AHORA Helena pasaba todo su tiempo en Larezzo, aprendiendo, absorbiendo información, disfrutando como nunca.
Sus empleados la adoraban por su apasionado interés, por proteger la fábrica a toda costa, pero también por el hecho de que no interfería en nada.
·Aún no -les prometió-. Por el momento sólo voy a observaros para aprender y a concentrarme en ganar más dinero para invertir. No habrá más préstamos bancarios.
Todos los empleados se mostraron encantados con esas palabras y más todavía cuando añadió:
·A lo mejor hasta tengo que volver a ejercer como modelo por el bien de nuestro futuro.
A uno de los trabajadores se le oyó decir que debería haber vendido la fábrica a Salvatore, pero la indignación de los demás lo acalló.
– Tal vez deberías despedir a Jacopo -dijo Emilio-Ya sabes lo que estará haciendo ahora mismo, ¿verdad?
– Contándoselo a Salvatore. ¡Pues vamos a darle algo que contar!
Después de eso, las cosas fueron más deprisa de lo que se había imaginado. Leo, el joven diseñador y su más ferviente admirador, aceptó de mucho grado sus instrucciones pare crear una pieza que se pareciera a la cabeza de Salvatore pero que se asemejara a un diablo, con las cejas puntiagudas y cuernos.
·¿Cuánto se tardará en hacerlo en cristal? -le preguntó.
·Un par de días si trabajo rápido.
·Maravilloso. Creía que os llevaba años producir vuestras creaciones.
·Eso es lo que le digo a Emilio para que me suba el sueldo.
Los dos se rieron.
·Haz esto por mí y te pagaré un dinero extra.
La cabeza de cristal era una obra maestra y tenía una semejanza inconfundible con Salvatore, a pesar de los añadidos.
– ¿Vas a enviársela? -le preguntó Emilio.
·Claro que no. Simplemente la dejaré aquí, donde Jacopo pueda verla fácilmente.
No tuvieron que esperar mucho. Unas horas después, se vio a Jacopo entrando en la fábrica de Salvatore y al día siguiente volvió al trabajo con cara de pocos amigos.
– Salvatore lo hizo marcharse con las orejas gachas -supuso Helena.
– No creo -le dijo Emilio
– Yo creo que sí.
– No olvides que lucha para ganar.
·A menos que sepa que no puede hacerlo -murmuró Helena con un aire de misterio.
Una noche cuando volvía al hotel, el chico de recepción le dijo que habían dejado un paquete para ella. Una vez en su habitación, lo desenvolvió y se sentó a contemplar su belleza.
Era una cabeza, pero no una que pudiera reconocer, no se parecía a nadie en particular; simplemente era un rostro bello con el cabello peinado hacia atrás. Cualquier mujer se sentiría orgullosa de pensar que un hombre podía verla de ese modo.
No llevaba una nota que dijera quién lo había mandado, pero llamó a Salvatore, que respondió con un tono de voz impaciente, uno que demostraba que había estado esperando. En cuanto oyó su voz, Helena dijo:
·Me rindo.
·¿Qué significa eso exactamente?
·Significa que en esto eres mejor que yo. Significa me has pillado desprevenida. Significa «gracias, maravilloso».
·Esperaba que te gustara -dijo él con calidez en la voz ¿Estás libre para cenar conmigo esta noche? Conozco un restaurante que creo que te gustaría mucho.
·-Suena estupendo.
En esa ocasión no hubo gondolero. Salvatore fue a buscarla al hotel a pie y por casualidad Helena estaba mirando por la ventana cuando llegó. Lo vio cruzar un pequeño puente, detenerse en lo alto para asomarse y mirar la laguna.
Ella se echó hacia atrás para poder observarlo sin él lo supiera y desde esa distancia pudo ver que tenía unas piernas largas como las de un atleta y que se vía con una gracia y una elegancia que no llegaban cuitar sus aires de poder.
Al pensar en ese poder la recorrió un temblor de exición advirtiéndola de que se estaba metiendo en terreno peligroso. Pero lo deseaba, tenía que admitirlo. deseaba ese cuerpo y lo que fuera que podía ofrecerle al suyo. Quería sentir sus manos sobre ella, acariciándola en esos lugares que había devuelto a la vida sólo su presencia.
Su cabeza estaba en guardia, pero su cuerpo se negaba a ser cauto.
Mientras lo miraba por la ventana, él reanudó el ca mino al hotel y unos momentos después, ella bajó para recibirlo con una sonrisa que no reflejaba la agitación que sentía por dentro.
