Capítulo 2

Dos semanas más tarde, volvieron a reunirse todos, esta vez en el piso de Pascale y John en el West Side, una noche que llovía a mares. Los Morrison y los Smith llegaron puntuales, como siempre, y dejaron las gabardinas y los chorreantes paraguas en el recibidor de los Donnally. La decoración del piso era ecléctica; había máscaras africanas, esculturas modernas, antigüedades que Pascale había traído de Francia y hermosas alfombras persas. Y también objetos fascinantes que había comprado durante sus viajes con el ballet.

La luz era suave y el aroma procedente de la cocina, delicioso. Pascale había preparado una crema de setas y conejo en salsa a la mostaza como plato principal. Y John había abierto varias botellas de Haut-Brion.

– Huele de maravilla -dijo Anne, calentándose las manos ante el fuego que John había encendido, mientras Pascale pasaba una bandeja con unos canapés de aperitivo.

– No creas todo lo que hueles -le advirtió John, sirviéndoles una copa de champán-. La cena la ha hecho ya sabéis quién -añadió con un gesto de advertencia.

– Toi alors! -le respondió Pascale con una mirada furiosa, antes de desaparecer en la cocina para ver cómo iba la cena.

Cuando volvió para sentarse con ellos en uno de los sofás de terciopelo rojo de la sala, les dijo que tenía buenas noticias para todos. Encima de la chimenea había un cuadro magnífico y velas encendidas por todas partes. En una de las paredes había docenas de fotografías de Pascale con el New York Ballet. La habitación reflejaba las personalidades de los dos, los lugares donde habían estado y su forma de vida. El ambiente de la sala era claramente francés. Incluso había un paquete de Gauloise abierto encima de la mesa. A Pascale le apetecían, de vez en cuando, mientras John fumaba sus puros.

– Venga, cuéntanos, ¿en qué has andado metida? -preguntó Diana, recostándose en el sofá, con su traje pantalón negro de corte impecable, y bebiendo champán.

Había estado trabajando mucho todo el día, organizando otra comida para recaudar fondos en Sloan-Kettering. Eric había estado en pie tres noches seguidas trayendo niños al mundo. Todos parecían más callados de lo usual y algo cansados.

– ¡He encontrado una casa! -dijo Pascale, con una enorme sonrisa, mientras se dirigía hacia un magnífico escritorio antiguo que John y ella habían encontrado en Londres años atrás. Volvió con un grueso sobre de papel Manila y entregó un montón de fotografías a sus amigos-. Voila! Es exactamente lo que queríamos.

Por una vez, John se reservó los comentarios; ya había visto las fotos y, aunque no le gustaba el precio, tenía que admitir que la casa sí que le gustaba. Era una vieja villa, llena de carácter, elegante, bien conservada, con hermosos jardines y deliciosos terrenos. Estaba justo al lado del mar y contaba con un pequeño muelle, con un bonito velero incluido, que sería estupendo para Eric, Robert y Anne, los más marineros del grupo. Las fotografías del interior mostraban una amplia sala llena de muebles rústicos franceses, cinco dormitorios enormes y bien decorados y un comedor lo bastante grande para dar cabida a dos docenas de personas. La cocina estaba impecable, aunque un poco anticuada, pero era acogedora y tenía mucho encanto. Y lo mejor de todo, había una sirvienta y un jardinero, que estaba dispuesto a hacer de chófer. Todos estuvieron de acuerdo en que Pascale tenía razón, parecía la casa perfecta. En realidad se llamaba Coup de Foudre, que significa «flechazo» o «rayo». Estaba disponible para todo el mes de agosto y, lógicamente, debido a lo deseable de la casa, los propietarios querían saber inmediatamente si iban a alquilarla.

– Vaya, tiene un aspecto espléndido, Pascale -dijo Diana encantada, contemplando de nuevo las fotos-. Incluso hay dos habitaciones para huéspedes; si queremos invitar a algún amigo o a alguno de nuestros hijos. Y adoro la idea de la sirvienta. No me importa cocinar, pero detesto tener que limpiar después.

– Exacto -dijo Pascale, entusiasmada al ver que les gustaba-. Es un poco cara -admitió vacilando-, pero dividida entre tres, no está tan mal.

John puso los ojos en blanco al oír la cifra, pero incluso él tenía que admitir que no era un precio desmesurado. Iba a utilizar los puntos de bonificación que tenía para cubrir la tarifa del avión y si las chicas cocinaban la mayoría de veces y no salían cada noche a cenar a restaurantes de moda, casi le parecía razonable.

– ¿Crees que estará tan bien como en las fotos? -preguntó Robert prudentemente, sirviéndose otro de los canapés de Pascale.

Sus habilidades culinarias eran mucho mejores de lo que John admitía. Ya habían devorado la mayoría de los pequeños y bonitos canapés y el aroma que llegaba desde la cocina era delicioso.

– ¿Por qué tendrían que mentirnos? -preguntó Pascale, con aire sorprendido. John le había planteado lo mismo-. La he buscado a través de un agente muy acreditado, pero puedo pedirle a mi madre que vaya a verla, si queréis.

– ¡Cielo santo, no! -dijo John, con aspecto horrorizado-. No permitamos que se meta en esto. Les dirá que soy un rico banquero estadounidense y doblarán el precio.

Parecía angustiado solo de pensarlo, y los demás se rieron de él.

– Creo que parece absolutamente perfecta -dijo Anne atinadamente. El proyecto había despertado su entusiasmo desde el principio-. Creo que tendríamos que decidirnos, para evitar que se la queden otras personas. Incluso si resulta ser un poco menos perfecta que en las fotos, ¿y qué? ¿Cómo de malo puede ser un mes en una villa en el sur de Francia? Voto porque les enviemos un fax esta noche y les digamos que sí que la queremos -dijo con decisión, dirigiendo una cálida sonrisa a Pascale-. ¡Has hecho un trabajo estupendo!

