Capítulo 11

Trent se apresuró a consolar a Rebecca.

– Cariño, ¿qué te pasa?

Intentó abrazarla, pero ella sacudió la cabeza y se alejó de él. Las lágrimas se le derramaban de los enormes ojos castaños y él se sentía cada vez más confuso y culpable.

– ¿Es por la cabaña? Si no te gusta, la pondré como estaba de nuevo.

Ella sacudió la cabeza.

– Entonces, la plegaré.

– No, no -dijo ella, con la cara entre las manos-. No importa.

– Rebecca…

– Ve a la cama -respondió ella con la voz ahogada-. 0 ve a trabajar, o márchate a otra cena de negocios. ¡Pero vete y déjame en paz!

– Rebecca, dime lo que ocurre. ¿Qué te pasa? Si no es por la cabaña…

– ¡Sí es la cabaña! -exclamó ella, secándose las lágrimas con la manga del camisón-. Era sencilla, modesta, y ahora es otra cosa completamente distinta por tu culpa.

– Entonces, la dejaré como era.

– No puedes. Ya no puedes transformarla en lo que era antes.

Él asintió.

– ¿Ésta es una de esas veces en las que usar la lógica no es buena idea?

Aquello hizo que a Rebecca se le escapara una carcajada.

– Oh, te odio cuando haces eso.

– ¿Haces qué?

– Hacerme reír. Sobre todo porque quiero estar enfadada contigo, de verdad. Y no me preguntes por qué.

– ¿Por qué?

– Porque las cosas no tenían por qué ser así. Tú no eres como debías ser -le dijo Rebecca mientras se dejaba caer en el sofá.

Trent la siguió y se sentó a su lado.

– ¿Por qué lo has hecho? -le preguntó ella, señalando a la cabaña con la cabeza.

– Cuando llegué a casa no tenía sueño, no podía dormir -le explicó Trent.

Sin embargo, no le dijo que era a causa de la inseguridad y la incertidumbre que le había causado la cena con su madre.

Rebecca se cruzó de brazos.

– Las cosas siempre tienen que ser más grandes y mejores para ti. ¿verdad?

– Pero… no ha sido por eso. Tuve una idea…

– ¿Es que no ves que no estamos bien juntos? Esto mismo lo demuestra. ¡Tú eres un castillo, yo soy una cabaña!

Aquella incongruencia parecía la excusa perfecta para que ella pudiera decir de nuevo que su matrimonio era un error. Aquello hizo que a Trent se le encogiera dolorosamente el estómago. Sin embargo, respiró profundamente y reprimió una repentina explosión de irritación. Creía que sabía lo que estaba sucediendo allí y ella necesitaba su paciencia.

– Rebecca…

– ¡Castillos! -exclamó ella, que estaba comenzando a alterarse de nuevo-. ¡Cabañas!

– Pero las dos cosas son de cartón -respondió Trent, intentando calmarla.

– ¿Cómo?

– Que no importa que seamos castillos o cabañas. Los dos son de cartón.

– No entiendo nada de lo que dices -dijo ella, y de nuevo comenzó a llorar-. Dios mío, no entiendo lo que me está ocurriendo -susurró.

Aquello desarmó a Trent.

– Cariño -le dijo y, aunque ella intentó apartarlo, él consiguió abrazarla Son las hormonas, cariño. ¿No crees?

– ¿Hormonas? -preguntó ella entre lágrimas.

– He echado un vistazo a ese libro sobre el embarazo que te has dejado por ahí. Dice que es muy probable que las cosas más improbables te hagan emocionarte mucho en los momentos más improbables.

– ¿Emocionarme en momentos improbables? ¿Y tú piensas que es eso?

– Claro -dijo él. Dios, ojalá sus problemas pudieran solucionarse con tanta facilidad.

– Me siento muy aliviada -dijo ella. Se arrodilló en el sofá y le tomó la cara entre las manos-. ¡Hormonas! Durante un momento terrible pensé que era el amor -afirmó, y después lo besó.

Fue un beso ruidoso y amistoso, pero suficiente para distraerlo. Lo suficiente para quitarle de la cabeza la palabra que ella había pronunciado. Sólo volvió a su mente cuando Rebecca se sentó de nuevo en el sofá y se alejó de él. ¿Amor? Trent la tomó del brazo.

– ¿Qué has dicho?

