Al oír que Trent llamaba a la puerta de su habitación, Rebecca respondió con la voz más calmada que pudo.
– Pasa.
Él abrió y la encontró sentada en la cama, con unas agujas y un ovillo de lana en el regazo.
– ¿Qué haces?
– No lo sé. Un lío. Pero estoy intentando aprender a hacer punto.
Él sacudió la cabeza con admiración.
– ¿Es que hay algo que no sepas hacer?
– Bueno… quizá no sepa ser la mujer de Trent Crosby.
– Rebecca…
– De verdad, Trent. Señoras de la limpieza, cenas de negocios… yo no vengo de ese mundo. No pertenezco a él.
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Te acuerdas del doctor Ray?
Al pensar en aquel idiota, Trent apretó los dientes.
– Lo recuerdo perfectamente, sí.
– Nos divorciamos porque yo no encajaba en su vida.
– Tú eres enfermera, por Dios. Él es médico. A mí me parece que eso encaja.
Aunque en realidad no le gustara nada decirlo.
– Yo no encajaba en su vida social. Su grupo de amigos y conocidos era un grupo de gente que venía de universidades prestigiosas, como él. Me dijo que yo no era lo suficientemente refinada. Me dijo que el problema era que yo no tenía nada en común con ellos, así que no sabía qué decirles. Y tenía razón.
– Quizá deberías haberles dicho que tu marido era un idiota de primera categoría que estaba intentando culparte de todos sus defectos. Si ellos no eran unos idiotas superficiales como él, entonces probablemente habrías tenido muchos temas de conversación con ellos después de decírselo.
Rebeca se rió.
– ¿Cómo lo haces?
– ¿Qué?
– Que me sienta mejor.
Él se sentó a su lado y su cadera quedó junto al muslo de Rebeca. Ella llevaba ropa suelta, así que lo único que Trent podía apreciar era su piel blanca, su boca rosada y los enormes ojos marrones que lo empujaban a hacer promesas para el resto de su vida.
– Eres una dama peligrosa -le dijo, sacudiendo la cabeza.
Ella se rió de nuevo.
– Lo que pasa es que quieres mi tarta.
Trent se dio cuenta de que quería mucho más. Quería que ella estuviera contenta. Quería que sintiera que aquel matrimonio no la iba a hundir, como el primero.
– Hablando de comida -dijo él, en un tono despreocupado-.Tenemos una cena mañana por la noche. ¿Cuenta como mi noche de cocina si pago la cuenta?
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
– ¿Qué tipo de cena?
– Una cena de negocios -respondió Trent.
No tenía planeado llevarla, pero tendría que incluirla en alguno de sus eventos de trabajo. Al menos, el matrimonio iba a afectarlo en aquel aspecto. Y le daría la oportunidad de demostrarle a Rebeca que el doctor idiota no tenía razón en cuanto a ella.
– Pero habrá otras esposas, y bueno, tú eres la mía.
– ¿Lo soy? -susurró Rebecca.
– Sí.
Él se inclinó hacia ella, pese a aquellas agujas que se interponían entre los dos, porque algo le decía que en aquel momento era necesario compartir un beso, que debía demostrarle que podía hacer que se sintiera mejor de muchas maneras. Que no era un error permitir que se acercaran más el uno al otro.
Rebecca se estremeció mientras se ponía el vestido de satén blanco y negro que había comprado aquella misma tarde. La noche de junio era cálida, pero ella tenía las manos heladas y un nudo en el estómago. Quizá debiera decirle a Trent que se encontraba mal y que no podía asistir a la cena… pero sabía que se lo debía a Trent, a sí misma y a su bebé. Sabía que tenía que intentar portarse bien con él aquella noche.
Con el vestido, se puso unas sandalias negras de cuero de tacón alto y un bolso a juego. Después, tomó aire profundamente y se miró al espejo de la puerta del armario. «Está bien, Eisenhower, veamos si tu mamá puede llevar esta ropa».
Al verse reflejada en el espejo, tragó saliva.
– Vaya -susurró-. Vaya, vaya, vaya.
El vestido de satén le cubría el pecho cómodamente, pero dejaba a la vista tanta piel como para que hubiera tenido que comprarse un sujetador bajo. Bajo sus pechos había una banda negra, y después, más tela blanca se le desplegaba por el cuerpo hasta la altura de las rodillas. Si había algún cambio en su vientre debido al embarazo, el vestido no lo mostraba: su vientre seguía plano. Sin embargo, sí realzaba otra parte de su cuerpo que había empezado a cambiar: tenía un escote bastante pronunciado.