– Gracias -respondió Pascale, con una mirada extasiada.

Le encantaba la idea de un mes adicional en Francia. Siempre pasaba la mayoría de junio y todo julio con su familia en París. Pero este año también podría estar en agosto.

– Estoy de acuerdo con Anne -dijo Robert, sin vacilar-. Y me gusta la idea de las habitaciones de invitados. Sé que a nuestros hijos les encantaría ir unos cuantos días, si a vosotros no os importa.

– Apuesto a que a los nuestros también -afirmó Eric, y Diana asintió.

– No sé si el marido de Katherine podrá escaparse, pero sé que a ella le entusiasmaría ir con los niños y Samantha está loca por Francia.

– Igual que yo -dijo Anne sonriendo-. ¿Todos de acuerdo, entonces? ¿Lo hacemos?

Calcularon rápidamente cuánto le costaría a cada pareja y, aunque John se llevó la mano al pecho, fingiendo que le fallaba el corazón, cuando convirtió la cantidad a dólares, al final todos aceptaron que, para una casa tan grande y bien cuidada como aquella, era un precio justo y valía la pena.

– Trato hecho, pues -dijo Robert, con aspecto de estar encantado.

Sabía que podría organizarse para tomarse el mes libre y quería que Anne se tomara unas vacaciones. Parecía muy cansada y hasta ella misma reconocía que trabajaba demasiado. Robert le había dicho recientemente que creía que debería pensar en retirarse. La vida era demasiado corta para pasar todas las horas del día en el despacho, en el tribunal o preparando argumentos jurídicos para sus abogados. Aunque adoraba su trabajo, la sometía a mucha tensión y sus clientes le exigían mucho. Trabajaba por las noches y, a veces, incluso durante el fin de semana y, aunque su carrera era su pasión, él estaba empezando a pensar que era hora de que aflojara la marcha. Quería pasar más tiempo con ella.

– ¿Te tomarás todo el mes libre? -le preguntó a su esposa, mirándola significativamente, cuando Pascale los llamó a cenar, y Anne asintió, con una sonrisa en los ojos-. ¿Lo dices de verdad? Voy a hacer que cumplas tu palabra, ¿sabes? -dijo y, atrayéndola hacia él, la besó.

Tenía muchas ganas de que pasaran ese mes juntos, en Francia. Los dos últimos años, ella había tenido que interrumpir sus vacaciones para volver al despacho y resolver situaciones críticas de sus clientes.

– Prometo quedarme todo el tiempo -dijo ella solemnemente, y hablaba en serio. Por lo menos, en aquel momento.

– Entonces, vale cada penique que cueste -dijo Robert, feliz, mientras entraban en el comedor cogidos del brazo.

Juntos, tenían un aspecto muy distinguido y muy cálido.

– Especialmente si hay un barco -le dijo ella en broma.

Navegar con él era uno de sus mayores placeres y siempre le recordaba sus primeros veranos en Cape Cod, cuando sus hijos eran pequeños.

Los seis charlaron animadamente de la casa en Saint-Tropez toda la noche. Fue una cena alegre y amistosa. También hablaron brevemente de su trabajo y de sus hijos, pero la mayor parte del tiempo lo dedicaron a la villa y al tiempo que estaban planeando pasar en Francia.

Más tarde, mientras estaban sentados en el comedor, saboreando un Château d'Yquem, sentían la cálida sensación del placer que les esperaba. Les parecía que iba a ser un verano perfecto para todos.

– Incluso podría ir unos días antes, si me dejan, para organizarlo todo y comprar lo que necesitemos para la casa -ofreció Pascale, aunque no habría mucho que añadir; el folleto decía que la casa estaba completamente equipada con ropa de cama, toallas y todo lo necesario en la cocina.

Eric dijo que estaba seguro de que la pareja que iba incluida con la casa probablemente lo tendría todo a punto.

– No me importa ir antes de que lleguéis todos vosotros, de verdad -insistió Pascale alegremente e incluso su marido sonrió. Habían preparado un plan muy atractivo.


Era casi medianoche cuando se separaron y los Morrison y los Smith compartieron un taxi hasta el East Side. Seguía lloviendo, pero estaban de muy buen humor. Anne se recostó en el asiento del taxi y les sonrió. Robert sospechó que era el único que se daba cuenta de lo cansada que parecía. Tenía aspecto de estar agotada.

– ¿Estás bien? -le preguntó Robert cariñosamente después de dejar a los Morrison.

Anne había estado más callada que de costumbre durante el trayecto y podía ver que estaba cansada. Otra vez se había estado exigiendo demasiado.

– Estoy perfectamente -dijo con menos energía que convicción-. Solo estaba pensando en lo agradable que será pasar un mes en Francia. No se me ocurre ninguna otra cosa que me gustara más hacer contigo que pasar las vacaciones así; leyendo, descansando, navegando, nadando. Me gustaría que no faltara tanto.

Parecía como si las vacaciones estuvieran todavía muy lejos.

– A mí también -respondió Robert.

El taxi los dejó frente a su casa en East Eighty-ninth Street y se apresuraron a entrar para refugiarse de la lluvia. Mientras la miraba quitarse el abrigo en su cómodo piso, pensó que su esposa parecía pálida.

– Me gustaría que te tomaras algún tiempo libre antes del verano. ¿Por qué no cogemos un fin de semana largo y nos vamos a algún sitio cálido unos cuantos días?