Juntos caminaron hasta un pequeño restaurante y se sentaron en una mesa situada en un extremo del jardín, iluminada únicamente por una vela y unas pequeñas lucecitas que colgaban sobre sus cabezas.
– ¿He-elegido bien? -le preguntó Salvatore-. No es un lugar elegante ni lujoso…
·Mejor. Tiene mucho encanto. Gracias por no intentar abrumarme con algo demasiado espectacular y refinado.
– Eso habría sido una estupidez por mi parte. No puedo competir con Helena de Troya.
– ¿Así que lo sabes? -
– Sí… por fin. Parece que todo el mundo en Venecia lo sabía desde el principio y debo admitir que intentaste advertirme de que había algo que yo desconocía, pero no hice caso y al final tuve lo que me merecía.
Ella buscó algún rastro de ironía en esas palabras, pero no lo encontró y, mientras aún seguía pensando en ello, apareció un camarero con una botella de champán.
– El mejor, signor, tal y como ha pedido.
– Que no te confunda el aspecto modesto de este lugar. Su bodega es la mejor.
Cuando el camarero se fue, Salvatore alzó su copa. -Te felicito.
– ¿No debería felicitarte yo a ti por tu truco?
– No fue mi intención en ningún momento. No he pagado a Jacopo para que hiciera nada. Antes trabajaba para mí, pero lo despedí por vago. Consiguió un trabajo en Larezzo, aunque supongo que no cobra mucho y pensó que, si te espiaba, podría volver conmigo Jamás lo animé a hacer nada, pero cuando vio la cabeza le sacó una fotografía y corrió a verme diciendo que me estabais difamando.
¿Difamando? ¿Cómo?
Esa cabeza me representa como al diablo.
Sí, pero ¿dónde está la difamación?
Ella sonrió.
Gracias, acabas de confirmarme lo que pensaba. No la pusiste allí por casualidad, esperabas que Jacopo la encontrara. Es más, hizo exactamente lo que pensaste que haría… algo que, por supuesto, es lo que los hombres suelen hacer.
Ella sonrió y se acercó más a él para susurrarle:
– No esperarás que te responda a eso, ¿verdad?
Salvatore se acercó a ella y con voz temblorosa le dijo:
– No es necesaria ninguna respuesta.
Le puso los labios sobre la mejilla y fue deslizándolos hasta llegar a sus labios, que rozó- ligeramente antes de apartarse.
– Acabas de demostrarlo -le susurró ella.
– ¿Sí?
– Eso es lo que quería que hicieras.
– Tus deseos son órdenes para mí.
– Aquí viene el camarero -dijo Helena.
Se separaron y se quedaron en silencio mientras él les rellenaba las copas de champán y les hacía unas sugerencias sobre el menú.
– Para dejar que disfrutes de tu victoria al completo -le dijo Salvatore cuando volvieron a quedarse solos-, te diré que cuando me enteré de la situación financiera de la que has gozado desde hace años, me quedé horrorizado ante mi propia temeridad por haberte desafiado. ¿Cómo he podido ser tan…?
– Oh, cállate -dijo ella entre risas-. No me engañas.
– Bueno, creí que merecía la pena intentarlo -añadió él riéndose también.
De pronto Helena sintió miedo. ¿Cómo había podido olvidar que la risa era lo más peligroso que podía suceder entre un hombre y una mujer? Más peligrosa todavía que el deseo.
Casi se sintió aliviada cuando el camarero llegó para tomarles nota.
Solos otra vez, Salvatore dijo:
·Si te soy sincero, admitiré que me alegra que estemos en un punto muerto porque eso significa que te quedas en Venecia -la miró a los ojos-. Quiero que te quedes, aún tenemos asuntos pendientes y no me refiero a la fábrica de cristal.
Ella asintió como si estuviera hipnotizada.
– Dime -siguió él-, ¿de verdad ibas a sacar a la venta esa cabeza de demonio?
– Claro que no. Voy a guardar como un tesoro esa hermosa pieza.
– Espero que me des la mía.
·La verdad es que pensaba subastarla. Recaudaría una fortuna.
– Inténtalo. Sólo inténtalo.
– -¿Qué harías? ¿Denunciarme por violar tu copyright?
– Hay muchas cosas de ti que me inquietan, Helena, pero eso es lo de menos.
·Me alegra oírlo -lo miró a los ojos, pero el mensaje que vio en ellos la dejó sin palabras.
·¿Aún estoy haciendo lo que quieres que haga?
·Sin duda, pero ya que es mutuo podemos decir que estamos igualados en la batalla.
·Por el momento.
·Sí, por el momento. La escaramuza preliminar ha sido interesante, pero aún no ha llegado la guerra.
