AHORA todo el mundo reclamaba a Helena de Troya y voló a Inglaterra para una sesión de fotos que ofrecía demasiado dinero como para rechazarla. A su regreso, le dio a cada trabajador una paga extra, y una especialmente generosa para Emilio, cuya lealtad había mantenido la fábrica a flote.
La única pega que veía era que Salvatore no podía celebrarlo con ella ya que había tenido que salir en viaje de negocios.
– Estoy deseando verte en la festa mañana -le dijo él cuando la llamó por teléfono-. Mi secretaria, Alicia, te irá a buscar.
Al día siguiente, Salvatore la esperaba junto a su barco, pintado en color oro y con remeros vestidos con ropa medieval. Ya estaba lleno de gente que ella supuso serían su familia y que la miraron con interés, especialmente los más jóvenes. Uno de ellos silbó.
– ¡Esos modales! -le reprendió Salvatore.
– Pero no pretendía faltarle al respeto -protestó el chico-. Sólo era un cumplido.
– No me ha molestado -dijo Helena riendo.
Pero el, enfado de Salvatore no pareció aplacarse. -Esta señora es nuestra invitada y la trataremos como se merece.
Le dio la mano para ayudarla a subir a bordo y la llevó hasta un asiento. Al verlo tenso, casi furioso, se quedó desconcertada y se preguntó si le preocuparía haberla invitado.
La música a lo lejos indicaba la llegada de la procesión que se dirigía al Bucintoro, el barco en que viajaría el alcalde de la ciudad y tras el que todos los barcos zarpáron.
– Esta es mi abuela -le dijo Salvatore-. Estaba deseando conocerte.
La mujer la observó y la saludó en veneciano y, cuando Helena respondió en la misma lengua, la signora no pareció muy contenta, como si le hubiera salido mal la jugada.
A ella la siguió una procesión de sobrinos, primos e hijos, tantos que Helena perdió la cuenta. Cuando terminó de saludarlos fue hacia la proa, desde donde podía contemplar la laguna mientras sentía el viento en su cabello. Al girar la vista vio a Salvatore, que la estaba observando y que al instante giró la cara para mirar al horizonte, como si quisiera ocultarle lo que estaba pensando.
– ¡Maldita sea! ¿Qué están haciendo aquí? -gritó Salvatore de pronto, al ver una lancha motora con fotógrafos.
– Lo que hacen siempre -comento un hombre mayor que tenía al lado-. La prensa local y la televisión siempre cubren la festa y en esta ocasión tienen algo especial en lo que centrarse -añadió a la vez que le guiñaba un ojo a Helena, que le devolvió el mismo gesto.
·Salvatore, preséntame a mi prima -dijo el hombre.
·No sois primos exactamente…
– Bueno, es un término que cubre muchos significados -respondió el hombre riéndose-. He venido hoy para ver a qué se debía tanto revuelo y me alegro de haberlo hecho. Ya que Salvatore no lo hace, me presentaré yo. Soy Lionello. Apreciaba mucho a su marido y le doy la bienvenida a la familia.
– ¡Mucho gusto en conocerle! -exclamó ella-. Antonio me habló de usted y de todas las travesuras que hicieron juntos.
El hombre, encantado, le presentó también a su esposa.
·Qué amable ha sido la familia al recibirme tan bien -le murmuró Helena a Salvatore.
·Bueno, parte de ella. Todas las mujeres que hay aquí te estrangularían con mucho gusto. Tal vez esto no haya sido tan buena idea.
– Tonterías, ¿qué puede pasarme si tú estás aquí para protegerme? -le preguntó riéndose.
La Isla de Lido podía verse en el horizonte. Pronto estaban acercándose a un extremo de ella, al punto donde se celebraría la ceremonia. Cuando todos los barcos estuvieron allí, el alcalde tomó el anillo y lo arrojó al mar diciendo:
– Ricevilo in pegno della sovranitá che voi e i successori vostri avrete perpetuamente sul mare.
– ¿Lo has entendido? -le preguntó Salvatore a Helena en voz baja.
– Ha dicho: «Recibe este anillo como muestra de soberanía sobre el mar que tú y tus sucesores tendréis eternamente».
Pero el alcalde tenía algo más que añadir:
– Lo sposasse lo mare si come l'omo sposa la dona per essere so signor.
– ¡Vaya! -dijo Helena.
·Supongo que eso lo has entendido también.
· -Oh, sí.
«Cásate con el mar como un hombre se casa con una mujer y pasa a ser su señor» -dijo Lionello-. Aunque estoy seguro de que Antonio nunca la trató como si fuera su señor.
– Ni siquiera lo intentó -respondió Helena mientras recordaba al esposo que había amado de un modo que la mayoría de la gente no entendería.
·Supongo que era usted la que estaba al mando -se atrevió a decir el hombre.
– Por supuesto. Ésas eran mis condiciones. Una sumisión completa por su parte.
Eso es porque es una mujer moderna. Yo siempre he insistido en ser el amo y señor en mi matrimonio.
– Anda, ven aquí, viejo tonto -le dijo su mujer.