Se acercó al espejo, mirándose, y el colgante plateado que había comprado de rebajas le rozó las curvas interiores de los pechos. Comenzó a sentir cosquillas.
La sensación le recordó a Trent, al beso que él le había dado la noche anterior, y se estremeció. Había sido un' beso breve, pero su recuerdo podía deshacerle el nudo del estómago.
¿Qué iba a pensar de ella al verla así?
En aquel preciso instante, Rebecca oyó su voz.
– ¿Rebecca? ¿Estás lista?
Ella apretó los labios para contener una risita nerviosa. Estaba lista. Pero, ¿lo estaría él? Quizá en aquella ocasión las descargas eléctricas no se produjeran sólo por una parte. Quizá ella consiguiera provocarle una o dos descargas a él.
Cuando Rebeca apareció en las escaleras, él miró hacia arriba. Fue uno de aquellos momentos que una mujer esperaba toda su vida.
Trent abrió unos ojos como platos y se agarró a la barandilla.
– Demonios -dijo-. ¿Quién eres?
– Puede que ése sea el cumplido más agradable que haya oído en mi vida -le dijo Rebecca. Y pensó que iba a ser capaz de portarse bien con él.
Él continuó mirándola.
– Tu pelo… tu cara… tu vestido… eh… es…
Preocupada porque él pudiera decir que el vestido era desbordante, Rebeca se apiadó de él y comenzó a bajar los escalones.
– Sí, bueno, a mí también me ha sorprendido. ¿Vamos?
Al final de la escalera, él la tomó de la mano.
– ¿Tenemos que irnos obligatoriamente? -le preguntó con la voz suave, acariciándole los nudillos-. Conozco un lugar que nos puede preparar y traer una cena con velas en menos de veinte minutos.
A ella se le secaron los labios.
– Pensé que la cena a la que íbamos era de negocios. De tus negocios.
Él parpadeó.
– Negocios -repitió. Entonces, dejó caer la mano de Rebeca y se frotó la nuca-. ¿Cómo he podido olvidarme de los negocios?
Rebeca lo rodeó para recoger el bolso de la consola del recibidor, donde él lo había depositado mientras la admiraba.
– Negocios -le pareció oír a Rebeca-. Yo nunca me olvido de los negocios.
Una vez que estuvieron en el coche, él mantuvo la vista en la carretera.
– Bueno, en cuanto a la cena, seremos ocho a la mesa del club.
– ¿El club?
– El Tanglewood Country Club.
– Ah -dijo ella.
Por supuesto, el Tanglewood Country Club. Ella se lo había oído mencionar a su ex marido, que quería que alguien presentara su candidatura a socio. Rebeca sintió frío.
– Hay algunos clientes de fuera de Portland a los que yo mismo sólo he visto en alguna ocasión. También estarán dos personas de la oficina con sus parejas. Y no hablaremos de trabajo ni de negocios esta noche. La reunión es sólo para conocernos un poco mejor.
Estupendo, pensó Rebeca. Ella, que apenas conocía a su marido.
– ¿Vas a menudo a ese club?
– Soy el director del comité de socios, y el presidente electo.
– Bueno -dijo ella, y se dio cuenta de que su nerviosismo se percibía en su tono de voz-. Entonces, supongo que verás muchas caras familiares.
– Probablemente -respondió Trent, y añadió, con tacto-: Para preparar la velada, he hecho unas cuantas llamadas hoy para anunciarles a los amigos y a mi familia nuestro matrimonio.
– ¿De verdad?
– No creí que fuera necesario compartir los detalles de nuestra situación, así que les he dicho que nos presentó un amigo común y que tuvimos un noviazgo relámpago. Si te parece bien, podemos anunciar el embarazo más adelante.
– Oh, odio las mentiras. ¿Quién se supone que es ese amigo común?
Trent apretó los labios.
– Morgan Davis. Así que en realidad, eso no es una mentira.
No, no era una mentira. Pero su matrimonio era una realidad más concreta una vez que la gente lo sabía. Y ella se había prometido a sí misma que haría todo lo que estuviera en su mano para que funcionara, incluso aunque ella fuera de clase trabajadora y él, el presidente de una empresa multinacional y presidente electo de uno de los clubs de campo más prestigiosos de todo el país.
