Eran más de las seis cuando Rebecca apagó el motor del coche en el aparcamiento vacío de Crosby Systems y vio por el espejo retrovisor la puerta de cristal brillante del edificio de la compañía.
– Está bien, Eisenhower -dijo con energía-.Ya es hora de que solucionemos esto.
Rebecca se dio cuenta de que sus piernas no compartían aquella actitud tan decidida, porque no se movían. Permaneció pegada al asiento de vinilo sin poder salir del coche.
– Eisenhower -murmuró Rebecca-, tu madre no es una cobarde. De verdad.
Sin embargo, se estaba comportando como si lo fuera. Era el apellido Crosby lo que la asustaba. Conocía a aquella familia: eran poderosos y ricos. Y no era de ayuda el hecho de que hubiera visto de lejos a Trent en una subasta de beneficencia el mes de diciembre anterior, porque además de poderoso y rico tenía algo más que resultaba intimidante.
– Vas a heredar los genes de un hombre muy guapo, Eisenhower. No hay ninguna duda de eso.
Quizá no debiera haberse empeñado en darle ella misma la noticia, pensó. Quizá hubiera debido permitir que fuera Morgan quien hablara con él, de hombre a hombre, y después esperar a que Trent Crosby se pusiera en contacto con ella.
¡No! Lo último que quería era estar de nuevo a merced emocional de un hombre. Ya había pasado por aquello durante su doloroso divorcio.
Así pues, salió del coche y cerró la puerta, y después se recordó todas las situaciones nuevas a las que se había enfrentado por ser hija de un militar. Aquellas ocho mudanzas durante diecisiete años la habían convertido en una experta a la hora de evaluar a la gente nueva y las situaciones nuevas, y para encontrar la manera de encajar. 0, al menos, para no hacerse notar. Era aquélla la razón por la que había querido hablar ella misma con Trent. Tenía práctica en comportarse de manera agradable y poco amenazadora, y eso era una ventaja en un momento como aquél.
Así pues, no tenía ninguna razón para titubear. Irguió los hombros, miró hacia la puerta de la empresa y…
La desvió hacia unas cajas de cartón que había a su derecha. Se dijo que no estaba intentando postergar lo inevitable. Simplemente, aquellas cajas eran perfectas para construir la cabaña de juguete que le había prometido a una de sus pacientes de la planta de pediatría del hospital.
Rebecca miró el cielo gris. Había llovido aquella mañana y lo más probable era que lloviera de nuevo. Debería plegar las cajas y meterlas dentro del coche.
¡No era una evasiva!
Sin embargo, no fue tan sencillo como parecía.
Primero, las suelas de los zuecos de enfermera hicieron que resbalara en el barro y cayó de rodillas sobre una mancha de suciedad del suelo. Segundo, las cajas estaban muy rígidas y tenían las esquinas reforzadas, y resistían los esfuerzos de Rebecca por plegarlas. Tercero, cuando estampó el pie en el suelo, debido a la frustración, provocó una lluvia de gotitas de barro que aterrizaron por todas partes.
Cuarto, cuando entró a gatas en la caja más grande, por su extremo abierto, para intentar aplanarla desde dentro, oyó la voz de un hombre.
– ¿Puedo ayudarte?
Rebecca se quedó helada, inmóvil, con la esperanza de que el propietario de aquella voz grave no estuviera hablando con ella.
– La que está en la caja -dijo el hombre, dando al traste con sus ilusiones-. ¿Puedo ayudarte en algo?
Rebecca carraspeó.
– ¿Estás… hablando conmigo?
– Lo creas o no, eres la única que lleva una caja de cartón en todo mi aparcamiento -dijo él, sin el más mínimo matiz de buen humor en la voz.
¿Su aparcamiento? ¿Era aquél Trent Crosby? Aquello era horrible.
A la luz de la tarde que entraba por la parte superior de la caja, por encima de su cabeza, Rebecca se miró las rodilleras sucias de los pantalones del uniforme de enfermera y las salpicaduras de barro que tenía en los antebrazos. «Oh, Eisenhower, ésta no era la reunión que tenía pensada para nosotros».
