Capítulo 11

UN DÍA más tarde Salvatore regresó y la llamó de inmediato.

– Me gustaría verte ahora mismo. Hay algo de lo que tenemos que hablar.

– Estoy de acuerdo. Voy para allá…

– Preferiría…

Pero Helena ya había colgado y tras un corto paseo llegó al palazzo.

– El señor Veretti está en su despacho -dijo la doncella.

Salvátore le abrió la puerta. El periódico estaba abierto encima de su escritorio.

– Sé lo que estás pensando…

Si de verdad supieras lo que pienso de ti, te morirías.

– No te culpo por estar enfadada. Desde que vi esa cosa en el periódico he estado intentado pensar en cómo explicártelo…

·¿Pero por qué molestarte? Los dos sabemos cómo son las cosas. Me alegro mucho de haberte sido de utilidad.

– Helena, te juro que esa pieza se diseñó hace varias semanas, antes de conocerte.

·¡Qué coincidencia tan desafortunada! Por favor, Salvatore, no insultes a mi inteligencia.

– Es la verdad. Eres dueña de una fábrica, sabes el tiempo que lleva crear una de estas figuras.

– Nosotros creamos la cabeza de demonio en dos días.

– Eso se hace en circunstancias excepcionales, pero te digo que ésta la creamos semanas antes de conocerte. No hay ninguna relación.

– ¿Y el nombre? ¿Helena de Troya?

– No se me ha ocurrido a mí. Algún periodista se lo puso a las imágenes para hacerse el listo. Es inevitable todo el revuelo que se ha formado y que lo hayan relacionado contigo después de habernos visto juntos,pero yo no he tenido nada que ver. Ha sido un maligno truco del destino.

·¿Maligno? ¿Desde cuándo sacar beneficios económicos es algo maligno? ¿Es verdad que esta pieza se está vendiendo más que ninguna otra?

·Sí. Es verdad, pero yo no he tenido nada que ver. Te pido que me creas, Helena. Por favor.

Ella se le quedó mirando; no estaba segura de haberlo oído decir «por favor».

·Te lo suplico -añadió Salvatore.

De pronto Helena se encontró en una encrucijada;podía elegir el camino de creerlo, de amarlo, de confiar en él corriendo el riesgo de sufrir una traición que la destruiría o podía elegir la otra dirección, la de llamarlo mentiroso, marcharse y quedar a salvo para siempre de sus maquinaciones.

·¿Cómo puedo creerte cuando no has dejado de presumir de que no te detendrías ante nada para sacar lo nejor de mí? Si creo en tu inocencia después de esto…

Lo miró. Salvatore estaba pálido.

·Puedes pensar eso o puedes recordar algunas de as cosas que… últimamente… Bueno, cada uno recuerda lo que quiere.

– Yo no quiero recordar nada -le gritó-. Has hecho esto, ha sucedido…

– Pero ésas son las que dan más dinero. Cada prenda que te quites tiene su precio. Deberías aprovechar todas las oportunidades. Perdona por ser tan negligente con las tarifas. Toma.

·¿Qué es esto? -preguntó ella al ver un cheque que él acababa de rellenar.

– Los royalties. Después de todo, he hecho uso de tu cuerpo sin pagar por él como hacen los otros clientes, así que ya estamos en paz. Espero que la cifra sea la correcta.

– Lo ingresaré en el banco enseguida -dijo ella más calmada, después de que la ira la hubiera invadido unos instantes-. Te enviaré una factura para que puedas justificar este pago, pero ten cuidado con cómo la catalogas -terminó con una brillante sonrisa.

·Helena…

Pero ella ya se había ido.

Aunque hubiera querido, no habría tenido tiempo de pensar en Salvatore. El teléfono no había dejado de sonar.

Una revista de moda había enviado un equipo a Venecia con instrucciones de encontrar localizaciones para mostrar la gran colección de ropa que había llegado con ellos. Helena posó en góndolas con una variedad de biquinis y algunos turistas que la vieron sacaron unas fotografías que después enviaron al periódico local.