– Amor -repitió ella, ruborizada, pero mirándolo a los ojos-. Es una tontería, ¿eh? Ni siquiera debería haberlo mencionado.

– ¿Amor?

– Lo sé, lo sé. No podría ser, por supuesto, porque seamos de cartón o no, tú eres un castillo y yo soy una cabaña, y son dos polos opuestos que no se atraen.

– Cariño, esa frase hecha es incorrecta y, además, nosotros no sólo nos atraemos, sino que además estamos casados.

Pero… ¿amor? Demonios, amor. ¿Por qué seguía saliendo a relucir aquella palabra?

Sin embargo, sin pensar en lo que estaba haciendo, arrastró a Rebecca hasta su regazo. Sin pararse a pensar por qué aquella palabra no dejaba de resonar en su vida y en su mente, inclinó la cabeza y la besó.

Amor.

Rebecca era suave y cálida, y aquel beso no fue de amistad. Él se apropió de sus labios con ternura, al menos, con toda la ternura de la que fue capaz, porque aquella palabra, la palabra amor, sonaba demasiado bella y delicada cuando ella la pronunciaba.

Cuando él alzó la cabeza para tomar aire, la miró a los ojos y le apartó delicadamente el pelo de la frente.

– Y nosotros no somos ni castillos ni cabañas. Somos un hombre y una mujer. Así que vamos, Rebecca, hagamos…

Ella le apretó los dedos contra la boca para impedir que pronunciara la palabra.

– Hormonas. Por favor, Trent.

Entonces, él le tomó la mano y las yemas de los dedos una a una.

– Te deseo, Rebecca.

Ella tragó saliva.

– He dormido sola toda la semana, Trent. ¿Por qué?

Él sacudió la cabeza.

– Me he dado una docena de razones, pero ninguna tiene sentido ahora que estás entre mis brazos.

– Entonces, quizá los dos hayamos estado equivocados.

Ella quería decir que pensaba que se había equivocado en cuanto a que lo quería. Trent cerró los ojos con fuerza.

– Ya pensaremos después quién cometió el error. Ahora…

– Hagamos hormonas.

No tenía importancia cómo quisiera expresarlo en aquel momento. Una vez más, él tuvo en la cabeza la otra palabra, y no podía borrársela de la mente. Rebecca había dicho amor. Amor.

Trent tuvo la palabra en la cabeza durante todo el tiempo, en la boca, en la punta de la lengua, mientras la acariciaba, la besaba y exploraba su cuerpo. La tuvo en la cabeza mientras penetraba en su cuerpo y ambos se movían al mismo ritmo hacia el clímax, mientras observaba su piel sonrosada, sus labios hinchados por los besos, sus ojos oscuros que brillaban mientras Trent sentía todo el deseo concentrarse entre sus piernas. Rebecca… y el amor.

Cuando por fin su cuerpo llegó a la cima y llevó a Rebecca con él, ambos gritaron.

«Te quiero».

Aquel sonido los envolvió. Y él podía jurar que uno de los dos lo había dicho en voz alta.

Y por muy bello que fuera aquel momento, y por muy hermoso que fuera aquel sentimiento, Trent esperaba con todas sus fuerzas no haber sido él.


– Tengo algo para ti.

Rebecca se volvió al oír la voz de Trent y abrió unos ojos como platos. Trent Crosby de esmoquin. La única forma de describirlo era… no había forma de describirlo.

Mientras él se acercaba, ella se tiró de la combinación sin tirantes que llevaba puesta. Sobre aquella prenda iría el vestido que había comprado para el Baile del Solsticio de Verano del club. La combinación no dejaba ver nada, al menos no más que el vestido. Sin embargo, cuando Trent se acercó a ella con aquella mirada en los ojos, Rebecca se sintió desnuda. Notó un cosquilleo nervioso en el estómago cuando él le tomó uno de los rizos con los dedos y se lo acarició.

– Eres tan guapa… -susurró Trent.

Ella intentó controlar un escalofrío que quería recorrerle la espalda. Trent era su marido, su amante, el padre de su hijo. No había ningún motivo para que la pusiera tan nerviosa.

Salvo que ella había pronunciado la palabra «amor» cuando se estaba quejando de los cambios que él había hecho en su cabaña. Se le había escapado de la boca, entre las lágrimas, cuando Trent le había dicho que había querido ayudarla leyéndose su libro sobre el embarazo. Él leía sus libros sobre el embarazo.

