ESTABAN tumbados en la oscuridad. Ya casi estaba amaneciendo y se habían amado hasta el agotamiento. Pero ahora simplemente estaban tumbados, desnudos, descansando.
– Tendré que volver pronto y pasar el día desempeñando mi papel de anfitrión. Pero mañana por la mañana se irá el último de los invitados y entonces vendré directamente aquí. Quiero estar a solas contigo.
·Suena de maravilla, pero ¿es posible estar a solas en Venecia?
– Lo es donde voy a llevarte.
– ¿Y qué lugar es ése?
·Espera y verás -le respondió sonriendo-. Lo único que te diré es que… lleves ropa cómoda.
– Define «cómoda».
·Camiseta y pantalones.
A regañadientes, Salvatore salió de la cama y comenzó a recoger su ropa del suelo. Cuando había terminado de vestirse, se sentó en la cama y le tomó la mano.
– Lo siento si antes he dicho algo que haya podido ofenderte.
– Lo sé -Helena se sentó en la cama y apoyó la mejilla en su hombro-. A veces las cosas se nos van de las manos
– Gracias. Eres muy generosa.
– Por cierto, cuando llegues a casa, no entres de puntillas. Asegúrate de que todo el mundo sepa que has estado fuera durante horas.
– ¿Quieres decir…?
·¡Así esos jovencitos sabrán que has conseguido lo que ellos no han logrado!
·Eres una mujer muy, muy malvada -le respondió él entusiasmado antes de besarla.
– Lo sé, ¿no te parece divertido? Ahora vete. Necesito dormir mucho antes de volver a ser malvada.
Helena pasó la mayor parte del día durmiendo y descansando y a la mañana siguiente recibió un mensaje de Salvatore diciéndole que estuviera preparada a las diez en punto. Y a esa hora exactamente llegó él conduciendo una gran lancha motora blanca.
– Me dijiste que me pusiera pantalones -se defendió Helena ante su mirada de sorpresa.
·Pero no unos de cadera tan baja y tan ajustados que… bueno…
·Son los únicos que tengo.
– Ya. Bueno, sube, que yo intentaré concentrarme n conducir. No será fácil, pero lo intentaré.
Hacía un día maravilloso, lleno del encanto de los días del inicio del verano.
·¿Adónde vamos? -gritó ella por encima del ruido del motor.
·A una de las islas.
Helena sabía que había multitud de islas en la laguna, lugares tan pequeños que nadie vivía allí.
– Es diminuta -dijo al llegar, impresionada.
– Así es. Vamos hasta esos árboles, desde ahí podrás verla entera.
– Es una maravilla. ¿Es tuya? -preguntó una vez llegaron a los árboles, desde donde podía divisarse Venecia a lo lejos.
Sí. Era de mi madre. Me traía aquí cuando era pequeño y me prometió que algún día sería mía Dijo que era un lugar en el que refugiarte cuando el mundo se te hacía demasiado grande. Y tenía razón.
– No puedo imaginarme que alguna vez hayas pensado que el mundo era demasiado para ti.
·Claro, pero aquí puedes esconder tus debilidades para luego resurgir más fuerte ante la gente.
Fue como si Salvatore hubiera abierto una diminuta ventana a su interior, como si fuera un hombre distinto. Pero volvió a cerrarla otra vez diciendo:
·Deja que te enseñe la casa. Está allí, detrás de esos árboles.
Era tan pequeña y sencilla que Helena ni siquiera se había percatado de que estaba allí.
De camino a la pequeña construcción, él le tomó la mano y, al llegar, Helena comprobó que a pesar de su aislamiento, tenía todo tipo de comodidades, incluso agua corriente, electricidad y calefacción.
·Entonces aquí podrías tener un ordenador para trabajar.
– Nada de ordenadores. Tengo un teléfono móvil para que puedan contactar conmigo en caso de emergencias y una radio, pero nada más.
Encantada, pudo ver que ése lugar estaba diseñado para que una persona se evadiera del mundo.
Estando en la cocina, Salvatore sacó una bolsa que había llevado y que contenía pan fresco, patatas, un par de bistecs y ensalada.
·Espera a probar cómo cocino.
·¿Un hombre que vive en un palazzo sabe cocinar? No me lo creo.
– ¿Me estás desafiando?
·Si quieres verlo de ese modo…
Se puso manos a la obra mientras ella echaba un vistazo por la casita, que tenía dos dormitorios, un salón y una pequeña librería, todo ello con un mobiliario muy sencillo, nada que ver con el lujo que normalmente rodeaba a Salvatore.
Comieron en la terraza con vistas al mar.
