno y se mantenía en forma, con el mismo talle esbelto y los mismos hombros anchos que cuando se casaron. Montaba en bicicleta por el parque los domingos por la tarde y jugaba al tenis siempre que no estaba de guardia el fin de semana. Por muy cansado que estuviera, jugaba a squash o nadaba todas las noches después de acabar el trabajo en la consulta. Los dos parecían salir de un anuncio de personas sanas y atractivas de mediana edad.

– Feliz Año Nuevo, cariño -añadió él, mientras se acercaba, la rodeaba con el brazo y la besaba-. ¿A qué hora vienen?

Se refería a las dos parejas que eran sus compañeros favoritos y sus mejores amigos.

– A las ocho -dijo ella, mientras comprobaba el champán que se estaba enfriando en una cubitera de plata y él se servía un martini-. Al menos, Robert y Anne llegarán a esa hora. Pascale y John lo harán en algún momento antes de medianoche.

Eric se echó a reír al tiempo que se ponía una aceituna extra en el vaso y miraba a Diana.

Él y John Donnally habían ido juntos a Harvard y eran amigos desde entonces. Eran tan diferentes como la noche y el día. Eric era alto y enjuto, fácil de trato y de espíritu generoso. Amaba a las mujeres y, como hacía cada día en su consulta, podía pasar horas hablando con ellas. John era fornido, fuerte, irascible, tenía mal genio, discutía constantemente con su esposa y pretendía ser muy mujeriego, aunque nadie lo había visto nunca hacer nada en ese sentido. La verdad es que John amaba a su esposa, aunque habría preferido morirse antes que reconocerlo públicamente, incluso ante sus mejores amigos. Oírles hablar, a él y a Pascale, era como oír una serie de ráfagas de fuego graneado. Ella tenía un genio tan vivo como él y ocho años menos que Diana. Pascale era francesa y, cuando conoció a su marido, bailaba con el New York City Ballet. En aquel momento, tenía veintidós años y, veinticinco años después, seguía tan diminuta y graciosa como entonces, con unos grandes ojos verdes, pelo castaño oscuro y una figura increíble. Enseñaba ballet desde hacía diez años, en su tiempo libre. Solo había dos cosas evidentes que eran similares en Pascale y en John; ninguno de los dos era puntual y ambos tenían un carácter difícil y les encantaba discutir horas y horas. Habían convertido el arte de discutir por insignificancias en un deporte olímpico.

Los últimos invitados de Diana para Nochevieja eran Robert y Anne Smith. Se habían conocido treinta años atrás, cuando Eric atendió a Anne en su primer parto, y su amistad con ellos nació en ese mismo momento. Tanto Anne como Robert eran abogados. Con sesenta y un años, ella seguía ejerciendo y Robert era juez de un tribunal superior. A los sesenta y tres años, tenía el aspecto adecuadamente solemne que correspondía a su cargo. Pero su porte, a veces adusto, era una máscara que ocultaba un corazón bondadoso y tierno. Amaba a su esposa, a sus tres hijos y a sus amigos. Eric había ayudado a traer al mundo a los tres niños y se había convertido en uno de los mejores amigos de Anne.

Robert y Anne se casaron cuando estudiaban derecho y llevaban juntos treinta y ocho años. Eran los miembros de más edad del grupo y parecían los más formales, sobre todo debido a su trabajo. Pero eran cálidos y animados cuando estaban con sus amigos y tenían su propio estilo, algo que también sucedía con los demás. No eran tan pintorescos ni nerviosos como Pascale o John ni tenían un aspecto tan joven ni tan elegante como Eric y Diana. Robert y Anne aparentaban su edad, pero eran jóvenes de corazón. Los seis amigos sentían un profundo afecto mutuo y siempre se lo pasaban bien juntos. Se veían muy a menudo, mucho más que con otros amigos.

Cenaban juntos una o dos veces al mes y, a lo largo de los años, habían compartido alegrías, esperanzas y decepciones, las preocupaciones por sus hijos e incluso el profundo dolor de Pascale por no poder tener hijos. Después de dejar la danza, los deseaba con desesperación, pero nunca logró quedarse embarazada y ni siquiera los especialistas en fertilidad que les recomendó Eric pudieron hacer nada por ellos. Media docena de intentos in vitro e incluso óvulos de donantes, todo había sido en vano. Y John se había negado tozudamente a hablar siquiera de adoptar un niño. No quería «un delincuente juvenil de otros», quería el suyo propio o ninguno. Así que con cuarenta y siete y sesenta años, seguían sin hijos; solo se tenían el uno al otro para criticarse, algo que ambos hacían con frecuencia, sobre toda una serie de temas, la mayoría de veces para gran diversión de los demás, que ya estaban acostumbrados a las acaloradas disputas que Pascale y John no hacían ningún esfuerzo por ocultar y que parecían encantarles.