– No tiene vergüenza -dijo la signora enseñándole el periódico a Salvatore-. Mírala.

– Preferiría no hacerlo. No me interesa.

– Pues deberías ya que su nombre se ha visto relacionado con el tuyo. ¿Cómo has podido dejar que eso pasara?

– Ya que es la viuda de Antonio, yo no he podido hacer nada para evitarlo.

·¡Una viuda! Sí, sí que parece una viuda mostrándose casi desnuda. El pobre Antonio debe de estar retorciéndose en su tumba.

– No, a él le habría encantado. ¿Has olvidado cómo era?

– Pero está muerto.

– Bueno, la personalidad de un hombre no cambia cuando muere, y él mismo le dijo que no quería que fuera por ahí vestida de luto.

– Eso será lo que te ha dicho ella.

·No, a él siempre le gustó que la gente envidiara las bellezas que llevaba del brazo.

– ¿Estás seguro de que no te estás volviendo como él?

– Segurísimo.

– ¿Entonces por qué has dejado que te vean en compañía de ella? Admítelo. Te gustó presumir de esa mujer.

De pronto Salvatore se vio en la isla, donde era libre para estar con ella. Ella, que era la única que lo entendía.

·Te equivocas.

·Claro que no, pero no te paraste a pensar en lo que supondría para la reputación de la familia que te relacionaras con ella, con una mujer que aparece desnuda en público.

– Ella ya estaba relacionada con la familia. Y no está desnuda.

– ¿Ah, no? ¡Mira! Ese biquini no cubre casi nada. Mira sus pechos, mira…

·¡Ya basta! No veo necesidad de seguir discutiendo esto. Por favor, este asunto está cerrado.

Al cabo de un instante, la signora se marchó furiosa.

Cuando se encontró solo, puso el periódico en su escritorio y deslizó un dedo sobre la fotografía como si con ello pudiera darle vida a la imagen de esa mujer. Pero estaba muerta. Para él estaba muerta.

Hizo el periódico trizas y los tiró a la papelera.

– Helena, querida! ¡Qué placer encontrarme contigo!

Sorprendida, Helena vio a la abuela de Salvatore cruzando la cafetería para ir hacia ella. Sin esperar a que la invitara, se sentó en su mesa.

·Querida Helena, ya hemos visto que has reanudado tu brillante carrera.

– No me importa la carrera; el dinero lo estoy invirtiendo en Larezzo porque ahora esa fábrica es mi vida.

– Muy inteligente. Pero claro, Salvatore está furioso, aunque le viene bien para ver que no siempre puede salirse con la suya. Debo felicitarte por ello. Engaña a muchas mujeres y ése es su modo de vengarse.

·¿Vengarse? No me diga que está sufriendo por alguna chica que lo dejara hace años. No, eso no me lo creo.

·Estoy hablando de sus padres.

– ¿Sus padres?

·Su madre era mi hija, Lisetta. Guido, su esposo, la trataba muy mal. Al principio estaban enamorados, pero él se acabó aburriendo muy pronto y empezó a mirar a otras mujeres, rompiendo el corazón de mi hija una y otra vez.

Helena recordó las dos fotografías de la madre de Salvatore.

– Y lo peor era que Guido se llevaba sus conquistas a casa y dormía con ellas allí. Había una zona de la casa adonde su mujer tenía prohibido ir. Decía que quería «privacidad».

Helena se estremeció. Esa historia era peor de lo que se había esperado.

– Lisetta murió repentinamente y entonces él se casó con su amante del momento, una chica que casi lo arruinó. Murió hace quince años y Savaltore tuvo que trabajar durante toda su juventud para pagar las deudas de su padre. Él siempre supo lo que estaba pasando, a pesar de que era un niño, y eso ha condicionado su actitud hacia las mujeres. Tiene a su madre en un pedestal, pero odia lo que él considera «una cierta clase de mujer» y en sus ojos prácticamente todas entran en esa categoría. Se divierte con ellas, pero tarde o temprano ellas descubren lo que de verdad piensa. A ti, por supuesto, nunca logró engañarte.

