Capítulo6

Pascale puso el despertador a las cinco y media. Se levantó, se enfundó unos vaqueros y una camiseta y bajó a la cocina a ver si podía encontrar algo de café. Encontró justo lo suficiente para prepararse un café filtre y, con un aire de desesperación muy galo, se sentó en una vieja silla de cocina y encendió un cigarrillo. Estaba allí sentada, fumando y preguntándose si tendría que ir a despertar a la pareja, cuando uno de los perros entró corriendo en la cocina y empezó a ladrarle. Dos segundos después, apareció Agathe, con un delantal encima de un biquini rojo, del cual parecía desbordar aquel cuerpo suyo, redondo como un balón.

– ¿Va vestida así para trabajar? -preguntó Pascale estupefacta, con una mirada de desánimo, aunque nada podía sorprenderla ya.

El espeso pelo rubio teñido, peinado a lo afro, parecía todavía más voluminoso que el día anterior. Se había pintado los labios con un color que hacía conjunto con el biquini y llevaba unos tacones todavía más altos. Los tres caniches daban vueltas, pegados a sus pies como si fueran sendas bolitas blancas y peludas. Por supuesto, en cuanto vieron a Pascale, se pusieron a ladrarle.

– ¿No le parece que podría meterlos en algún sitio mientras trabajamos? -le preguntó a Agathe mientras se servía otra taza de café.

De repente, se dio cuenta de que no había comido nada desde el almuerzo del día antes. Habría dado su brazo derecho por un cruasán, sentada en la cocina de su madre, pero como ya había descubierto, en aquella donde estaba, no había nada de nada. Y no había tiempo para ir a la tienda. Quería poner en marcha a Agathe y Marius. Por lo menos, Agathe había aparecido a la hora fijada; ya era algo. Y Marius se presentó cinco minutos después. Dijo que había encontrado el cortacésped y que era bastante viejo.

Pero, cuando Pascale lo vio, se sintió aliviada al comprobar que, por lo menos, tenía motor. Ordenó al hombre que lo pusiera en marcha y no dejara que se parara hasta que hubiera limpiado todo lo que había a la vista.

– ¿Todo? -preguntó él.

Se quedó estupefacto cuando ella asintió. Pascale imaginó que tendría trabajo para horas y que la perspectiva no le entusiasmaba. Agathe había ido a encerrar a los perros en su dormitorio, detrás de la cocina, y había vuelto con trapos, jabones y un plumero, que empezó a agitar en el aire, como si de una varita mágica se tratara, hasta que Pascale se lo quitó de las manos y le dio un trapo y algunos productos de limpieza y le indicó que empezara a trabajar en la cocina. Ella se encargaría de la sala de estar.

Primero enrolló las alfombras y las metió en un armario. Los suelos tenían mejor aspecto que aquellas alfombras deshilachadas. Luego, sacudió los cojines del sofá y las cortinas y pasó el aspirador por todo lo que había a la vista. El polvo la hacía toser, pero una vez que hubo ahuecado los cojines, gimiendo al ver las manchas que tenían, las cosas empezaban a tomar un aspecto un poco mejor. Dio cera a las mesas, utilizó papel de periódico para limpiar las ventanas, como su abuela le había enseñado, y limpió absolutamente todas las superficies. Luego enceró los suelos. La habitación no se parecía ni de lejos a la de las fotos, pero había mejorado cuando llegó la agente con su «equipo» de subordinados, todos con aspecto acalorado y aburrido. Eran todos jóvenes; los habían contratado aquella misma mañana para hacer lo que requiriera Pascale.

Pascale tuvo otra acalorada discusión con la agente, quien acabó aceptando devolverle la mitad de lo que habían pagado. Pascale pensó que John estaría contento. Pero lo estaría más aún, igual que los demás, si conseguía que la casa estuviera limpia. Entonces se lo ocurrió algo.

Fue arriba, abrió la maleta y sacó un montón de chales de colores alegres que había traído. Los colocó encima de las gastadas y manchadas tapicerías y, cuando acabó, la sala tenía un aspecto totalmente diferente. Las ventanas estaban limpias, las cortinas descorridas, todas las telarañas habían desaparecido, los suelos tenían un brillo de miel y los sofás y sillones, con sus alegres fundas improvisadas, hacían que la habitación tuviera un aspecto sencillo pero alegre. Lo único que faltaba eran flores y velas y unas bombillas más luminosas.

El equipo de limpieza se estaba aplicando a fondo en la cocina y Pascale envió a Agathe a hacer los baños, diciéndole que los frotara hasta que relucieran. Mientras, Marius seguía trabajando bajo el ardiente sol, cortando el césped. Cuando ella salió a comprobar su trabajo, no se mostró muy contento, pero lo que estaba haciendo cambiaba mucho las cosas. Entre los altos hierbajos, habían aparecido viejas sillas de jardín rotas y mesas de madera de dos patas, prácticamente desintegradas. Pascale le ordenó que lo tirara todo a la basura. Las malas hierbas iban desapareciendo lentamente y las flores silvestres que habían crecido en los márgenes tenían cierto encanto.