Se preocupaba por ella; siempre lo había hecho. Era lo más precioso de su vida. Más aún que sus hijos, Anne siempre había sido su máxima prioridad. Era su amor, su confidente, su aliada, su mejor amiga. Era el centro de su existencia.

En los treinta y ocho años que llevaban juntos, cuando estaba embarazada y en las escasas ocasiones en que había estado enferma, la había tratado como si fuera un precioso y frágil objeto de cristal antiguo. Por naturaleza, él era una persona muy cariñosa. Era algo que ella amaba en él; su ternura, su atención, la amabilidad de su carácter. Lo había percibido la primera vez que se vieron y los años le habían demostrado que no se había equivocado. En cierto sentido, ella era más resistente que él, más dura, más fuerte y, en algunas cosas, menos indulgente. Cuando defendía los derechos de sus clientes o a sus hijos, era temible, pero su corazón siempre había pertenecido a Robert. No se lo decía con frecuencia, pero el suyo era un vínculo que había vencido la prueba del tiempo y necesitaba de pocas palabras. Cuando eran jóvenes, solían hablar más, de sus esperanzas, de sus sueños y de cómo se sentían. Robert era el romántico, el soñador que imaginaba cómo serían los años venideros. Anne siempre era más práctica y más inmersa en su vida diaria. Con el paso de los años, parecía haber menos necesidad de hablar, menos necesidad de planear y mirar hacia adelante. Se limitaban a avanzar, cogidos de la mano, un año tras otro, satisfechos con lo que habían hecho, respetando las lecciones aprendidas. La única tragedia compartida fue la pérdida de su cuarto hijo, una niña, al nacer. Anne había quedado deshecha, pero se había recuperado rápidamente, gracias al apoyo y a las atenciones de Robert. Fue Robert quien lloró a la pequeña durante años y quien todavía hablaba de ella de vez en cuando. Anne había dejado atrás su duelo y, en lugar de lamentar lo que había perdido, estaba satisfecha con lo que tenía. Sin embargo, sabiendo lo profundamente que Robert sentía las cosas, tenía cuidado con sus emociones y era siempre amable. Él era la clase de persona a quien se quiere proteger de las cosas que hacen daño. Anne siempre parecía un poco más capaz que él para encajar los golpes que da la vida.

– ¿Qué quieres hacer mañana? -le preguntó él, cuando ella se metía en la cama, a su lado, con un camisón de franela azul.

Era una mujer atractiva, no guapa, pero sí distinguida, elegante y bien parecida. En algunos aspectos, pensaba que era, ahora, incluso más atractiva que cuando se casaron. Tenía ese aspecto que mejora con el paso del tiempo. Se conservaba bien, su compañera de toda la vida.

– Mañana, quiero dormir hasta tarde y luego leer el periódico -respondió ella, bostezando-. ¿Quieres que vayamos al cine por la tarde?

Les gustaba el cine; por lo general, películas extranjeras o melodramas que, la mayoría de veces, hacían llorar a Robert. Cuando eran jóvenes, Anne solía burlarse de él. Ella nunca lloraba en el cine, pero adoraba la ternura de su marido y su bondadoso corazón.

– Suena bien.

Lo pasaban bien juntos, les gustaban las mismas personas, disfrutaban de la misma música y de los mismos libros, de la mayoría de las mismas cosas, más aun ahora que en sus primeros años juntos. Al principio, había más diferencias entre ellos, pero Robert había compartido tanto con ella a lo largo del tiempo, que sus gustos habían confluido y sus diferencias, desaparecido. Lo que compartían ahora era enormemente confortable, como una enorme cama de plumas en la que se sumergían, cogidos de la mano, totalmente a sus anchas.

– Me alegro de que Pascale haya encontrado la casa -dijo Anne mientras se iba quedando dormida, acurrucada contra él-. Creo que este verano que viene lo vamos a pasar bien de verdad.

– Me muero de impaciencia por ir a navegar contigo -dijo él, atrayéndola hacia sí.

Se había sentido excitado, unas horas antes, mientras se vestían para ir a casa de los Donnally, pero ahora, ella parecía tan cansada que le habría parecido injusto tratar de que hicieran el amor. Trabajaba demasiado, se exigía demasiado. Tomó nota mentalmente de hablarle de ello al día siguiente; no la había visto tan agotada desde hacía años. Ella se quedó dormida entre sus brazos, casi instantáneamente. Unos minutos después, también él dormía, roncando con suavidad.


Eran las cuatro de la madrugada cuando se despertó y oyó a Anne en el baño; tosía y parecía que estuviera vomitando. Veía la luz por debajo de la puerta y esperó un poco para ver si volvía a la cama, pero al cabo de diez, minutos no se oía nada y ella seguía sin salir del baño. Finalmente se levantó y llamó a la puerta, pero ella no contestó.

– Anne, ¿estás bien? -Esperaba oírle decir que no le pasaba nada y que volviera a la cama, pero de allí dentro no salía sonido alguno-. ¿Anne? Cariño, ¿te encuentras mal?

La cena que Pascale había preparado era deliciosa, pero sustanciosa y muy condimentada. Esperó un par de minutos más y, luego, giró suavemente el pomo y miró al interior. Lo que vio fue a su esposa, caída en el suelo, con el pelo desordenado y el camisón torcido. Era evidente que había estado vomitando; estaba inconsciente y tenía la cara gris, con los labios casi azules. Verla así lo aterrorizó.

