Capítulo 12

UNA LUZ cegadora penetró en la oscuridad y la despertó. Ella abrió los ojos para ver el sol entrando en el dormitorio y a Salvatore a su lado.

– Te he traído té -le dijo antes de marcharse.

El té, al igual que las horas de sueño, le había sentado bien.

Se miró, llevaba una combinación que había sacado de la maleta que se había llevado y que sólo contenía ropa interior. La noche anterior se había secado a toda?cica, ce había puesto lo primero que había encontrado y se, había metido bajo el edredón. Miró a su alrededor en busca de la ropa que Salvatore le había quitado, pero había desaparecido.

Él abrió la puerta lentamente.

– ¿Quieres más té?

– Lo que quiero es mi ropa.

– Aún está mojada. La he tendido para que se seque. -Necesito algo para ponerme encima -dijo con tono firme.

– Bien -se desabrochó la camisa y se la dio-. Me temo que esto es lo único que tengo ahora.

Le sirvió para cubrirla del todo, pero al sentir su prenda sobre su cuerpo y verlo con el torso desnudo lamentó haber aceptado la camisa.

Salvatore se retiró al instante y volvió con más té y el desayuno.

·¿Huevos cocidos? -preguntó ella.

·Creía que en Inglaterra los comíais. Y no me mires así, con tanta desconfianza.

– ¿Cómo no voy a hacerlo después de lo que has hecho?

·Es cierto, pero no será por mucho más tiempo. Quiero que me escuches y después te devolveré tu teléfono, podrás pedir ayuda, acusarme de secuestro y puede que esta noche ya esté en la cárcel. Lo estarás deseando, pero primero escúchame.

·¡Como si alguien fuera a arrestarte a ti en Venecia! -dijo enfadada.

– ¿Y qué me dices de la gente que te estuviera espe-. rando en el aeropuerto? Cruza los dedos y pronto me verás encerrado.

A Helena le pareció oír un tono de resignación, de derrota en su voz, pero prefirió no pensarlo. No volvería a bajar la guardia ante él. Nunca.

– Estoy deseando verte encerrado.

Él se la quedó mirando y después se marchó sin decir nada.

Se comió todo el desayuno, que estaba delicioso, salió de la cama, fue a darse una ducha y volvió a ponerse la camisa.

Al mirar en su bolso vio que no faltaba nada excepto el teléfono. Allí, guardado en su pequeño estuche, estaba el corazón de cristal que le había regalado Antonio y sintió el impulso de ponérselo. Eso le diría a Salvatore dónde residía su corazón en realidad y la hizo sentirse segura, como si Antonio estuviera protegiéndola, tal y como a menudo le había dicho que haría.

Cuando salió, Salvatore la estaba esperando en la terraza y se sentó a cierta distancia de él.

– ¿A qué estás jugando? -le preguntó ella.

– No es ningún juego. No debería sorprenderte que haya evitado que te marcharas a Inglaterra después de tu descripción gráfica de lo que ibas a hacer allí. Dijiste que…

– Que iba a ganar dinero para vencerte…

– Helena, seamos sinceros. Nuestra lucha no tiene nada que ver con el dinero o el cristal. Estamos predestinados a estar juntos. Empezamos siendo enemigos, pero eso no evitó que te deseara más que a ninguna mujer que haya conocido. No, no digas nada -levantó una mano para indicarle que se callara-. No digas nada sobre esa figura de cristal. Se diseñó mucho antes de que nos conociéramos y, si ha salido ahora, ha sido por un desafortunado accidente. Es sólo que…

Ahí se detuvo, el dolor y la confusión lo dejaron sin palabras. Nunca había sabido cómo describir sus sentimientos o tal vez se debía a que no había tenido ningún sentimiento que mereciera la pena expresar. Pero ahora lo embargaban las emociones y aun así no sabía qué decir.

«Tonto, idiota. ¡Di algo! ¡Lo que sea!».

¿Por qué no lo ayudaba Helena? Ella siempre sabía elegir y utilizar las palabras de la forma más inteligente.

·¿Es sólo qué? -preguntó ella.

– Nada. De todos modos, no me creerías.

La esperanza que había despertado brevemente dentro de ella volvió a morir.

– Tienes razón, probablemente no te creería. Dejémoslo aquí.

