«Debería haber esperado a los diamantes», pensó Fleur mientras subía al Land Rover. Le habrían resultado de mucha ayuda en aquel momento.
Sonriendo con tristeza, se quitó los pendientes que Matt le había regalado. Cuando se los dio le parecieron la cosa más bonita del mundo, pero no eran más que una baratija. Valían tan poco como las promesas que le hizo el día de la boda.
Fleur los apretó en la mano un momento y luego los guardó en el bolsillo del traje, junto con la carta de su madre.
Estarían en buena compañía, pensó, mientras intentaba contener las lágrimas. Pero no había un solo Hanover en el mundo que mereciera una lágrima suya. Si quería convencerse de eso, sólo debía recordar la última afrenta de Katherine Hanover.
Fleur sacó la carta del bolsillo, decidida a romperla, pero cuando iba a hacerlo algo la detuvo.
Quizá porque iba dirigida a ella y no a su padre, quizá por la conversación con la directora del banco, pero el instinto le dijo que la leyera.
La nota que había dentro del sobre era muy corta: Fleur, empezaba. Casi le dieron ganas de reír. Si había algo que admiraba en Katherine Hanover era su falta total de hipocresía. Nada de «Querida Fleur» o la formalidad de «Señorita Gilbert». No, eso le habría conferido demasiado importancia.
Pero cuando empezó a leer, su inclinación a sonreír desapareció por completo:
Te escribo por simple cortesía para informarte de que le he pedido a mi abogado que solicite un análisis de sangre al Juzgado de Primera Instancia para determinar oficialmente qué yo soy el padre de Thomas Gilbert. Si decides litigar, a pesar de la evidencia, tendrás que hacerte cargo de las costas del juicio.
Una vez que se haya establecido la paternidad, te aseguro que solicitaré la custodia de mi hijo.
Matt
Durante un segundo, ese nombre la hizo olvidar todo lo demás.
¿Matt?
¿Matt estaba de vuelta en casa?
Hubo un segundo de esperanza antes de que la realidad la devolviera a la tierra.
El Juzgado de Primera Instancia. Un análisis de sangre. Custodia…
Fleur tuvo que quitarse el pañuelo del cuello a toda prisa, como si se ahogara. La frialdad de esa nota la había dejado helada.
¿Matt había escrito aquello? ¿Su Matt, el hombre con el que se había casado se dirigía a ella en ese tono?
Fleur miró la carta, que había tirado al suelo del coche, incapaz de creer tal crueldad.
Ni siquiera se había molestado en escribir la nota a mano. Estaba sentado delante de un ordenador cuando escribió esas horribles palabras. Con el impersonal clic de un ratón. Sólo su nombre estaba escrito a mano, con la letra que, una vez, ella había conocido tan bien como la suya propia.
Sólo una palabra, Matt.
No había palabras de amor como las que solía escribirle, ni dibujitos de flores. Ni besos.
Con el membrete de la empresa: Hanovers, todo para su jardín, en azul sobre el papel gris, como para reírse de ella.
Ni se había molestado en usar otro papel.
Y no había esperado el correo, la había llevado a su casa personalmente.
¿Había estado tan cerca y ella no había sentido su presencia? ¿No había sabido que Matt estaba a unos metros?
Fleur se tapó la boca con la mano, como para contener el dolor.
¿Se habría arriesgado a que lo viera su madre? ¿Sabría ella algo?
No, pensó, intentando contener el pánico.
Si Katherine Hanover hubiera sospechado que Tom era su nieto, no habría habido advertencia de ningún tipo; sencillamente habría recibido una carta de su abogado. Ya había recibido más que suficientes durante aquellos años.
Un tramo roto de la verja, la rama de un árbol metiéndose en la finca de los Hanover, la menor excusa para hacerles la vida imposible había hecho que recibieran una carta de su abogado.
No. Katherine no sabía nada sobre el niño.
Pero la fría referencia a un análisis de sangre, el Juzgado, las costas, eso era puro Hanover. Aquel hombre del que se había enamorado a primera vista, por el que había engañado a sus padres, con el que se había casado en secreto, al que había declarado amor eterno, le había escrito una fría nota con la misma compasión que sentiría por un insecto.
Y, de repente, Fleur sintió rabia, más que miedo, corriendo por sus venas.
¿Cómo se atrevía a aparecer en ese momento, después de tantos años, para exigir sus derechos? Él no tenía derechos. Ningún derecho moral, desde luego.
Aunque los derechos morales no le importaban un bledo a la justicia. Y sabía que su abogado obtendría una orden judicial si se negaba a que su hijo se hiciera un análisis de sangre.
Al menos, Matt no la había insultado dudando de su paternidad.
Pero ése era un pequeño consuelo. Cuando el análisis de sangre diera como resultado que él era el padre del niño, seguramente el juez dictaminaría en su contra por haber privado a un hombre de sus derechos de paternidad durante cinco años.
Pero no había sido así.
Fue Matt quien se marchó.