– Oh, Dios mío… Oh, Dios mío…

Le tomó el pulso y notó que todavía latía, pero no veía que respirara. No estaba seguro de si tenía que intentar reanimarla o llamar al 911. Finalmente, corrió a buscar su móvil, volvió al lado de su esposa y llamó desde allí. Trató de sacudirla, mientras la llamaba por su nombre, pero Anne no daba señales de recuperar el conocimiento y Robert veía que los labios se le iban volviendo de color azul oscuro. La telefonista del 911 ya estaba al teléfono. Le dio su nombre y dirección y le dijo que su esposa estaba inconsciente y que apenas respiraba.

– ¿Se ha dado un golpe en la cabeza? -preguntó la telefonista con un tono profesional y Robert luchó por contener sus lágrimas de terror y frustración.

– No lo sé… Haga algo… por favor… envíe a alguien enseguida…

Acercó la mejilla a la nariz de ella, sin soltar el teléfono, pero no notó respiración alguna y, esta vez, cuando le buscó el pulso, pensó que había desaparecido y, aunque luego lo encontró de nuevo, apenas podía notarlo. Era como si se estuviera alejando rápidamente de él y él no pudiera hacer nada para evitarlo.

– Por favor… por favor, ayúdeme… Creo que se está muriendo…

– La ambulancia va de camino -dijo la voz, tranquilizándolo-, pero necesito que me dé un poco más de información. ¿Cuántos años tiene su esposa?

– Sesenta y uno.

– ¿Ha tenido problemas de corazón?

– No, estaba cansada, muy, muy cansada y está agotada -respondió y luego, sin decir nada más, dejó el teléfono y se puso a hacerle la reanimación boca a boca. Oyó cómo recuperaba la respiración y suspiraba, pero no dio ninguna otra señal de vida. Estaba igual de gris que antes. Robert volvió a coger el teléfono-. No sé qué le pasa, quizá se desmayó y se golpeó la cabeza. Ha vomitado…

– ¿Le dolía el pecho antes de devolver? -preguntó la voz.

– No lo sé. Yo estaba durmiendo. Cuando me desperté, la oí toser y vomitar y cuando entré en el cuarto de baño, estaba inconsciente en el suelo. -Mientras hablaba, oyó cómo se acercaba una sirena y lo único que podía hacer era rezar por que fuera una ambulancia para ella-. Oigo una ambulancia… ¿es la nuestra?

– Espero que sí. ¿Qué aspecto tiene ahora? ¿Respira?

– No estoy seguro… Tiene un aspecto terrible.

Estaba llorando, aterrorizado por lo que estaba sucediendo, aterrado por el aspecto que ella tenía. Mientras se enfrentaba a todo lo que sentía, sonó el timbre de la calle y corrió a apretar el botón del portero automático para que entraran. Abrió la puerta del piso, la dejó abierta de par en par y volvió corriendo con Anne. No había cambiado nada, pero en unos segundos, los enfermeros le pisaban los talones y entraban en el baño. Eran tres. Lo apartaron a un lado y se arrodillaron al lado de ella. La auscultaron, le examinaron los ojos y el responsable ordenó a los otros dos que la pusieran en la camilla que habían traído. Mientras los seguía abajo, lo único que Robert logró oír entre la confusión de sus voces fue «desfibrilador». Todavía iba en pijama y apenas tuvo tiempo de coger su abrigo y ponerse los zapatos mientras se metía el móvil en el bolsillo del abrigo, cogía la cartera de encima de la cómoda y los seguía a todo correr. Cuando llegó afuera, ya habían metido a Anne en la ambulancia y tuvo el tiempo justo de saltar al interior, a su lado, antes de que arrancaran.

– ¿Qué le ha pasado? ¿Qué le está pasando?

Se preguntaba si se habría atragantado con algo al vomitar y se habría ido ahogando sin hacer ruido, pero los enfermeros le dijeron que había tenido un ataque al corazón. Mientras se lo explicaban, uno de ellos le rasgó el camisón y le puso el desfibrilador en el pecho. Los senos de Anne quedaron al descubierto y Robert hubiera querido cubrírselos, pero sabía que no era momento para preocuparse por el pudor. Parecía que se estaba muriendo. El corazón se le había parado. Le habían puesto una mascarilla de oxígeno. Mientras Robert observaba horrorizado cómo todo su cuerpo se convulsionaba, ellos repitieron la operación.

– Oh, Dios mío… oh, Dios mío… Anne -susurraba sin apartar los ojos de ella, sosteniéndole la mano-, cariño… por favor… por favor…

El corazón empezó a latir de nuevo, pero era evidente que estaba en una situación desesperada y Robert no se había sentido tan impotente en toda su vida. Solo unas horas antes, estaban cenando con sus amigos y ella parecía cansada, pero nada que pareciera indicar algo tan trágico como esto. De haber sido así, él la hubiera llevado directamente a urgencias.

Los enfermeros estaban demasiado ocupados para hablar con él, pero según dijeron al contactar con el hospital más cercano por radio, por el momento, parecían satisfechos con el estado de Anne. Robert marcó el número de Eric en el móvil con manos temblorosas. Eran ya las cuatro y veinticinco de la mañana y Eric contestó al segundo timbrazo.

– Estoy en una ambulancia, con Anne -dijo Robert, con voz temblorosa-. Ha tenido un ataque al corazón y ha necesitado que la reanimaran. Acaban de conseguir que vuelva a latir; Dios mío, Eric, está gris y tiene los labios azules -dijo de forma incoherente, sollozando sin parar.

Eric se incorporó inmediatamente y encendió la luz. Diana se rebulló; estaba acostumbrada a las llamadas que llegaban, en mitad de la noche, desde la sala de partos y era raro que se despertara, pero esta vez había algo extraño en el tono de voz de Eric y lo miró entrecerrando los ojos.

– ¿Está consciente? -preguntaba Eric en voz queda.