Al entrar en el aparcamiento del club, Rebecca se sintió un poco agobiada. Él la sorprendió pasando de largo al aparcacoches y metiendo el vehículo en una esquina más apartada.
Entonces, apagó el motor y se volvió hacia ella.
– Rebecca, se nota que estás muy tensa. Nos quedaremos aquí unos minutos mientras respiras profundamente unas cuantas veces, ¿quieres?
– Debes de pensar que soy tonta.
– Creo que tienes una aprensión normal, porque te enfrentas a una situación- nueva. Pero estarás bien, te lo prometo -le aseguró él.
Después él alargó el brazo, posiblemente para acariciarle las manos, que ella tenía posadas sobre el bolsito. Sin embargo, Rebecca, nerviosa, apartó las manos y el cierre del bolso se le enganchó en las medias, puesto que el vestido sólo le cubría hasta la mitad del muslo cuando estaba sentada. Al ver la terrible carrera que le recorrió toda la media hasta el tobillo, Rebecca se quedó espantada.
– ¡No! No, no, no. ¡No puedo salir así! -le dijo a Trent, mirándolo con horror-. Sabía que lo estropearía todo.
– Rebecca -dijo él, riéndose-. He vivido lo suficiente como para saber que éste es un problema muy pequeño. Quítatelas.
– ¿Qué?
– Que te quites las medias.
– ¡No quiero entrar ni siquiera al vestíbulo de ese club con esta carrera en las medias!
– Entonces, quítatelas aquí.
Ella tomó aire bruscamente ante la sugerencia, y él se rió.
– Vamos, Rebecca.
– Oh, está bien -respondió ella-. Pero cierra los ojos.
– ¿Por qué?
– Porque tengo que levantarme la falda del vestido, por eso.
Él arqueó las cejas.
– Estás intentando que me olvide de nuevo de los negocios, ¿verdad?
En aquella ocasión, fue Rebecca la que soltó una carcajada. Se sintió atractiva de nuevo. Y segura.
Unos minutos después, mientras se acercaban a las puertas del club, la brisa contra la piel desnuda de las piernas sólo le produjo un escalofrío de placer.
Una vez dentro, Rebecca se tomó unos segundos para observar el elegante comedor y a la gente que estaba sentada a sus mesas. Los hombres llevaban trajes oscuros, y las gargantas de las mujeres estaban adornadas con collares brillantes.
Diamantes, pensó Rebecca. Aquellas mujeres llevaban cosas auténticas.
Y ella no era auténtica. No era la esposa auténtica de Trent Crosby. No el tipo de esposa que él habría elegido.
Aquella idea la sacudió justo cuando parecía que todas las cabezas de la habitación se habían vuelto a mirarla. Con las piernas rígidas, se las arregló para seguir al maitre, que los condujo hasta su mesa. Mientras avanzaban, oyó que varias personas saludaban a Trent, pero ella siguió caminando. Ante ella vio una mesa llena de extraños en la que había dos sitios vacíos. Los suyos.
Aquéllos eran sus compañeros de cena… Los colegas de trabajo y los conocidos de Trent.
Gente que no conocía, para cenar con un hombre al que tampoco conocía, pero con el que se había casado.
Aquello no iba a funcionar, pensó de nuevo con temor. «No tengo nada de qué hablar con esta gente, Eisenhower». Iba a fallarle a Trent. Entonces, sintió su mano en la cintura, por la espalda, y su voz en el oído.
– Dos hombres acaban de rogarme que les diera tu número de teléfono. He tenido que decepcionarlos diciéndoles que estabas permanentemente comprometida.
Ella lo miró con asombro y Trent se encogió de hombros.
– Son esas piernas desnudas, nena. Todos estamos a tu merced.
Aquella palabra, «desnudas», la distrajo de su angustia. De repente, estaba pensando en piernas desnudas, en Trent admirándolas y, fuera o no fuera cierto aquel comentario, ella se sentó a la mesa relajadamente, sonriendo y saludando con la cabeza a la gente que la rodeaba.
Fue así durante el resto de la cena. Cada vez que ella se sentía insegura, o que titubeaba, él estaba allí, acariciándole la mano, murmurándole algo divertido al oído, haciendo que se riera o que sonriera. Calmándola.
Al final de aquella noche, cuando estaban frente a la puerta de casa, él le dijo:
– Lo has conseguido. Deberías estar orgullosa de ti misma.
– Estaba decidida a portarme bien contigo -respondió ella.