– Tal vez lo que falta por llegar no sea una guerra -sugirió él.
– Oh, creo que sí. ¡Así será más divertido todavía!
·Pienso lo mismo Entonces, ¿por qué no empiezo con un ataque al territorio enemigo? Creo que lo mejor será que te acompañe y tome posesión de mi cabeza. Brindo por una tregua muy, muy larga.
¿Una tregua armada? -preguntó ella alzando su copa.
·Armada, entonces.
Y chocaron sus copas.
Los dos estaban jugando y la noche que tenían por delante se presentaba muy interesante.
Tal y como Salvatore había dicho, el aspecto modesto del restaurante resultaba engañoso ya que allí servían la mejor comida de Venecia.
·Por lo menos admitirás que la cocina veneciana es la mejor del mundo.
·No estoy segura de que sea para tanto, pero podría decir que es la mejor que he probado.
– Eso bastará por ahora.
– Pero el cristal de Venecia es diferente. Ése, por supuesto, sí que es el mejor del mundo.
Fue el mejor tema de conversación que pudo haber elegido ya que, tal y como había esperado, él comenzó a hablarle del interés que los dos compartían.
·Venecia está situado entre el este y el oeste y en muchos sentidos es una ciudad del este. En el siglo xin cuandó Constantinopla fue saqueada durante las Cruzadas, algunos de los artesanos del cristal que huyeron vinieron a Venecia trayendo con ellos sus técnicas, que hicieron al mundo maravillarse, y su belleza, que nunca antes se había visto. Pronto se situaron entre los ciudadanos más importantes de la República de Venecia. Podían llevar espadas y hacer casi todo sin miedo a que los acusaran.
Ya entiendo. Esa clase de poder puede afectar a algunas personas que empiezan a sentir que son libres para hacer lo que les plazca.
·¿Y piensas que esa arrogancia podría haberse extendido hasta nuestros días? -preguntó él con una inocencia fingida.
·Claro. ¿Te recuerda a alguien que conozcas?
– Posiblemente a mi tatara-tatarabuelo, Claudio Veretti… Se casó con una noble. El palazzo pertenecía a esa familia, pero como eran unos derrochadores pronto pasó a manos de mis ancestros.
– Y, claro, él le cambió el nombre y puso su sello en él.
– Claro. En esos días la gente de influencia no se casaba por amor. Se casaban para amasar más riquezas.
– ¿Es eso una indirecta?
– ¿Qué?
– Lo de que la gente de influencia se case para amasar más riqueza, lo que tú pensabas de mí…
– No! Helena, por el amor de Dios, creí que eso ya lo habíamos dejado atrás. Me equivoqué, ahora lo sé. No te casaste con Antonio por su dinero. La prensa dice que ganaste una fortuna durante tu etapa como modelo -al verla enarcar las cejas se apresuró a ariadir-: Te he buscado en Internet, aunque no había mucha información, ni siquiera mencionaban que te habías casado con Antonio…
– Nadie lo sabía. Queríamos que nos dejaran tranquilos.
·Antonio ni siquiera se lo contó a la familia.
· -Creo que sabía que no me aceptaríais.
Viendo el peligro acercarse, Salvatore se apresuró a cambiar de tema…
– Como te he dicho, no había demasiada información, pero sí muchas fotografías. Prácticamente te he visto crecer, de bonita a preciosa a increíble. Supongo que por eso Antonio se enamoró de ti.
– No, según él. No me conoció siendo modelo, ya lo había dejado cuando nos conocimos. En ese momento casi perdí todo mi dinero por culpa de un embaucador. Fue una suerte que Antonio estuviera en el mismo hotel y conociera la reputación de ese hombre. Me salvó y así fue como nos conocimos. El resto del mundo me veía como una mujer poderosa que podía tener todo lo que quisiera, pero Antonio me vio como a una inocente que necesitaba la protección de un hombre. Y eso fue lo que me atrajo de él, nunca nadie había cuidado de mí y él lo hizo. Durante dos años nos cuidamos el uno al otro.
Se quedó en silencio un instante, mirando al infinito con una ligera sonrisa en los labios.
– ¿En qué estás pensando? -le preguntó él con delicadeza.
– En él, en cómo era, en las tonterías que solía decir, en cómo nos reíamos juntos.
– No estés triste -le dijo Salvatore cuando ella lo miró
– No lo estoy. Siempre lo tendré conmigo.
Esperó a que el camarero les sirviera el café y el postre y dijo:
– Me gustaría que me hablaras de él. ¿Cómo era de joven? Y que no te dé vergüenza hablarme de sus conquistas. No creo que haya muchas que no me haya contado.