– No…, la encontré en el suelo del baño… pensé que quizá se había dado un golpe en la cabeza… No sé… Eric, parece como si… -Apenas podía unir una palabra con otra.

– ¿Adónde la llevan?

– Lenox Hill, me parece.

Solo estaba a unas pocas manzanas.

– Estaré allí dentro de cinco minutos. Me reuniré contigo en urgencias o en la UCI de cardiología. Ya te encontraré… y Robert, se pondrá bien… ¡Ánimo!

Quería tranquilizarlo desesperadamente y esperaba estar en lo cierto.

– Gracias -fue todo lo que Robert pudo decir antes de poner fin a la llamada.

Los enfermeros tenían el desfibrilador preparado de nuevo, pero el corazón de Anne siguió latiendo hasta que llegaron al hospital y allí, en la acera, había ya un equipo de cardiología esperándola. La taparon con una manta, la sacaron de la ambulancia y la metieron en el hospital antes de que Robert pudiera dar las gracias a nadie ni decir nada. La camilla pasó, prácticamente volando, por su lado y lo único que pudo hacer fue correr tras ella. La llevaron directamente a la UCI de urgencias coronarias y Robert permaneció allí, con su abrigo y su pijama, sintiéndose inútil. De repente, parecía y se sentía como si tuviera mil años; lo único que quería era estar con su amada Anne. No quería abandonarla en manos de extraños.

Al cabo de unos minutos, un médico residente salió para hacerle una serie de preguntas. Cinco minutos más tarde, Eric estaba a su lado, en el pasillo, y Diana había venido con él. Se había despertado por completo al oír lo que Eric le preguntaba a Robert y había insistido en ir con él al hospital. Ambos llevaban vaqueros y gabardinas y sus caras mostraban una terrible preocupación. Pero Eric, al menos en apariencia, conservaba la calma y sabía cómo hacer las preguntas adecuadas. Entró en la unidad coronaria, dejando a Robert con Diana. Cuando volvió era evidente que no traía buenas noticias.

– Está fibrilando de nuevo. Está librando una batalla encarnizada.

Parecía que era la segunda vez que el corazón de Anne se detenía desde que la ingresaron en la unidad. El cardiólogo residente le dijo a Eric que no le gustaba el aspecto de sus constantes vitales. Cuando llegó, estaba muy cerca de la muerte.

– ¿Cuándo empezó? -le preguntó Eric a Robert.

Diana apretaba la mano de su amigo entre las suyas y Eric le rodeaba los hombros con el brazo, mientras Robert lloraba lastimeramente al contarles lo que había pasado.

– No lo sé. Me desperté a las cuatro. Ella estaba tosiendo y pensé que estaba vomitando por el ruido que hacía. Esperé unos minutos y luego, ya no se oía nada; y cuando entré estaba en el suelo, inconsciente.

– ¿Tenía dolores en el pecho cuando llegasteis a casa anoche? -Eric frunció el ceño al preguntarlo.

No es que en esos momentos importara. Empezara cuando empezara, había sido un ataque muy fuerte y el cardiólogo tenía muchas dudas sobre sus posibilidades de sobrevivir. No presentaba buen aspecto.

– Solo estaba muy cansada, pero por lo demás, parecía estar bien. Habló de la casa en el sur de Francia y de ir al cine mañana. -La cabeza le daba vueltas y miró a Diana desde su considerable estatura, pero casi parecía no verla. Estaba en estado de choque por todo lo que acababa de pasar-. Tendría que llamar a los chicos, ¿no? Pero no quiero asustarlos.

– Ya los llamo yo -dijo Diana en voz baja-. ¿Te acuerdas de sus números?

Robert recitó una serie de números. Diana los fue anotando y luego dejó a Robert con Eric y fue a llamar a los hijos de Anne y Robert. Los conocía lo bastante como para asumir la responsabilidad de darles malas noticias.

– Oh, Dios mío -balbuceó Robert cuando Eric lo obligó a sentarse-, ¿y si…?

– No te precipites, la gente sobrevive a cosas así. Procura mantener la calma. No la vas a ayudar si te desmoronas o te pones enfermo. Va a necesitar que seas fuerte, Robert.

– La necesito -dijo este con voz estrangulada-, no podría vivir sin ella.

Eric rogaba en silencio por que no tuviera que hacerlo, pero no parecía, en absoluto, nada seguro. Solo podía imaginar lo duro que debía de resultarle. Sabía lo unidos que estaban y lo felices que habían sido durante casi cuarenta años. A veces, como todos los que han vivido venturosamente tanto tiempo juntos, parecían dos mitades de una misma persona.

– Ahora tienes que aguantar -decía Eric, de pie a su lado, palmeándole la espalda cuando Diana volvió.

Había hablado con los tres hijos de Robert y Anne y le habían dicho que irían al hospital inmediatamente. Los dos chicos vivían en el Upper East Side y su hija Amanda vivía en SoHo, pero a esa hora -ya eran las cinco de la mañana- sería fácil encontrar taxis. Hacía casi una hora que Robert había encontrado a Anne y que la pesadilla había empezado.

– ¿Me dejarán verla? -dijo Robert con una voz llena de pánico.

Nunca se había sentido tan débil, tan incapaz de hacer frente a una situación. A todos los efectos prácticos, siempre se había considerado un hombre fuerte, y lo mismo había hecho Anne, pero sin ella, de repente sentía que todo su mundo, toda su vida se desmoronaba a su alrededor y lo único que podía pensar era en el aspecto que ella tenía, caída allí en el cuarto de baño, con el rostro grisáceo e inconsciente.

– Te dejarán verla en cuanto sea posible -dijo Eric tranquilizándolo-. Ahora están trabajando muy duro, haciendo muchas cosas. Que tú estuvieras allí, solo aumentaría la confusión.