Él la miró con sorpresa, pero no soltó su mano al entrar. En el vestíbulo, Rebecca tiró suavemente de él para que se volviera hacia ella.
– Y me doy cuenta, Trent, de que…
Trent le acarició la mejilla y le colocó un mechón de pelo tras la oreja.
– ¿De qué?
– Me doy cuenta, Trent, de que en vez de eso, tú te has portado bien conmigo.
– ¿De veras? -le preguntó sonriendo-. Cariño, ni siquiera he empezado a portarme bien contigo -añadió.
Después, inclinó la cabeza.
Trent la besó. Había deseado aquel beso desde que la había visto aparecer en las escaleras aquella noche, como salida de un sueño.
Rebecca tenía un sabor extremadamente cálido y dulce. Cuando él le posó las manos sobre los hombros, ella se estremeció. Trent le deslizó los labios por la mejilla y hacia abajo, hacia su cuello. Ella gimió suavemente junto a su oído.
– Tus piernas no han sido lo único que me han estado volviendo loco toda la noche -murmuró él contra su garganta.
Sus pechos. Tenía unos senos pálidos, como el resto de su piel, y llenos. Él se echó ligeramente hacia atrás y recorrió la línea de su escote con el dedo índice. Y, con la otra mano, notó que Rebecca se estremecía de nuevo.
– Rebecca…
Ella estaba mirando su mano, fascinada por el lento y suave movimiento de su dedo.
– Rebecca, tenemos que hablar.
Ella alzó la cabeza.
– ¿De qué?
– De… -la respuesta era sencilla, ¿no?
Sin embargo, Trent no supo qué decir. Sólo pudo inclinar la cabeza y besarla de nuevo. Deslizó la lengua en su boca y notó su suave murmullo de respuesta. Rebecca se apoyó en él, y él le pasó las manos por las caderas. Y, de repente, un zumbido vibró entre ellos.
– ¿Qué ocurre? -musitó Rebecca.
– Demonios -dijo Trent. El zumbido provenía de sus pantalones. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un teléfono móvil-. Lo tomé antes de que saliéramos del club, pero no es mío.
Rebecca se lo quitó de la mano.
– Es el mío -le dijo a él. Después respondió la llamada-. Sí, soy Rebecca.
En un instante le cambió la expresión de la cara. Pasó de tener una mirada soñadora a ser una enfermera alerta.
– ¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo? Sí, ahora mismo -dijo, y después, cerró el teléfono.
– ¿Qué ocurre? ¿Hay algún problema? -le preguntó Trent.
– Es Merry -respondió ella, dirigiéndose ya hacia la puerta con rapidez-. Ha tenido otro ataque de asma. La han ingresado y me está llamando.
– Te llevaré.
– No. Oh, no. No te preocupes…
– Rebecca, me sentiré mucho mejor llevándote que dejándote ir a ti sola a estas horas de la noche.
– Esto no es nada nuevo.
– Estar casado lo es para mí -dijo él, y no le permitió que protestara más.
Merry. Recordaba a la niñita del hospital. Rebecca y él podían posponer su cita entre las sábanas durante una hora o un poco más, hasta que la niña se hubiera calmado y dormido.
Pero la hora se convirtió en cuatro.
Era de madrugada cuando Trent oyó su voz.
– ¡Trent! Creía que alguien te había avisado de que te fueras a casa.
– Sí, me avisó otra enfermera, pero he preferido esperarte. ¿Cómo está Merry?
– Ahora se ha quedado dormida. Ha pasado unas horas muy malas.
Trent notó lo pálida que estaba Rebecca.
– Y tú también.
– Es la luz de esta sala. Hace que parezca que la gente está blanca como el papel.
– Bueno, señorita. Es hora de ir a la cama.
Sin embargo, Trent sabía que no con el mismo objetivo que había tenido al principio. Mirando a la mujer exhausta que tenía frente a él, se dio cuenta de que irse a la cama con Rebecca era mucho más serio que mitigar la lujuria que sentía. Cimentar su sociedad con el sexo tenía unas repercusiones que no quería sopesar. Aquélla era una mujer que se preocupaba por la gente, a la que le importaba la gente. Era su profesión.
Aquella mujer no era como su egoísta madre ni como su egocéntrica ex mujer. No era una aventura de una noche, tampoco. Trent sabía que podía causar un daño muy grande allí si no tenía mucho cuidado.
– Vamos a casa, Rebecca.
Y al decir aquello descubrió que la palabra «casa» tenía un significado distinto para él.