En una ocasión, las tres parejas alquilaron un velero en el Caribe y en varias, una casa en Long Island. Habían ido a Europa todos juntos más de una vez y siempre disfrutaban de esos viajes en compañía. Pese a tener estilos muy diferentes, eran totalmente compatibles y los mejores amigos. No solo toleraban las flaquezas de cada uno, sino que se comprendían en las cosas importantes. Habían compartido muchas experiencias comunes a lo largo del tiempo.

Era lógico que pasaran la noche de fin de año juntos. Durante las dos últimas décadas, era una tradición que las tres parejas valoraban y con la que contaban todos los años. Cada año se reunían en una casa diferente; iban a casa de Robert y Anne para cenar temprano y pasar una noche tranquila, que acababa justo después de las campanadas de medianoche, o a casa de John y Pascale, para tomar unas cenas desorganizadas, preparadas de forma apresurada, pero deliciosas, y el champán y los vinos que John y Pascale coleccionaban y sobre los que disputaban. Ella prefería los vinos franceses y él optaba por los californianos. Pero el lugar favorito para la cena de Nochevieja era la casa de Eric y Diana. Su hogar era cómodo y elegante, la cocinera que Diana utilizaba para noches como esas era excelente y muy capaz, y nunca se entrometía. La comida era buena, los vinos eran magníficos y en aquel piso decorado de forma impecable todos sentían que tenían que exhibir su mejor aspecto y comportarse de forma también impecable. Incluso Pascale y John hacían un esfuerzo por portarse bien cuando estaban allí, aunque no siempre lo conseguían y estallaba alguna pequeña discusión sobre el nombre de un vino que ninguno de los dos podía recordar o un viaje que querían hacer. John adoraba África, y Pascale, el sur de Francia. Con frecuencia, John hacía comentarios incendiarios sobre la madre de Pascale, a la que odiaba. Fingía odiar Francia, a los franceses y todo lo que tuviera que ver con ellos, incluyendo de forma muy especial a su suegra. Pascale le correspondía impetuosamente, con sus acerbos comentarios sobre la madre de John, que vivía en Boston. Pero pese a sus singularidades y rarezas, no cabía duda que los seis amigos sentían más que afecto unos por otros. El suyo era un profundo vínculo de cariño que había superado la prueba del tiempo y siempre tenían ganas de verse, sin importar si lo hacían con frecuencia o de tanto en tanto. Lo mejor de todo era que siempre que estaban juntos, se lo pasaban muy bien.

El timbre sonó exactamente a las ocho menos cinco y ni Eric ni Diana se sorprendieron cuando, al abrir la puerta, se encontraron a Anne, vestida con un traje de noche negro de cuello alto, unos discretos pendientes de perlas en las orejas y el pelo gris recogido en un moño, y a Robert, con esmoquin y el pelo blanco como la nieve y perfectamente peinado, de pie en el umbral, sonriéndoles.

– Buenas noches -dijo Robert con un destello en los ojos, mientras se inclinaba desde su considerable altura para besar a Diana y los cuatro se deseaban un feliz año nuevo-. ¿Llegamos tarde? -preguntó Robert, con aspecto preocupado. Era puntual en grado sumo, igual que Anne-. El tráfico estaba imposible.

Vivían en East Eighties, mientras que Pascale y John tenían que desplazarse desde su piso cerca del Lincoln Center, en el West Side. Pero solo Dios sabía cuándo llegarían. Para mayor complicación, había empezado a nevar, lo cual haría que les resultara difícil encontrar un taxi.