Pasaban de las ocho de la noche cuando todos acabaron y la agente se quedó mirando a Pascale con estupefacción. No era perfecto y no se parecía a las fotos, pero era una mejora de todos los diablos respecto a lo que Pascale había encontrado al llegar el día anterior. La cocina seguía teniendo un aspecto algo deprimente y los fogones eran prehistóricos, pero por lo menos, todo estaba limpio.

Pascale se sentía exhausta; llevaba catorce horas trabajando, pero había valido la pena. Puede que los otros se asustaran cuando lo vieran, pero por lo menos, no saldrían huyendo. La agente había traído queso, fruta y paté y Pascale había mordisqueado algo, pero prácticamente no había comido nada en todo el día. Lo único que quería era acabar el trabajo. Al marcharse, la agente le prometió que volvería con sus trabajadores al día siguiente. Y Marius tendría que seguir trabajando con el cortacesped. Agathe se había pasado el día chasqueando la lengua, compadeciéndolo. Al acabar su trabajo, tenía un aspecto todavía más delirante, si es que eso era posible. Llevaba el biquini rojo torcido y caído, las sandalias de tacones altos habían desaparecido y, por el aspecto de su pelo, se diría que había metido un dedo en un enchufe eléctrico. Gracias a Dios, Pascale no había visto ni oído a los perros en todo el día.

Estaba sentada en la cocina, con la mirada fija en el vacío, exhausta, picoteando los restos del paté, cuando sonó el teléfono, sobresaltándola. Lo cogió; era John que la llamaba desde el despacho y sonaba feliz y animado. No se habían visto desde hacía seis semanas y estaba encantado porque la vería al cabo de dos días.

– Bien, ¿qué tal es? ¿Es fantástica? -preguntó y sonaba entusiasmado.

Pascale cerró los ojos, tratando de decidir qué decir.

– Es un poco diferente de las fotos -dijo, preguntándose qué diría él cuando la viera.

Por lo menos, ahora estaba limpia y tenía mucho mejor aspecto, pero no era ningún palacio y se parecía muy poco a las elegantes fotografías que habían visto.

– ¿Es mejor? -preguntó John, eufórico.

Pascale se echó a reír, moviendo la cabeza con un gesto negativo. Estaba tan cansada que apenas podía pensar.

– No exactamente; solo diferente. Quizá un poco más informal.

– Eso suena fenomenal. -Fenomenal no era exactamente la palabra que Pascale hubiera usado para describir aquella casa llamada Coup de Foudre, pero había hecho todo lo que había podido-. ¿Has hablado con los demás?

– No, he estado demasiado ocupada -dijo, con voz que sonaba exhausta.

John se echó a reír al oírla.

– ¿Haciendo qué? ¿Pasar el día tumbada en la playa? -La había imaginado nadando y tomando el sol todo el día, no frotando suelos y paredes de cuartos de baño.

– No, he estado organizando la casa.

– ¿Por qué no te relajas para variar?

Ya le habría gustado, ya, pero si lo hubiera hecho, a él le habría dado un infarto nada más cruzar la puerta.

– Quizá mañana -dijo vagamente, mientras bostezaba.

– Bien, nos veremos pasado mañana.

– Tengo muchas ganas -dijo sonriendo, pensando en él, sentada allí, en aquella destartalada cocina. En aquel momento vio una mancha de grasa que habían pasado por alto en los fogones.

– Vete a dormir, si no, estarás agotada cuando lleguemos.

– No te preocupes, lo haré. Que tengas un buen viaje.

Cuando colgaron, apagó las luces y se fue a la cama. Había hecho que Agathe cambiara las sábanas; las otras estaban grises y raídas. Le había costado, pero había encontrado un par para cada cama que parecían relativamente nuevas. Las toallas también parecían muy gastadas, pero ahora, por lo menos, estaban limpias. Se quedó dormida casi antes de apoyar la cabeza en la almohada y no se despertó hasta después de salir el sol al día siguiente. No era posible bajar las persianas y las contraventanas también estaban rotas, pero no le importaba que el sol inundara la habitación.

También ese día trabajó igual de duro que el anterior. Los trabajadores que la agente le había proporcionado estaban agotados y no paraban de quejarse, pero se las arregló para que siguieran allí toda la tarde. Cuando salió afuera para ver qué había hecho Marius, el césped tenía un aspecto impecable y todos los muebles rotos habían desaparecido. Lo que quedaba podía servir, aunque necesitaba urgentemente una buena mano de pintura. Se preguntó si quedaba tiempo para que Marius se la diera, pero cuando fue a buscarlo, lo encontró en su habitación, dormido y roncando, con los tres perros tumbados encima y tres botellas de cerveza vacías sobre la cama. Era evidente que, por lo menos de momento, no iba a conseguir que hiciera mucho. Agathe también parecía rendida.

A las cinco, Pascale fue a Saint-Tropez y volvió con el coche lleno hasta los topes. Había comprado velas y flores y enormes jarrones donde ponerlas y, también, arreglos de flores secas. Había comprado tres chales más, llenos de colorido, para usar en la sala y tres latas de pintura blanca para que Marius se encargara de los muebles del jardín al día siguiente. Para cuando acabó, a las nueve de la noche, todos los rincones de la casa estaban inmaculados; el césped de todas partes, cortado; las malas hierbas, arrancadas, y había flores y revistas en todas las habitaciones. Había comprado unos maravillosos jabones franceses y toallas extra para todos y cada una de las habitaciones de la casa había experimentado una transformación mágica. Quizá no fuera un «flechazo», pero había mejorado muchísimo.

