Capítulo 4

Durante los tres meses siguientes, el grupo se reunía con Robert para cenar una vez a la semana y durante los dos primeros, lo llamaban cada día. Iba mejorando, aunque seguía estando triste y hablaba de Anne siempre que se veían, pero lo que contaba había pasado de acongojado a divertido y, aunque, a veces, todavía se echaba a llorar cuando la mencionaba, también era ya capaz de sonreír.

Y estaba muy ocupado con su trabajo. Seguía hablando de vender el piso, pero todavía no había resuelto qué hacer con las cosas de Anne. Una noche en que Pascale y John pasaron a recogerlo para ir a cenar, ella vio la bata de Anne en el cuarto de baño y su cepillo del pelo en el tocador, y el armario del vestíbulo seguía lleno de sus chaquetas y botas. Pero, por lo menos, se mantenía activo. Veía a sus hijos y cuando estaba con sus amigos, parecía más animado.

Estaban empezando a hablar del verano, insistiendo en que fuera con ellos a Saint-Tropez, pero él les decía que tenía demasiado trabajo. Sin embargo, tal como había prometido, les envió el cheque por su parte de la casa. Decía que aquel verano iba a quedarse en Nueva York. Habían pasado cuatro meses desde la muerte de Anne y había tenido mucho que hacer con su patrimonio. Había fundado una organización de caridad en su nombre, para proporcionar dinero para las causas que tanto significaban para ella, sobre todo para las mujeres y los niños maltratados. Y se mostraba animado cuando se lo contó a sus amigos.

– Nueva York en verano es bastante duro -dijo Eric afablemente, aunque admitió que, quizá, también él tuviera que acortar sus vacaciones.

Dijo que había tenido mucho más trabajo del habitual en la consulta y que uno de sus socios llevaba varios meses enfermo.

Diana no estaba muy satisfecha, pero había decidido que, si Eric tenía que volver a casa antes, ella se quedaría en Francia con John y Pascale.

– Será bastante triste, solo nosotros tres, si Eric tiene que marcharse -dijo Diana, con aire preocupado.

A Pascale le había parecido que estaba inusualmente tensa desde hacía un mes, pero sabía que estaba preparando un enorme acontecimiento para Sloan-Kettering y que trabajaba por las noches y también durante los fines de semana.

– Robert, de verdad creo que tendrías que venir -insistió Diana-. Anne habría querido que lo hicieras y, además, puedes traer a los chicos.

– Ya veremos -fue lo único que dijo.

Era la primera señal esperanzadora que oían.

– ¿Creéis que vendrá? -se preguntaron unos a otros cuando él se hubo ido.

Les había dicho que tenía que irse a la cama temprano, porque le esperaba un día muy largo en los juzgados. Les comentó, con aire divertido, que Amanda le había pedido que la acompañara a un acontecimiento benéfico, la première de una película importante, y que tendría que ir de esmoquin. La joven acababa de romper con su último novio y no tenía a nadie para ir con ella. Los otros le tomaron el pelo, diciendo que era un hombre lleno de glamour, que iba premières cinematográficas. Él se defendió diciendo que no le hacía ninguna ilusión ir a la fiesta, aunque le habían dicho que la película era estupenda.


Volvieron a hablar del acontecimiento cuando se reunieron a la semana siguiente.

– ¿Qué tal la première? -le preguntó Eric.

Eric tenía muy buen aspecto; parecía relajado y feliz, pese a sus largas jornadas de trabajo y a sus noches en blanco, sustituyendo a su compañero, pero Diana parecía cansada y había perdido peso. Además, estaba más callada de lo habitual. A Pascale le preocupaba, aunque no le dijo nada. Parecía que todos se preocupaban más por los demás desde la muerte de Anne, pero todos observaron que Robert tenía mejor aspecto que en mucho tiempo.

– Fue interesante -admitió-. Debía de haber unas quinientas personas y la fiesta de después era como un zoológico. Pero creo que Mandy lo pasó bien; conoció a algunos de los actores. Me parece que ya conocía a uno de los productores. Además, un tipo muy apuesto, que llevaba un esmoquin sin corbata, le pidió una cita. Me temo que, dentro de poco, prescindirán de mis servicios como acompañante.

Pero, entretanto, iba a llevarla a otro acontecimiento y Pascale no pudo menos de preguntarse si Mandy lo hacía adrede, con mucho tacto y habilidad, para mantener ocupado a su padre, a quien salir le distraía y le divertía, pese a que seguía triste por Anne. Eso le dio una idea a Pascale.