·Sienta bien alejarse un poco antes de que empiece a tener mucho trabajo. Voy a presentar una nueva línea de cristal en pocos días.
– Yo la lanzaré un poco más tarde. Emilio está emocionado con la idea.
– Muchos compradores vienen a adquirir la colección y harás la mitad de tus ventas esa primera semana. Te irá bien. Tu colección es muy buena.
– No voy a preguntarte cómo lo sabes, aunque no he olvidado que entras y sales de Larezzo como si fuera tuya.
·Eso lo hacía antes. Ahora no me atrevería.
·¡Hum!
·No te fías de mí, ¿verdad? -preguntó él riéndose.
– ¿Podemos hablar de esto en otro momento? Me siento muy bien y no quiero estropearlo.
– Tienes razón. Los temas de negocios no deberían mencionarse en este lugar.
– Creo que aquí tienes un pequeño mundo maravilloso.
Salvatore asintió.
– Hay noches en las que me siento aquí y veo las luces a lo lejos. Es como estar solo y estar en Venecia al mismo tiempo.
·Es como estar viviendo tu vida y alejarte, a la vez, para verte como te ve el resto del mundo.
·Sí, es exactamente lo que intentaba decir. Supongo que sabes mejor que yo qué es eso de verte a través de los ojos de los demás.
– Sí. A veces me siento como si hubiera cincuenta versiones diferentes de mí y ninguna de ellas fuera realmente yo, pero debo llevar dentro algo de esas terribles mujeres.
– ¿Por qué las llamas terribles cuando se sabe que son bellas? ¿Es que la belleza es terrible?
·Puede serlo cuando la gente te mira y no ve nada más. Hay millones de mujeres que lo darían todo por tener lo que tengo. Mi vida es fácil comparada con la de muchas, pero a veces… a veces pienso en sus vidas sencillas, con sus hijos y sus maridos, que las aman como son y no por su aspecto, y creo que son más afortunadas que yo.
Él no dijo nada, pero le tomó la mano y se la acarició con ternura, haciéndola preguntarse si ese hombre tranquilo y delicado podía ser el mismo que disfrutaba atormentándola hasta hacerla llegar al clímax.
Pero él también tenía muchas caras.
– Tú también debes de sentir lo mismo. La gente cree que te conoce, pero no es así.
·Es verdad, aunque no puedo culparlos. Les muestro lo que quiero que vean y ellos se lo creen.
– Y ¿de qué te sirve eso?
– Me siento seguro, supongo.
– ¿Pero a qué precio? ¿Te merece la pena?
– A veces creo que he hecho lo correcto no bajando la guardia.
– ¿Y por qué tienes que hacer eso? ¿Crees que el mundo se acabaría si te relajaras y confiaras un poco en la gente?.
– He visto los mundos de otras personas llegar a su fin por confiar y luego descubrir que no tenían el destino en sus manos. A mí eso nunca me pasará. Mi destino está en mis manos, en las de nadie más.
·Ven conmigo -le dijo ella apretándole la mano. Él se levantó y dejó que lo llevara hasta el dormitorio más grande.
Rápidamente se desnudaron y se echaron sobre la cama, pero a diferencia de la última vez, a Salvatore ahora se le veía casi vacilante.
Helena estiró los brazos por encima de la cabeza y suspiró. Al instante él puso una mano entre sus pechos y fue moviendo los dedos lentamente hasta su pecho derecho, deteniéndose, avanzando un poco más, hasta que llegó al pezón y comenzó a acariciarlo.
·¿Me deseas? -le preguntó él.
– ¿Tú qué crees?
– Respóndeme.
– No me digas que un hombre con tanta experiencia como tú necesita preguntar.
·Una mujer puede decir una cosa con su cuerpo y otra con sus labios. Y lo hace deliberadamente para confundir a un hombre.
·Entonces, ya que no se puede confiar en mis labios, no tienes por qué oír lo que sale de ellos -dijo con la voz entrecortada por la excitación.
– Es verdad, voy a darles otro uso -dijo antes de besarla.
Helena sintió sus labios descender hasta su cuello, unto debajo de su oreja, donde él sabía que era especialmente sensible.
·Ahhh -gimió al sentir su lengua atormentarla tan deliciosamente-. No pares.
·No voy a parar. Voy a besarte por todas partes. Y después, tal vez pare… o tal vez no.
Ahora él se movió hasta uno de sus pechos y a medida quedo besaba, que lo acariciaba con la lengua, ella comenzó a sentir un fuego en su interior tan intenso que pensó que llegaría al clímax demasiado pronto, aunque él no dejaría que eso sucediera; siempre se retiraba en el momento justo para luego volver con su suave asalto. Era una especie de tortura, una tortura deliciosa.