– No, a mí nunca me engañó.

– Te felicito por ser más lista que las demás.

– No hace falta ser muy lista -dijo Helena con una amarga carcajada-. Salvatore no es nada sutil. Me divertí y ahora me marcho a Inglaterra.

– ¿Ah, sí? ¿Por cuánto tiempo?

– Lo que tarde en ganar el dinero que necesito. -¿Cuándo te marchas?

– Mañana por la tarde.

– Entonces no te molestaré más porque tendrás que hacer las maletas. Adiós, querida, ha sido un placer conocerte.

Su avión salía a las tres de la tarde y al mediodía un joven llamó a su puerta para recoger el equipaje. Cuando había terminado de pagar la cuenta en la recepción, el joven estaba esperando para acompañarla hasta la lancha. El conductor, vestido con uniforme, estaba de espaldas y no se giró para saludarlos, pero Helena tenía la extraña sensación de que le era familiar.

El joven la llevó hasta el pequeño camarote donde había dejado el equipaje, le dijo algo al conductor y se marchó. Al instante la lancha estaba alejándose del hotel a toda velocidad. Helena esperaba que girara para dirigirse al aeropuerto, pero en lugar de eso continuó adentrándose en la laguna.

– ¡Eh! -golpeó la ventana para atraer la atención del conductor, pero él no pareció oírla.

Llamó con más fuerza y en esa ocasión el hombre se volvió.

Era Salvatore.

– ¡No! -gritó-. ¡Para!

Pero iban más deprisa. Estaba claro que se dirigían a la isla, pero si Helena permitía que eso sucediera, perdería el avión.

¡Salvatore! ¡No te atrevas!

El ni siquiera la miró.

La puerta del camarote estaba cerrada con llave. ¡Era su prisionera!

;¡Déjame salir! ¿Me oyes?

El la ignoró y no le abrió la puerta hasta que llegaron a la isla.

·Debes de estar loco si crees que te vas a salir con la tuya.

– No veo que nadie vaya a detenerme.

·¿Qué crees que vas a ganar con esto?

– Para empezar, evitar que te vayas a Inglaterra. ¿Vas a salir o tengo que sacarte a la fuerza?

– ¡No te atrevas a tocarme!

– No seas tonta, claro que me atreveré y lo sabes.

Y sí que lo sabía. Mientras intentaba calmarse, encontró la respuesta a sus problemas. Fingiría rendirse, iría con él hasta la casa y, en cuanto se quedara sola, pediría ayuda por el móvil.

– Está bien. Apártate y déjame salir.

– Llévate tu bolso y sólo una maleta.

Habría sido un placer decirle lo que podía hacer con sus órdenes, pero tenía que engañarlo, tenía que fingir, y por eso agarró su bolso y una maleta.

– Dámela -le dijo quitándosela de la mano.

En pocos minutos llegaron a la casa, en la que entraron justo cuando empezó a llover.

·Dormirás aquí -le dijo llevándola al dormitorio principal-. Prepararé café y después hablaremos.

· -Lo que tú digas.

·Pero antes, una cosa -le quitó el bolso y sacó su teléfono móvil.

– ¡No! -gritó ella intentando recuperarlo, a pesar de saber que luchar contra él era inútil.

Estaba claro que no lo había engañado ni por un minuto.

– Dámelo.

– ¿Para que lo utilices? No. Te he traído aquí por una razón y vas a quedarte hasta que yo diga lo contrario.

– Debería darte vergüenza estar comportándote como un carcelero. ¡Vete de aquí ahora mismo!

– Por el momento me iré, pero ni se te ocurra escaparte.

·Claro, ya sé por qué no quieres que me vaya a Inglaterra. ¿Cómo te harías con la fábrica entonces?