Anne se quitó el abrigo y sonrió a Diana. Aunque solo era seis años mayor que ella, parecía su madre. Tenía unos cálidos ojos castaños y llevaba el pelo gris plateado recogido en un moño. Era bonita, pero nunca se había interesado por su aspecto. Casi no llevaba maquillaje y tenía una piel sedosa exquisita. Prefería dedicar su tiempo al arte, el teatro, los libros difíciles de entender y la música, cuando no estaba ocupada en su bufete legal especializado en asuntos de familia. Era una ardiente defensora de los derechos de los niños y, en los últimos años, había gastado una enorme cantidad de dinero colaborando en la puesta en marcha de programas de ayuda para mujeres maltratadas. Era una labor de amor, por la cual había recibido numerosos premios. Robert y ella compartían la pasión por la ley, la difícil situación de los niños y de las víctimas del maltrato y ambos eran bien conocidos por su apoyo a las causas humanitarias. Unos años atrás, Anne había pensado seriamente en entrar en política y la animaban a hacerlo, pero había decidido no hacerlo por el bien de su esposo y sus hijos. Prefería la vida privada a la pública y no tenía ningún deseo de soportar la atención que se habría centrado en ella. Pese a sus considerables cualidades profesionales, era admirablemente modesta, hasta el punto de ser humilde y Robert estaba muy orgulloso de ella. Era uno de sus más abiertos admiradores.

Cuando Anne se sentó en la sala, Eric se acomodó a su lado en el sofá y le rodeó los hombros con el brazo.

– Bien, ¿y dónde habéis estado estas dos últimas semanas? Me parece que hace siglos que no nos veíamos.

Como cada año, Robert y Anne habían pasado las vacaciones en Vermont, con sus hijos y nietos. Tenían dos hijos casados y una única hija, que había terminado sus estudios de derecho hacía poco. Pero no importaba donde estuvieran ni qué hicieran, siempre volvían para pasar la Nochevieja con sus amigos. Solo habían faltado un año, cuando el padre de Anne murió y ella tuvo que ir a Chicago, para estar con su madre. Pero excepto esa vez, la reunión era un compromiso sagrado para los seis.

– Estuvimos en Sugarbush, cambiando pañales y buscando manoplas perdidas -explicó Anne con una sonrisa.

Tenía un rostro bondadoso y ojos risueños. Tenían cinco nietos y dos nueras, que Diana intuía que a Anne no le gustaban, aunque nunca lo diría en voz alta. Ninguna de las dos trabajaba y Anne no aprobaba que sus hijos les consintieran todos los caprichos. Pensaba que las mujeres debían trabajar. Ella siempre lo había hecho. En la intimidad de su propio hogar, Anne le había dicho repetidas veces a Robert que pensaba que sus nueras estaban muy consentidas.

– Y a ti, ¿qué tal te han ido las vacaciones? -Anne sonrió a su viejo amigo al preguntarlo. Eric era como un hermano para ella, desde hacía muchos años.

– Bien, lo pasamos muy bien con Katherine y Sam. Uno de los hijos de Kathy tiró el árbol de Navidad al suelo, o por lo menos, lo intentó, y en Nochebuena, el más pequeño se metió un cacahuete por la nariz y tuve que llevarlo a urgencias para que se lo sacaran.

– Suena casi perfecto. Uno de los hijos de Jeff se rompió el brazo en la escuela de esquí -dijo Anne, con aire de preocupación y de alivio por haber dejado a sus nietos con sus padres.

Le gustaban sus hijos y sus nietos, pero no tenía reparos en admitir que la agotaban, y Robert estaba de acuerdo. Él quería a sus hijos y nietos y le encantaba pasar tiempo con ellos, pero también disfrutaba de su tiempo solo con Anne. Durante todos aquellos años, su matrimonio había sido una historia de amor, tranquila pero sólida. Él la quería con locura.

– Hace que te preguntes cómo nuestros hijos lograron sobrevivir a la niñez -dijo Diana, dándole una copa de champán y sentándose a su lado, mientras Robert permanecía de pie, bebiendo champán y mirando con admiración a su mujer. Le había dicho lo guapa que estaba y la había besado antes de salir de casa.

– No sé por qué, pero creo que todo era más fácil cuando nuestros hijos eran pequeños -suspiró Anne con una sonrisa-. Puede que fuera porque yo estaba en el despacho en aquel entonces -añadió, sonriéndole a Robert. Pese a su familia y sus trabajos, siempre habían reservado tiempo el uno para el otro y para el amor-. Ahora todo parece más lleno de tensión o puede que, cuando hay niños alrededor, mis nervios ya no son lo que eran. Los quiero mucho, pero es tan agradable pasar una noche tranquila y civilizada, con adultos… -Miró a los Morrison con placer-. En Sugarbush, los decibelios dentro de la casa alcanzaban un nivel que estuvo a punto de volver loco a Robert.