No podía imaginar qué dirían cuando vieran la casa. A ella le parecía mejor, pero seguía sin ser lo que ninguno de ellos esperaba. Temía que se enfadaran con ella, pero no era mucho más lo que podía hacer, sin contar con un pintor, un constructor y un decorador. Aquella noche, cuando bajó al muelle, a ver el barco, se preguntó si llegaría a navegar. Parecía como si llevara años amarrado y las velas estaban manchadas y hechas jirones. Sin embargo, sabía que si había alguna esperanza, Robert y Eric harían que desplegara sus velas.

También aquella noche se desplomó exhausta en la cama, pero con la sensación de haber cumplido sus propósitos. Se sentía enormemente aliviada por haber tenido la previsión de llegar con dos días de antelación. De no haberlo hecho, estaba segura de que los demás no habrían querido quedarse y pensaba que, ahora, sí que lo harían. Por lo menos, eso esperaba. No quería renunciar a su mes de vacaciones en Saint-Tropez.


Durmió como un leño y eran las diez de la mañana cuando se despertó. El sol bañaba la habitación y las flores que había puesto en las mesas añadían pinceladas de color y vida por todas partes. Se preparó café, que había comprado junto con otras provisiones el día anterior, y comió un pain au chocolat mientras leía un viejo ejemplar de Paris Match, antes de pasar a The International Herald Tribune. Cuando estaba en Francia, le gustaba leer Le Monde, pero John insistía en tener el Herald Tribune y lo había comprado para él el día anterior.

Cuando estaba metiendo los platos en el fregadero, entró Agathe, vestida con unos pantalones de ciclista de color verde eléctrico y un top sin espalda blanco, prácticamente transparente. Parecía uno de sus caniches, con el pelo ahuecado hacia fuera. Llevaba gafas de sol arlequinadas con piedras brillantes incrustadas en cada extremo y unos zapatos de plataforma espeluznantemente altos.

– Bonito día -comentó, lavando la taza de Pascale con una mano perezosa-. ¿Cuándo llegan sus amigos? -preguntó con aire indiferente, como si no le importara mucho.

– No hasta la tarde. Querría que Marius me acompañara al aeropuerto con la camioneta. No tengo sitio en el maletero de mi coche para todas sus cosas.

– Ayer se hizo daño en la espalda -dijo Agathe, acusadora, mirando, con el ojo izquierdo entrecerrado, a quien iba a ser su patrona por un mes. Tenía que cerrar el ojo derecho para evitar que le entrara el humo del Gauloise que parecía llevar eternamente pegado a los labios.

– Pero ¿puede conducir? -preguntó Pascale, observándola y dudando si hacerle algún comentario o no sobre su manera de vestir.

– Quizá -fue lo único que Agathe se avino a decir.

Pascale comprendió qué se requería. Fue discretamente a buscar su bolso y sacó quinientos francos para cada uno. Habían trabajado duro; seguramente más duro que en muchos años. Agathe pareció contenta. Pascale lo había comprendido. De cualquier modo, ya tenía intención de darles algo.

– Creo que para conducir sí que estará bien. ¿A qué hora quiere salir?

– A las tres. El avión llega a las cinco. Estaremos de vuelta para la hora de cenar.

Pascale había planeado dejar la cena preparada. Ninguno de ellos tendría ganas de salir la primera noche. Estarían cansados del viaje y querrían acomodarse.

Incluso consiguió que Marius pintara algunos de los muebles del jardín, a cambio de otros quinientos francos, y cuando se marcharon, la casa tenía realmente buen aspecto. Había obrado un milagro. Incluso Agathe lo comentó antes de que se fueran y dijo que todo tenía un aspecto estupendo. Se había sorprendido cuando Pascale se quedó, en lugar de ir a un hotel. En realidad, nadie había vivido en aquella casa desde hacía años.

– Hemos hecho un buen trabajo, ¿verdad? -dijo.

Pascale parecía satisfecha. Los perros de Agathe ladraban girando en torno a sus pies mientras ella se servía una cerveza y bebía un buen trago. Cuando se fueron al aeropuerto, le dijo adiós con la mano como si fueran viejas amigas. A esas horas vestía una escandalosa blusa rosa, transparente, con unos sostenes negros y unos shorts de un vivo color rosa y sus zapatos FMQ favoritos. Era toda un anuncio de moda y Pascale decidió no abordar el asunto de su ropa. Los demás podrían vivir con aquello, aunque quizá no con aquellos perros ladradores. Pascale le había pedido que los tuviera encerrados en su habitación todo lo posible. Le dijo que su esposo era alérgico a ellos, lo cual no era cierto, no al pelo, aunque sin ninguna duda, sí al ruido que hacían.

Era un largo y caluroso trayecto desde Saint-Tropez a Niza y, cuando llegaron al aeropuerto, Pascale se compró un zumo de naranja y vio cómo Marius compraba una cerveza. Mientras esperaba a que llegara el avión, observó que llevaba de nuevo su peto y sus zapatos de charol, evidentemente su uniforme de gala. Nunca se había sentido tan cansada en su vida. Verdaderamente, ahora sí que necesitaba unas vacaciones.