Se levantó para marcharse, pero él la detuvo.

·¿Vas a rendirte sin ni siquiera intentarlo? -le preguntó con dureza.

No estoy segura de que merezca la pena intentarlo. Deja que me vaya.

Pero la agarraba, aterrorizado ante la idea de que pudiera alejarse de él física y emocionalmente.

– He dicho que me sueltes.

Y él lo hizo, la soltó, despacio. Cuando Helena se apartó se oyó un pequeño estrépito y al mirar abajo vieron que su corazón de cristal se había roto en pedazos.

·¡Oh, no! -gritó Helena cayendo de rodillas. -Lo siento -dijo él con desesperación-. Ha sido un accidente, no pretendía…

Ella recogió los pedazos de cristal, se levantó y se apartó de él.

– Mira lo que has hecho -dijo llorando.

– Helena, por favor… Podemos encontrar uno exactamente igual.

En cuanto pronunció esas palabras, Salvatore supo que había cometido un gran error.

– ¿Igual? ¿Cómo te atreves? Nada podría parecerse.

·Sé que era un regalo de Antonio, pero…

·No era un regalo, era el regalo, el primero que me hizo. Lo llevé puesto cuando nos casamos y cuando estaba muriendo en mis brazos, lo tocó y me sonrió. ¿Puedes devolverme eso?

En silencio, él sacudió la cabeza. Había hecho algo terrible y no sabía cómo arreglarlo o si había algún modo de hacerlo. El dolor que estaba sintiendo Helena lo destrozaba por dentro, se sentía tan impotente que pensó que iba a volverse loco.

Estaba acostumbrado a verla como una mujer fuerte, pero verla así lo hundió por completo y el sonido de sus lágrimas despertó los fantasmas que lo habían consternado durante años.

Suéltalo -dijo agarrándole las manos, que aún tenían los pedazos de cristal rotos-. Suéltalo antes de que te hagas daño.

Logró quitárselos sin cortarla y ella no se movió, simplemente se quedó allí temblando.

– ¿Qué te pasa? -le suplicó-. Por favor, dímelo, háblame.

Helena negó con la cabeza, pero no con actitud de desafío, sino con impotencia.

– No te dejaré marchar hasta que me lo cuentes todo -le dijo Salvatore con la voz más dulce y tierna que Helena había oído nunca.

Pero no pudo responderle, se sentía sin fuerzas, indefensa.

– Háblame de Antonio. Nunca hemos hablado mucho de él y tal vez deberíamos hacerlo.

Los sollozos le impedían hablar y Salvatore la abrazó.

– Sé que me equivoqué. Helena, por favor…

– Antonio y yo nunca fuimos marido y mujer en el sentido estricto de la palabra, pero yo lo amaba a mi modo. No lo entenderías. No sabes nada del amor.

– Tal vez pueda comprenderlo más de lo que crees.

– No, para ti las cosas son muy sencillas Ves algo, lo quieres y lo tienes, pero el afecto y la amabilidad nunca entran en juego.

Salvatore dejó caer la cabeza sobre ella.

·Amaba a Antonio porque era bueno y generoso y él me amaba sin buscar nada a cambio.

– Pero no lo entiendo. Podrías haber tenido al hombre que quisieras…

·Así es, podría. Cualquier hombre que hubiera querido, pero no- quería a ninguno. No los deseaba. Todos pensaban lo mismo que tú, que les pertenecía si había dinero de por medio.

¡No! Ya te he dicho que lo siento. ¿Cómo puedo hacer que me creas? Te juzgué mal, pero la primera vez que hicimos el amor supe que eras distinta a como yo pensaba.

– Cuando tenía dieciséis años conocí a un hombre llamado Miles Draker. Era fotógrafo de moda y dijo que podía convertirme en una estrella. Me enamoré totalmente de él, habría hecho cualquier cosa que me hu biera pedido. No me importaba ser famosa, sólo quería estar con él todo el tiempo. Era una vida maravillosa; hacíamos el amor por las noches y me fotografiaba durante el día mientras me decía: «Recuerda lo que hicimos anoche, imagina que está sucediendo ahora, imagina que estás intentando complacerme». Y yo lo hacía. Después, cuando me miraba en las fotos lo veía en mi cara. Creía que lo que se reflejaba en ella era amor, pero por supuesto eso no era lo que él quería. Pronto me convertí en una estrella, tal y como él me había dicho, y fui la chica más feliz del mundo. Y entonces descubrí que estaba embarazada. Estaba emocionada. ¡Menuda tonta! ¡Idiota!

