Capítulo 13

Tumbada de costado sobre la cama, Rebecca se despertó pero mantuvo los ojos cerrados. Era de noche. Ella no lo veía a través de los párpados cerrados, pero lo sentía. Lo notaba por los sonidos apagados que le llegaban desde el pasillo, a través de la puerta de su habitación del hospital.

No habría sido necesario que se quedara ingresada aquella noche, por supuesto. Pero sus amigas del hospital habían insistido en que lo hiciera, y ella estaba tan preocupada por otras cosas que no había protestado.

Había perdido al bebé.

Al pensarlo de nuevo, automáticamente se llevó las rodillas hasta el pecho, como si quisiera proteger la vida que estaba creciendo dentro de ella. Pero ya era demasiado tarde.

– ¿Rebecca? -le dijo una voz femenina con suavidad-. ¿Estás despierta?

Era una enfermera que había entrado a tomarle la presión sanguínea, pensó. Y abrió los ojos.

En vez de una compañera de trabajo, la persona que estaba frente a ella era Katie Logan, sentada en una silla junto a Trent.

– Sí, estoy despierta -respondió ella, hablándoles a los dos-. ¿Qué hora es?

Katie miró la hora en su reloj de muñeca.

– Casi las once. Debería irme, pero quería hablar contigo antes de marcharme.

Rebecca parpadeó.

– ¿Necesitas algo?

Katie sacudió la cabeza.

– No, no. Sólo quería decirte que Peter y yo sentimos mucho lo que ha ocurrido, y preguntarte si tú necesitas algo -le dijo, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces, miró a Trent con culpabilidad-. No me voy a poner a llorar. Trent odia los llorones.

– No necesito nada, Katie -respondió Rebecca. «Salvo recuperar a mi bebé»-. Pero gracias por preguntar.

Katie alargó el brazo para darle unos golpecitos en la mano a Rebecca.

– Yo… -dijo, y se interrumpió con un pequeño sollozo.

– Di adiós, Katie -le dijo Trent, con la voz calmada pero con un tono implacable-. No queremos vernos obligados a llamar a los servicios de emergencias para que contengan la inundación.

Su hermana asintió.

– Adiós, Katie -le dijo Rebecca-. Y gracias de nuevo.

Cuando Katie salió de la habitación, Rebecca se quedó a solas con Trent. Inspiró profundamente y después espiró.

– No me esperaba que estuvieras aquí.

– ¿Y dónde esperabas que estuviera? -le preguntó él.

Trent se inclinó hacia delante. Apoyó los codos sobre las rodillas y la cabeza en las manos.

Rebecca se encogió de hombros, con la vista fija en sus dedos. Por primera vez, se dio cuenta de que tenía pequeñas cicatrices en los nudillos de la mano derecha. Rebecca le tocó una con la punta del dedo índice.

– ¿Cómo te hiciste eso?

Él no se molestó en mirarlas.

– Le di un puñetazo a la pared.

– ¿Tú?

Darle puñetazos a las pareces parecía algo muy vehemente para Trent Crosby, el controlado e invulnerable hombre de negocios.

– Fue después de que muriera la mujer de Danny.

Dijo aquellas palabras sin pasión alguna, pero el hecho de que se hubiera comportado así después del suicidio de su cuñada significaba que Trent había sentido emociones muy fuertes. Y el hecho de que fuera capaz de sentir de una manera tan fuerte era algo que ella nunca había presenciado.

– Debió de ser muy difícil.

– Sí -dijo él, y se incorporó en la silla-. Pero ya está bien de eso. ¿Cómo te encuentras?

– Bien.

Trent arqueó las cejas.

– Estoy cansada, pero no me duele nada.

Él abrió la boca como si fuera a decir algo, pero después la cerró. Con un pequeño gesto de la mano, señaló una mesilla con ruedas que había junto a la cama.

– La gente te ha traído cosas.