En el coche, los dos habían reconocido que estaban encantados de volver a casa.

– Voy a disfrutar mucho más de mis nietos cuando empiece a perder el oído -dijo Robert, depositando el vaso encuna de la mesa de centro, justo en el momento en que sonaba el timbre de la puerta.

Eran casi las ocho y media, un récord de puntualidad para los Donnally, quienes solían llegar tarde y se acusaban mutuamente por ello, insistiendo con vehemencia que era culpa del otro. Ese día no era diferente.

Eric les abrió la puerta mientras Diana seguía hablando con los Smith y, un segundo después, todos podían oír a Pascale y John.

– Siento mucho llegar tarde -decía Pascale con su marcado acento francés.

Aunque llevaba casi treinta años viviendo en Nueva York y hablaba inglés de forma impecable, nunca había conseguido librarse de su acento ni tampoco había intentado hacerlo. Seguía prefiriendo hablar en francés siempre que era posible, con gente que se encontraba, con los vendedores de las tiendas, con los camareros y varias veces a la semana con su madre, por teléfono. John clamaba que pasaban horas al teléfono. Pese a sus veinticinco años de matrimonio, John seguía negándose rotundamente a aprender francés, aunque entendía palabras clave aquí y allí y era capaz de decir «Merde» con un acento muy convincente.

– ¡John se negó en redondo a coger un taxi! -exclamaba Pascale incrédula y escandalizada mientras Eric le cogía la chaqueta con una sonrisa cómplice. Le encantaban sus historias-. ¡Me obligó a coger el autobús para venir! ¿Puedes creértelo? ¡En Nochevieja y con traje de noche!

Parecía llena de indignación mientras se apartaba un rizo de pelo negro de los ojos. Llevaba el resto del pelo recogido hacia atrás en un apretado moño, igual al que usaba cuando bailaba, solo que ahora llevaba la parte de delante menos tirante. Pese a sus cuarenta y siete años, seguía habiendo algo abrumadoramente sensual y exquisito en ella. Era pequeña, delicada y grácil y sus ojos verdes centelleaban mientras le contaba a Eric su trágica historia.

– No me negué a coger un taxi -explicó John, defendiéndose, mientras Pascale seguía quejándose de él-. ¡No encontramos ninguno!

– ¡Bah! -dijo ella, lanzando rayos por los ojos, fulminando a su marido con la mirada-. ¡Ridículo! ¡Lo que pasa es que no querías pagar un taxi!

John era famoso por su cicatería entre todos los que lo conocían. Pero con la nieve que caía sin cesar, era muy posible, por lo menos en este caso, que no hubieran conseguido encontrar taxi. Por una vez, parecía estar curiosamente tranquilo ante el ataque de su mujer mientras entraban en la sala con Eric para reunirse con los demás. Estaba de un humor excelente al saludar a sus amigos.

– Perdón por llegar tarde -dijo sosegadamente.

Estaba acostumbrado a los arrebatos incendiarios de su esposa y, por lo general, no le perturbaban. Pascale era francesa, se ofendía fácilmente y se indignaba con frecuencia. John, por regla general, era mucho más tranquilo, por lo menos al principio. Le costaba un poco más reaccionar y acalorarse. Era robusto y muy fuerte. Había jugado a hockey sobre hielo en Harvard. Él y Pascale ofrecían un interesante contraste visual; ella, tan delicada y menuda, y él fuerte, con hombros anchos y lleno de vigor. Todos llevaban años comentando lo mucho que se parecían a Katherine Hepburn y Spencer Tracy.

– Feliz Año Nuevo a todos -dijo John, con una amplia sonrisa, aceptando una copa de champán que le daba Diana.

Mientras, Pascale besaba a Eric en las dos mejillas y luego hacía lo mismo con Anne y Robert. Un segundo después, Diana la abrazaba y le decía lo encantadora que estaba. Siempre lo estaba. Tenía unos rasgos exquisitos y exóticos.

– Alors, les copains -dijo-, ¿qué tal fue la Navidad? La nuestra fue horrible -añadió sin detenerse a respirar-. A John, el traje que le regalé le pareció espantoso y él me compró una estufa, ¿os lo podéis imaginar? ¡Una estufa! ¿Y por qué no un cortacésped o un camión?

Parecía furiosa, mientras los otros se reían y su marido se apresuraba a contestarle en defensa propia.

