Capítulo 8

Después de la cena en casa de Katie y Peter, Trent llevó a Rebecca a su casa. En el hogar de la hermana de Trent, Rebecca había estado bastante relajada y animada, pero en el coche, de vuelta, se había quedado totalmente callada y parecía que estaba muy tensa. Él hizo que se sentara en una silla de la cocina, sacó una caja de galletas y sirvió un par de vasos de limonada. Después se sentó frente a ella.

– Muy bien, suéltalo.

Ella suspiró.

– Esta noche…

– Ha sido un éxito. A mi hermana le has caído estupendamente, Rebecca. Y Peter te ha preguntado cientos de cosas sobre el cuidado de un bebé -dijo Trent, y sacudió la cabeza-. Creo que va a ser un padre muy protector.

Ella se quedó en silencio, mirando fijamente el vaso.

– No es justo para ti.

– ¿Qué?

– No es justo que vayas a ser padre. Tú no querías tener un hijo en este momento. La que quería era yo.

– ¿Y?

– Pues que esto no es nada mágico ni espiritual. No fue el destino el que quiso que me quedara embarazada de un hijo tuyo. ¡Fue un acto feo y malvado de alguien!

– No hay nada feo que forme parte de nuestro bebé, Rebecca.

– Yo no quiero que sea así -susurró ella-. Ojalá no lo fuera.

Él le tomó la mano.

– Nada que tenga que ver contigo podrá ser feo. Yo no he podido apartar la vista de ti en toda la noche.

Ella lo miró tímidamente.

– Gracias.

Gracias, pero nada más. Claramente, Rebecca no estaba buscando cumplidos.

– ¿Qué necesitas, Rebecca? ¿Puedes decírmelo?

– Tú no querías un hijo. No querías tener una mujer.

– Te deseo a ti.

Aquellos enormes ojos castaños se cruzaron con los de Trent durante un instante y volvieron a bajar la mirada.

– Claro.

– Todos los días, Rebecca. Todas las noches.

Ella sacudió la cabeza.

– No tienes por qué decir eso.

Pero él necesitaba hacer algo. Eso estaba claro. Y lo que necesitaba y deseaba, de repente, se unieron en su cabeza y dieron lugar a algo que le pareció perfecto.

– Cuéntame cómo fue el proceso de la inseminación, Rebecca.

Rebecca lo miró, pasmada.

– ¿Qué?

– Bueno, supongo que hubo una habitación, una camilla y un cuentagotas o algo así, ¿no?

– ¡Trent! -dijo ella, con las mejillas enrojecidas.

– No habría música, ni velas encendidas, ni besos y caricias, supongo.

– Claro que no. Sólo recuerdo que yo tarareaba mientras esperaba a que llegara el médico.

Él se puso en pie e hizo que Rebecca lo imitara.

– Tararea ahora, cariño, y bailaremos.

Trent sintió su cuerpo tenso al abrazarla.

– ¿Qué estás haciendo?

Como no parecía que ella quisiera cooperar, él comenzó a tararear suavemente una canción de los Beatles y a moverse por la cocina con ella. Bailando, Trent se acercó con Rebecca hasta la puerta y apagó la luz. Después pasaron dando vueltas por el vestíbulo y él comenzó a bailar lentamente junto a las escaleras.

Trent rozaba con su mejilla la coronilla de Rebecca mientras inhalaba su olor, aquella dulzura que había llenado su casa y sus pensamientos, que lo había impregnado todo, hasta la almohada de su cama. Le rozó la sien con los labios y después, lentamente, deslizó la boca por su mejilla hasta que llegó junto a su oído.

– Rebecca, hagamos un bebé esta noche -le susurró.

Ella intentó apartarse bruscamente, pero él la acarició por toda la espalda hasta las caderas, y después subió las manos hacia arriba nuevamente, de una manera calmante.

– Shh -siseo- Tranquila…

– Trent…

– Sé lo que estás pensando. Aparte de lo guapo que soy, claro. Estás pensando en que ya hay un bebé. Pero no lo hicimos juntos. Fue algo entre tú y el cuentagotas, y tengo que confesar que me siento desplazado.

Trent notó que ella se estremecía de risa y se figuró que todas aquellas horas que había pasado en bailes aburridos, desde niño, aprendiendo a bailar, finalmente estaban dando su fruto.

– Ojalá dejaras de mencionar ese cuentagotas -dijo ella quejumbrosamente.

– Entonces, dame otra cosa en qué pensar -respondió Trent, y la besó.

Ella gimió. Aquello era una buena señal, pensó Trent.

Trent la besó profundamente y la rodeó con sus brazos. Ella se acurrucó contra su pecho, y aquella combinación enloqueció a Trent: el beso carnal y húmedo con aquella cabecita de muñeca, de rizos suaves, contra el corazón.

Él supo que había acabado con su resistencia cuando, con un suspiro, Rebecca le sacó la camisa de la cintura de los pantalones y metió las manos bajo la tela para acariciarle la espalda desnuda.

Trent sintió un fogonazo de calor en el cuerpo. Ella se estremeció.

– Pienso…

– No quiero que pienses -le dijo él.