El vuelo de Nueva York llegó sin problemas. John venía con los Morrison, aunque no iba sentado con ellos. Como siempre, ellos viajaban en clase preferente y él, en clase turista. Eric le había tomado el pelo cuando fue a verlos durante el vuelo; charlaron un rato y luego John volvió a su asiento. Diana estaba leyendo en silencio y John vio cómo cruzaban una mirada extraña. Había una frialdad entre ellos que nunca había visto antes, pero ninguno de los dos dijo nada y él regresó a su asiento para dormir un rato. Tenía muchas ganas de volver a ver a Pascale. Pese a todas sus peleas, después de veinticinco años, seguía muy enamorado de ella. Hacía que su vida siguiera siendo interesante y era muy apasionada en todo, tanto si se trataba de hacer el amor como de discutir. Sin ella, durante aquellas seis semanas, el piso de Nueva York le había parecido solitario y sin vida.

– Dice John que Pascale cree que la casa es estupenda -dijo Eric al sentarse de nuevo al lado de Diana y, durante un largo momento, ella no contestó, manteniendo los ojos fijos en el libro-. ¿Me has oído? -preguntó él, en voz baja.

Ella levantó la mirada hacia el. Durante las últimas semanas, la decisión de ir a Saint-Tropez con él había pendido de un hilo y él se alegraba de que, finalmente, se hubiera decidido a acompañarlo. Se alegraba y se sentía aliviado. Las cosas habían estado tensas entre ellos durante el mes anterior. La tensión por la que habían pasado, había dejado su huella en la cara de Diana, si no en la de él.

– Te he oído -confirmó ella, sin expresión. Sin nadie conocido cerca, no hacía falta que fingiera-. Me alegro de que a Pascale le guste la casa. -No había vida en sus ojos al decirlo.

– Espero que a ti también te guste -dijo él con suavidad.

Quería que lo pasaran bien. Lo necesitaban desesperadamente y confiaba que un mes en Francia solidificara de nuevo el vínculo que los unía. Siempre habían tenido mucho en común, les encantaba hacer las mismas cosas, les gustaban las mismas personas y se admiraban mutuamente de verdad.

– No sé cuánto tiempo voy a quedarme -dijo ella, reiterando el mantra que había estado repitiendo aquellas dos últimas semanas-. Ya veremos.

– Huir no va a resolver nada. Nos divertiremos con los demás y nos hará bien a los dos -dijo esperanzado, pero Diana no parecía convencida en absoluto.

– «Divertirse» tampoco va a resolver nada. No se trata de «diversión».

Había cuestiones más importantes en juego. Él había arriesgado la vida de los dos, había puesto en peligro su matrimonio y Diana todavía no había decidido qué iba a hacer al respecto. Durante las semanas anteriores, había llegado a una decisión varias veces y luego había vuelto a cambiar de opinión. No quería precipitarse, pero estaba segura de que no podría perdonarle lo que había hecho. La había herido mortalmente y había debilitado su fe, no solo en él, sino también en ella misma. Ahora se sentía imperfecta, no deseada y, de repente, mucho más vieja de lo que parecía. No sabía si volvería a sentir lo mismo por él nunca más.

– Diana, ¿no podemos tratar de dejar todo esto atrás? -preguntó él en voz queda.

Pero decirlo era fácil para él, mucho más fácil que para ella.

– Gracias por preguntármelo -dijo, sarcástica, y volvió a coger el libro-. Ahora que sé qué tengo que hacer, estoy segura de que todo irá bien.

Tenía los ojos llenos de lágrimas mientras fingía leer el libro que sostenía entre las manos, pero su cabeza no había dejado de divagar durante la hora pasada y no tenía ni idea de lo que había leído. Solo sostenía el libro para evitar que él le hablara. No quedaba nada que ella quisiera decir. En las últimas y angustiosas semanas, lo habían dicho todo.

– Diana… no seas así… -dijo él.

Al principio, ella fingió no oírlo. Luego volvió la cabeza para mirarlo. Todo el dolor que sentía estaba escrito en su cara.

– ¿Cómo esperas que sea, Eric? ¿Divertida? ¿Indiferente? ¿Superficial? ¿Animada, quizá?… Ah, ya sé. Se supone que soy la esposa amante y comprensiva, que adora a su marido. Bueno, pues quizá no puedo serlo -respondió, y se le hizo un nudo en la garganta al decir las últimas palabras.

– ¿Por qué no nos das una oportunidad? Deja que pase la tormenta mientras estamos aquí. Ha sido un tiempo difícil, para los dos…

Antes de que pudiera decir nada más, ella lo interrumpió y se puso de pie.

– Perdóname si no me muestro muy comprensiva con lo «difícil» que ha sido para ti. No es así exactamente como yo lo veo. Buen intento.