– No te compraría ningún tipo de vehículo, Pascale. ¡Eres una conductora pésima!

Pero por lo menos en esta ocasión lo dijo con buen humor.

– Conduzco mucho mejor que tú -dijo ella, bebiendo un sorbo de champán- y lo sabes. Incluso tienes miedo de conducir en París.

– No tengo miedo de nada francés, salvo de tu madre.

Pascale puso los ojos en blanco y se volvió hacia Robert. A él siempre le gustaba conversar con ella. Le apasionaba el ballet clásico, igual que a Anne, y el buen teatro y, a veces, él y Pascale hablaban de ballet durante horas. También le gustaba practicar su oxidado francés con ella, algo que a ella la hacía muy feliz.

El grupo charló amigablemente hasta la hora de cenar, bebiendo champán, hablando y riendo. John admitió finalmente que estaba contento de haber cogido el autobús y de haberse ahorrado el dinero del taxi y todo el mundo le tomó el pelo por ello. En su círculo, era famoso por lo poco que le gustaba gastar dinero y a todos les encantaba pincharlo. Era el blanco de innumerables chistes y disfrutaba de todos ellos.

Eric y Anne conversaron sobre el esquí en Sugarbush y Diana intervino para decir que se moría por volver a Aspen. Pascale y Robert hablaron del inicio de la temporada de ballet. Y Diana y John comentaron el estado de la economía, del mercado de valores y de algunas de las inversiones de los Morrison. John trabajaba en un banco de inversiones y le entusiasmaba hablar de negocios con cualquiera que le siguiera la corriente. Los intereses del grupo siempre habían armonizado bien y pasaban con facilidad de temas serios a otros ligeros. Cuando Diana les dijo que la cena estaba lista y que podían pasar al comedor, Anne le estaba comentando a Eric que su hijo mayor y su esposa iban a tener otro hijo. Sería su sexto nieto.

– Por lo menos, nunca quedaré traumatizada por que alguien me llame abuela -dijo Pascale, con un tono ligero, pero todos sabían que le dolía más de lo que su comentario dejaba suponer.

Todos recordaban la media docena de años durante los cuales había ido informándoles regularmente sobre los tratamientos intensivos, los medicamentos que tomaba, las inyecciones que John tenía que ponerle varias veces al día y sobre su fracaso en quedarse embarazada. El grupo les había prestado un apoyo inquebrantable, pero todo había sido en vano. Fue una época horrible para John y Pascale y todos temieron que acabara costándoles su matrimonio, pero por fortuna, no fue así.

Para Pascale la auténtica tragedia llegó cuando John se negó de forma tajante a adoptar un niño. Para ella, fue la sentencia definitiva a que la condenaban; nunca tendría un hijo. Y, por lo menos en aquella época, eso era lo único que quería. En los últimos años afirmaba que ya no pensaba en ello, pero todavía parecía nostálgica, a veces, cuando los demás hablaban de sus hijos. Eric incluso había tratado de hablar con John, de convencerlo para que adoptaran a un niño, pero él se había mostrado intransigente al respecto. Su obstinación era absoluta y por mucho que significara para Pascale, se negaba a considerar siquiera la posibilidad de la adopción. No quería criar, mantener o tratar de querer al hijo de otros. Había dejado muy claro que no podía hacerlo, ni siquiera por ella. Los demás lo habían lamentado mucho por ellos.

Pero no hablaron de eso entonces mientras se dirigían hacia la mesa elegantemente dispuesta. Diana preparaba las mesas más bonitas del grupo y hacía los arreglos florales más estéticos. Esa noche había combinado aves del paraíso con orquídeas y había distribuido por toda la mesa campanillas de plata y bellos candelabros, también de plata, con altas velas blancas. El mantel bordado que cubría la mesa había pertenecido a su madre y era espectacular. El conjunto tenía un aspecto soberbio.

– No sé cómo lo haces -dijo Anne con admiración, captando la magia que Diana había creado.

Mientras, la propia Diana permanecía de pie con un porte tan elegante como su mesa, vestida con un traje de satén blanco que tenía el mismo color que su pelo y realzaba su juvenil figura. Se conservaba casi en tan buena forma como Pascale, aunque no del todo, porque esta pasaba seis horas al día bailando con sus alumnos. Anne no había recibido tantos dones como las otras dos mujeres; era atractiva, pero también alta y con huesos más grandes que ellas y, de vez en cuando, se quejaba de que la hacían sentir como una amazona cuando estaban a su lado. Pero en realidad, no le preocupaba; era brillante, divertida, segura de sí misma y era evidente, incluso para ella, lo mucho que Robert la amaba. Le había dicho con frecuencia, a lo largo de los años, que era la mujer más hermosa que había visto nunca y lo decía en serio.