– Oh -dijo ella, y asintió. En la mesilla había un enorme ramo de flores de sus compañeras del hospital y pequeños ramilletes que le habían enviado sus amigas más íntimas de la plantilla-. Supongo que todo el mundo del hospital se ha enterado del aborto.

– Sí.

El tono neutro de Trent hizo que Rebecca lo mirara a la cara de nuevo. Y vio una expresión nueva. En realidad, su primera expresión. Desde que le había dado la noticia del aborto aquella mañana, él había estado evasivo. Dios Santo, ¿había sido aquella mañana? A Rebecca le parecía una eternidad.

La vida de Eisenhower.

Se le encogió el corazón de la tristeza y dejó caer la cabeza en la almohada de nuevo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

«A él no le gustan los llorones», le había dicho Katie.

Rebecca cerró los ojos para que Trent no pudiera ver lo cerca que estaba de llorar.

Cuando los abrió de nuevo y lo miró, se quedó sorprendida al ver la extraña expresión de su cara. Parecía como si Trent se sintiera azorado, o inseguro, o…

Triste.

Ella no había pensado en que la pérdida de aquel bebé también pudiera ser una pérdida para él. Sin embargo, durante todo el tiempo, desde que ella lo había llamado en mitad del baile la noche anterior, Trent había tenido una actitud estoica, y ella no había pensado en lo que él podría sentir.

¿Qué estaba sintiendo?

Como si estuviera intentando evitar su mirada, Trent tomó el mando de la televisión y comenzó a inspeccionarlo.

Quizá debieran compartir sus pensamientos el uno con el otro. Quizá eso hiciera que se sintieran mejor. Quizá de aquel modo Rebecca no se sintiera tan sola.

De repente, la televisión se encendió. Trent y ella se volvieron automáticamente hacia ella.

– En cuanto a las noticias locales, se sabe que Everett Baker, detenido con cargos de robo y secuestro, entre otros, ha despedido hoy a su abogado de oficio y se ha declarado culpable de todas las acusaciones.

Everett Baker. Todos los cargos.

Ella notó un escalofrío.

Rebecca apenas había pensado en Everett Baker desde aquella noche en que Trent y ella habían cenado en casa de Katie y Peter. Aquella noche, en la que más tarde, Trent le había susurrado al oído que hicieran un bebé. Rebecca se había permitido creer en lo suyo aquella noche.

Sin embargo, en aquel momento supo que tenía que enfrentarse a la verdad. Ella estaba embarazada de Trent por una gamberrada maliciosa. Trent no había querido tener un hijo, y no había querido tener a Rebecca en su vida.

Se había visto atrapado en una situación que él no había deseado.

La emoción que ella acababa de percibir en su rostro probablemente no fuera otra cosa que alivio. Ya no tenía que seguir casado con la enfermera Rebeca. A ella se le llenaron los ojos de lágrimas de compasión por sí misma.

Él habría sido un buen padre, ella lo sabía. Pero el hecho era que ya no había ningún bebé.

Y ninguna razón para que Trent siguiera casado con ella.


Everett había dormido bien la noche anterior. Había dormido bien por primera vez durante meses. Quizá durante años.

Quizá desde que no tenía más que seis años.

Cuando el guardia le llevó el desayuno, le dio las gracias y le pidió que les hiciera llegar un recado a los detectives que trabajaban en su caso.

– Por favor, dígales que necesito hablar con ellos. Dígales que tengo que contarles más cosas.

Tal y como había sospechado, no pasó mucho tiempo antes de que los guardias lo trasladaran a una sala de interrogatorios. Le indicaron que se sentara y, al cabo de pocos minutos, entraron dos hombres que se sentaron también frente a él.

Uno era el detective Abe Levine, del Departamento de Policía de Portland, el hombre al que había llamado cuando había decidido entregarse. El otro era el agente Drew Delane, del FBI.

Everett se agarró las manos sobre la mesa y decidió acabar con aquello lo antes posible.

