Capítulo 8

Mientras Fleur estaba en el piso superior guardando algunas cosas que su padre iba a necesitar durante su estancia en el hospital, Matt preparó un sándwich y puso la tetera al fuego. Cuando ella bajó a la cocina, preparada para volver al hospital sin detenerse ni un segundo para descansar, él apartó una silla, decidido a no dejarla ir hasta que hubiese comido algo.

– Ah, gracias -murmuró Fleur, sorprendida-. Pero no tengo tiempo… déjalo en la nevera, me lo comeré cuando vuelva.

Lo que él había pensado, por supuesto.

– No, cómetelo ahora.

– Matt…

– Si estás agotada no podrás animar a tu padre, ¿no? Y Tom te necesita también.

Matt tuyo que apartar de su cabeza el perverso pensamiento de que si acababa exhausta tendría que admitir que lo necesitaba.

No era cierto. No lo necesitaba. Durante seis años se las había arreglado sin él.

Porque él había salido corriendo en lugar de quedarse. Ahora tenía que ser paciente, estar allí, ayudarla. Fleur le había dicho que tenía que ganarse un sitio en la vida de su hijo y pensaba hacerlo. Pensaba ganarse un sitio para que fueran una familia. Porque eso era lo que quería, lo que deseaba más que nada en el mundo.

No dividir la vida de Tom entre los dos, sino estar juntos.

– ¿Quién va a buscar a Tom al colegio? -preguntó, mientras servía una taza de té.

– Sarah.

– ¿Yo puedo hacer algo?

– No, gracias. Ya has hecho más que suficiente.

En realidad, ni siquiera había empezado a hacer nada, pero no lo dijo.

– En ese caso, y si prometes comerte el sándwich, te dejaré en paz.

Fleur no pudo evitar un gesto de sorpresa, de desilusión. O quizá eso fuera lo que él quería ver.

– Sí, claro. Supongo que tendrás un millón de cosas que hacer.

– No tengo tantas cosas que hacer. Y, en cualquier caso, puedes llamarme cuando me necesites.

– No hace falta, de verdad.

Parecía muy decidida, muy segura.

– Siento haber sido tan antipática antes. La verdad es que te agradezco que estuvieras aquí cuando vino el perito.

– No es nada -sonrió Matt-. Tienes mi número de teléfono. Llámame cuando quieras. Día y noche. Y no olvides llamar a Derek Martin, dile que estás interesada en una oferta seria por el granero.

– ¿Y los planes de tu madre?

«No me importan tanto como los tuyos», pensó él.

– Si tanto desea ese granero, estará dispuesta a pagar lo que le pidas -contestó Matt-. Y a ser amable, además.


Fleur se tomó su tiempo para comerse el sándwich.

Debería ponerse a hacer planes, a solucionar los problemas que presentaba la ausencia de su padre, pero no podía dejar de pensar en Matt. Cuando lo había visto en el invernadero, mientras el médico examinaba a su padre, tuvo que hacerse la fuerte para no echarse en sus brazos. En ese momento necesitaba que la abrazase, apoyarse en alguien, como lo había necesitado años atrás, cuando su madre estaba muriéndose y, su padre, hundido en un estado casi de catatonía.

Matt no había estado ahí en ese momento. Ahora sí estaba, pero por una sola razón: quería a su hijo.


– ¡Matt! -exclamó su madre-. Pensé que no iba a verte por aquí en todo el día.

– Lo siento. No sabía que tuviera que ajustarme a un horario.

Ella rió, nerviosa.

– No, claro que no. Puedes venir cuando quieras. Es que…

– ¿Qué es esto? -la interrumpió Matt, mostrándole una carta que había tomado de la mesa de su secretaria.

– Nada, una cosa del Ayuntamiento.

– Amenazando a Seth Gilbert con una multa si no recorta los arbustos de su finca. ¿Es así como se hacen las cosas en Longbourne?

– Esos arbustos son una amenaza para el tráfico. Los coches no pueden ver bien la curva. Lo discutimos en una reunión el otro día y se decidió que había que enviarle una carta.

– ¿Una carta de amenaza?

– Tú no lo entiendes -replicó su madre-. Seth Gilbert tiene que aprender que no puede saltarse las leyes…

– Para tu información, Seth Gilbert está en el hospital en este momento. Ha sufrido un infarto.

Su madre se puso pálida, pero intentó disimular.

– Eso da igual.

Disgustado, Matt tiró la carta sobre la mesa y bajó a la planta de maquinaria, de la que tomó una sierra mecánica, un par de guantes y unas gafas de metacrilato.

Podría haber llamado a alguien para que lo hiciera, pero quería que su madre viera que lo hacía él mismo. Estaba harto de la guerra contra los Gilbert. No tenía ningún sentido. Nunca lo había tenido y a Fleur y a él les había costado seis años de sus vidas. Mucho más que eso.

Y no quería que fuera sólo su madre quien lo viera cortando los arbustos de los Gilbert, quería que lo viera todo el pueblo.