A la mañana siguiente, llamó a Amanda y le propuso que fuera a Saint-Tropez con su padre.

– Le hará mucho bien -le dijo.

– Es posible -dijo Mandy pensativamente-. Me parece que está mejor, pero dice que no puede dormir. -Amanda estaba preocupada por él y Pascale había acertado al pensar que la hija estaba haciendo todo lo posible para mantenerlo ocupado-. En realidad, estuvo bastante bien en la première a la que fuimos la semana pasada. No querrá admitirlo, pero creo que lo pasó muy bien. Lo perdí de vista casi enseguida. Se mezcló con la gente bastante bien, él solo.

– Bien, mira a ver qué puedes hacer sobre Saint-Tropez -dijo Pascale-. Creo que le sentaría bien.

– Sí -respondió Mandy riendo-, y a mí también. Papá dice que, además, hay un barco. Me ha dicho que las fotos son fabulosas. Parece que es un viaje magnífico. Me encantaría ir.

– Hay mucho espacio y a todos nos gustaría que vinieras -dijo Pascale cálidamente y Amanda respondió que vería qué podía hacer.


A la semana siguiente, cuando tenían programada una cena todos juntos, Robert llamó para cancelarla, diciendo que tenía mucho trabajo que hacer. Al final, fue mejor así, porque Eric tuvo que asistir a tres partos aquella noche y también se habría perdido la cena y Pascale se puso enferma con gripe.

Todavía se sentía abotargada cuando la llamó Diana para decirle que tenía que contarle algo que la dejaría sin aliento.

– ¡Estás embarazada! -exclamó Pascale, con tono de envidia, y Diana se echó a reír.

– De verdad, espero que no. Si lo estoy, es que las hormonas que estoy tomando funcionan mucho mejor de lo que esperaba. -Había llegado a la edad crítica hacía dos años. Para Diana, quedarse embarazada ya no era posible y, para Pascale, no lo había sido nunca-. No, pero es casi igual de asombroso. Fui a cenar con Samantha la semana pasada, cuando cancelasteis la cena y Eric tuvo que trabajar. Fuimos al Mezza Luna o, por lo menos, allí es donde íbamos a ir. Nos marchamos discretamente a otro sitio nada más llegar, pero ¿quién crees que estaba allí?

– No lo sé… Tom Cruise y te pidió una cita.

– Caliente, caliente… Robert. Estaba cenando con una mujer. Y sonreía y reía. A ella no la reconocí, pero Sam sí. No te lo vas a creer. Era Gwen Thomas.

– ¿La actriz? -Pascale sonaba como si la hubiera alcanzado una bomba, y así era-. ¿Estás segura?

– No, pero se le parecía mucho. Sam estaba segura de que era ella. Era muy guapa y joven y parecía absorta en su conversación con Robert. Y él parecía muy feliz con ella.

– ¿Cómo crees que la habrá conocido?

Nunca la había mencionado. Ni tampoco había mencionado nada de salir a cenar con mujeres desde la muerte de Anne. Pascale no podía menos de preguntarse si era la primera vez. Tenía que serlo.

– ¿No es la protagonista de la película que vio con Mandy la semana pasada? -preguntó Diana.

– Me parece que sí -dijo Pascale, recostándose de nuevo en las almohadas, fijando la mirada, pensativa, en el vacío-. Cielos, qué estupidez si empieza a salir por ahí con actrices, starlettes y modelos. Robert es tan vulnerable y tan inocente, en cierto sentido. Él y Anne llevaban toda la vida casados. No sabe nada del mundo. Anne siempre decía que casi no había salido con nadie antes de conocerla. Seguro que no sabe nada de ese ambiente.

Lo mismo podía decirse de todos ellos. Todos llevaban muchos años casados.

– Por supuesto que no -asintió Diana.

Estaba totalmente de acuerdo con Pascale y se prometió en silencio que lo protegería, en nombre de Anne y por su propio bien.

Su amiga habría esperado que lo hicieran. Robert parecía la última persona del mundo para salir con una actriz famosa o con cualquiera, en aquel momento. Parecía imposible imaginarlo con nadie que no fuera Anne.

– ¿Qué edad tiene? -Pascale sonaba preocupada de verdad, temía que Diana le dijera que veintidós años, aunque sabía que era mayor de esa edad.

Era una mujer muy guapa y, recientemente, estaba teniendo mucho éxito. Había ganado un Oscar el año anterior.