– Eh… pasaba por aquí y vi las cajas -dijo.
– Pasabas por aquí, ¿eh?
Ella se tragó un gruñido. La empresa estaba en el rincón más apartado de una zona industrial a la que sólo se llegaba por un callejón sin salida. Era imposible pasar por allí sin ningún propósito. En vez de responder, Rebecca comenzó a dirigirse hacia el coche, o al menos, eso esperaba, llevándose el disfraz consigo. Aquella caja que se movía a toda prisa debía de parecerle ridícula a Trent Crosby, Rebecca lo sabía, pero no tan ridícula como se sentiría ella si tuviera que presentarse ante aquel hombre sucia, desarreglada y sin estar preparada para conocerlo.
La caja chocó contra algo y Rebecca se detuvo sin saber qué podía ser.
– Vamos, dime qué estás haciendo aquí, entre nuestra basura.
La cercanía de su voz le dio a entender que se había chocado con él. Se arriesgó a mirar hacia arriba. La caja gigante era más alta que él, así que Rebecca no pudo verle la cara, y él tampoco pudo vérsela a ella.
– Déjate de jueguecitos, demonios. ¿Qué estás haciendo con nuestra basura.
– No es basura -respondió ella para intentar aplacarlo-. Es una caja -le aclaró. Después, como si fuera un cangrejo ermitaño, siguió su camino hacia el coche-. Es para construir una cabaña de juguete.
Hubo un momento de silencio, y ella volvió a chocarse contra algo.
Él. Rebecca se dio cuenta de que Trent se había movido de nuevo para bloquearle el camino y en ese momento estaba sacándole la caja por encima de la cabeza. Ella tuvo que hacer un esfuerzo por no taparse la cara y, sin tener otra opción, tuvo que mirarlo. Entonces, dio un salto hacia atrás y apartó la mirada.
Era un hombre impresionante, rubio y de ojos marrones. Tenía los rasgos marcados, era delgado y tenía una belleza masculina y una actitud que irradiaba poder y riqueza. No podía ser el padre de su hijo, no, porque aquellas cosas estaban contra la ley del universo. Ellos eran de dos mundos muy distintos. La última vez que ella había intentado saltar aquella diferencia, se había visto hundida en la humillación y el dolor.
– Una cabaña de juguete -repitió él con frialdad.
Rebecca asintió, avergonzada por su aspecto y la situación en la que se encontraba.
– Tendrás que inventar algo mejor que eso. Una cabaña de juguete puedes comprarla en una juguetería, no necesitas venir a buscarla a la basura, cariño. Ya sé lo que estás buscando en realidad.
– ¿Eh?
– Nuestra historia, la historia pasada y muy reciente, ha hecho que seamos muy cuidadosos. Y despiadados. No vas a encontrar secretos de mi empresa en la basura, pero aun así, nosotros llevamos a los tribunales a los espías industriales, aunque sean tan adorables como tú.
– ¿Qué?
Él sonrió con frialdad, mostrándole una dentadura perfecta y blanca, y ella se estremeció.
– Y si no sales de mi propiedad en treinta segundos, llamaré a seguridad.
Ella no necesitó ni siquiera diez segundos para salir del aparcamiento. Con una mirada al espejo retrovisor, se dio cuenta de que él la estaba observando alejarse con los brazos cruzados y un gesto de satisfacción.
– Créeme, Eisenhower, este hombre no puede ser tu padre -dijo Rebecca.
Porque el calor de la humillación que tenía en las mejillas le decía que Trent Crosby era de otro mundo. Del planeta de los idiotas.
A las cuatro de la tarde del día siguiente, Trent Crosby salió de la sala de juntas de Crosby Systems, pensando en todos los detalles del nuevo contrato que había conseguido aquella tarde. Decidió que escribiría un memorándum para el departamento de Investigación y Desarrollo antes de marcharse. Entre el memorándum y los informes para estudiar que tenía en su escritorio, estaría en la oficina hasta más de las doce de la noche. Y aquel pensamiento casi hizo que se sintiera feliz.
