Capítulo 4

HELENA estaba en otro lugar inmersa en cientos de nuevas impresiones. La más desconcertante era el modo en que Salvatore y ella estaban hablando, como si sus pensamientos tuvieran una instintiva conexión. Era imposible, pero Salvatore sabía lo que estaba pensando y eso sólo le había sucedido con Antonio.

No duraría mucho. Seguían siendo enemigos, aunque por un momento Helena se adentró en un mundo en el que los enemigos se unían en una extraña alianza.

Después la niebla se disipó y salió de ese mundo.

– Es hora de marcharme -dijo ella lentamente-. ¿Puedes llamar a tu gondolero?

– Si quieres, sí, pero preferiría acompañarte al hotel.

– Está bien. Gracias.

Salvatore agarró su chal y se lo echó delicadamente sobre los hombros. Ella se preparó para sentir sus dedos contra su piel, pero eso no sucedió. Deliberadamente o no, él le echó la seda por encima sin tocarla.

Salieron del palacio por una puerta lateral que conducía directamente a un diminuto callejón.

– ¿Dónde estamos? Estoy perdida.

– No estamos lejos del hotel. Antes has venido recorriendo la larga curva del canal, pero por aquí atajaremos. ¿No te contó Antonio cómo engañan las distancias en Venecia?

Él le había puesto una mano sobre el hombro para guiarla por la oscuridad y, mientras, ella se sentía segura.

– No me lo contó todo.

– Me alegro. Me alegro mucho -y tras un instante, le preguntó-: ¿Qué te contó de mí?

– Me dijo que tuviera cuidado -respondió Helena riéndose.

·¿Y lo tendrás?

– Siempre me fié de los consejos de Antonio y siempre resultaron ser buenos.

·¿Te dijo que eres lo suficientemente fuerte como para desafiarme o eso lo has descubierto tú sola?

·Lo supe desde el primer momento.

Salvatore la giró hacia él y miró su rostro, iluminado por la luz de la luna. Su cara estaba cubierta de sombras, pero aun así Helena pudo verle los ojos y leer lo que estaban diciendo.

– Porque sabías que tus armas eran mejores -murmuró él-. Y ahora ya estoy dispuesto a admitirlo. Ni siquiera estoy intentando resistirme a ellas porque pueden conmigo.

Helena notó su mano en un lado de su cara y al instante sintió los labios de Salvatore rozar los suyos, alegrándose de que estuviera oscuro porque de pronto todo cambió, el mundo ya era un lugar distinto y nada era lo que había sido.

La boca de Salvatore se movía con delicadeza, lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo y mientras, ella, contenía el aliento, petrificada por lo que estaba sucediendo en su interior. Había imaginado que sucedería, se había creído preparada para enfrentarse a ello, pero nada podría haberla preparado para el modo en que su ser estaba recobrando la vida.

Fue como si no hubiera tenido vida antes, como si el mundo hubiera comenzado en ese preciso momento y fuera maravilloso, lleno de luz y de fuego. Y quería explorarlo más, quería ver qué intensidad alcanzaría el fuego y cómo de cegadora podía llegar a ser esa luz.

Llevó las manos hacia los hombros de Salvatore, tal vez con la intención de apartarlo, aunque lo que hizo en realidad fue aferrarse a él.

Los años de abstinencia le habían enseñado a verse como una mujer fría, cuyo fuego había muerto para siempre.

Hasta ese momento y con ese hombre en particular, el último por el que debería haberse sentido atraída. Eran combatientes, enemigos, pero en sus brazos estaba descubriendo que la enemistad podía resultar excitante.

De modo que lo llevó hacia ella, lo besó en busca de más de ese placer que había surgido de la nada. Y él, al ver su reacción, comenzó a acariciarla, discretamente al principio, y seductoramente después.

Ahora Helena lo deseaba, lo deseaba todo de él. Debía llevarlo a su cama, tenderse desnuda a su lado, ofrecerse a él y sentirlo en su interior.