Robert asintió y cerró los ojos. Diana, sentada a su lado, le sostenía la mano, apretándosela con fuerza. Rezaba por Anne, pero no quería decírselo a Robert. Ni siquiera se había entretenido en peinarse antes de salir corriendo con Eric.

– Quiero verla -dijo Robert finalmente, con aire de desesperación.

Eric se ofreció para entrar en las profundidades de la UCI para ver qué tal estaba Anne. Pero cuando llegó allí, lo que vio no fue un panorama tranquilizador. La habían intubado, estaba conectada a un respirador artificial y había media docena de monitores a su alrededor, pitando frenéticamente. Le habían puesto una vía intravenosa y todo el equipo estaba ocupándose de ella, con el jefe gritando órdenes a todos los demás. Eric supo con una sola mirada que no había modo alguno de que dejaran entrar a Robert para verla y pensó que, por el momento, era mejor así. Robert se hubiera sentido aterrorizado.

Cuando Eric volvió afuera, a la sala de espera, ya habían llegado los dos hijos de Robert, con caras preocupadas, y Amanda llegó solo unos minutos más tarde. Al parecer, todos habían hablado con ella en los últimos días y todos ellos se sentían anonadados. Les había parecido que estaba bien, sana, activa como de costumbre y dominando la situación y ahora, en un instante, estaba luchando por su vida y todos eran impotentes para salvarla. Mandy se abrazó a su hermano menor, llorando, de pie en el vestíbulo. El mayor estaba sentado al lado de su padre, con Diana al otro lado, todavía cogiéndole la mano. Pero no había nada que ninguno de ellos pudiera hacer, solo esperar.

Acababan de dar las siete cuando el cardiólogo jefe salió para decirles que Anne había tenido otro ataque cardíaco masivo, sin recuperar el conocimiento, y que no hacía falta que les dijera lo grave que era la situación; todos lo sabían. Robert se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar. Estaba totalmente deshecho por lo que había pasado y no le avergonzaba mostrarlo. Si el amor hubiera podido traerla de vuelta, lo que él sentía por ella lo habría logrado.


Fue una noche larga y triste y justo a las ocho de la mañana, cuando Diana volvía de la cafetería con cafés para todos, regresó el cardiólogo con una expresión solemne. Eric lo vio primero y supo sin necesidad de palabras lo que había sucedido.

Robert también lo comprendió; se puso en pie y lo miró, como queriendo conjurar las palabras, antes de que las dijera.

– No -dijo, negándose a creer lo que todavía no se había dicho-, no. No quiero oírlo.

Parecía aterrado, pero súbitamente fuerte y casi furioso. Tenía una mirada enloquecida, extraña para todos los que le conocían. Rompía el corazón verlo de aquella manera.

– Lo siento, señor Smith. Su esposa no ha sobrevivido al segundo ataque. Hemos hecho todo lo que hemos podido. Intentamos reanimarla… pero se nos quedó entre las manos. Lo siento muchísimo.

Robert permaneció de pie, con la mirada fija en el médico, como si estuviera a punto de desplomarse. En un instante, Amanda se lanzó entre sus brazos, sollozando sin control por la pérdida de su madre. Ninguno de ellos podía creer lo que acababa de suceder. Parecía imposible, solo unas horas antes habían estado cenando juntos todos los amigos y, ahora, ella estaba muerta. Robert ni siquiera podía empezar a asimilarlo; mientras abrazaba a su hija, se sentía como si fuera de madera y, al mirar por encima del hombro de Amanda, lo único que veía era a Eric y a Diana, llorando, y a sus dos hijos abrazados y sollozando.

El doctor le dijo con el máximo tacto posible que tendría que hablar con alguien para hacer los arreglos necesarios y que, mientras tanto, tendrían a Anne allí. Mientras lo escuchaba, Robert empezó a sollozar.

– ¿Qué arreglos? -preguntó con voz ronca.

– Tendrá que llamar a una funeraria, señor Smith, y hablar con ellos. Lo siento mucho -repitió y luego se dirigió al mostrador de la UCI para hablar con las enfermeras. Había formularios que tenía que rellenar antes de acabar su guardia.

Robert y los demás permanecieron sin objeto en la sala de espera, mientras empezaban a llegar otras visitas. Eran casi las nueve de un sábado por la mañana y venían a ver a otros pacientes.

– ¿Por qué no vamos a nuestra casa un rato? -propuso Eric con voz queda, secándose los ojos y rodeando a Robert con un brazo firme-. Podemos tomar un café y hablar -dijo, mirando a Diana, quien asintió, tomando a Amanda bajo su protección.

Robert salió de la sala flanqueado por sus dos hijos, con Eric siguiéndoles de cerca. Cruzaron el hospital a ciegas y salieron a la mañana invernal. Hacía un frío glacial después de la lluvia de la noche anterior y parecía que se preparaba otra tormenta. Pero Robert no veía nada. Cuando entró en un taxi con sus hijos, se sentía sordo, mudo y ciego. Eric y Diana cogieron otro coche justo después y cinco minutos más tarde estaban en el piso de los Morrison.

Diana se movió rápida y silenciosamente en la cocina, haciendo café y tostadas para todos, mientras Robert permanecía sentado con los demás en la sala, deshecho.

– No puedo comprenderlo -dijo cuando ella puso una taza de café delante de él sobre la mesita-. Anoche estaba bien. Lo pasamos tan bien y lo último que dijo antes de quedarse dormida fue que le hacía mucha ilusión ir a la casa en Francia este verano.

– ¿Qué casa en Francia? -preguntó, desconcertado, Jeff, el hijo mayor.