Sí, querida. Ya voy, querida.
Cuando se habían ido, Helena miró a Salvatore, que le preguntó:
·¿Así que sumisión completa?
– Eso siempre lo has sabido.
Tal vez sí.
Ella sonrió, animándolo a compartir la broma, pero la sonrisa que Salvatore le devolvió fue algo forzada.
– Antonio tenía sentido del humor.
– ¿A la vez que se mostraba sumiso?
– No seas tonto. Nos turnábamos.Él siempre se reía y me gastaba bromas y al final yo normalmente acababa haciendo lo que él quería.
– ¿Normalmente?
– No siempre, pero sí muy a menudo. Me encantaba su actitud. ¿Sabes? Si más hombres se dieran cuenta de lo mucho que nos gusta a las mujeres reírnos…
·-¿Más hombres harían el payaso para complacerte? dijo él fríamente.
Ella suspiró y decidió dejarlo pasar. No había nada pudiera hacer para cambiar ese carácter.
La multitud comenzó a desembarcar en dirección a la iglesia y cuando la ceremonia comenzó, Helena miró a su alrededor y recordó lo que Antonio le había contado sobre momentos como ése.
– Los niños nos aburríamos y nos portábamos mal hasta que nos echaban de la iglesia y nos íbamos a jugar a la playa. Siempre fui un chico bastante malo.
– No has cambiado -le había respondido ella. Y así había sido; hasta el último día había seguido siendo ese diablillo que ella tanto amaba.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y los cerró. Cuando volvió a abrirlos, Salvatore estaba mirándola, impactado.
·¿Estás bien? -murmuró cuando salieron de la iglesia.
·Sí, es sólo que de pronto he empezado a pensar en Antonio. Crees que no lo echo de menos porque me río y bromeo, pero te equivocas. Si supieras lo equivocado que estás.
– Puede que esté empezando a entenderlo -respondió el con delicadeza.
·Solía hablarme de este lugar, de la preciosa playa y de cómo algún día pasearíamos por ella. ¿Te importaría si no vuelvo con vosotros al barco? Me gustaría quedarme aquí un rato.
– No quiero dejarte sola.
·Estaré bien. Te veré esta noche en el palazzo.
·-Está bien -Salvatore cedió, aunque no se quedó muy contento con la idea.
Helena se despidió de todos, les prometió que los vería por la noche y dejó que Lionello le besara la mano Después, se quedó allí viendo cómo se alejaban los barcos.
Aunque nunca había estado en esa playa con él, descubrió que era un lugar maravilloso para recordar a Antonio. Allí podía estar sola, pasear por la arena dorada que parecía extenderse kilómetros, escuchar las olas y llevar a su marido en el corazón.
Ojalá estuvieras aquí conmigo. Cuánto nos reiríamos de cómo me miran tus primos. Te encantaría y me animarías a coquetear con ellos, pero después disfrutarías más cuando nos vieran marcharnos juntos. Oh, caro, te echo tanto de menos.
Era curioso cómo la pasión que había encontrado con Salvatore no había logrado disminuir su anhelo por Antonio. Había más de una clase de amor.
Amor. Había amado a Antonio. En el caso de Salvatore, se resistía a contemplar esa palabra, pero ahí estaba.
No, no lo amaba. Lo suyo no era amor y no tenía nada de qué preocuparse.
Con esa idea clara, atravesó la isla hasta el embarcadero y allí subió al ferry que la devolvería a Venecia.
En el palazzo Veretti, el salón de banquetes resplandecía. Dos mesas largas ocupaban el centro de la gran sala montadas con la porcelana y el cristal más finos.
Helena se había engalanado con sobriedad para la ocasión llevaba un vestido negro largo de dos piezas con un escote discreto-que, por otro lado, no ocultaba ningún aspecto de su belleza porque eso resultaba imposible.
La sentaron entre Salvatore y su abuela, que no podía ocultar la hostilidad que sentía hacia ella a pesar de profesarle un gran afecto a la memoria de Antonio y de decir que estaba encantada de haber conocido a su viuda. Por eso Helena se alegró cuando el baile comenzó y pudo huir de su lado.
Le concedió el primer baile a Lionello, después a su hijo y luego a uno de sus nietos, un chico de diecinueve años que mostraba con mucho descaro cómo suspiraba por ella. Al joven le siguieron muchos otros, todos compitiendo por el derecho de tener en sus brazos a Helena de Troya. Franco, el hombre que había anotado las apuestas durante la subasta, pasó por delante de ella diciendo:
– Voy a sacar una fortuna con esto.
– ¡Franco, no te atrevas! -le dijo Helena.
– No puedo evitarlo.
– Bueno, pues asegúrate de que donas algo al hospital -le gritó mientras el hombre se alejaba bailando antes de que un grupo de gente lo rodeara.
Antonio parecía estar tras ella ese día. Había estado en la Isla de Lido y ahora volvía a estar allí, recordándole noches como ésa en la que había presumido ante todos de ser su esposo.
– ¿Y te hice sentirte orgulloso, verdad? -susurró ella.