Ella no pudo marcharse. No pudo hacer la maleta, irse del país y empezar una nueva vida porque su madre estaba en la UCI, su padre sufriendo una crisis nerviosa… No hubo manera de esconder que estaba esperando un hijo. Tuvo que quedarse y sufrir el silencio que se hacía cada vez que entraba en una tienda del pueblo. Como si no supiera lo que habían estado diciendo a sus espaldas: que no era mejor que su madre.
Incluso las mujeres a las que pagaba todas las semanas, las empleadas que la conocían de toda la vida, murmuraban a sus espaldas que no decía el nombre del padre porque no lo sabía.
Pero lo sabía. Y ésa era la razón por la que permanecía en silencio.
Sólo había habido un hombre en su vida y había soñado y temido ese momento durante cinco largos años.
Había soñado con Matt entrando en su casa, tomándola a ella y a su hijo en brazos y suplicándole que lo perdonase.
Había temido tener que decirle la verdad a su padre. Confesarle las mentiras que le había contado para encontrarse con Matt a escondidas…
Igual que había hecho su madre.
Fleur abrió la puerta del Land Rover rápidamente para respirar aire fresco porque estaba ahogándose.
El claxon airado de un motorista que había tenido que hacer una maniobra para evitar la puerta obligó a Fleur a cerrarla de nuevo. Se quedó un momento inmóvil, mirando al vacío, intentando contener el miedo, el dolor. No tenía sentido pensar en sí misma.
Tom era lo único que importaba. Su mundo, hasta aquel momento, sólo la incluía a ella, a su padre, el colegio… Pero todo eso estaba a punto de cambiar y tenía que hacer que para el niño fuera lo más fácil posible.
No tenía tiempo para formular una estrategia. Tenía que reaccionar y lo primero era detener lo del análisis de sangre.
Fleur tomó la carta, sacó el móvil del bolso y, sin pensar lo que estaba haciendo, marcó el número que aparecía en el membrete. Sólo sonó dos veces antes de recibir respuesta:
– Matthew Hanover.
Fleur estuvo a punto de soltar el teléfono. Estaba preparada para oír la voz de una recepcionista, una secretaria, incluso la voz de Katherine Hanover. Aunque si hubiera sido Katherine habría colgado de inmediato.
Y descubrió que la voz de Matt, incluso después de tantos años, le llegaba al corazón.
Un segundo después, intentando calmarse, volvió a llevarse el teléfono a la oreja. Al otro lado del hilo no había preguntas, ni confusión, nada de: «¿Sí, quién es?». Matt debía de estar esperando que lo llamara y sabía que era ella.
Fleur intentó romper el silencio, pero… ¿cómo hacerlo? ¿Qué podía decir?: «¿Cómo estás, Matt? ¿Qué has hecho durante los últimos seis años? Te he echado tanto de menos…».
En sus sueños, nada de eso había sido necesario. Pero aquello no era un sueño, era una pesadilla.
– He recibido tu carta -dijo por fin-. No hay necesidad de hacer un análisis. No quiero que Tom tenga que pasar por eso.
– Yo no estoy interesado en lo que tú quieras, Fleur -replicó él-. Sólo quiero saber la verdad.
Directo al grano, como su madre.
– Tú sabes la verdad igual que yo.
– Es posible, pero quiero confirmarlo. Por lo que dicen en el pueblo, no sabes quién es el padre del niño.
– ¿Y tú crees eso de verdad?
– No.
– Tom es tan pequeño… no lo entendería. No quiero que se asuste.
– Pues deberías haberlo pensado antes. Has tenido cinco años. Ahora soy yo quien toma las decisiones.
– Mira, Matt, tenemos que hablar… Haré cualquier cosa, pero no quiero que Tom sufra.
Al otro lado del hilo hubo un silencio.
– ¿Cualquier cosa? Muy bien. Nos vemos esta noche en el viejo granero -dijo él entonces, como si fuera una cita para cerrar un negocio-. Entonces podremos discutir qué significa exactamente «cualquier cosa».
¿El viejo granero? Fleur se cubrió la boca con la mano para contener un gemido. ¿Había elegido el granero, su sitio especial, deliberadamente, para hacerle daño?
Pero, ¿dónde podían encontrarse si no? ¿En el pub? Los cotillas del pueblo lo pasarían en grande. La alternativa era buscar algún sitio a muchos kilómetros de allí, donde no los conociera nadie. Y si Matt había estado investigando, sabría que ella no tenía tiempo para eso.
– No puedo salir hasta después de las nueve.
– Entonces, nada ha cambiado -dijo Matt. Al otro lado del hilo, Fleur creyó percibir un suspiro de resignación-. Ve cuando puedas. Te esperaré.
Matt colgó el teléfono.
Por favor…
Si cerraba los ojos, aún podía verla a los dieciocho años, tumbada en una cama de paja en el viejo granero, los ojos verdes brillantes, la boca suave e invitadora…
Por favor…
Incluso ahora, después de todo lo que había pasado, seguía respondiendo como un adolescente excitado al oír su voz. Tenía que hacer un esfuerzo para recordar lo furioso que estaba.
– ¿He oído el teléfono?