Le mordió el lóbulo de la oreja y ella comenzó a temblar contra él. Trent deslizó las manos por su trasero redondo y pequeño y le subió las falda para poder encontrar sus braguetas. Después, deslizó los dedos bajo la prenda y volvió a besarla.

Mientras subían las escaleras, no dejaron de besarse y, cuando llegaron al piso de arriba, él deslizó las manos por el bajo de su jersey y se lo quitó con un movimiento suave que dejó a la vista su sujetador de satén y la abundancia de sus pechos pálidos.

– Rebecca…

Trent le acarició los hombros, bajó hasta sus senos y los tomó en las manos con ternura. Después, a través de la tela de satén, atrapó uno de sus pezones con la boca y succionó ligeramente. Ella le hundió los dedos en los brazos y él sintió que el deseo lo atravesaba de la cabeza a los pies. Mientras seguía jugueteando con su pecho, le pasó las manos por las piernas desnudas y volvió a encontrar sus braguetas. Con habilidad, se las bajó por los muslos y le pidió en un susurro que alzara una pierna y después la otra, para poder quitárselas.

Mientras, bajo la falda, él le acariciaba las nalgas, ella metió el dedo índice entre la cintura del pantalón de Trent y su piel y, con una sonrisa, comenzó a desabrocharle el cinturón. A él se le aceleró el corazón en el pecho, y su erección se intensificó.

Poco a poco, terminaron de desnudarse y él la tomó en brazos, se la llevó al dormitorio y la tendió sobre la cama con delicadeza. Allí cedió a su última tentación y le quitó el sujetador y, mientras la sujetaba por las caderas para pegarla a su piel desnuda, comenzó a trazar dibujos húmedos con la lengua en sus pezones. Cuando notó que ella retorcía las caderas entre sus manos, tomó uno de los pezones y succionó.

Ella gimió con tanto deseo que él se dio cuenta de que estaba al borde del clímax.

– Oh, Rebecca -dijo él, mirando sus mejillas sonrojadas y su melena despeinada. Tenía la boca húmeda, tenía los pezones húmedos. Y cuando le pasó la mano entre las piernas, con delicadeza, ella también estaba húmeda.

Rebecca se tensó al sentir aquel ligero roce.

– Trent, por favor.

Entonces, él introdujo un dedo dentro de ella y perdió el aliento al notar cómo sus músculos lo apretaban.

– Rebecca, haces que me sienta muy bien…

– Tú haces que yo me sienta bien…

– No, tú -bromeó él, mientras sacaba el dedo para acariciarla, y después volvía a entrar en su cuerpo.

Ella dejó escapar un jadeo y se agarró con fuerza a sus antebrazos.

– Trent, yo…

– Adelante -le dijo él-.Yo te cuidaré -le aseguró.

Sabía que ella era todo sensaciones en aquel momento, que no podía pensar, y se sintió satisfecho por ello.

Entonces, ella abrió los ojos de golpe y le demostró que estaba equivocado.

– No, Trent. Conmigo. Nosotros… tenemos que hacer este bebé…

Su propia idea lo sorprendió.

– Rebecca -murmuró, y se inclinó a besarla, mientras alejaba la mano de su cuerpo y se situaba entre sus piernas.

Ella le hizo sitio al instante, separando los muslos para que su calor sedoso rozara las caderas de Trent. Aquel ligero toque casi lo hizo estallar.

Él alzó la cabeza para poder ver cómo entraba en su cuerpo abierto. A ella se le aceleró la respiración al sentirlo y Trent la miró a la cara.

– Es maravilloso, ¿verdad? -murmuró-. Todo este asunto de hacer bebés es maravilloso.

Rebecca cerró los ojos cuando lo sintió hundirse en ella. Él bajó el pecho para que se rozara con las puntas erectas de sus senos y se mecieron juntos, una, dos, tres veces.

El ritmo se acrecentó y él notó que su pasión era cada vez más intensa.

– Maravilloso -susurró Rebecca.

Al oír aquella palabra, él alcanzó el clímax. Se movió con fuerza, notando cómo el cuerpo de Rebecca se estremecía también de placer. Cuando terminó, Trent dejó descansar la cabeza en su pecho.

Rebecca también estaba exhausta. Cuando Trent se separó de ella y se tumbó de espaldas sobre el colchón, a su lado, ella también estaba desfallecida, y él la tomó en brazos y la acurrucó contra su cuerpo mientras se quedaba dormida.

Y él se quedaba pensando.

Antes, el sexo siempre había sido algo relajante, pero en aquella ocasión su mente no podía dejar de trabajar. Habían concebido un hijo. Tenían un hijo. Trent posó la palma de la mano sobre el vientre de Rebecca y se imaginó la vida que crecía bajo su mano.

Ya no lo asustaba.

Pero la mujer que tenía entre los brazos… Dios, ella sí lo asustaba.

Porque tenía el presentimiento de que, si había alguien capaz de conseguir que él creyera en el amor de nuevo, era Rebecca.


Al amanecer, Rebecca se levantó sigilosamente de la cama de Trent. Él ni siquiera se movió. Ella se arregló y salió de la casa tan rápidamente como pudo. Su turno comenzaba a las seis de la mañana aquel día y había decidido desayunar al llegar al trabajo, en la cafetería del hospital.