Notó que se le humedecían los ojos de nuevo al recordarlo.

– Cariño, ¿qué te pasa? -le preguntó él, y le acarició la mejilla con un dedo.

– Nada, es la máscara de pestañas -dijo Rebecca, y parpadeó varias veces para atajar las lágrimas. Y, para distraerlo, le acarició la pechera de la camisa, que era blanca como la nieve-. Has dicho que tenías algo para mí.

Él le atrapó la mano y la arrastró hacia el bolsillo de su chaqueta. Rebecca notó la forma de una caja. De una caja de terciopelo. Y sintió otra oleada de emoción.

– ¿Es para mí?

Nadie le había hecho nunca un regalo en una caja de terciopelo.

Los hombres como Trent regalaban joyas.

– ¿No vas a sacarla? -le preguntó él con una sonrisa en la mirada.

– Claro, sí -dijo ella.

Después se quedó inmóvil, observando fijamente la caja de color azul claro que tenía en la mano.

– Ábrela, cariño. Te ayudaré a ponértelo. Después tengo que marcharme -le dijo Trent, y le alzó la cabeza con un dedo-. No te quedes demasiado atrás.

Iban a ir en coches separados porque él tenía que hacer algunas cosas en el club, relacionadas con su presidencia del comité de nuevos socios. Ella había preferido arreglarse con más calma e ir un poco más tarde. Rebecca respiró profundamente y abrió la caja. Miró el collar que había dentro y después miró a Trent, maravillada.

– No parece algo que tú elegirías -le dijo. No sabía qué era lo que se esperaba, pero aquello no era ni grande ni llamativo.

Él se encogió de hombros.

– Pero sí parece algo que tú te pondrías.

Rebecca se lo acercó a la cara para mirarlo con más atención. Era una delicada cadena de platino, y de ella colgaba…

– Un ángel -dijo asombrada, levantándolo con el dedo.

Un ángel diminuto, con la cabeza redonda y el cuerpo triangular, y las preciosas alas hechas con finas tiras de platino y piedras transparentes.

– Son diamantes -le dijo Trent-. Pero mira el halo. Ésa es mi parte favorita. ¿Ves la letra que forma el halo?

Rebecca asintió.

– Es una «e» -respondió.

Él sonrió.

– «E» de Eisenhower.

– Oh -dijo ella, y los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez.

Trent se rió.

– Vas a conseguir que piense que no te gusta mi regalo.

– Me encanta tu regalo. Pónmelo, por favor -susurró ella.

Trent obedeció y ella se dio la vuelta para mirarse al espejo. Sus ojos se encontraron en el reflejo.

– Es precioso, Trent. Gracias, de verdad -le dijo con sinceridad.

Él sonrió.

– De nada, de verdad -respondió, y miró la hora en su reloj de muñeca-. Será mejor que me vaya. Estoy impaciente por verte a ti, y ver tu vestido nuevo, en el club.

– Y al ángel Eisenhower -añadió Rebecca, acariciando el colgante. Se puso de puntillas y lo besó ligeramente en los labios.

Trent le cubrió el vientre con la palma de la mano. Él nunca la había acariciado de aquella manera, como si estuviera acariciando a su hijo. Ella tragó saliva.

– Y al ángel Eisenhower -confirmó Trent mirándola intensamente.

Después, se fue.

Mientras ella sacaba el vestido del armario, sintió un ligero dolor en la parte baja de la espalda.

– Estúpidas sandalias de tacón -murmuró, mirándose el calzado.

Eran unas sandalias difíciles de usar para una persona que estaba acostumbrada a llevar calzado plano y cómodo de enfermera. Pero Rebecca suponía que unos zuecos planos de enfermera quedarían ridículos con el vestido de color turquesa de seda que se había comprado.

Trent estaba acostumbrado a mujeres que podían llevar zapatos sofisticados con vestidos sofisticados a los bailes elegantes de su club.

Mientras se ponía el vestido, volvió a sentir aquel dolor en la espalda, pero no le prestó atención y se miró al espejo. Esperaba que Trent la encontrara sofisticada y pensara que había elegido bien su atuendo para asistir a aquel baile.

Al otro lado de la habitación, el teléfono sonó. Rebecca se miró de nuevo al espejo para hacerse una inspección final antes de responder la llamada.

– Porque no quiero fallarle a Trent -le dijo a su reflejo.

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