– Mi nombre real no es Everett Baker.

Los dos hombres se miraron.

– ¿Cómo? -le preguntó el detective Levine-. Lo hemos investigado, Everett. Tiene número de la seguridad social, carné de conducir… además, hemos visto sus expedientes académicos del instituto y de la universidad, con su fotografía.

– Lo sé -dijo Everett-. Voy a empezar a contárselo todo desde el principio.

– ¿Y por qué ahora, señor Baker? -le preguntó el agente Delane.

– Por Nancy -respondió Everett.

Ella lo había visitado el día anterior y, en aquel momento, cuando dijo su nombre, vio su cara, sus preciosos ojos castaños, y oyó su risa. Recordó cómo, desde el principio, ella había conseguido atravesar la barrera de su timidez con su calidez y su humanidad. Y más tarde, con su generosa pasión.

– Ya le hemos dicho, Everett -dijo el detective Levine-, que no vamos a acusarla de nada.

– Pero podríamos hacerlo -puntualizó el agente Delane sin pestañear.

Everett sonrió con agradecimiento al detective Levine e hizo caso omiso del agente del FBI.

– Voy a contarles la historia completa porque Nancy me ha convencido de que la verdad podría hacer que ocurrieran cosas buenas. De que quizá yo no sea el único culpable de todo lo que ha sucedido.

El agente Delane se cruzó de brazos y arqueó una ceja.

– Entonces, ¿quién es el culpable, señor Baker?

El señor Baker, claro. Pero aquella respuesta los confundiría aún más. Everett abrió la boca, preparado para comenzar por el principio, tal y como había dicho, pero entonces notó que se atascaba. Era difícil decirlo en voz alta. Era muy difícil superar toda su vergüenza y su tristeza.

– Señor Baker, no juegue con nosotros. ¿Cuál es esta nueva información que quiere que conozcamos?

– Es sobre… sobre Charlie Prescott.

Bien aquél no era el principio, pero era un lugar por el que comenzar.

Everett les explicó cómo había conocido a Prescott. Cuando se había mudado a Portland y había conseguido un trabajo en Children's Connection, no conocía a nadie en la ciudad.

– Comencé a ir a un bar del barrio. Es un sitio sencillo. Iba allí para tomar una copa y una cena barata todas las noches. Allí conocí a Charlie.

– Ya, ya -dijo el agente Delane con impaciencia-. Ya conocemos la participación de Prescott en todo esto. Sabemos que, tomando unas copas, ustedes dos decidieron asociarse para robar niños.

– Eso es lo que he estado pensando últimamente, en mi celda. He estado intentando averiguar cómo empezó todo esto, cómo me metí en este lío, siguiendo el rastro hacia atrás. Y creo que finalmente he visto cómo encajan las piezas.

– ¿Y cómo?

– Yo… yo siempre he querido tener dinero. Cuando era niño, mi familia se mudó muchas veces. La gente que me crió se gastaba todo el dinero que ganaba, cuando tenían trabajo, en alcohol. La seguridad de tener unos ingresos extra me parecía atractiva.

El agente Delane lo miró con los ojos entornados y le habló con la voz llena de repulsión.

– Y pensó que la mejor manera de conseguirlo era robar los hijos de los demás.

Dicho de aquel modo, todo parecía asqueroso.

– Recuerdo que le conté a Charlie lo del mercado negro de bebés. En la cafetería había oído a un par de trabajadores sociales hablar sobre cómo funcionaba. Él se obsesionó con aquella idea y sacaba el tema todas las noches. Me decía que no haríamos nada distinto a lo que hacía Children's Connection, que les daríamos un hogar a los niños. Y que seríamos nosotros los que nos beneficiaríamos, en vez de la institución. Cuanto más hablaba, más me convencía yo de que era posible.

– Si realmente fue idea de Charlie Prescott, ¿por qué no se alejó de él, Everett? -le preguntó el detective Levine.