– Hemos alquilado una casa en Saint-Tropez con los Donnally y tus padres para el mes de agosto -explicó Eric-. Estuvimos mirando fotos anoche y tu madre parecía estar bien. Aunque ahora que lo pienso, parecía cansada y estaba pálida, pero lo mismo les pasa a todos los habitantes de Nueva York en invierno. No le di importancia.

Eric estaba furioso consigo mismo por no haber sospechado nada.

– De camino a casa le pregunté si estaba bien -dijo Robert, dándole vueltas de nuevo a todo aquello en su cabeza-. Parecía agotada, pero siempre trabajaba tanto…, no parecía nada inusual. Hoy iba a dormir hasta tarde.

Y ahora estaba dormida para siempre. Robert sintió que lo inundaba una oleada de pánico cuando se dio cuenta de que no había pedido que le dejaran verla, pero supuso que tendría la oportunidad de hacerlo más tarde. No había podido pensar en nada más que en la abrumadora pérdida que acababa de sufrir. Era como si en esos momentos sintiera que si rebobinaba la película en su cabeza las veces suficientes, podría hacer que acabara de forma diferente a como lo había hecho. Como si al mirarla de nuevo, pudiera ver que ella estaba más que cansada y fuera capaz de salvarla. Pero la tortura que había ideado no tenía sentido, todos lo sabían.

Tomó solo dos sorbos de café y ni tocó las tostadas que Diana les había preparado. No podía pensar en comer nada en absoluto; lo único que quería era ver a Anne y estrecharla entre sus brazos.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Amanda, sonándose con uno de los pañuelos de papel de la caja que Diana había dejado discretamente encima de la mesa.

Amanda tenía veinticinco años y nunca había experimentado ninguna pérdida como esta ni, en realidad, ninguna otra. La muerte le era totalmente desconocida. Sus abuelos habían muerto cuando era demasiado pequeña para recordarlo. Ni siquiera había perdido una mascota en toda su vida. Se trataba de una pérdida muy grande para empezar.

– Puedo encargarme de una parte por vosotros -dijo Eric amablemente-. Llamaré a Frank Campbell esta mañana.

Era una funeraria prestigiosa que, desde hacía muchos años, se cuidaba de los neoyorquinos, algunos tan famosos como Judy Garland.

– ¿Tienes alguna idea de qué quieres hacer, Robert? ¿Quieres que la incineren? -preguntó Eric.

La pregunta hizo que Robert se desmoronara en un instante. No quería que la incineraran, la quería viva de nuevo, en el salón de los Morrison, preguntándoles por qué estaban siendo tan tontos. Pero esto no era tonto. Era insoportable, impensable, intolerable, para su esposo, para sus hijos. En realidad, ellos lo estaban llevando mejor que él.

– ¿Puedo hacer algo para ayudar, papá? -ofreció Jeff suavemente y su hermano menor, Mike, trató de ponerse a la altura de las circunstancias.

Ambos habían llamado a sus esposas y les habían dado la noticia. Unos minutos después, Diana salió discretamente para llamar a Pascale y John, que quedaron anonadados cuando les dijo que Anne había muerto aquella mañana. Al principio, no podían entenderlo.

– ¿Anne? Pero si estaba perfectamente anoche -insistía Pascale, igual que habían hecho todos-. No puedo creerlo… ¿Qué ha pasado?

Diana le contó lo que sabía y Pascale, llorando, fue a decírselo a John, que estaba leyendo el periódico. Media hora más tarde, también ellos llegaban a casa de los Morrison y era más de la una cuando Robert fue finalmente a su casa a vestirse. Cuando vio las luces encendidas y, en el suelo del cuarto de baño, las toallas que había puesto allí para taparla y abrigarla, rompió a sollozar, angustiado, de nuevo, y cuando se dejó caer en la cama, olió su perfume en la almohada. Era más de lo que podía soportar.


Por la tarde, Eric fue a Campbell con él y le ayudó a cumplir con el insoportable martirio que se le imponía, tomando decisiones, encargando flores, eligiendo un ataúd. Escogió uno magnífico, de caoba con el interior de terciopelo blanco. Todo aquello era una pesadilla. Le dijeron que podría ver a su esposa más tarde cuando llegara del hospital. Y cuando la vio, con Diana de pie a un lado, se derrumbó por completo. Estrechó la forma inerte de Anne entre sus brazos, mientras Diana los miraba, llorando en silencio. Aquella noche, fue a casa de Jeff a cenar con sus hijos. Jeff y su esposa insistieron en que pasara la noche con ellos y él se sintió aliviado de hacerlo. Mandy se quedó con Mike y su esposa Susan en su piso. Ninguno de ellos quería estar solo y daban gracias por tenerse unos a otros.

Los Donnally y los Morrison cenaron juntos, todavía incapaces de comprender qué había pasado. Solo la noche antes Anne había estado con ellos y, ahora, estaba muerta y Robert, desquiciado.

– Detesto tocar un tema tan poco diplomático en estas circunstancias, pero estaba pensando qué vamos a hacer con la casa de Saint-Tropez -dijo Diana con cautela, mientras contemplaban tristemente sus platos, con la comida china que habían comprado lista para comer y que apenas habían tocado.

Nadie tenía hambre y en casa de Jeff, Robert estaba, literalmente, dejándose morir de hambre. No había tocado comida alguna desde la noche antes y no quería hacerlo.

– Como estás siendo poco diplomática -dijo John con un aspecto tan deprimido como los demás-, yo también lo seré. La casa es demasiado cara dividida entre dos y no tres parejas. Tendremos que dejarla -dijo tajante.

Pascale miró incómoda a su marido.