No quería ver a Trent aquella mañana. No podía. Pese a haber pasado la noche con él, pese al hecho de que él le había hecho el amor de una forma lúdica, maravillosa y brillante la noche anterior, Rebecca no quería permitirse pensar que hubiera algún cambio importante en su relación. No quería empezar a creerlo.

Él seguía siendo Trent Crosby, el rico, poderoso e inalcanzable presidente de Crosby Systems, y ella seguía siendo Rebecca, una enfermera.

Era más seguro no pensar nada, no depender de nada ni de nadie.

Con aquel pensamiento comenzó a trabajar aquel día, y fue lo que tuvo en la cabeza durante todo su turno de doce horas. El quirófano estuvo funcionando durante todo la jornada y ella no tuvo oportunidad casi ni de sentarse, y no pudo comer… Cuando apareció la enfermera -que haría el turno siguiente, lo único que quería Rebecca era encontrar un sitio donde esconderse de sí misma, de sus pensamientos y de Trent. Estaba quitándose la placa de identificación de la solapa del uniforme y esperando el ascensor cuando oyó la voz de Sydney Aston, una de sus amigas de la Asociación de Padres Adoptivos.

– Rebecca, ¿adónde vas? No se te habrá olvidado la fiestecita, ¿verdad?

– ¿La fiestecita? -preguntó Rebecca, y después se dio una palmada en la frente. La -asociación iba a una fiesta de entrega de regalos para Morgan y su esposa, Emma, que estaban a punto de recibir al bebé que habían adoptado-. Sí, se me había olvidado.

– Entonces, tienes suerte de que decidiéramos comprar nuestro regalo juntas, y de que yo fuera la encargada -le dijo Sydney, y alzó una cesta de bebé que llevaba en una mano para mostrársela-. Todo lo que unos nuevos padres puedan necesitar.

Rebecca le echó un vistazo a la cesta y después dio un paso atrás.

– Es preciosa, pero no estoy de humor para fiestas. Quizá debería…

– Tonterías -le dijo Sydney-. La única manera de estar de humor para fiestas es ir a una fiesta. Además, no creerás que puedes evitar para toda la eternidad darnos todos los detalles obligatorios de tu matrimonio relámpago, ¿no? Todo el mundo de la asociación se muere por conocerlos. Tienes que cumplir.

– Eso no es precisamente un incentivo, Sydney.

Su amiga sostuvo la cesta con un brazo y con el otro atrapó a Rebecca.

– No te preocupes, yo ya he dado una explicación general por teléfono. Así, a la gente sólo le quedarán unas cien preguntas por hacerte.

Rebecca no pudo evitar soltar una carcajada y Sydney la arrastró hacia la fiesta de la asociación. Cuando cruzaron el umbral de la puerta de la sala, oyó un saludo atronador.

– ¡Sorpresa!

Rebecca miró con los ojos desorbitados a todo el mundo.

– ¿Qué?

Los miembros de la asociación estaban observando su reacción con enormes sonrisas. Rebecca miró con desconfianza a Sydney.

– ¿Por qué acaban de gritar «sorpresa»?

– Porque es una sorpresa -respondió Sydney, sonriendo también-. ¿Es que no ves el cartel de la pared?

Rebecca miró cautelosamente hacia la pared y leyó en voz alta:

– «¡Estamos impacientes por conocerte, bebé Davis!»

Aquél era para el bebé que estaban esperando Morgan y su esposa.

Sydney se rió.

– La otra pared.

Allí estaba la respuesta.

En la pared opuesta de la sala había otro cartel, en el cual podía leerse: «¡Enhorabuena, Rebecca y Trent!»

Y, bajo el cartel, estaba la persona a la que Rebecca había querido rehuir durante todo el día y en especial aquella noche.

Su marido.

Ella se ruborizó, y se ruborizó aún más cuando lo vio acercarse a ella sorteando las mesas y la gente. Cuando Trent llegó junto a Rebecca, los flashes de las cámaras se dispararon.

– ¿Tú sabías esto? -le susurró ella.

– Me han llamado hoy al trabajo -respondió Trent.

La expresión de su rostro era impenetrable. La miraba directamente a los ojos.

– No sé qué decir.

Ni cómo actuar. Ni qué pensar. Sólo sabía qué era lo que no debía pensar.

«No asumas nada. No creas que nada ha cambiado. No esperes que- sea de verdad tu marido, no más que antes. No lo creas».

– Esta mañana, al marcharte tan temprano, se te olvidó algo.

– ¿Qué? -preguntó Rebecca, con la cara ardiendo, mientras recordaba cómo había ido recogiendo la ropa desde el dormitorio al piso de abajo, por las escaleras. ¿Se le habría olvidado algo crucial?-. ¿Qué se me olvidó?

Él le tomó la cara con las manos.

– Esto.

Y, entre el sonido de las exclamaciones de enhorabuena y los gritos de jolgorio de todos sus amigos, Trent le dio un beso muy, muy dulce, propio de un cuento de hadas.

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