– . Te lo contaba?
– Eramos muy, muy amigos.
De pronto una gota de agua cayó en la mano de Helena y después otra.
– Está lloviendo -dijo Salvatore-. Será mejor que vayamos dentro.
Una vez dentro, él habló con alguien por teléfono. -La góndola estará aquí en un minuto.
– ¿Góndola?-¿Con este tiempo?
– Espera y verás -le respondió él sonriendo.
Lo entendió todo en cuanto llegó la embarcación. Se le había añadido un pequeño camarote hecho con un techado y unos soportes con cortinas en los cuatro lados.
– Claro, tiene un felze. Antonio me dijo que en un tiempo todas las góndolas las llevaban para que la gente pudiera tener su intimidad, pero que ahora ya no se ven mucho.
– No, ahora los pasajeros suelen ser turistas que lo que quieren es ver las vistas.
El gondolero descorrió las cortinas de un lado y la ayudó a entrar mientras que Salvatore la sujetaba por detrás hasta que ella se dejó caer sobre los cojines. Después él se sentó a su lado y volvió a correr la cortina.
– ¿Estás bien?
– Sí, creo que sí… ¡Vaya!
– La góndola se ha sacudido porque el viento está removiendo el agua. Agárrate a mí.
Helena sintió la mano de Salvatore sobre su cuello y llevándola contra su cuerpo. En la oscuridad, sus bocas se tocaron en un apasionado beso.
Salvatore le desabrochó los botones de la camisa y descubrió que no llevaba nada debajo y que podía acariciarle los pechos, algo que hizo hábil y delicadamente.
Sabía cómo acariciar para dar el máximo placer y, tras juguetear con su pezón hasta hacerlo endurecer, colocó los labios entre sus senos. Cuando ella comenzó a acariciarle la nuca, Salvatore se apartó ligeramente.
– No pares -le susurró ella.
Y al instante él bajó la cabeza y la besó por el cuello, dejando un rastro de excitación y calor allí por donde se movía. El cuello de Helena era largo, como el de un cisne, y él le prestó total atención, tomándose su tiempo, sin avanzar hasta que estuvo seguro de que le había dado placer.
– Helena…
– ¿Sí?
Pero la góndola se detuvo de pronto.
– Hemos llegado al hotel -dijo él con la voz entrecortada-. Ahora tenemos que volver a ser unos ciudadanos respetables.
Ella lo abrazó.
– No estoy segura de poder hacerlo.
– Yo tampoco, pero tendremos que fingir -le dijo mientras le abrochaba los botones.
Lograron llegar a la habitación del hotel sin tocarse, pero una vez dentro de ella fue difícil saber quién de los dos se movió primero. Enseguida ya estaban el uno en los brazos del otro, besándose desesperadamente.
Él comenzó a quitarle la ropa y a tirarla al suelo. Se desabrochó la camisa revelando un pecho fuerte, velludo y excitante.
Dentro de esa habitación a oscuras el cuerpo de Helena se encendió y recobró vida con cada caricia. Se echó hacia atrás hasta que pudo sentir su propio cabello rozar su cintura.a medida que él la besaba más y más abajo, entre sus pechos. La calidez que la embargó se extendió a todas sus extremidades y le hizo desear que ese momento durara para, siempre.
«Lo que me está pasando es exactamente lo que Salvatore quería», pensó. Esas palabras le recordaron que seguían estando en guerra, que lo suyo era una lucha por la supremacía y que la atracción sexual que sentían no era más que otra arma de las que empleaban, si bien la más deliciosa y la más letal.
Su excitación comenzó a morir cuando la asaltaron las dudas. Hacía tanto que no estaba con un hombre en la cama que veía ese momento como si fuera virgen y sabía que tenía miedo.
·¿Qué pasa? -preguntó él.
– Nada… sólo dame un momento. No… ¡No! Suéltame.
·¿Llegamos hasta este punto para luego decirme que te suelte? -dijo al separarse de ella.
– Lo siento, no puedo seguir. Esto… no debería estar pasando.
·¿Y qué debería estar pasando, Helena? -le preguntó furioso, agarrándola de los brazos y zarandeándola-. Si pensabas que iba a alejarme como un cachorro al que han apaleado, te engañabas a ti misma. Te avisé que no jugaras conmigo.
– No es lo que piensas, es sólo que no estoy preparada…
– No te hagas la inocente conmigo. Sabías lo que iba a pasar cuando hemos cruzado esta puerta. Lo sabías antes, incluso, en la góndola, en el restaurante…
– Suéltame, Salvatore, lo digo en serio. Suéltame ahora.