Estaba mucho más cómodo en Crosby Systems que en aquella morgue a la que llamaba su casa.
A medio camino hacia su despacho, su ayudante se acercó sigilosamente a él y le quitó la taza de café que llevaba en la mano.
– No, no. ¿No te acuerdas de lo mandón y malhumorado que te pones cuando consumes demasiada cafeína? No podemos tener otro día de cinco cafeteras.
Ah. Una inminente escaramuza con la sargenta que regía la planta superior del edificio. Maldita sea, pensó Trent. Tomó aire y le lanzó una mirada asesina.
– No vamos a tener un día de cinco cafeteras. Lo voy a tener yo. Tú bebes ese repugnante té verde.
– Yo voy a vivir eternamente gracias a ese asqueroso té -respondió Claudine.
– Entonces, rezo por morir joven -dijo él, e intentó alcanzar la taza, pero ella la apartó con rapidez.
Podría tener mano dura con ella, pero Trent le tenía miedo al brillo decidido de sus ojos, aunque Claudine tuviera más de sesenta años. Incluso después de diez años trabajando para él, su ayudante personal no había perdido el poder de intimidarlo.
– He dicho que no hay más café -declaró Claudine-. No quiero que descargues esa vena malvada tuya con la joven tan guapa que acaba de llegar.
– ¿Vena malvada? No le eches la culpa de eso al café, vieja bruja. Es por aguantarte -le dijo, y frunció el ceño-. Espera, ¿qué joven tan guapa?
– La que está en tu despacho. Y no me preguntes lo que quiere. Dijo que era un asunto personal -le dijo Claudine, y se puso a arreglarle el nudo de la corbata.
Él le apartó las manos, preguntándose quién podía tener asuntos personales con él. Como norma, Trent Crosby no se acercaba a un nivel personal a nadie.
Su ayudante intentó de nuevo arreglarle el nudo de la corbata y, de nuevo, él se escapó.
– Déjame, vieja bruja. Y eso me recuerda… ¿no te ha llegado ya la edad de jubilación obligatoria?
Ella resopló.
– Yo estaré aquí, arreglando los desaguisados que tú hayas causado, cuando tú te retires. Ahora, entra en tu despacho y averigua por qué una mujer agradable iba a tener algún asunto personal con un dictador malhumorado como tú.
Él la miró con los ojos entrecerrados.
– Bruja.
Ella imitó su mirada.
– Tirano.
– Verdulera.
– Déspota.
Después, se sonrieron y marcharon en direcciones opuestas.
Trent aún estaba sonriendo cuando abrió la puerta de su despacho. Sin embargo, la sonrisa se le borró de los labios cuando vio que la joven guapa y agradable era la misma mujer de las cajas del día anterior.
– Tú -dijo.
Lo primero que dijo ella fue algo que él ya sabía.
– No soy una espía industrial.
– Ya lo sé -admitió Trent-. Cuando ibas hacia tu coche me di cuenta de que no era posible.
– ¿Y cómo lo supiste? -le preguntó ella, sorprendida.
Aquella muchacha era menuda y tenía unos enormes ojos marrones con las pestañas largas.
– Por tu uniforme. Quizá si hubiera sido de ese color verde de hospital… pero unos como los tuyos -dijo él, señalando los pantalones y la bata que llevaba Rebecca. Aquel día eran de color amarillo limón y llevaban peces bizcos estampados-. No son exactamente lo que llevaría un espía.
Ella suspiró y lo miró con expectación.
– Mira…
– Mira…
Ambos hablaron a la vez, y entonces, ella se ruborizó. Aquello distrajo la atención de Trent de los enormes ojos marrones a su piel suave y blanca. Durante un segundo, pensó en cómo sería acariciar aquella piel.
– Mira, lo siento, ¿de acuerdo? -dijo él, metiéndose las manos en los pantalones-. ¿Era eso lo que querías oír?