Después de decir esto, pasó por encima de él y desapareció pasillo abajo para alejarse de él y estirar las piernas. Se habían dicho lo suficiente durante el mes anterior. No quería volver a oírlo todo de nuevo; sus excusas, sus promesas, sus disculpas, sus intentos por justificar lo que había hecho. Ni siquiera quería estar allí con él y lamentaba haber ido. Solo hacía el viaje para no decepcionar a sus amigos. Fue hasta el asiento de John y, al llegar, vio que estaba profundamente dormido. Se quedó mirando por el ojo de buey de la puerta en la parte de atrás del avión, pensando en el estado de su matrimonio. Se sentía destrozada, nunca había pensado que pudiera acabar así. Todo lo que habían compartido y en lo que habían creído, toda la confianza que siempre había sentido por Eric parecía haberse roto en añicos, sin posibilidad de repararse. Cuando volvió a su asiento, no dijo ni una palabra y no hablaron durante el resto del viaje.


El vuelo llegó a su hora y la cara de Pascale se iluminó de alegría al ver a John, con los Morrison detrás. Parecían cansados y menos habladores que de costumbre, pero charlaron todos animadamente sobre la casa mientras iban en el coche y Marius los seguía en la camioneta con el equipaje. Se habían alarmado un poco al ver a Marius, y Pascale procuró prepararlos para Agathe durante el viaje de vuelta a Saint-Tropez, pero resultaba difícil describirla adecuadamente, especialmente con su biquini rojo y sus zapatos FMQ.

– ¿No lleva uniforme? -preguntó John.

De alguna manera, había imaginado una pareja francesa, con vestido blanco, ella, y chaqueta blanca, él, sirviendo el almuerzo de forma impecable, en la elegante villa. Pero el retrato que pintaba Pascale era, decididamente, diferente del que él tenía en mente.

– No exactamente -respondió ella-. Son un poco excéntricos, pero trabajan mucho. -«Y beben mucho. Y sus perros no paran de ladrar», podía haber añadido, pero no lo hizo-. Espero que os guste la casa -añadió algo nerviosa, cuando, a las siete y media, llegaron por fin a Saint-Tropez.

– Estoy seguro de que nos encantará -dijo Eric con seguridad, al pasar entre los ruinosos pilares y cruzar la verja.

– Es algo más rústica de lo que habíamos pensado -dijo Pascale mientras el coche avanzaba, traqueteando, por el camino lleno de baches.

John ya parecía un poco sorprendido y Pascale observó que los Morrison, en el asiento de atrás, guardaban un silencio total, lo cual no era propio de ellos, en absoluto. Pero, probablemente, estaban cansados y alicaídos debido a sus sutiles advertencias. Cuando detuvo el coche frente a la casa, John se quedó mirándola fijamente.

– Necesita una mano de pintura o una puesta a punto o algo, ¿no?

– Necesita mucho más que eso, pero ahora, por lo menos, está limpia -dijo Pascale con humildad.

– ¿No estaba limpia cuando llegaste? -preguntó Diana, con una mirada de estupefacción.

– No exactamente. -Entonces, Pascale rompió a reír. No tenía sentido tratar de ocultarles nada. Ahora que estaban allí, le pareció mejor decirles la verdad-. Estaba hecha una pocilga cuando llegué. He pasado los dos últimos días limpiándola, con la ayuda de un equipo de diez personas. Las buenas noticias son que nos han devuelto la mitad del dinero, porque la verdad es que nos engañaron.

John pareció entusiasmado al oír aquello. Para él, era casi como conseguir unas vacaciones gratis y eso le encantaba.

– ¿Es de verdad tan horrible, Pascale? -preguntó Diana que, de repente, parecía preocupada.

Eric se dispuso a tranquilizarla. Lo último que quería era que Diana se fuera.

– No, no es horrible, pero todo está bastante viejo y maltrecho y no hay muchos muebles. Y la cocina parece salida de la Edad Media -dijo Pascale con franqueza.

– Bueno, ¿y qué? ¿A quién le importa? -dijo John riendo.

Una vez que había conseguido recuperar la mitad del dinero, la casa le encantaba. Era lo mejor que podrían haberle dicho, antes de que viera la casa de cerca.

Cuando entraron, Diana soltó una exclamación ahogada. Se estremeció al ver lo vacía y destartalada que estaba, pero tenía que admitir que los chales de Pascale sobre los muebles eran un toque inteligente. Supo que la tapicería debía de estar hecha un desastre para que Pascale los hubiera puesto allí. Sin embargo, cuando echaron una mirada más a fondo, decidieron que no estaba tan mal. No era lo que esperaban, claro, pero por lo menos, Pascale los había preparado. Cuando les contó el aspecto que tenía cuando ella llegó y lo que había hecho, se sintieron impresionados y agradecidos por sus esfuerzos.

– Fue una suerte que vinieras antes que nosotros -dijo Eric, cuando vieron la cocina.

Estaba impecablemente limpia, pero era tan anticuada como Pascale les había advertido.

– ¿Cómo diablos se las arreglaron para las fotos? -dijo John con un aire estupefacto.

– Parece que las tomaron hace unos cuarenta años, en los sesenta.

– ¡Qué falta de honradez! ¡Es vergonzoso! -dijo Eric, con una mirada de desaprobación, pero parecía satisfecho con la casa.

Era cómoda, estaba limpia y tenía un ambiente muy informal. No era la lujosa villa que esperaban, pero gracias a Pascale y a sus esfuerzos en beneficio de todos, tenía cierto encanto, especialmente con aquellas flores que había puesto por todas partes, y las velas.