– No digas eso.

·¿Por qué no? Es verdad, lo era. Estúpida, ignorante…

·¿Eso era lo que te decía él?

– Eso y muchas otras cosas. Creí que se alegraría con la noticia, pero se puso furioso. Justo cuando íbamos a triunfar, yo iba a estropearlo todo. Quería que me librara del bebé y cuando le dije que no lo haría, empezó a gritarme -comenzó a llorar otra vez y Salvatore la abrazó con más fuerza hasta que se calmó.

·Continúa. ¿Qué hizo?

– Siguió gritándome, insultándome, diciéndome que era una gran oportunidad para los dos y que estaba siendo una egoísta. Pero yo no podía hacerlo, era mi hijo, tenía que protegerlo. Intenté hacérselo entender, pero se enfadó todavía más. Recuerdo cómo me dijo: «¿No estarás pensando en que nos casemos, verdad?».

– Esperabas una prostituta -dijo ella con amargura.

– No, pero esperaba una mujer con experiencia. Y en lugar de eso… no sé… fue como hacerle el amor a una jovencita en su primera vez.

Ella estuvo a punto de volcar en él toda su rabia, pero de pronto vio algo en sus ojos que no había visto antes. Vio sinceridad, como si su vida dependiera de que ella lo creyera.

·No era mi primera vez. Pero sí mi primera vez en dieciséis años.

Él la llevó hacia sí, esperando que Helena lo rodeara con los brazos o respondiera de algún modo, pero ella se quedó quieta.

– Mírame -le susurró él-. Por favor, Helena, mírame.

Algo en su voz le hizo girar la cara, mostrando un rostro abatido y vulnerable. Al momento él la estaba besando en los labios, en las mejillas, en los párpados, y no con pasión, sino con ternura.

– No pasa nada -le susurró-. Todo irá bien. Estoy aquí.

No sabía por qué había dicho eso o por qué pensó que esas palabras la calmarían. Ella no lo quería allí, a su lado. Se lo había dejado muy claro.

– Helena… Helena…

Ella movió la mano ligeramente hacia él y Salvatore creyó haberla oído pronunciar su nombre Inmediatamente la tomó en brazos, la llevó al dormitorio y la tendió en la cama, donde se tumbó a su lado.

·Confía en mí.

La llevó hacia él, no con intenciones sexuales, sino ofreciéndole calidez, protección, y ella pareció entenderlo así porque se aferró a él como nunca antes lo había hecho.

¿Qué te pasó? -le preguntó él embargado por la emoción.

– ¿Lo pensaste?

– Puede que sí, apenas lo recuerdo. Pero si fue así, deseché la idea rápidamente. Estaba tan convencido de que quería «librarse del problema» que acabó convirtiéndose en un monstruo.

– ¿Te pegó? -le preguntó Salvatore, furioso.

– No, claro que no. Podría haberme dejado marcas y eso habría puesto en peligro el negocio de las fotografías. Tenía otros métodos. Me hizo visitar a un médico para que hablara con él y, cuando eso no funcionó, se dedicó a insultarme y a gritarme siempre que estábamos trabajando.

– ¿Por qué no te marchaste?

– Me tenía atada mediante un contrato y además, necesitaba ganar dinero mientras pudiera para luego tener algo con lo que vivir. Si eso significaba tener que soportarlo, merecía la pena, pero entonces… -comenzó a temblar-. Entonces…

– Sigue -le dijo con dulzura.

– Un día en el que fue especialmente cruel comencé a llorar y no podía parar. Lo siguiente que sé es que perdí el bebé.

– Maria Vergine! -murmuró-Salvatore.

– Después de eso se imaginó que todo iría bien. Había logrado lo que quería y lo demás no le importaba. Cuando no volví con él me amenazó con demandarme, pero entonces una revista me dio una gran oportunidad y una agencia me contrató y me dijo que ellos se encargarían de todo. Así logré desvincularme del contrato. Recibí una llamada de Draker, estaba gritándome, insultándome, pero colgué y no volví a saber nada de él. Después de eso me concentré en mi carrera y en nada más. Tenía más trabajo del que podía abarcar. Siempre había hombres que querían salir conmigo y yo les dejaba, pero nunca consiguieron nada más.