El instinto le decía que Salvatore podía mostrarle nuevos mundos, llevarla hasta las estrellas y darle la satisfacción que le había sido negada durante tanto tiempo. La mujer que llevaba dentro pedía que la llevara hasta ese lugar, estaba dispuesta a cualquier cosa, a ofrecerle cualquier cosa.

«¡Ofrecerle cualquier cosa!».

Las palabras parecieron gritarle, como demonios riéndose a carcajadas de su inocencia. Con qué facilidad la había arrastrado y ella, que se había enorgullecido de estar preparada, había sucumbido sin protestar. ¡Cuánto tenía que estar disfrutando Salvatore!

Se acabó. El deseo quedó extinguido al instante y convirtió su cuerpo en hielo. Una parte de ella quería gritar, pero la otra parte sabía que así estaba más segura.

Seguridad. Eso era lo que importaba. Lo único que importaba.

Oyó pasos a lo lejos.

– Alguien viene -dijo Salvatore apartándose-. No queremos que nos vean así.

En un momento ya habían llegado a la Plaza de San Marcos, no muy lejos del hotel. Mientras caminaban, ella iba planeando qué decir cuando llegaran allí -y cómo iba a disfrutar borrándole esa sonrisa de la cara.

Entraron en el hotel. Le dejaría acompañarla hasta el ascensor, le estrecharía la mano y se despediría de él con frialdad. Sin embargo, a pocos metros del ascensor, él dijo:

– Buenas noches, signora, y gracias por una noche encantadora.

– ¿Qué has dicho?

·He dicho buenas noches. Creo que los dos sabemos que no es el momento.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Salvatore le respondió en voz baja.

·Quiero decir que cuando esté listo para hacerte el amor, no entraré en tu habitación dejando que todo el mundo me vea.

– ¡Cuando tú…! ¿Cómo te atreves? ¡Cerdo arrogante!te estás engañando a ti mismo si crees que te deseo.

·Yo no me estoy engañando, pero tal vez tú sí. La decisión ya ha sido tomada, es sólo cuestión de tiempo. Eso ha estado claro desde el primer momento.

– No sé…

– No finjas -la interrumpió bruscamente-. Sabes tan bien como yo lo que hay. Decidiste seducirme en el mismo momento en que te convertiste en mi enemiga, como una forma de demostrar tu poder. Y me parece bien porque yo decidí lo mismo y cuando llegue el momento estaremos igualados en poder. Hasta puede que te deje ver lo mucho que te deseo, pero seré yo quien elija cuándo y dónde. ¿Está claro?

– Debes de haber perdido la cabeza -le dijo Helena furiosa.

– No, pero he mirado dentro de la tuya y la encuentro fascinante. No nos apresuremos. Podemos pelear y pelear y complacemos el uno al otro a la vez. Estoy deseándolo.

Bueno, pues yo no.

Entró en el ascensor corriendo e intentó cerrar, pero él se apresuró a entrar con ella y pulsó el botón que cerró las puertas.

– Estás mintiendo, Helena -dijo-. O tal vez te estás engañando Sea lo que sea, disfrutaremos descubriéndolo.

– No, no lo haremos. Y ahora ten la amabilidad de ¡salir de aquí!

Él no se movió, se quedó mirándola fijamente con un dedo sobre el botón.

– Volveremos a vernos pronto -murmuró.

Sin darle tiempo para responder, Salvatore soltó el botón y salió del ascensor. Furiosa, ella subió al tercer piso y una vez en su habitación, cerró de un portazo.

En ese momento podría haberlo matado. Salvatore la había excitado deliberadamente y, cuando casi la había vuelto loca, le había mostrado que era él, y no ella, el que estaba al mando de la situación.

Y el hecho de que ella hubiera intentado hacerle lo mismo a él lo hacía peor, mucho peor. Pero lo más grave era que su excitación había vuelto después de que él la rechazara y estaba atormentándola de nuevo.

Después de quitarse la ropa, se metió en la ducha y abrió el grifo del agua fría.

– ¡No! ¡No va a suceder! ¡No lo permitiré!

No podía permitirlo, pero ya estaba sucediendo y jamás lo perdonaría por ello.

Pero entonces recordó cómo había temblado contra ella. Salvatore también había caído en su propia trampa.La batalla estaba igualada y lo mejor estaba aún por llegar.