Eric rodeó con el brazo a Diana y la besó antes de sentarse a la mesa, agradeciéndole el bello trabajo que había hecho, mientras Pascale dirigía una mirada fulminante a John desde el otro lado de la mesa.

– Si tú me hicieras eso, la conmoción me provocaría un ataque cardíaco -dijo riñéndolo-. Tú nunca me besas y nunca me das las gracias. ¡Por nada!

Pero pese a sus frecuentes quejas, no había rencor en su voz.

– Gracias, cariño -le respondió John sonriéndole con benevolencia desde su asiento-, por todas esas maravillosas cenas que me dejas congeladas.

Al decirlo, se echó a reír con buen humor. Con frecuencia, ella asistía a clase de danza por la noche, después de las clases que ella misma daba durante todo el día, y no tenía tiempo de prepararle la cena.

– ¿Cómo puedes decir eso? La semana pasada te dejé un cassoulet y hace dos días un coq au vin… ¡No te los mereces!

– No, tienes razón. Además, cocino mejor que tú -dijo riéndose de ella.

– ¡Eres un monstruo! -exclamó ella, con los verdes ojos relampagueando-. Y no pienso coger el autobús para volver a casa. Voy a coger un taxi sola, John Donnally, y no te permitiré que vengas conmigo.

Tenía un aspecto absoluta e increíblemente francés. La relación entre los dos siempre había estado hecha de fuego y pasión.

– Tenía esperanzas de que dijeras eso -replicó él, sonriendo a Diana, que servía su primer plato de ostras de Long Island.

Los seis compartían una afición particular por el marisco. Iban a tomar langosta como plato principal, seguida de ensalada y queso, como deferencia hacia Pascale, que no soportaba tomar la ensalada primero y siempre se sentía estafada si no había queso después del plato principal. Como postre, había Alaska flambeado, que era el favorito de Eric y que a los demás también les gustaba mucho. Era una comida de fiesta y una noche perfecta para los seis.

– ¡Dios mío, ¡qué bien se come en tu casa! -dijo John con admiración cuando Diana salió de la cocina con el postre llameante y todos los asistentes aplaudieron-. Pascale, ¿por qué no le pides a Diana algunas de sus recetas en lugar de todas esas tripas, vísceras, sesos, riñones y morcillas con que me alimentas?

– Aunque lo hiciera, no me dejarías gastar el dinero -dijo Pascale con franqueza-. Además, te encantan los sesos y los riñones -añadió con naturalidad.

– He mentido. Prefiero comer langosta -replicó él sonriendo ampliamente a su anfitriona, mientras Robert se reía entre dientes.

Las constantes peleas y pullas de los Donnally le divertían, aun después de veinticinco años oyéndolas. A todos ellos les parecían inofensivas. Sus matrimonios eran sólidos, sus parejas fiables y estables y sus relaciones sorprendentemente armoniosas en un mundo que, a la mayoría de personas, les ofrecía una escasa armonía. Todos eran conscientes de que habían sido bendecidos no solo en sus parejas, sino también en su vínculo de amistad mutua. Robert decía que eran los seis mosqueteros y, aunque sus intereses eran diversos y, a veces, diferentes, sin embargo siempre disfrutaban del tiempo que pasaban juntos.

Eran más de las once cuando Anne comentó que tanto John como Eric habían cumplido los sesenta aquel año y que, ahora, ya no se sentía tan anciana. Era un año mayor y, el año anterior, odió llegar a los sesenta la primera.

– Tendríamos que hacer algo para celebrarlo -dijo Diana mientras tomaban el café y John encendía un puro, ya que a los demás no les importaba.

Era un gusto que Pascale compartía con él y, de vez en cuando, fumaba con él. En los últimos años, fumar puros se había puesto de moda entre las mujeres, pero Pascale lo había hecho siempre, desde que se casaron. Parecía incongruente, a la luz de su delicado aspecto.