– No creo que podamos hacerlo -dijo en un susurro.

– ¿Por qué no? Ni siquiera les hemos dicho que nos la quedábamos.

Habían acordado enviar un fax desde el despacho de Anne el lunes.

– Sí que se lo hemos dicho -dijo Pascale, con aire contrito.

– ¿Qué significa eso? -preguntó John, mirándola sin entender.

– Es una casa tan estupenda y yo tenía miedo de que alguien se la quedara, así que le pedí a mi madre que pagara el depósito en cuanto el agente me llamó. Estaba segura de que a todos nos encantaría.

– Espléndido -dijo John con los dientes apretados-. Tu madre no ha pagado ni un tubo de dentífrico durante años, sin hacer que se lo enviaras o lo pagaras, y ¿de repente hace un depósito para una casa? ¿Antes incluso de que estuviéramos de acuerdo? -Miró a Pascale severamente, incapaz de creer lo que acababa de oír.

– Le dije que le devolveríamos el dinero -dijo Pascale, en voz baja, mirando a su marido con aire de disculpa.

Pero la casa había resultado ser tan buena, en todo, como el agente había prometido y a todos les habían encantado las fotografías, o sea que no se había equivocado.

– Dile que pida que le devuelvan el dinero -dijo John con firmeza.

– No puedo. No es reembolsable; lo explicaron antes de que le dijera que pagara.

– Oh, por todos los santos, Pascale, ¿por qué diablos hiciste una cosa así? -John estaba furioso con ella, pero era evidente que estaba mucho más trastornado por la muerte de Anne y no sabía cómo expresarlo-. Bien, pues ya puedes pagarlo tú misma, con tu propio dinero. Nadie va a querer ir allí ahora y seguro que Robert no irá sin Anne. Se acabó. Olvídate de la casa.

– Quizá no -dijo Diana sosegadamente-. Faltan seis meses y medio hasta entonces. Puede que Robert se sienta mucho mejor para entonces y quizá le siente bien alejarse de aquí, ir a algún sitio donde nunca haya estado, con todos nosotros alrededor para hacerle compañía y consolarlo. Creo que tendríamos que hacerlo.

Eric la miró pensativamente y asintió.

– Creo que tienes razón -dijo apoyándola.

John no estuvo de acuerdo.

– ¿Y si no quiere ir? Entonces estamos atrapados; dos partes resultan muy caras. Yo no voy. Y no voy a pagar -dijo con una mirada encolerizada.

– Entonces lo haré yo -dijo Pascale, mirándolo furiosa-. Eres tan mezquino, John Donnally, que estás utilizando esto como excusa para no gastar dinero. Yo pagaré nuestra parte y tú puedes quedarte en casa, o ir a ver a tu madre a Boston.

– ¿Desde cuándo eres tan espléndida? -dijo en un tono que la disgustó profundamente.

Sin embargo, al igual que los demás, lo que la afligía era lo que había pasado con Anne, no las palabras de su marido.

– Creo que es necesario que estemos juntos y Robert nos necesitará más que nunca -insistió Pascale.

Los Morrison estuvieron de acuerdo con ella y trataron de convencer a John, pero era demasiado obstinado.

– Yo no voy a ir -insistió.

– Pues no vayas. Iremos nosotros cuatro -dijo Pascale con calma, sonriendo con tristeza a Eric y Diana-. Te enviaremos postales desde la Riviera.

– Llévate a tu madre contigo.

– Puede que lo haga -dijo Pascale y luego se volvió hacia los otros-. Entonces, estamos de acuerdo. Iremos a Saint-Tropez en agosto.

Era el menor de sus problemas en aquel momento, pero en cierto sentido era consolador pensar en algo más agradable. Era lo único en que podían pensar que no fuera la pérdida de su querida amiga y en Robert. No era mucho lo que podían hacer por él, pero podían ofrecerle su apoyo. Y aunque sentían como si ir a Saint-Tropez sin Anne fuera algo parecido a una traición, Pascale tenía la sensación de que ella habría querido que lo hicieran y que llevaran a Robert con ellos.

– Puede que nos cueste mucho convencerlo de que venga con nosotros -señaló Diana razonablemente-, pero tenemos mucho tiempo para hablar de ello. Sigamos adelante y alquilemos la casa. Ya lo discutiremos con él más tarde.

Para entonces, sospechaba que John también se habría ablandado. Pero era muy triste pensar en ir solo los cinco, sin Anne. Era inconcebible pensar que ella ya no estaría con ellos nunca más.

Los Donnally se fueron a casa poco después y llamaron a Robert, a casa de Jeff, para decirle que pensaban en él, pero él estaba demasiado trastornado para hablar con ellos mucho rato y, por su voz, Pascale supo que había estado llorando. Lo había hecho todo el día, en realidad. Deseó que hubiera algo que ella pudiera hacer por él, pero no lo había. Le prometió reunirse con él en la funeraria para la «visita». El entierro había sido fijado para el martes. Robert hizo que Jeff llamara a los socios de Anne en el bufete y sus nueras habían telefoneado a una larga lista de personas para decírselo, antes de que apareciera la nota necrológica al día siguiente, domingo. Robert escribió la esquela él mismo y Mike la llevó a The New York Times por la tarde.

Era incomprensible, pensaba Robert para sí, cuando se acostó en la habitación de invitados de Jeff y Elizabeth. Se sentía completamente desorientado por el dolor y de tanto llorar y por la falta de comida. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan destrozado ni tan solo como en aquel momento, mientras permanecía allí, echado, pensando en ella. Treinta y ocho maravillosos años acabados en un instante. Robert estaba absolutamente seguro, sin la más leve sombra de duda, de que su vida también estaba acabada.

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