– Porque… porque por fin yo había conseguido tener un amigo. Estaba muy solo en Portland. Me cuesta relacionarme con la gente y parecía que a Charlie le caía bien. Por eso, cuanto más hablábamos del mercado negro de niños, más me parecía que era factible. Charlie comenzó a llamarse a sí mismo «la cigüeña», y a decirme que podríamos sacar muchos beneficios de la venta de bebés. Nos veíamos como un par de empresarios que iban a convertirse en millonarios.

Todo sonaba patético y sórdido al contarlo en voz alta. Sin embargo, Everett se obligó a seguir hablando y les contó cómo Charlie y Vladimir Kosanisky habían establecido contacto para trabajar con bebés rusos.

– Pero las cosas fueron de mal en peor cuando conocí a Nancy y comencé a pasar tiempo con ella.

Nancy había acabado por convertirse en su salvación. Habían sido su dulzura y su compasión lo que le había hecho darse cuenta, por contraste, de lo que verdaderamente era él.

– Charlie estaba preocupado de que yo le contara a ella lo que estábamos haciendo. Incluso Charlie se dio cuenta de que Nancy nunca se uniría a nuestros planes ni miraría a otro lado.

Entonces, Charle había pasado a la siguiente fase de su plan: robar bebés norteamericanos de madres pobres y vendérselos a los ricos.

– Después del primer secuestro, yo le dije a Charlie que no quería seguir. Pero él me amenazó con contarle a Nancy nuestros crímenes. Yo sabía que ella me odiaría si se enteraba, o algo peor, se odiaría a sí misma por haber tenido una relación con alguien como yo.

Sin embargo, Nancy había vuelto a demostrar de qué pasta estaba hecha. Cuando Everett se lo había contado, ella había llorado. Pero había llorado por los dos.

– ¿Y a qué se debió el juego con las muestras de semen?

Everett enrojeció.

– Eso fue idea de Charlie. No era por el dinero, sino porque Charlie quería destruir Children's Connection a toda costa. No sé por qué.

El agente Delane lo miró con escepticismo.

– Entonces, eso fue otra de las ideas de Prescott.

– Sí. Quería manchar la reputación de la clínica.

– Bien, Everett, parece que es usted el peor de los males -dijo el agente Delane con un tono de desdén-. Quizá Nancy tenga razón sobre usted.

Ella debería odiarlo, pero no lo odiaba. Era la bondad que había en ella, y la bondad que decía que había visto en él, lo que había empujado a Everett a entregarse para pagar por todos sus horribles delitos. Si Nancy, la mujer a la que quería, pensaba que él merecía la pena, entonces él iba a demostrarle que tenía razón.

El detective Levine comenzó a repasar sus notas.

– Pero, espere… ha dicho que su nombre no es Everett Baker. ¿A qué se refería?

Aquélla era la ironía, la agonía, la esencia de todo.

– Antes de que la mujer que me crió muriera, me dijo algo que hizo encajar el rompecabezas de todos los miedos y recuerdos que yo había tenido desde siempre. Ella me dijo que su marido me había secuestrado cuando yo tenía seis años. Me dio un álbum lleno de recortes de periódicos sobre el caso que había conservado. Cuando me lo mostró, la creí. Me mudé a Portland después de que ella muriera. Quería… volver a casa.

Al menos, para estar cerca de la familia a la que había fallado. ¿Cómo podía haberlos olvidado? ¿Cómo había podido perder la fe tan rápidamente?

Los otros dos hombres lo estaban mirando desde el otro lado de la mesa, con el ceño fruncido.

– ¿Quién demonios es realmente, Everett? -le preguntó el detective Levine.

– Robbie -respondió él.

Al pronunciar su nombre, los recuerdos que había retenido en la memoria se liberaron. Abrir un regalo de Navidad. Un partido de béisbol con un hombre que le pasaba un perrito caliente. Era el mejor perrito que hubiera comido en su vida, eso lo recordaba. El recuerdo de su madre era un perfume, un perfume que no podía olvidar, porque tenía galletas, sábanas y flores dentro. Había otros recuerdos, y finalmente habían tomado sentido para él cuando había conocido su verdadera identidad.