– Emilio Ganzi es un buen administrador y encargado -había dicho Antonio-. Ha llevado la fábrica desde hace años y, si no sabe algo, es porque eso es algo que no vale la pena saber.

Helena lo creyó cuando lo vio dirigirse a la lancha motora para ayudarla a bajar. Tendría poco más de sesenta años, el pelo blanco y un rostro jovial.

– Todo está preparado para usted -dijo-. Nos alegramos mucho de que la esposa de Antonio vaya a quedarse con nosotros y haremos todo lo que podamos por ayudarla.

Los empleados se habían reunido para ver a la nueva propietaria. Algunos la reconocieron de su anterior visita.

– No pude resistirme a echar un vistazo ese día dijo-. Me pareció tan fascinante que decidí que no quería venderla. Quise quedarme aquí y ser parte de Larezzo.

Sólo por decir eso, Helena ya les gustó. Y les gustó todavía más cuando descubrieron que hablaba veneciano. Pero lo que de verdad la hizo popular fue el corazón de cristal rojo que llevaba colgado al cuello y el hecho de que Antonio se lo hubiera regalado.

Él era recordado como un hombre- que había disfrutado de una vida desenfrenada: mucha comida, mucha bebida y mucho amor. En otras palabras, un auténtico veneciano. Algunas de las mujeres de mediana edad que había allí suspiraron, con los ojos empañados en lágrimas, al recordarlo.

Entonces una de las más jóvenes señaló a Helena y gritó:

– ¡Helena de Troya! -¡qué propio de Antonio terminar sus días casado con una bella modelo! Y saberlo hizo que Helena les gustara todavía más.

Emilio le dio una vuelta por allí para enseñárselo todo y, cuando terminaron, estaba más convencida que al principio. Adoraba ese lugar y a esa gente, e iba a defenderlos de Salvatore con su último aliento…, mejor dicho, con su último euro.

Algo que se hizo más evidente cuando vio los libros de cuentas. Antonio la había avisado de que la fábrica tenía un préstamo que habían pedido cinco años antes y que había sido renegociado en dos ocasiones.

– El problema es -dijo Emilio cuando estaban solos- que pagamos unos sueldos demasiado altos porque Antonio tenía un corazón muy generoso. La gente llega a la edad de jubilación y no quiere marcharse porque somos como una familia. Y él siempre deja que se queden.

– Entonces se quedarán -dijo Helena firmemente-. Tendremos que encontrar otro modo de aumentar nuestros beneficios.

Emilio sonrió y fue a comunicarle a «la familia» que todo iría bien.

Y entonces cayó la bomba.

La carta del banco era educada, pero rotunda. En vista del «cambio de circunstancias», el préstamo debía ser pagado de inmediato.

– Me temo que eso pueden hacerlo -suspiró Emilio-

La letra pequeña dice algo sobre que un cambio de circunstancias les da el derecho a invalidar el acuerdo.

– Eso ya lo veremos -dijo Helena furiosa.

Como siempre, había elegido su ropa con cuidado para resultar lo menos sexy posible. Fue difícil, pero hizo todo lo que pudo con un abrigo y un vestido negros. El peluquero del hotel casi lloró cuando le pidió que le recogiera el pelo con el estilo más sobrio y sencillo que pudiera, pero obedeció a regañadientes.

Ahora parezco una institutriz de la época victoriana -dijo satisfecha-. Excelente.

Diez minutos antes de la hora prevista, llegó a su cita con el director del banco.

·¿Entiendo, signora, que su difunto marido no la informó de la situación financiera?

·Sabía lo del préstamo, pero Antonio dijo que todas las cuotas se habían ido pagando a su debido tiempo… Y era cierto.

·¿Cuánto tiempo tengo?

·Necesitaría saber algo en un par de semanas;:o bien que ha reunido el dinero o que ha negociado la venta de la fábrica.

Helena estaba empezando a sospechar.

– Gracias -dijo levantándose para marcharse-. Estaremos en contacto.

Volvió al hotel paseando, inmersa en sus pensamientos. Si no podía reunir el dinero, podía venderle la fábrica a Salvatore.