·¿Cómo dices? -le preguntó su pareja de baile. Sorprendida, ella alzó la vista y se encontró en los brazos de Salvatore.
– Tu última pareja se estaba exhibiendo a tu lado. Apenas te has dado cuenta.
– Lo siento… estaba pensado en otra cosa.
·¿En otra cosa o en otra persona? -preguntó con un frío y severo tono que la hizo enfadarse.
– No me interrogues. Soy dueña de mis pensamientos, aunque no lo creas. Hoy te estás comportando de un modo muy extraño.
Él lo sabía y estaba furioso consigo mismo por haberlo dejado ver. Durante todo el día había visto a la gente mirándola y después mirándolo a él con envidia. En otro momento habría disfrutado siendo el acompañante de la mujer más bella, pero ahora odiaba que otros hombres miraran a Helena. Sabía lo que estaban pensando, que imaginaban estar haciendo el amor con ella y, por lo que a él respectaba, estaban traspasando su propiedad privada.
– ¿Por qué estás tan serio conmigo?
– Porque no soy Antonio.
– ¿Y qué significa eso?
·Que a diferencia de él, no me hace gracia verte alardeando ante otros hombres.
– ¿Cómo te atreves?
– No te hagas la inocente. Sabes muy bien lo que has estado haciendo.
– Si lo he hecho, ha sido por él, a modo de despedida.
– Una excusa muy astuta, aunqe no es lo suficientemente buena.
– Hago lo que me place, con o sin tu permiso. No intentes ordenarme nada porque no lo toleraré.
Él la agarró con más fuerza.
·¿Que no…?
·Ha sido un día largo. Creo que me iré pronto.
· -¿Vas a hacerme un desaire delante de todo el mundo?
– No digas tonterías. Me voy ahora mismo.
·Preferiría que no lo hicieras.
– Me marcho ahora!
·¿Crees que te lo voy a permitir? -se dio cuenta demasiado tarde de que no debería haber pronunciado esas palabras.
·¿Quieres probar? Iré hacia la puerta, intenta detenerme y veremos quién de los dos sale peor parado.
– Stregai -ya la había llamado bruja antes, pero en aquella ocasión había sido a modo de cumplido. Ahora sonó como una palabra cargada de veneno.
·Buenas noches, signor Veretti. Gracias por una noche tan agradable, pero debo irme ya. Me despediré de tu familia y después me iré.
·¡No lo harás!
·¿Es que vas a insistir?
Por un momento Helena creyó que se pondría a discutir con ella allí mismo, pero él se controló a tiempo, no sin antes lanzarle una advertencia con la mirada diciéndole que eso no quedaría así. Después, con mucha educación, le ofreció a su barquero para que la llevara al hotel.
·No, gracias. Prefiero ir paseando.
– Yo te acompañaré…
·No, iré yo…
– Yo me he ofrecido primero…
Mientras los jóvenes competían por ir con ella, Salvatore la agarró por el brazo y le susurró:
·¿Vas a estar tan loca de irte con ellos?
·No te preocupes. Si alguno se me acerca demasiado, los demás lo tirarán al canal. Buenas noches. Y así se marchó, seguida por una multitud.
Tal y como había supuesto, sus admiradores se comportaron y ya en el hotel les recompensó tomándose una copa con ellos en el bar antes de retirarse a su habitación y de negarse categóricamente a que la acompañaran arriba.
Exactamente una hora después alguien llamó a su puerta. La abrió y, tal y como había esperado, allí estaba Salvatore.
·Supongo que sabías que vendría -le dijo una vez dentro.
·Me lo imaginaba.
·¿Qué demonios creías que estabas haciendo?
·-Ser una buena invitada y pasármelo bien.
– Tú lo has pasado bien y también todo el mundo viendo cómo te exponías.
– Si pretendes que me lo tome como un insulto, no lo has conseguido. Así es como me gano la vida, exponiéndome.
Eso lo enfureció del todo y ella se alegró de verlo. Tal vez estaba corriendo un riesgo al provocarlo, pero no le importaba. Se sentía poderosa, desesperada por provocarlo más y más.
·Pero claro, tienes que saber cómo hacerlo… lo meor es ser sutil.
Se quitó la falda y la tiró al suelo. Salvatore la observaba respirando entrecortadamente y le quitó la parte de arriba de un tirón. Después, se desnudó y la tendió en la cama.
·¿Y si ahora te pidiera que te fueras? -le preguntó
– ¿Es que vas a insistir? -repitió sus palabras de antes.
Delicadamente, Salvatore la despojó de su ropa interior negra y por fin se situó entre sus piernas y se adentró en ella, sin permiso, llenándola, poseyéndola.
Algo dentro de ella explotó. Ya recuperaría su independencia más tarde, ya lo desafiaría y lo retaría, pero por el momento estar con él era lo único que le importaba.
– ¿Qué dices ahora? -le preguntó él.
Lentamente, ella giró la cabeza sobre la almohada, Lo miró a los ojos y murmuró:
Lo que digo es… ¿por qué has tardado tanto en venir?