Katherine Hanover observaba a su hijo desde la ventana de su oficina.

– Tú no lo entiendes, Matt -murmuró, como si él estuviera allí-. Seth tiene que aprender. Tiene que pagar…

– ¿Ha dicho algo, señora Hanover?

Katherine se volvió al oír la voz de Lucy, su secretaria.

– No. No pasa nada, sólo estaba pensando en voz alta.

– ¿Le ocurre algo?

– No, ¿por qué?

Katherine notó algo en la mejilla y se pasó la mano para apartarlo. Sólo entonces se dio cuenta de que era una lágrima.

Hacía tanto tiempo que no lloraba que había olvidado cómo eran las lágrimas. No había derramado ni una sola cuando Phillip murió. Debería haber llorado, y se había sentido culpable por no haberlo hecho, pero no había podido. Phillip, su marido, el padre de su hijo, también se había sentido atrapado en ese matrimonio sin amor y merecía alguna lágrima, pero Katherine no había conseguido derramar una sola.

No había llorado tampoco cuando Matt se marchó. Era fácil entender que su hijo se había marchado del pueblo por su culpa, que ella misma lo había echado de allí. Había pagado por ello con largos años de soledad, pero había vuelto al fin convertido en un hombre de éxito y su negocio, el negocio de los Hanover, prosperaba más de lo que hubiera creído posible.

En Longbourne la trataban con respeto. No tenía por qué llorar.

– No, Lucy -contestó, levantando la cabeza-. No ocurre nada.

Su vida era perfecta. Sencillamente perfecta.


– ¿Por qué estás recortando mis arbustos?

– Si estos son tus arbustos, tú debes de ser Tom Gilbert.

Matt había visto a Tom a distancia, caminando hacia él con Sarah Carter y sus dos hijos, pero no había dejado de trabajar.

No había anticipado que su primer encuentro con su hijo sería así, con él sudando, agotado y con ramas de los arbustos pegadas a la camisa. Pero quizá fuera mejor así.

– Soy Matt Hanover -le dijo, casi esperando que el niño saliera corriendo, despavorido, al oír su nombre.

Pero no lo hizo. Sólo miró a Sarah Carter, que asintió con la cabeza, como diciendo que podía hablar con él.

– Yo me llamo Tom.

Matt tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no soltar la sierra de golpe y tomar al niño en brazos.

– Encantado de conocerte, Tom. Y estoy cortando estos arbustos para que la gente que pasa por aquí en coche pueda ver la curva.

– Mi mamá dijo que había que cortarlos. Recibió una carta en la que hablaban de eso y soltó una palabrota que no puedo repetir -le contó el niño-. Empieza por eme.

– Ah, ya entiendo -sonrió Matt-. Bueno, pues cuando la veas puedes decirle que ya no tiene que preocuparse por eso.

– Bueno.

Matt saludó a Sarah con la cabeza.

– Hace mucho que no nos vemos. ¿Cómo estás?

– Bien, gracias. Chicos, ¿por qué no vais a jugar un rato?

Cuando los niños salieron corriendo por el jardín, Sarah se volvió hacia él.

– Cuánto tiempo.

– Sí, desde luego. ¿Tu hermana trabaja en Hanovers?

– No, trabaja en Londres. Quien trabaja en Hanovers es mi prima Lucy, la secretaria de tu madre.

– Ah, ya.

– ¡Sarah, tengo hambre! -gritó Tom-. Vamos a cenar espaguetis -le dijo luego a Matt.

– Qué suerte.

– Puedes cenar con nosotros, si quieres -sugirió Sarah.

La invitación era muy tentadora, pero eso sería engañar a Fleur. Tenían un acuerdo y no podía saltárselo.

– Gracias, pero voy a tardar un rato en cortar todo esto. Oye, por cierto, ¿a tu prima le gusta trabajar para mi madre?

– Katherine es una buena jefa, tengo entendido. Premia la iniciativa y le gusta la gente que trabaja bien. En Navidad invita a todo el mundo a una copa.

– Ah, me alegro.

– ¿Sabes que tiene una fotografía tuya sobre la mesa? De cuando tenías seis o siete años.

– Ahora no la tiene. A lo mejor ha pensado que me daría vergüenza.

– No sabía que tuvieras el pelo rizado de pequeño -dijo Sarah entonces.

– Sí, era horrible -sonrió Matt, pasándose la mano por la cabeza como para apartar los rizos, aunque ahora llevaba el pelo corto.

Entonces los dos miraron a Tom, distraído por un pavo real que corría por el jardín, haciendo exactamente el mismo gesto.

– ¡Vamos, niños, a cenar! -los llamó Sarah-. Despedíos del señor Hanover.

– Adiós -dijo Tom, antes de echar a correr hacia la casa.


Tardó casi toda la tarde en terminar el trabajo, pero cuando se marchó Fleur no había vuelto a casa. Cuando por fin sonó el teléfono, Matt estaba a punto de irse a la cama, un poco nervioso por la hora.