– ¡No! -dijo ella, y sacudió la cabeza con vehemencia-. No quiero nada de ti. Por eso estoy aquí.
Bien. Confuso por aquel comentario, él la vio morderse el labio inferior y sintió una súbita fascinación por su boca. Tuvo que obligarse a apartar la mirada de sus labios y de su pelo castaño y suavemente ondulado y se sentó tras su escritorio. Decidido a librarse de ella y a seguir con su día de trabajo, se fijó en la etiqueta de identificación del Hospital General de Portland que llevaba prendida a la blusa del uniforme.
– Bien, Rebecca Holley, enfermera diplomada, tengo mucho que hacer. ¿Cuál es el motivo de tu visita?
Ella se sentó frente a él y volvió a morderse el labio.
– Es un poco difícil de explicar…
Sin embargo, para conmoción de Trent, ella consiguió explicarle lo que había ocurrido con frases breves. Un lío en Children's Connection. Su esperma. Su embarazo. Durante toda aquella explicación, lo único que pudo hacer Trent fue mirarla fijamente, aturdido.
Increíble.
Increíble y abrumador.
Cuando ella se quedó callada, él se dio cuenta de que esperaba una respuesta por su parte.
– Mis hermanas te han pedido que me gastes esta broma. Es un poco tarde para el Día de los Inocentes, pero…
– No bromearía con algo así -le dijo ella secamente, irguiendo la espalda-.Yo no haría bromas con mi bebé.
Bebé. Bebé.
Los recuerdos se le agolparon en la mente. Sus hermanas cuando eran unas bebés regordetas y sonrientes. La adoración infantil hacia él en los ojos de su hermano pequeño. El tremendo horror que había sentido a los nueve años, el día en que Robbie Logan había sido secuestrado mientras jugaba en el jardín de su casa. Y veinte años más tarde, la sensación de ahogo y de pánico cuando había sabido que su propio sobrino había sido secuestrado.
Y después, aquella sensación de mareo y de náuseas en la consulta de Children's Connection, cuando su esposa había admitido por fin que el único problema de fertilidad que ella tenía era él. Que no había dejado de tomar la píldora anticonceptiva durante aquellos años porque no quería tener un hijo con él, ni estar casada con él durante más tiempo.
Comenzó a notar un dolor de cabeza molesto y se llevó los dedos a las sienes.
– Es una broma -repitió con la voz ronca-.Tiene que ser una broma de alguien.
Fijó la mirada en aquella guapa mujer que quizá no fuera una espía industrial, pero que estaba cometiendo un delito igualmente. La señaló con el dedo, aunque consiguió mantener la voz a un volumen controlado.
– Y no me voy a reír si aún estás sentada ahí cuando vuelva.
Con aquello, Trent se levantó y salió por la puerta de su despacho.
– Espera…
Pero él no le prestó atención, sino que siguió caminando por el pasillo y estuvo a punto de chocarse con su ayudante.
– Lo siento, Claudine. Lo siento.
Ella se quedó mirándolo con asombro.
– ¿Trent? ¿Qué te pasa?
Nada. Todo. No podía ser cierto. Miró a su alrededor, intentando encontrar algo en lo que concentrarse. Propuestas. Informes. Hojas de cálculo. Los detalles de trabajo que siempre habían llenado su vida.
Pero no pudo ver otra cosa que bebés sonrientes, niños desaparecidos y secuestrados. Esperanzas que no habían llegado a nacer.
Entonces sintió un movimiento tras él y supo que no podía quedarse allí ni un minuto más. No podía verse de nuevo frente a la mujer que le había hecho pensar en todo aquello. Se dirigió hacia las escaleras y le dijo a Claudine:
– Tómate el resto de la tarde libre. Te lo mereces.
– ¡No! ¿El matón de la empresa me da tiempo libre? ¿Y se va a casa antes de que acabe la jornada?
Él no tuvo corazón para devolverle el insulto. Pero aquello estaba bien, ¿no?
Después de todo, los corazones no eran más que una maldita molestia.