– ¿Qué propones para celebrar que ya tenemos sesenta años? -le preguntó Eric a su esposa, con una sonrisa-. ¿Un estiramiento facial para todos? Por lo menos para los hombres; ninguna de vosotras lo necesita -dijo, mirando con admiración a su esposa. Era el único secreto que no habían compartido con sus amigos, el hecho de que, siguiendo su consejo, ella se había retocado los ojos. Incluso había sido él quien le buscó el cirujano-. Creo que John tendría un aire estupendo con algunos retoques.

La verdad es que él tenía unas cuantas arrugas, pero le sentaban bien. Tenía un aire muy masculino, que encajaba perfectamente con su personalidad.

– Mejor una liposucción -dijo Pascale, mirando a su marido a través del humo.

Él encajó el comentario, impertérrito.

– Son esas malditas morcillas que me haces comer -dijo, acusador.

– ¿Y si dejara de hacértelas? -lo desafió ella.

– Te mataría -respondió él sonriendo y pasándole el puro para que diera una calada, lo cual ella hizo con aire de placer.

Pese a todas sus bromas y pullas, John y ella se gustaban de verdad.

– Hablo en serio -insistió Diana. Les quedaba otra media hora hasta la media noche-. Tendríamos que celebrar la mayoría de edad de nuestros hombres. -Solo ella y Pascale estaban todavía a varios años de distancia de ese hito, aunque Diana estuviera más cerca que Pascale y no le entusiasmara ese hecho-. ¿Por qué no hacemos otro viaje juntos?

– ¿Adónde propones que vayamos? -preguntó Robert con aire de interés.

Cuando podían escaparse de sus absorbentes vidas profesionales, Anne y él disfrutaban viajando a lugares exóticos. El verano anterior habían ido a Bali e Indonesia. Fue un viaje que recordarían toda la vida.

– ¿Que tal un safari en Kenia? -preguntó John esperanzado.

Pascale lo miró con repugnancia. Había ido con él a Botswana unos años antes, a una reserva de caza, y había odiado cada minuto. El único lugar donde siempre quería ir era París, para ver amigos y parientes, pero John no lo consideraba vacaciones. Le sacaba de quicio estar con la familia de Pascale y acompañarla a visitar a sus parientes, mientras ella hablaba incesantemente en francés y él no entendía nada de lo que estaban diciendo ni quería hacerlo. Adoraba a Pascale, pero parte de su familia le irritaba y la otra parte le aburría.

– Detesto África, los bichos y la suciedad. ¿Por qué no vamos todos a París? -preguntó Pascale con aire de felicidad. Adoraba París en la misma medida que John lo odiaba.

– ¡Qué idea tan estupenda! -dijo él, dando una calada al puro, que acababa de encender de nuevo-. Alojémonos todos en casa de tu madre. Estoy seguro de que le encantaría. Podríamos hacer cola todos juntos, durante un par de horas, esperando que tu abuela saliera del cuarto de baño.

Como la mayoría de pisos en París, el de la madre de Pascale solo tenía un baño y su abuela, de noventa y dos años, vivía con ella y con una tía de Pascale, ambas viudas. Era un ambiente que exasperaba a John y lo empujaba a beber un montón de bourbon siempre que estaban allí. La última vez incluso se había llevado su propia bebida, porque lo más exótico que había en el bar de su suegra era Dubonnet y vermut dulce, aunque siempre hubiera un excelente vino tinto con la cena. El padre de Pascale había sido un entendido en vinos y su madre había aprendido mucho de él. Era lo único que a John le gustaba de ella.

– No le faltes al respeto a mi abuela. Además, tu madre es incluso más imposible que la mía -dijo Pascale, con un aire muy galo y muy ofendida.

– Pero por lo menos, habla inglés.

– Tampoco querríais quedaros en casa de mi madre -comentó Diana y los demás se echaron a reír. Todos habían visto a los padres de Diana varias veces y, aunque el padre era un hombre agradable, Diana no ocultaba que su madre, organizada y dominante en extremo, siempre la sacaba de sus casillas-. En serio, ¿adónde podríamos ir juntos? ¿Qué tal el Caribe? ¿O algún lugar exótico de verdad esta vez? Buenos Aires o Río.

– Todo el mundo dice que Río es peligroso -dijo Anne con aire preocupado-. Mi prima fue el año pasado y le robaron el bolso, el equipaje y el pasaporte. Dijo que nunca volvería allí. ¿Qué os parece México?

– O Japón o China-propuso Robert, empezando a animarse con la idea. Le gustaba viajar con los otros y le tenía una afición especial a Asia-. O Hong Kong. Las chicas podrían ir de compras.