– Me parece que debe de estar cerca de los cuarenta años, o quizá ya los haya cumplido. Sin embargo, parece más joven. Parece tener la edad de Sam.

– ¡Qué estúpido por su parte! Si empieza a salir con mujeres así, es que no sabe qué está haciendo. ¿Parecían enamorados?

– No -dijo Diana objetivamente-, en absoluto. Actuaban como si fueran amigos -añadió, sonando algo más tranquila.

– Me pregunto cómo la habrá conocido.

– Puede que en la première.

Las dos mujeres siguieron hablando casi una hora sobre los peligros, los riesgos y las trampas a que se enfrentaría su amigo y se prometieron darle un buen sermón sobre ello a la primera oportunidad. Ahora les parecía más importante que nunca llevárselo a Saint-Tropez.

– Me pregunto si Mandy sabe que ha salido con ella o, incluso, que la conoce -manifestó Diana.

– Me dijo que en la première lo había perdido de vista -comentó Pascale-. Lo invitaré a cenar la semana que viene, a ver si nos cuenta algo de ella. Quizá tendríamos que preguntárselo. ¿Te vio?

– No -reconoció Diana-. Me quede tan estupefacta que, literalmente, huimos a todo correr. No quería inmiscuirme. En cierto modo, supongo que es bueno que salga y conozca a otras mujeres. Lo que pasa es que no quiero que le hagan daño.

Imaginarlo entre las garras de una estrella de cine las aterrorizaba a las dos.

– Exactamente -asintió Pascale-. Todos nosotros conocemos a muchas mujeres agradables que podríamos presentarle cuando quiera. Yo no pensaba que estuviera dispuesto.

Había sido una enorme sorpresa para las dos.


Para Pascale fue un enorme alivio cuando el aceptó cenar con ellos a la semana siguiente. Sonaba normal y tan solemne como siempre, cuando lo llamó a su despacho en los juzgados.

Para sorpresa de todos, durante la cena, mencionó que había conocido a Gwen.

– ¿Quién es? -John parecía perplejo y las dos mujeres estudiaban atentamente la cara de Robert para ver si la actriz significaba algo para él.

– Ha ganado un Oscar -le explicó Pascale a su marido, con una mirada desdeñosa-. Todo el mundo sabe quién es. Es muy guapa -añadió y luego se volvió hacia Robert-. ¿Cómo la has conocido?

– Con Mandy, en la première de una película -dijo Robert con aire inocente, mientras las miradas de Diane y Pascale se cruzaban. Era justo lo que ellas habían pensado-. Es una mujer interesante. Vivió mucho tiempo en Inglaterra y ha interpretado a Shakespeare. Y luego trabajó en Broadway, antes de hacer películas. Es muy equilibrada y culta.

Diana pareció preocupada al oírlo y los ojos de Pascale se entrecerraron inmediatamente con suspicacia.

– Sabes mucho de ella -dijo, como quien no quiere la cosa, y John le lanzó una mirada de advertencia.

– ¿Qué aspecto tiene? -preguntó John, cada vez más interesado, preguntándose qué significaba exactamente para Robert y si se habrían acostado.

– Es atractiva -dijo Robert sin especial pasión-. Es pelirroja. Está divorciada.

Pascale tragó saliva.

– ¿Qué edad tiene? -preguntó Diana, suavemente.

– Cuarenta y un años -dijo mientras seguía comiendo. Lo habían acertado-. Antes vivía en California y acaba de mudarse a Nueva York. Parece sentirse un poco sola. No conoce a nadie aquí.

Pascale y Diana estaban seguras de que era un ardid para pescarlo.

– ¿Os veréis de nuevo? -Pascale no pudo evitar preguntárselo, con aire de inocencia.

– No lo sé -respondió él vagamente-, ella tiene mucho trabajo. Y yo también. Va a empezar otra película en septiembre y este verano se va de viaje con unos amigos. Creo que a Anne le habría gustado -dijo tranquilamente, sonriendo a sus amigos.

No se imaginaba ni remotamente el torbellino que había desatado en la cabeza de sus dos amigas. Lo ocultaban muy bien, por lo menos ante él.

– Robert -dijo Diana con cautela, sin saber por dónde empezar-, tienes que tener cuidado. Hay por ahí muchas mujeres muy manipuladoras y taimadas. No has estado en el ancho y malvado mundo de las citas desde hace mucho tiempo.

Había adoptado un tono de hermana para su breve discurso y Robert sonrió.