«¿Me estoy volviendo loca?», se preguntó. «¿Por qué iba a tener él algo que ver con esto? ¿Puede decirle a un banco lo que hacer? Seguro que no».

Pero tampoco era una idea tan descabellada.

·¿Qué harás? -le preguntó Emilio cuando ella le contó la entrevista con el director.

– No lo sé. Podría ceder y venderle la fábrica a Salvatore. Tal vez eso es lo que todos prefiráis.

– Pero ya eres una de nosotros. Creíamos que ibas a quedarte.

«Una de nosotros». Eran una familia y la habían invitado a entrar en ella. No podía decepcionarlos… y no podía perder la oportunidad de enfurecer a Salvatore.

Hizo unas llamadas al director de su banco de Londres y le enviaron unos informes detallados con el estado de sus cuentas. Estaba reflexionando sobre ello en el vestíbulo del hotel una mañana cuando una voz le preguntó:

·No te importa que me siente, ¿verdad?

Al alzar la vista, Helena vio a una mujer de unos cuarenta años, elegantemente vestida y con una atractiva mirada. Se presentó como la condesa Pallone.

·Pero puedes llamarme Clara. Estaba deseando conocer a la mujer de la que toda Venecia habla.

·¿De verdad? Pero si sólo llevo aquí cinco minutos.

· -Pero todo el mundo sabe quién eres.

·La viuda de Antonio.

– Y la mujer que está enfrentándose a Salvatore. Créeme, no hay muchos que puedan hacerlo. Él es un hombre poderoso y le gusta que todo el mundo lo sepa. Todos estamos ansiosos por ver lo que pasa.

– Pues me alegra estar dándoos entretenimiento -dijo Helena riéndose.

Pidieron café y se sentaron a charlar. Clara tenía un carácter alegre y una mente astuta y a Helena eso le gustó.

·He de admitir que tenía un motivo oculto para hablar contigo.

·¡Claro! ¿Qué puedo hacer por ti?

– Dirijo una organización benéfica que apoya la labor de un hospital infantil y mañana por la noche vamos a celebrar en este hotel un evento para reunir fondos. Sería maravilloso que pudiera asistir y tal vez donar una pieza de cristal de Larezzo.

Me encantaría. Ahora mismo iba a ir a la fábrica. Buscaré la pieza más bonita que haya.

Una hora después se subió a un barco en dirección a Murano y eligió un gran caballo hecho de cristal.

·Es la pieza más cara que hacemos -le dijo Emilio-. No queremos que Perroni la supere.

·-¿Entonces Perroni también hace una donación? -Todos los años. El sigrtor Veretti siempre ofrece la mejor pieza que tiene. Dona mucho dinero a la caridad.

– Seguro que estará allí y Clara debía de saberlo cuando me ha invitado. Bueno, parece que habrá más de un campo de batalla.

– ¿Cómo dices? -preguntó Emilio.

– Nada. Por favor, haz que lo envuelvan y me lo llevaré cuando regrese al hotel.

Al día siguiente le entregó el caballo a Clara pidiéndole que lo catalogaran como regalo de Antonio.

Había dicho que se lo tomaría como una batalla y, así, estudió su armario como un general eligiendo el uniforma apropiado. Se decidió por el blanco: seda pura, cuello alto, mangas largas y bajo hasta el suelo. En resumen, lo contrario de lo que se habría esperado Salvatore. Unos diminutos diamantes en sus orejas completaban su atuendo.

La recepción tuvo lugar en el enorme vestíbulo del Hotel Illyria. Clara envió a su hijo a acompañar a Helena; era un veinteañero extremadamente guapo y juntos hicieron una espléndida entrada. La condesa la presentó ante todo el mundo y Helena sonrió mientras discretamente buscaba a Salvatore con la mirada.

Y entonces lo vio, elegante y con pajarita negra. Con ese cuerpo alto, atlético y natural al mismo tiempo y su hermoso rostro resultaba el hombre más impresionante de la sala. Estaba claro que se sentía como un león entre chacales.