– No me hagas esperar demasiado -le pidió ella con la respiración entrecortada.
– Ten paciencia.
– No puedo.
– Entonces te obligaré -dijo, y se apartó para mirarla con una sonrisa en los labios.
Helena intentó llevarlo hacia sí, pero era inútil, él se resistía. Desesperada, llevó la mano hasta debajo de su cintura; estaba excitado, preparado, pero se resistió otra vez, agarrando las manos de Helena y sujetándoselas por encima de la cabeza sobre la almohada.
– Suéltame.
– No, así me siento más seguro. ¿Quién sabe qué podrías hacerme si te suelto?
– Sé lo que me gustaría hacer.
– No vayas tan deprisa. Lo mejor está aún por llegar.
La soltó, pero se apresuró a tenderla boca abajo
para comenzar a acariciarle y besarle la nuca. -¿Quieres que pare?
– Si lo haces, estás muerto.
Él se rió mientras iba deslizando las caricias por su espalda hasta llegar a su cintura y a sus nalgas, sin levantar los labios de su piel.
– Deja que me dé la vuelta -le pidió ella.
– Cuando esté preparado.
– ¡Maldito seas! -exclamó Helena golpeando la almohada.
Él se rió de nuevo.
– Eso me lo han dicho muchas veces, pero nunca en estas circunstancias.
Helena giró la cara y lo miró y, cuando él se apartó, aprovechó la oportunidad yse dio la vuelta, lo agarró y lo tendió sobre su cuerpo. El se deslizó entre sus piernas y entró en ella dándole, por fin, lo que tanto había deseado. Había estado a punto de perder la cabeza esperando y eso, por supuesto, era lo que Salvatore había pretendido.
Había vuelto a ganar, pero a ella no le importaba. No le importaba. ¡No le importaba!
Nada le importaba, le dejaría ganar con tal de poder sentirlo dentro, sentir que ese hombre le pertenecía.
Helena se había esperado estar sola al despertar, imaginando que Salvatore se apartaría de ella una vez hubiera conseguido lo que quería. Por eso se sorprendió al verlo allí, sentado en la cama, con los ojos fijos en ella.
Sí, es cierto que enseguida desvió la mirada, lo había pillado desprevenido, pero tuvo tiempo de ver su expresión antes de que pudiera ocultarla. Alargó la mano y le acarició el brazo.
– Te has despertado muy pronto -le dijo él-. Apenas ha amanecido.
– Bueno, siempre puedo volver a dormir.
Con una sonrisa, él levantó las sábanas y observó su desnudez.
– Eso si te dejo.
El deseo de Salvatore por ella no había disminuido, tal y como ella había pretendido, lo cual significaba que estaban empatados.
De pronto, el teléfono móvil de Salvatore sonó estropeando ese momento tan especial.
– ¿Por qué no se me ocurrió apagarlo? -gruñó antes de añadir -: Bueno, claro, porque tú me diste algo más en que pensar.
Los dos se sonrieron, pero el gesto de Salvatore cambió nada más responder.
– ¿Qué? ¿Cómo es posible? Lo dejé muy claro… que se vayan al infierno. Ahora no puedo ir… Está bien, supongo que tendré que…
Helena salió de la cama y buscó su ropa. La magia había llegado a su fin, pero estaba segura de que volvería y con eso le bastaba, por el momento.
·¡Maldita sea! -exclamó él después de colgar-. Tendría que haberlo apagado y haberlo dejado así días.
·¿Días? ¿Es que íbamos a estar días aquí?
– Bueno -dijo con una sonrisa-. ¿Quién sabe lo que podría haber pasado? Pero ahora tengo que volver a Venecia y marcharme a Suiza para asistir a una reunión.
– ¿A Suiza? ¿Por cuánto tiempo?
– Unos días, tal vez una semana. Pero imagínate todas las maldades que puedes, planear durante mi ausencia. Seguro que cuando vuelva me habrás echado del negocio.
– En absoluto. Yo juego limpio y esperaré hasta que vuelvas para echarte del negocio.
Salvatore sonrió y la besó en los labios.
·Odio tener que separarme de ti. Sobre todo ahora. Ella asintió, no hicieron falta más palabras. Los dos se entendían.
En pocos minutos ya estaban en la lancha y a medida que se aproximaban a la Plaza de San Marcos, Salvatore aminoró la marcha.
– Una vez que tomemos tierra, volveremos a ser los de antes.
– Pero cuando vuelvas…
·Sí, cuando vuelva habrá muchas cosas que decir. Pero por el momento te diré sólo una: eres la primera persona que he llevado a la isla. Y eso me alegra mucho. ¿Lo entiendes?