Everett miró a los otros dos hombres.

– Mi nombre verdadero es Robbie Logan.


Rebecca se había quedado dormida poco después de las noticias de las once y, sin saber qué hacer, Trent había vuelto a casa. Quizá debiera haberse quedado con ella en el hospital, pero Rebecca lo había estado mirando con tanta tristeza que él había decidido darle cierto espacio. Quizá mirar a su marido sólo hacía que se sintiera aún más abatida por haber perdido el niño.

Por supuesto, no le había dicho que la quería. Le parecía muy arriesgado hacerlo, al verla tan demacrada y silenciosa. Trent se había guardado todas sus emociones para poder ser quien ella necesitaba que fuera en aquel momento: una persona calmada, racional, razonable, lógica.

Pero aquello había sido el día anterior. Después de toda una noche sin dormir, Trent volvió a toda prisa al hospital. Danny le había dicho que no se separara de ella. Katie le había aconsejado que le dijera que la quería.

Él no había hecho ninguna de las dos cosas y, al amanecer, se había dado cuenta de que había sido un gran error.

Un poco antes de las siete de la mañana llegó a la habitación de Rebecca. Esperaba encontrarla dormida, para que cuando abriera los ojos lo viera allí mismo, donde estaba la noche anterior. Entonces le diría lo mucho que significaba para él. Haría lo que tenía que hacer para que Rebecca no se separara de él.

La puerta de su habitación estaba abierta.

Se oía un murmullo de voces.

No estaba sola, pensó Trent. Asomó la cabeza por la puerta y miró. Tampoco estaba dormida. Estaba completamente vestida y rodeada por algunas de sus amigas y compañeras del hospital, charlando con ellas.

– Rebecca -dijo él suavemente.

Ella alzó los ojos. Tenía unas profundas ojeras. Él detestaba ver aquellas ojeras en su rostro.

Una de las enfermeras sonrió.

– Aquí está tu marido, Rebecca. Que te lleve a casa y que te mime. Sólo comida china y helado de chocolate la semana que viene. Siete días de eso y te aseguro que la pena se habrá desvanecido.

Rebecca sonrió, poco convencida.

– Será mejor que ningún nutricionista nos oiga, Donna.

– Date tiempo, cariño -le dijo Donna, e hizo un gesto para abarcar a las otras mujeres-. Recuerda que las tres hemos pasado por esto.

– Nosotras cuatro -puntualizó Rebeca.

Donna señaló a Trent.

– Digamos que los cinco.

Rebecca asintió, pero no dijo nada.

Sus compañeras se despidieron afectuosamente de los dos y los dejaron a solas. Trent se acercó a ella. Sin embargo, Rebeca se puso tensa.

Y aquella evidente tensión dejó a Trent sin saber qué hacer. Carraspeó y le preguntó:

– ¿Ha venido el médico? ¿Hay alguna noticia?

Ella sacudió la cabeza.

– Ha reiterado lo mismo que dijo ayer. Que no hay ninguna secuela física. Ha dicho que no hay ningún problema y que podré tener más hijos.

A Trent se le encogió el corazón dolorosamente. Sabía que había sido un error por parte de aquel médico decirle aquello a Rebecca. Trent lo sabía, entre otras cosas, por la expresión abatida de Rebeca.

No había problema. Otro niño.

Trent notó una opresión en el pecho. El corazón se le encogió nuevamente.

¿Acaso no había sabido siempre que el corazón no era más que un inconveniente, algo peligroso? Tragó saliva y volvió a guardarse sus emociones.

No era momento de ponerse sentimental. Era momento de ser fuerte para Rebeca y de llevarla de nuevo a casa, al lugar al que pertenecía.

Загрузка...