– ¿Qué hay de malo en Francia? -dijo Pascale probando de nuevo y los demás se echaron a reír, mientras John fingía hundirse, desesperado, en su sillón. Iban cada verano-. Hablo en serio. ¿Por qué no alquilamos una casa en el sur de Francia? Aix en Provence o Antibes o Eze o ¿por qué no Saint-Tropez? Es fabuloso.

John se opuso inmediatamente, pero a Diana pareció interesarle el proyecto.

– En realidad, ¿por qué no? Podría ser divertido alquilar una casa y quizá algún conocido de Pascale podría encontrarnos algo bueno. Podríamos pasarlo mejor que viajando por algún país extranjero. Eric y yo hablamos bastante francés como para arreglárnoslas, Anne lo habla muy bien y Robert también. Pascale puede encargarse de la parte más difícil. ¿Qué os parece?

Anne sopesó la idea, con aire pensativo, y luego asintió.

– A decir verdad, me gusta la idea. Robert y yo fuimos a Saint-Tropez con los chicos hace diez años y nos encantó. Es bonito, al lado del mar, la comida es estupenda y está lleno de animación.

Robert y ella habían pasado una romántica semana allí, a pesar de los niños.

– Podríamos alquilar una casa para el mes de agosto y, John -prometió Diana poniendo una cara muy seria-, te prometo que no dejaremos que la madre de Pascale se acerque para nada.

– En realidad, puede que tengamos suerte. Siempre va a Italia en agosto.

– Lo ves, sería perfecto. ¿Qué pensáis todos? -preguntó Diana, impulsando el proyecto.

Robert mostró su aprobación asintiendo con la cabeza. Saint-Tropez sonaba bien; era civilizado y divertido y podían alquilar un barco para ir hasta otros lugares de la Riviera.

– Me gusta la idea -admitió Robert.

Eric secundó la moción.

– Voto por Saint-Tropez -dijo solemnemente-, si encontramos una casa decente. Pascale, ¿qué te parece? ¿Puedes encargarte de esa parte por nosotros?

– No hay problema. Conozco algunos agentes inmobiliarios muy buenos en París. Y si puede dejar a mi abuela, mi madre podría ir a ver algunos en mi nombre.

– No -dijo John enfáticamente-, déjala fuera de esto. Elegirá algo que detestaremos. Habla tú directamente con los agentes.

Pero no puso objeciones al lugar, aunque estaba en una zona a la que solía referirse como el país de las ranas.

– ¿Es unánime, pues? -preguntó Diana, mirando en torno a la mesa, y todos asintieron-. Entonces, será Saint-Tropez en agosto.

Pascale estaba radiante. Nada en el mundo la atraía más que pasar un mes en el sur de Francia con sus mejores amigos. Incluso John parecía bastante resignado. En ese momento, Eric anunció que era medianoche.

– Feliz Año Nuevo, cariño -dijo besando a su esposa.

Robert se inclinó hacia Anne y la besó discretamente en los labios, abrazándola mientras le deseaba lo mejor para el año que empezaba. Pascale rodeó la mesa para besar a su marido, que estaba inmerso en una nube de humo, pero a ella no le importó el sabor cuando él la besó en la boca con algo más de pasión de la que había esperado. Pese a todas sus peleas y quejas, su matrimonio era tan sólido como el de sus amigos. En algunos sentidos incluso más, ya que lo único que tenían era el vínculo que los unía, sin niños para distraerlos.

– Me muero de ganas de que sea verano y estemos en Saint-Tropez -dijo Pascale con voz jadeante, al emerger de entre el humo para respirar-. Será fantástico.

– Si no lo es -dijo John, con sentido práctico-, tendremos que matarte, Pascale, ya que ha sido idea tuya. Asegúrate de conseguirnos una casa decente. Nada de esas trampas ratoneras que les endilgan a los turistas ingenuos.

– Encontraré la mejor casa de Saint-Tropez, lo prometo -dijo, comprometiéndose ante todos ellos.

Luego volvió a coger el puro de John y le dio una calada, todavía sentada en las rodillas de su marido.

Todos se pusieron a hablar animadamente de los planes que acababan de hacer. Lo único en lo que todos estaban de acuerdo sin problemas era en que iba a ser un verano estupendo. Aquella idea que se les había ocurrido era una forma maravillosa de dar la bienvenida al año nuevo.

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