·Sí. Lo entiendo.
La llevó hacia sí y la besó; no fue un beso apasionado, sino delicado, como los que habían compartido en la isla. Con él le estaba recordando cómo podía hacerla sentir y cómo ella podía hacerle sentir a él. Le estaba diciendo que no olvidara que volvería a buscarla.
La llevó al hotel y se despidió de ella sin besarla, tal y como Helena se había esperado. Lo que estaba creciendo entre ellos no estaba hecho para los ojos de los extraños.
Era la época del año en la que los fabricantes de cristal sacaban sus colecciones a la luz. Helena sabía que podía estar orgullosa de las nuevas piezas de Larezzo, pero lo que no podía hacer era dormirse en los laureles.
– Necesitamos un horno nuevo, como el de Salvatore.
– Será caro -le dijo Emilio.
·Lo sé. He posado para algunas fotografías, aunque para conseguir todo ese dinero tendría que aceptar trabajos más importantes y para ello tendría que volver a Inglaterra, al menos durante un tiempo.
– Y no quieres marcharte de Venecia.
·Supongo que no -respondió ella entre suspiros-. Pero tampoco quiero rendirme. En cierto modo… aún sigo luchando contra él.
– ¿En cierto modo? -dijo Emilio sonriendo. -Bueno, eso guárdatelo. No pienso mezclar lo personal con lo profesional.
Era fácil decirlo; lo que había entre Salvatore y ella era algo a lo que no podía poner nombre, pero que la hacía feliz, y le resultaba fácil pensar que las cosas funcionarían.
Pero eso fue antes de ver el periódico.
Cada día mostraba la colección de una de las fábricas y ese día le había tocado,e1 turno a Perroni, haciendo especial hincapié en una figura de cristal. Era hermosa, la pieza más maravillosa que Perroni había hecho nunca, según decía todo el mundo.
La mujer desnuda, hecha de cristal, estaba estirada hacia atrás con los brazos por encima de la cabeza, una postura que remarcaba sus pechos voluptuosos. Su rostro estaba carente de rasgos, pero el cabello le caía sobre los hombros y casi le llegaba a la cintura. Había muchas fotografías de la figura y debajo de ellas se podía leer: «Helena de Troya».
El periódico había escrito un artículo diciendo que no era coincidencia el hecho de que la fábrica de Salvatore hubiera creado esa pieza después de que a los dos se les hubiera relacionado durante la celebración de la Festa della sensa. Además, según el periodista, ya se estaban haciendo pedidos de la pieza por adelantado que le generaría una verdadera fortuna a la fábrica.
Helena leyó el artículo varias veces.
– ¡Imbécil! ¿Hay en el mundo alguien más imbécil que yo? ¡Se ha estado burlando de mí todo el tiempo y me ha convertido en el hazmerreír de Venecia!
Cuando estuvo más calmada, volvió a leer el artículo con detenimiento. Estaba escrito inteligentemente y sugería que Salvatore se había inspirado en ella movido por el romanticismo; no se mencionaba nada sobre la sangre fría con que lo había calculado todo.
Sangre fría. Esas palabras generaron una extraña sensación en su interior y le hicieron recordar aquellos primeros momentos en los que él se había mostrado tan frío y, aun así, le había despertado en su interior un ardiente deseo, una pasión que ella no sabía que existiera.
Después de años siendo una figura de hielo, había descubierto que era una mujer intensamente sexual y todo porque un embustero había jugado con, ella. Él la había advertido, pero ella se había negado a creerlo porque al mismo tiempo había tenido la sensación de que nada tenía que ver con el cuerpo y todo con el corazón.
Amor. No se había atrevido a ponerle nombre, pero ahora esa palabra parecía estar burlándose de ella. La calidez y ternura que había crecido en su interior, aquel momento en que había salido en su defensa delante de Carla… había pensado que era amor.
Y mientras, él había estado al acecho, estudiándola para descubrir el mejor modo de utilizarla. Se le hizo un nudo en la garganta al recordar la mañana que despertó y él la estaba mirando con ternura… aunque en realidad estaría calculando todo el dinero que ganaría lanzándola al mercado.
¡Cómo había parecido adorar su cuerpo! ¡Con cuánta pasión! Mientras que lo que estaba haciendo en realidad era tomar notas, apuntar todos los detalles para sacarle beneficio.
Antonio la estaba mirando desde la fotografía que había sobre la mesa.
– Me advertiste de cómo era y yo no te hice caso. Pero eso ya se ha acabado.
Se levantó.
– Ahora sé lo que tengo que hacer.