Y precisamente el león alado era el símbolo de Venecia y sus imágenes estaban por todas partes de la ciudad anunciando que ese lugar estaba bajo su protección, bajo sus órdenes.

Salvatore la vio y fue hacia ella.

– Me alegra que estés aquí. Clara me ha enseñado tu obsequio y quería darte las gracias por haberlo hecho en nombre de Antonio.

– No podía hacerlo de otro modo. Después de todo, era mi marido, aunque tú no lo veas así…

– Por favor, ¿no podemos dejar eso de lado por esta noche? Déjame decirte que estás preciosa.

La última vez que se habían visto, él la había excitado para después rechazarla con tanta firmeza que había sido casi un insulto para ella y ahora estaba comportándose como si nada de eso hubiera pasado.

– Sabes que nos están observando, ¿verdad? -continuó susurrándole al oído-. Toda Venecia lo sabe.

·¿Y qué sabe exactamente? O mejor aún, ¿qué creen que saben?

Salvatore sonrió.

– Muy aguda. Apuesto a que podrías hacerles creer lo que quisieras. Es un arte que tendrías que enseñarme.

– Oh, me parece que tú ya te sabes algunos trucos y yo siempre estoy dispuesta a aprender.

·No estás siendo justa. Si dijera que creo que te conoces todos los trucos, te lo tomarías como un insulto.

– Claro que sí. Y lo curioso es que, si yo te lo dijera a ti, te lo tomarías como un cumplido por mucho que yo intentara que sonara como un insulto.

·Y lo intentarías con ganas.

·Sin duda.

Se rieron y todas las cabezas se volvieron hacia ellos.

– Clara me ha dicho que siempre donas una de tus mejores piezas. Estoy deseando verla.

– Deja que te la enseñe.

– Es precioso -dijo con sinceridad al ver el gran águila de cristal y plata.

– Ocupará el primer lugar de la nueva colección que presentaremos en breve. Estoy ansioso por ver vuestros diseños.

La nueva colección Larezzo aún no estaba acabada, pero eso no se lo diría.

El caballo se veía muy simple al lado del espectacular águila, y Salvatore debió de verlo en la cara de Helena porque le dijo:

Seguro que tu caballo es la donación que más dinero recauda.

·Es muy amable por tu parte, pero no lo creo. Apuesto a que sí. ¡Franco!

Un hombre regordete se giró al oírlo y sonrió. Después de que Salvatore los presentara, dijo:

– A Franco no hay nada que le guste más que hacer apuestas. Pues aquí va una: apuesto a que por la pieza de Larezzo de Helena se pagará más dinero que por mi águila.

Di una cantidad -dijo Franco entusiasmado. Diez mil euros.

[elena y el hombre se miraron.

·Confío en mis instintos -añadió-. El caballo es una pieza hermosa, como todo el cristal Larezzo. ¿Qué me dices, Franco?

·¡Hecho! -dijo el hombre, que sacó una libreta y comenzó a anotar apuestas a medida que más gente se iba arremolinando a su alrededor.

– ¿Qué estás haciendo? -le murmuró Helena a Salvatore-. Podrías acabar pagando una fortuna y entonces… ¿cómo ibas a comprarme la fábrica?

Pero como no vas a vendérmela, no importa.

– Supongo que no.

·Además, si pierdo, seguro que ya no podré comprarte nada y te sentirás más segura.

Ni en un millón de años se sentiría segura al lado de ese hombre, pero se limitó a sonreír.

– Te prometo que ya me siento muy segura. Lo único que me preocupa eres tú.

– Qué amable eres al preocuparte por mí, pero por favor no lo hagas. Te aseguro que me he protegido bien.

– Te creo. Otra cosa no me la creería, pero si me dices que estás tramando algo, te creo.

·¿Es que no estás tramando algo tú?

– Eso espero.

Franco había terminado de anotar las apuestas de la gente.

·Entiendo que ninguno de los dos va a pujar por vuestros propios artículos.

– Hecho -dijo Salvatore.

·Hecho -añadió Helena.

En ese momento la orquesta dio comienzo al baile que se celebraría antes de la subasta.

– Baila conmigo -dijo Salvatore llevándola a sus brazos.

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