Estaba muerta por dentro y lo único que podía sentir por ellos era desprecio. Hasta que te conocí no había estado con ningún hombre en la cama desde hacía años.

Salvatore quería decirle que parara, que no podía soportar seguir escuchando esa pesadilla, pero en el fondo sabía que lo peor de todo era que él se había comportado como todos esos hombres.

Era tan malo como cualquiera de ellos. No, peor, porque en todo momento había sentido que ella no era la mujer codiciosa que había pensado y aun así no había querido admitirlo. Y cuando su corazón había empezado a sentir algo por ella, se había apresurado a reprimirlo

– Y entonces llegó Antonio -dijo Helena-. Estaba enfrentándose solo al final de su vida y lo único que me pidió fue que estuviera con el. Sabía que yo tenía dinero y por eso jamás pensó que me casaba con el por su fortuna, confiaba en mí. Al principio sentía aprecio por él y fuimos uniéndonos más y más. Era yo lo que él quería… ¡y no mi cuerpo! Era el único hombre que había sentido eso por mí.

«Ya no es el único», pensó él, pero no se atrevió a decirlo.

– Deberías habérmelo contado hace mucho tiempo, pero claro, yo tampoco te lo pregunté, ¿verdad? Nunca he dicho nada que te haya animado a abrirte a mí como persona. Lo único en lo que pensaba era en lo mucho que te deseaba.

– Después de ese primer día estaba furiosa porque habías pensado lo peor de mí. Nunca se te pasó por la mente que yo pudiera haber querido a Antonio de verdad. Pronto descubrí que no sabías nada del amor porque no creías en él. ¿Puedo decirte algo que va a enfadarte mucho?

·Todo lo que quieras.

·Vine a Venecia con la clara intención de venderte Larezzo. Antonio me había dicho que me harías una oferta y se alegraba porque eso me daría más seguridad económica.

– Y yo lo estropeé todo con mi actitud. Todo es culpa mía -dijo avergonzado.

– Después de lo que me contó tu abuela, supongo que era inevitable -dijo acariciándole el pelo.

·¿Qué te ha dicho?

– Me habló de tu padre y de cómo le rompió el corazón a tu madre con otras mujeres.

– ¿Es eso lo único que te dijo?

·Y que tu madre murió repentinamente.

·Hay algo más que eso -dijo Salvatore suspirando. Cuando se quedó callado, ella se acercó más y le acarició la cara con ternura.

– ¿Quieres contármelo?

·¿Te contó mi abuela que se llevaba a casa a esas mujeres y que vivían con nosotros en zonas de la casa adonde no podíamos ir?

·Sí.

Mi madre se las encontraba a veces. Después se iba a su dormitorio y yo la oía llorar. Si intentaba abrir la puerta, siempre me la encontraba cerrada con llave. Quería consolarla, pero ella no me dejaba. Ahora sé que su dolor no tenía consuelo. Había una mujer a la que mi madre veía a menudo porque se paseaba por la casa siempre que quería. Lo hacía deliberadamente, no tengo duda. Quería que la viéramos. Le estaba diciendo a todo el mundo que ella sería la siguiente señora de la casa y mi madre captó el mensaje. Una noche yo estaba en la puerta de su dormitorio, pero no la oía llorar. No volvió a emitir ningún sonido. Se había suicidado. No he dejado de preguntarme si podría haber estado a tiempo de salvarla, pero eso nunca lo sabré.

Helena estaba demasiado impactada como para poder pronunciar palabras de aliento, por eso se limitó a abrazarlo, a acariciarle la cabeza como una madre haría con su hijo.

·¿Cuántos años tenías cuando sucedió?

·Quince.

– ¡Dios mío!

·Crecí odiando la ideal del amor porque había visto lo que podía hacer. Todas las mujeres, excepto mi madre, me parecían monstruos. Me sentía más seguro pensando eso. Me molestaba desearte tanto, todo lo que antes me había parecido importante había quedado relegado a un segundo plano y me pareció que empezaba a comportarme como mi padre. Me odiaba por eso y casi te odiaba a ti. Pero eso era entonces. ¿Y ahora?