Aunque Pascale ofreció cederles la habitación principal a los Morrison, cuando se dieron cuenta de todo lo que había hecho por ellos, insistieron en que ella y John se la quedaran.

– Lo hice solo para que no me odiarais -admitió ella y todos se echaron a reír. Luego John fue a buscar una botella de vino y se dio de cara con Agathe, que estaba en la cocina. Llevaba unos shorts blancos, la parte de arriba de su biquini rojo y sus sandalias rojas de tacones altos. John se quedó inmóvil, sin poder apartar los ojos de ella durante un instante. Como de costumbre, tenía un ojo cerrado y un Gauloise entre los labios.

– Bonjour-dijo John con torpeza.

Ese era casi todo el francés que había aprendido la primera vez que fue a París para conocer a la madre de Pascale.

Agathe le sonrió y, un instante después, apareció Marius, con los perros pisándole los talones.

– ¡Oh, Dios! -fue lo único que se lo ocurrió decir a John, cuando uno de los perros se le agarró a la pernera del pantalón y, en menos de cinco segundos, consiguió atravesarla con los dientes.

Marius le abrió la botella de vino y Agathe desapareció con los perros. John, con un aire un poco aturdido, fue arriba, con la botella de vino y cuatro copas.

– Acabo de encontrarme con los perros de los Baskerville y con la malvada hermana gemela de Tina Turner.

Pascale se echó a reír al oír esa descripción y le pareció que una sombra de tristeza cruzaba el rostro de Diana, pero cuando miró a Eric, no vio nada. Se preguntó si Diana estaría pensando en Anne y en lo mucho que le hubiera gustado estar allí con ellos. También a ella le había pasado esa idea por la cabeza cuando llegó, pero desde entonces había estado demasiado ocupada para pensar en ella. Y estaba segura de que lo mismo le sucedería a Robert. Todos echaban muchísimo de menos a Anne, pero era importante no pensar en su ilusión por pasar un mes allí.

– ¿Has visto el barco? -preguntó Eric, esperanzado, mientras John les servía vino a todos.

– Sí -confesó Pascale-. Se remonta a la época de Robinson Crusoe. Espero que todavía podáis navegar en él.

– Estoy seguro de que conseguiremos hacer que navegue -afirmó, mirando a su esposa con una sonrisa, pero Diana no dijo nada.

Pascale preparó la cena. Agathe ya había puesto la mesa y se ofreció para servir la comida, pero Pascale dijo que podía arreglárselas sin ella. Más tarde, mientras ella y Diane recogían los platos y John y Eric fumaban un cigarro en el jardín, Pascale no pudo menos de mirar a su amiga y hacerle una pregunta. Estaba preocupada por ella.

– ¿Estás bien? Hace ya un tiempo que pareces estar disgustada y, en Nueva York, me decía que estabas cansada. ¿Te encuentras bien, Diana?

Se produjo una larga pausa mientras esta la miraba, empezaba a asentir y luego negaba con la cabeza enérgicamente. Se dejó caer en una silla, junto a la mesa de la cocina, y las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas. Levantó los ojos hacia Pascale, desconsolada, incapaz de ocultarle su dolor a su amiga.

– ¿Qué te pasa? Pobrecita… ¿Qué ha pasado?

Pascale le rodeó los hombros con el brazo y Diana se secó los ojos con el delantal.

No podía pronunciar ni una palabra. Se apoyó contra Pascale unos momentos y esta la sostuvo como si fuera una niña, preguntándose qué le había pasado para disgustarla hasta ese punto. Nunca había visto así a Diana.

– ¿Estás enferma? -Diana negó con la cabeza y continuó sin decir nada. Lo único que podía hacer era sonarse con el papel de cocina que Pascale acababa de darle-. No se tratará de Eric y tú, ¿verdad? -Para Pascale aquella era una pregunta retórica, pero en cuanto vio la expresión en la cara de Diana comprendió que había acertado. Diana la miró fijamente durante un largo momento y finalmente asintió-. ¡No, no es posible! ¿Cómo puede ser?

– No sé cómo puede ser. Llevo un mes haciéndole la misma pregunta a él.

– ¿Qué ha sucedido? -Pascale estaba estupefacta y Diana parecía destrozada.

– Tiene un lío con una de sus pacientes -dijo y volvió a sonarse.

En cierto modo, era un alivio contárselo a Pascale. No se lo había dicho a nadie desde que él se lo confesó. Era su secreto, horrible y solitario.

– ¿Estás segura de que no son imaginaciones tuyas? Es que no puedo creérmelo.

– Pues es verdad. Él me lo ha dicho. Desde hacía unos dos meses, yo sabía que algo andaba mal, pero no sabía qué y hace cuatro semanas, él me lo confesó. El bebé de Katherine cogió difteria y hubo que llevarlo al hospital en mitad de la noche, así que llamé a Eric para pedirle que se reuniera con ellos en urgencias y me dijeron que no había estado allí en toda la noche. Él me había dicho que tenía que atender un parto. Incluso me había llamado para decirme que estaba atrapado allí hasta por la mañana y que después se iría directamente a la consulta. De repente, comprendí que la mayoría de veces que me decía que estaba en el hospital por la noche, no era así.