– Y tampoco ahora estoy teniendo «citas» -dijo, mirándola directamente a los ojos-. Solo es una amiga.

Estas palabras pusieron fin a la conversación y, cuando se separaron después de la cena, Eric le dijo a Diana que se había pasado de la raya.

– Ya es mayorcito. Tiene derecho a hacer lo que quiera. Y si puede pescar a una estrella de cine para su primera cita, tanto mejor para él.

Eric parecía admirado y divertido, al mismo tiempo.

– No se da cuenta de qué está haciendo -insistió Diana-. Solo Dios sabe qué clase de víbora será esa mujer. Ni siquiera mencionó si tenía hijos.

– Y eso, ¿en qué cambiaría las cosas?

– Porque significaría que es estable y, por lo menos, una persona medio decente.

– Pascale no tiene hijos y es una persona estupenda. Lo que has dicho es una tontería. Montones de mujeres «decentes» no tienen hijos.

– El caso de Pascale es distinto, y tú lo sabes. Mira, es que estoy preocupada por él.

– Y yo también. Pero si ha empezado a salir con una mujer, es una señal estupenda y me siento mucho mejor. ¿Por qué no os ocupáis de vuestros asuntos, Pascale y tú, y dejáis al pobre hombre en paz?

– Queríamos advertirlo, por su propio bien -insistió ella.

– Esto es lo mejor que podía pasarle. Y puede que ella sea una buena persona.

Prefería suponer lo mejor en lugar de lo peor, a diferencia de Diana y Pascale que ya odiaban a Gwen Thomas, en defensa de Anne.

– ¿Una estrella de cine? ¿Estás de broma? ¿Qué probabilidades hay de que eso sea verdad? -preguntó Diana, persistiendo en su punto de vista.

– No es muy probable, lo admito, pero, por lo menos, lo pasará bien con ella -dijo con los ojos chispeantes.

Diana se fue al cuarto de baño a desvestirse, con aire irritado. La fraternidad masculina siempre se mantenía unida y mientras Robert lo «pasara bien», ¿a quién le importaba la clase de golfa que pudiera ser Gwen Thomas? Estaba claro que a Eric no.


John estaba diciéndole casi lo mismo a Pascale.

– ¡Oh, alors! -exclamaba Pascale, discutiendo con él-. ¿Y qué pasará si le rompe el corazón o lo utiliza?

– ¿Utilizarlo para qué? -dijo John, claramente irritado-. Mira, puedo imaginar destinos mucho peores que ser «utilizado» por una estrella de cine.

– Pues yo no. Robert es un hombre amable, cariñoso, decente y honorable… y muy inocente.

– Puede que ella también.

– Mon Dieu! Debes de estar bebido. O quizá es que tienes celos de él.

– ¡Por todos los santos! El pobre hombre estaba destrozado por la muerte de Anne. Déjalo que se divierta un poco.

– No con la mujer equivocada -dijo Pascale, con una mirada asesina.

– Déjale en paz. Es probable que no vuelva a verla. Estoy seguro de que un juez de tribunal, con sesenta y tres años a la espalda, no es su idea de pasaporte para un ardiente idilio. Quizá él dijera la verdad y son solo amigos.

– Tenemos que sacarlo de Nueva York y hacer que venga a Saint-Tropez -dijo ella, tajante.

Al oírla, John se echó a reír y no pudo resistir la tentación de tomarle el pelo.

– Puede que la lleve con él.

– Por encima de mi cadáver y del de Diana -replicó ella, con aire digno.

John se acostó, moviendo la cabeza con aire compasivo.

– Que Dios le ayude. La brigada antivicio está decidida a protegerlo, al pobre diablo. Por su bien, espero que no venga a Saint-Tropez.

– Tienes que convencerlo para que venga -dijo Pascale, mirando con aire implorante a su marido-. Se lo debemos a Anne, tenemos que protegerlo de esa mujer.

Al igual que Diana, se había convertido en una fanática de la noche a la mañana, empeñada en salvaguardar a su amigo.

– No te preocupes, habrá otras. Por lo menos, así lo espero por su bien. ¿Qué quieres que haga, que te consiga una muñeca de vudú para que puedas protegerlo? Estoy seguro de que podré encontrar una por ahí, en algún sitio.

– Pues consíguela -dijo Pascale, con aire digno y enfurecido-. Tenemos que hacer todo lo que podamos.

Ahora estaba investida de una misión sagrada y lo único que John podía hacer, mientras la rodeaba con el brazo en la cama, amplia y acogedora, era reírse de ella.

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