– ¡Al infierno con la fábrica! Esto se trata de ti, de nosotros. No voy a dejarte marchar hasta que hayamos aclarado unas cosas.

– Eso no me lo creo. Éste es tu modo de jugar sucio. Sabías que una vez estuviera en Inglaterra, podría ganar suficiente dinero para desbancarte y por eso me has hecho prisionera, esperando que me arruine y me vea obligada a vender. Olvídalo. Por mucho que me retengas aquí, al final lo lograré.

Él se acercó y le dijo suavemente:

– Helena, no estoy jugando. Ésta isla es mía, es mi reino. Aquí mi palabra es la ley. Nadie me contradice.

– ¿Crees que yo no lo haré? -dijo desafiándolo.

·Todo lo contrario, creo que eres tan tonta como para intentarlo, pero cuando descubras que nadie puede ayudarte, no serás tan tonta de intentarlo una segunda vez. Adelante, lucha contra mí, a ver adónde te lleva eso. Pero después entra en razón.

– ¿Por entrar en razón quieres decir hacer lo que dices?

·Exacto. Me alegra que lo entiendas. Eso puede ahorrarnos mucho tiempo.

El repentino estruendo de un trueno hizo que apenas pudiera oír esas últimas palabras. Ahora la lluvia caía con fuerza. Salvatore miró hacia arriba y ella aprovechó la oportunidad empujándolo hacia la cama y echando a correr.

Salió de la habitación en un instante y se dirigió a la puerta principal. Estaba de suerte. Salvatore no la había cerrado con llave y pudo abrirla.

Si lograba alejarse lo suficiente podría esconderse y, cuando el tiempo se calmara, incluso podría echarse a nadar. Era una magnífica nadadora y podría mantenerse a flote hasta que pasara algún barco y la recogiera, pero por el momento lo único que tenía que hacer era correr y correr, motivada por la furia y el miedo. No le dejaría ganar, no se lo permitiría.

La lluvia estaba empapándola, estaba convirtiendo la arena en un barrizal y haciéndola, avanzar cada vez más despacio. Podía oírlo tras ella e intentó correr más deprisa, pero estaba al límite de sus fuerzas. No lo lograría, pero debía hacerlo.

Era demasiado tarde. Salvatore la alcanzó, la tiró al suelo y la agarró con fuerza. Nunca había tenido oportunidad de escapar de él. Se rebeló contra él, forcejeó, pero él la sujetaba sin problemas, era demasiado fuerte, de modo que Helena dejó de resistirse y se quedó tumbada, respirando entrecortadamente. Después él se levantó, la agarró por la cintura y comenzó a caminar hacia la casa. Ella intentó liberarse, pero el intento fue en vano.

Ahora estaban en la casa; él había cerrado la puerta con llave y la llevaba al dormitorio. No le dijo nada y había, algo que resultó aterrador en su silencio cuando la tiró sobre la cama y comenzó a desabrocharle los botones.

– No. Esto no puedes hacerlo.

– Sí que puedo. De ahora en adelante lo haremos a mi manera.

Le quitó la chaqueta, la tiró al suelo y con horror Helena se dio cuenta de que pretendía desnudarla a la fuerza. Le golpeó, pero no sirvió de nada. Una a una fue quitándole las prendas hasta dejarla completamente desnuda.

Allí estaba ella, tendida y mirándolo con odio. Los recuerdos de la pasión que habían compartido asaltaron su mente y quiso llorar, angustiada ante el hecho de que algo que parecía amor estuviera acabando de ese modo. Cuando todo pasara, sentiría que no le quedaba nada en el mundo.

Él se quedó allí, de pie por un momento, mirando su desnudez. Después entró en el baño y salió con una gran toalla que le echó por encima.

– Sécate. Y hazlo deprisa antes de que agarres una neumonía. No quiero que mueras por mi culpa.

Y con esas palabras salió del dormitorio.

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