– ¿Eric? -A Pascale se le quebró la voz. Eric siempre le había parecido el marido perfecto. Poco exigente, de buen carácter, considerado, amable con su esposa, el marido y el padre ideal-. ¿Está enamorado de ella?

– Dice que no está seguro. Dice que ha dejado de verla y quizá lo ha hecho porque ella lo ha estado llamando a casa todas las noches. Creo que está muy disgustado. Dice que ella es una buena persona. Era una de sus pacientes y su marido la dejó justo después de nacer el bebé. Dice que sentía lástima por ella. Y debe de ser muy guapa; es modelo.

– ¿Qué edad tiene? -preguntó Pascale, angustiada por su amiga.

Era la peor pesadilla de cualquier mujer. Diana parecía hecha añicos por lo que acababa de contarle.

– Treinta años -dijo Diana, con el corazón destrozado-. Soy lo bastante vieja como para ser su madre. Tiene la misma edad que Katherine. Me siento como si tuviera seiscientos años. Probablemente, él estaría mejor con ella. -Miró a Pascale con una mirada acongojada-. Creo que nunca más podré confiar en él. Ni siquiera estoy segura de poder seguir estando casada con él.

– No puedes hacer eso -dijo Pascale, con aire horrorizado-. No puedes divorciarte. No después de tanto tiempo. Eso sería horrible. Si ha dejado de verla, entonces es que se ha acabado. La olvidará-dijo Pascale, con un tono esperanzado, pero sintiendo mucha lástima de su amiga.

– Puede que él la olvide, pero yo no -dijo Diana sinceramente-. Cada vez que lo mire, sabré que me ha traicionado. Lo odio por haberlo hecho.

– Es lógico -dijo Pascale, comprensiva-. Pero es algo que, a veces, pasa. Incluso podría haberte pasado a ti. Si ha puesto fin a lo de esa chica, tienes que procurar perdonarlo. Diana, no puedes divorciarte. Arruinarás tu vida, y la suya también. Os queréis.

– Al parecer, no tanto como yo pensaba. Por lo menos, en su caso no.

No había nada en sus ojos que hablara de perdón, solo rabia, dolor y desilusión. Pascale se sintió muy triste por ella.

– ¿Y él, qué dice?

– Que lo siente. Que no volverá a pasar nunca más. Que lo lamentó en el momento mismo de hacerlo, pero siguió haciéndolo durante tres meses y quizá hubiera continuado más tiempo, si el bebé de Katherine no se hubiera puesto tan enfermo aquella noche. Puede que incluso me hubiera dejado por ella -dijo Diana, llorando todavía con más fuerza al pronunciar esas palabras.

– No puede ser tan estúpido.

Pero era atractivo y tenía un aspecto fabuloso para su edad y trataba con mujeres todo el tiempo. Tenía más oportunidades de conocer mujeres que la mayoría de hombres. Todo era posible, incluso para un hombre tan responsable y digno de confianza como Eric. Sin embargo, veía en los ojos de Diana lo que le había hecho. Le sorprendía que hubiera ido de vacaciones y se lo preguntó.

– Cuando lo descubrí, no quería hacerlo, pero él me rogó que viniera. Ahora dice que solo puede quedarse dos semanas y, si se va, cada minuto, pensaré que está con ella.

– Quizá tendrías que creerlo cuando dice que se ha acabado -dijo Pascale, tratando de apaciguarla, pero Diana parecía furiosa.

– ¿Por qué tendría que creerlo? Me ha mentido. ¿Cómo se puede esperar que confíe en él? -Tenía razón y Pascale no sabía qué responder, pero le rompía el corazón pensar que iban a poner fin a su matrimonio-. Es que no creo que pueda seguir casada con él, Pascale. Nunca volverá a ser lo mismo para mí. Probablemente, no tendría que haber venido de vacaciones. Le dije que iba a llamar a un abogado antes de marcharnos y me pidió que, al menos, esperara hasta que acabara el viaje. Pero no creo que esto cambie nada. -Era una carga muy pesada para llevársela con ellos, como un juego de maletas llenas de plomo. Y no era un buen augurio para las vacaciones-. ¿Tú seguirías casada con John si te engañara? -preguntó Diana mirándola directamente a los ojos con una expresión amarga.

Ni siquiera parecía la misma mujer. Siempre se había mostrado tan despreocupada y tan feliz, igual que Eric. Y tenían una relación tan estupenda… De las tres parejas, Pascale siempre había pensado que era la que tenía un matrimonio mejor; o quizá el mejor era el de Robert y Anne. John y ella siempre habían tenido sus diferencias y discutían mucho más que los otros. Y ahora Anne estaba muerta y Diana hablaba de divorciarse de Eric. No podía soportar la idea.

– No sé qué haría -contestó Pascale sinceramente-. Estoy segura de que querría matarlo. -John hablaba mucho de mujeres, pero Pascale opinaba que no hacía nada. En realidad, estaba segura de ello. Era solo que le gustaba el aire que eso le daba. En su caso, era todo palabrería y bravatas-. Creo que lo pensaría muy bien antes de hacer nada y, quizá, tratara de volver a confiar en él. Mira, Diana, a veces la gente hace estas cosas.