– Fleur, ¿ocurre algo?

– No, no. Todo está bien. Ay, perdona, no me había dado cuenta de que era tan tarde.

– No pasa nada.

– Sólo quería darte las gracias por cortar los arbustos. Pero no deberías…

– No ha sido nada. Además, me ha venido bien el ejercicio -la interrumpió él-. ¿Cómo está tu padre?

– Mejor, no para de hablar de sus fucsias. Bueno, intenta hablar, pero todavía no puede. Oye, Tom me ha dicho que te ha conocido esta tarde.

– Sí.

No dijo nada más. No podía.

– Va a dormir en casa de Sarah esta noche por si tengo que salir corriendo al hospital. Mi padre está bien, pero por si acaso.

– Claro, lo comprendo.

– Matt… he llamado para decirte que se lo he contado todo a mi padre. Le he contado cómo nos conocimos y que nos casamos en secreto. Y que eres el padre de Tom.

– ¿Y cómo se lo ha tomado?

– Muy bien, mucho mejor de lo que yo esperaba. Pero, claro, estaba sedado.

– Supongo que ha sido una suerte -sonrió Matt.

– Se lo ha tomado bien, de verdad.

– ¿Ha dicho algo?

– Sólo quería saber si te quería.

El corazón de Matt empezó a latir con fuerza.

– ¿Y tú qué le has dicho?

– La verdad. Nada más que la verdad. Le he contado toda la historia, desde el principio. Desde que te sacaba la lengua en el jardín cuando tenía cinco años… Bueno, lo que quería decirte es que puedes contárselo a tu madre.

– Muy bien. ¿Y cuándo vas a contárselo a Tom?

– Me ha hablado de vuestro encuentro esta tarde. Estaba muy impresionado con la sierra mecánica -dijo Fleur-. De hecho, me ha dicho que deberíamos invitarte a merendar para darte las gracias.

– ¿Ha dicho eso de verdad?

– Yo creo que ha sido idea de Sarah. Tengo la impresión de que ahora le ha dado por hacer de casamentera.

– Yo creo que es algo más -dijo Matt entonces.

– No te entiendo.

– Ha ocurrido algo esta tarde… un gesto de Tom, algo de lo que Sarah se ha dado cuenta. No me ha dicho nada, pero sé que ha visto el parecido.

– Pero ella no me ha dicho una palabra.

– Mejor. Dile a Tom que iré a merendar encantado.

– Muy bien. Bueno… ya te diré… cuándo.


Fleur colgó el teléfono y se llevó una mano al corazón. Hablar con Matt todavía conseguía ponerla nerviosa. Y aún quedaba el encuentro entre los tres, Tom, Matt y ella.

Suspirando, subió a su habitación y se tiró sobre la cama, agotada. Había puesto el despertador a las seis de la mañana, pero le pareció que saltaba la alarma en cuanto apoyó la cabeza en la almohada.

Diez minutos más, pensó. Sólo diez minutos…

Cuando volvió a abrir los ojos, sobresaltada, tomó el despertador y comprobó que eran las ocho.

¡Las ocho!

Había perdido dos horas. Dos horas que necesitaba desesperadamente. Los tiestos que iban a llevar a la feria de Chelsea tenían que ser girados al amanecer para asegurarse de que las flores crecían apropiadamente. Había cientos de ellos y se tardaba un siglo…

Tenía que llamar al hospital.

Tenía que comprobar el invernadero, el riego, la calefacción. Todo lo que no había podido hacer el día anterior.

Fleur corrió escaleras abajo, poniéndose el chándal sobre el pijama, sin molestarse en pasarse un cepillo por el pelo, sin desayunar, sin tomar una taza de té. Lo único que quería era llamar al hospital.

– ¿Oiga? ¿Puede ponerme con la habitación 206? Soy Fleur Gilbert y… -Fleur se quedó callada de repente-. ¿Matt?

Matt, que estaba en el invernadero, levantó la mirada, pero siguió trabajando, moviendo cada tiesto, comprobando el estado de cada uno por si las flores tenían algún daño.

– ¿Qué haces aquí?

– Como tu padre está en el hospital, he pensado que alguien tenía que hacer esto.

– ¿Señorita Gilbert? ¿Es usted la señorita Gilbert? -dijeron al otro lado de la línea.

– Sí, sí, soy yo…

Un minuto después, Fleur entraba en el invernadero.

– ¿Todo bien?

– Le están haciendo pruebas. No puedo ir a verlo hasta la tarde.

– Ah, claro. ¿Quieres un café?

– ¿Qué?

Matt señaló un termo que había sobre la mesa.

– No estarás buscando trabajo, ¿verdad?

– Eso depende. ¿Qué incentivos me ofreces?

Fleur estuvo a punto de decir que podía pedirle lo que quisiera, incluido su cuerpo. Pero no era en ella en quien estaba interesado, sino en Tom. Así que, en lugar de hacer el ridículo más completo, levantó el termo y preguntó, con una sonrisa en los labios:

– ¿Un café?

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