– Ahora puedo decirte lo que juro que no le he dicho nunca a una mujer: te amo. Creí que jamás pronunciaría esas palabras porque estaba seguro de que no significarían nada para mí. No quería. El mundo me parecía más seguro sin amor. Me sentía más seguro. Siempre he estado buscando seguridad desde aquella noche en la que estuve esperando en la puerta de mi madre y mi mundo se derrumbó.

Para Helena resultaba incomprensible que ese hombre tan poderoso pudiera conocer lo que era el miedo, pero ahora lo entendía.

– Entonces no lo vi, pero ahora sí. Contigo encontré otro mundo, uno en el que había amor, pero no seguridad, y creo que por eso me enfrenté a ti desde el principio -sonriendo, añadió-: Tenía miedo. Ésa es otra cosa que nunca he dicho, pero ahora puedo hacerlo. Tú representabas lo desconocido y no tuve el valor de enfrentarme a ello hasta que me diste la mano y me enseñaste el camino. No puedo prometerte que vaya a resultarme fácil demostrarte mi amor porque es algo nuevo para mí y soy un ignorante en el tema, pero sí que puedo prometerte un amor fiel durante toda mi vida.

Helena no podía hablar, tenía lágrimas en los ojos.

·Y si no puedes amarme, entonces… bueno, supongo que tendré que ser paciente y convencerte poco a poco.

– No es necesario. Los dos hemos estado jugando, pero el juego ya se ha acabado. Te quiero y siempre te querré, en los buenos y en los malos momentos. Porque habrá malos momentos. Lo sé. Pero los superaremos siempre que estemos juntos.

Él asintió, le acarició la cara con dulzura y susurró:

·¿Cómo puedes amarme?

·Ni yo lo sé, no tiene explicación, pero las mejores cosas no la tienen.

– Después de todo lo que hecho, no te culparía si me odiaras.

·Deja que te lo demuestre.

Hicieron el amor como nunca antes lo habían hecho, lenta y dulcemente, sin dejar de mirarse a los ojos, uniendo sus corazones y sus mentes. Con tiernos gestos ella lo reconfortó y llegó al corazón que Salvatore nunca le había mostrado a nadie.

Helena sabía que, si traicionaba su confianza, lo destrozaría para siempre, sabía que tenía el destino de ese hombre en sus manos y por eso se propuso que lo defendería con toda la fuerza de su amor.

Amor. Por primera vez el sonido de esa palabra no le resultó extraño.

Salvatore se despertó solo y en la oscuridad. Por un momento quiso llorar, desolado, pero entonces la vio, desnuda junto a la ventana.

– Creí que te habías alejado de mí -murmuró yendo hacia ella-. Podrías haber llamado por teléfono.

– Lo he hecho. He llamado a mis amigos de Inglaterra para decirles que he perdido el avión, pero que no se preocupen por nada. Tendré que ir allí para firmar el contrato, pero volveré pronto.

·¿Con una fortuna para gastarte en Larezzo?

·Así es.

– Ya que estamos hablando de negocios, tengo algo que proponerte. Te haré un préstamo libre de intereses y así tendrás todo el dinero que necesites para invertirlo en la fábrica.

·¿Así que libre de intereses? ¿Y qué sacarás tú a cambio?

·A ti… como mi esposa.

– Claro. Ningún negocio puede prosperar sin un contrato vinculante.

·Es un placer encontrar una mujer que entienda de negocios.

·¿Te das cuenta de que seguiré compitiendo contigo?

– No me esperaría otra cosa.

·Batalla sin restricciones.

·Así es. Y seamos francos, eso no se aplicará sólo a los negocios. El nuestro no va a ser un matrimonio tranquilo.

– Eso espero.

Durante un buen rato no se movieron ni hablaron, simplemente se abrazaron.

Sin saber por qué, Helena de pronto pensó en Antonio, aunque tal vez no era algo tan extraño ya que él le había prometido protegerla y lo había hecho muy bien al unirla a Salvatore.

Le pareció oírlo reír y decirle:

– Te engañé cara

Y cuando miró hacía el agua,el sol estaba saliendo,anunciando el glorioso y nuevo día.

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