– No seas tan francesa -dijo Diana con un gemido y luego rompió a llorar de nuevo.

Se sentía absolutamente desdichada y todavía lamentaba haber ido de vacaciones. Cada vez que miraba a Eric, se alteraba. No sabía cómo iba a superar aquel mes, ni siquiera un solo día, con él.

– Quizá los franceses tengan razón en algunas cosas -dijo Pascale, con delicadeza-. Hay que pensarlo muy bien antes de hacer algo que luego puedas lamentar.

– Eso es lo que él tendría que haber hecho, antes de acostarse con esa mujer -dijo Diana furiosa.

Le parecía especialmente cruel que la mujer fuera mucho más joven. Hacía que se sintiera vieja y poco atractiva. Eric la había herido de la forma más dolorosa posible y no sabía cómo iba a superarlo ni si su matrimonio iba a sobrevivir.

– ¿Se lo has contado a alguien? -preguntó Pascale con cautela.

– Solo a ti -respondió Diana-. Me sentía tan avergonzada… No sé por qué tendría que sentirme avergonzada, pero lo estoy. Me hace sentir como si fuera menos que una persona, como si no fuera lo suficientemente buena para él.

Parecía estar completamente deshecha.

– Diana, sabes que eso no es verdad. Él hizo algo muy estúpido. Y estoy segura de que también se siente avergonzado -dijo Pascale, esforzándose por ser justa con los dos-. Creo que has sido muy valiente viniendo.

Realmente la admiraba por ello, aunque era evidente que Diana no tenía ningunas ganas de estar allí. Estaba demasiado angustiada para que le importara el viaje.

– No quería dejarte colgada -dijo Diana tristemente-, ni tampoco a Robert. Sé lo difícil que será para él venir aquí. Sentía que se lo debía. He venido más por él que por Eric.

– Puede que estar aquí os haga bien a los dos -dijo Pascale, esperanzada.

Pero necesitaban más que unas vacaciones; necesitaban cirugía mayor, no unas tiritas.

– Creo que no se lo perdonaré nunca -dijo Diana, llorando de nuevo.

– Todavía no, seguro. Pero tal vez con el tiempo -dijo Pascale, sensatamente.

Rodeó con el brazo a su amiga y se abrazaron. Al cabo de un rato, volvieron a la sala a reunirse con sus maridos. Cuando los hombres entraron, después de acabarse los cigarros, Pascale vio claramente el abismo que se había abierto entre Eric y Diana. Se miraban como si se hubieran perdido y a Pascale le dolió el corazón al mirarlos.


Todavía se sentía deprimida cuando ella y John subieron a su dormitorio y él lo observó inmediatamente, lo cual era inusual en él. A veces, era mucho menos perceptivo en todo lo relativo a ella.

– ¿Pasa algo malo? -le dijo, preguntándose si habría hecho o dicho, sin darse cuenta, algo que la había disgustado.

– No, solo estaba pensando.

Pascale no quería decirle nada, a menos que Diana la autorizara. No quería traicionar su confianza. Tenía intención de preguntarle si podía contárselo a John, pero no lo había hecho.

– ¿Sobre qué? -preguntó este, con aire inquieto.

Pascale parecía verdaderamente preocupada.

– Nada importante, el almuerzo de mañana -respondió mintiéndole, pero solo para proteger el secreto de Eric y Diana.

– No te creo. ¿Es algo importante?

– En cierto modo.

– Me parece que sé de qué se trata. Eric me ha dicho que él y Diana tienen problemas. -John también parecía disgustado.

– ¿Te ha dicho qué clase de problemas?

– No. Los hombres no solemos ser tan específicos. Solo dijo que estaban pasando un mal momento.

– Diana quiere divorciarse -dijo Pascale, consternada-. Eso sería terrible, para los dos.

– ¿Se trata de otra mujer? -preguntó John y ella asintió.

John parecía tan apenado como ella.

– Eric le ha dicho que ya se ha acabado, pero Diana dice que está demasiado dolida para perdonarlo.

– Confío en que lo solucionen -dijo John, con aire preocupado-. Han pasado treinta y dos años juntos. Eso cuenta para algo. -La atrajo hacia sí y la rodeó con los brazos, con una expresión cariñosa que no era corriente en él. La mayor parte del tiempo se mostraba brusco y áspero, pero ella sabía que, debajo de aquella apariencia, la quería-. Te he echado de menos -dijo John con dulzura.

– Yo también a ti -respondió ella sonriendo.

Él la besó y, un momento después, apagó la luz y la cogió entre sus brazos. Habían pasado seis semanas sin verse, un largo tiempo en cualquier matrimonio, pero él sabía lo mucho que significaba para ella estar en París y nunca la habría privado de ir. Pascale vivía para esas semanas en su ciudad cada año.

Después de hacer el amor, siguieron abrazados mucho rato, con la luz de la luna llena entrando por la ventana. Cuando él se quedó dormido, ella permaneció junto a él, mirándolo y preguntándose cómo se sentiría si él le hiciera lo que Eric le había hecho a Diana. Sabía que estaría completamente destrozada. Igual que Diana. Lo único que podía pensar en aquel momento era lo afortunada que era por tenerlo. Era lo único que necesitaba y quería, y siempre lo había sido.

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