Su madre estaba en la puerta, como si no quisiera invadir su espacio… como si no supiera que escuchar sus conversaciones telefónicas era mucho menos adecuado.
– Sí -dijo él.
Como si ese monosílabo fuera una invitación, Katherine entró en el despacho y dejó el bolso sobre el escritorio.
– ¿Quién era?
– Me han ofrecido una casa en Haughton. La que está al final del pueblo, entre los pinos.
No iba a decirle que acababa de hablar con Fleur Gilbert. Porque nada había cambiado. Fleur y él seguían atrapados por casi dos siglos de odio. Los dos seguían mintiendo a sus padres, encontrándose en secreto… Hacer de Romeo y Julieta era un placer ilícito cuando eran jóvenes, pero él estaba harto de subterfugios.
– ¿No vas a quedarte aquí? -preguntó su madre, intentando disimular su decepción.
– No. He quedado con la propietaria para recoger las llaves esta tarde.
– Alquilar una casa en Haughton costará mucho dinero.
– Afortunadamente, yo he heredado tu cabeza para los negocios.
El halago hizo que Katherine Hanover sonriera, como Matt imaginaba, pero no estaba contenta.
– ¿Por qué vas a gastar dinero cuando aquí tienes todo el espacio que necesitas? Llevas tantos años fuera, hijo… Me gustaría pasar algún tiempo contigo. Cuidarte un poco.
Matt había sido tan cruel con su madre como sólo podían serlo los jóvenes. Lo lamentaba, pero no tanto como para vivir bajo el mismo techo. Sin embargo, para consolarla un poco, apretó su mano.
– No está tan lejos. Y si decido quedarme, compraré una casa cerca de aquí.
– Sí, te comprendo. Es que sigo sin poder verte como… en fin, como un adulto. Y, claro, lo último que un hombre adulto quiere es vivir con su madre. Lo entiendo.
– Me alegro.
– Bueno, ¿y qué pasa con la oficina? ¿Esto te sirve por el momento o necesitas más espacio? -preguntó su madre, demostrando que, a pesar de lo desesperada que estaba por tenerlo cerca, no iba a hacer el ridículo pidiéndole algo que no quería darle.
Matt no le había hablado de sus planes, pero sólo porque aún no estaba seguro de nada. Podría trabajar desde allí, pero una oficina en el almacén le daría una excusa para ir al pueblo todos los días.
– Usaré este despacho hasta que decida qué voy a hacer.
– Puedes quedarte el tiempo que quieras.
– Sólo mientras no intentes meterme en la guerra contra los Gilbert -contestó él.
– Yo no estoy en guerra con ellos, Matt -dijo su madre, riendo, como si la idea fuera ridícula-. Sólo hago lo que puedo para ganarme la vida.
– Y lo haces muy bien -respondió él. Por supuesto era mentira, pero le alegraba cambiar de tema-. La empresa va muy bien. Papá no la reconocería.
– No -dijo Katherine, con tono satisfecho.
Su padre tampoco la reconocería a ella, pensó Matt.
Entonces era una de esas mujeres aburridas, prácticamente invisibles, que no se metían en los negocios del marido. Siempre dispuesta a echar una mano en las actividades que organizaba el Ayuntamiento, pero sin llamar la atención sobre sí misma con la ropa o el maquillaje, algo por lo que Matt siempre se había sentido agradecido de pequeño. Pero ahora que la veía convertida en una mujer de éxito, elegante y guapa, se preguntó si entonces era feliz.
– ¿Por qué cambiaste de opinión? La última vez que hablamos querías vender el negocio y marcharte de aquí.
– Estuve casi un año intentando vender la empresa y la casa, odiando cada minuto que pasaba aquí… Desgraciadamente, los únicos que mostraron interés por comprar fueron los dueños de una constructora y, aunque me habría gustado que construyeran unas casas horribles en la finca Hanover, no conseguí los permisos.
Matt no se molestó en recordarle la verdad: que le había rogado que le dejara llevar el negocio. Ella podría haberse marchado donde quisiera para vivir cómodamente con la pensión de su padre. Aunque estaba seguro de que lo había pensado muchas veces durante los últimos seis años.
– Debías de odiar a papá con toda tu alma.
– Entonces estaba demasiado dolida como para pensar. De haberlo hecho me habría dado cuenta de que yo no era la única persona que estaba sufriendo.
Era la única disculpa que iba a recibir, pensó Matt.
– Me hiciste un favor. Me sacaste de una pelea absurda en la que llevaba metido desde siempre… desde antes de saber que tenía la vida planeada de antemano.
Su madre lo miró con el ceño fruncido.
– Eso es muy generoso por tu parte. Pero la verdad es que yo estaba tocando fondo cuando dos hombres aparecieron llenos de planes para levantar un hipermercado de suministros de jardinería. Hablaban de dinero, de decoración, de medios, de proveedores… como si yo no estuviera allí. Y entonces me di cuenta de que había sido invisible durante toda mi vida.
Matt se sintió incómodo. Quizá porque eso era precisamente lo que él había estado pensando.
– ¿Y entonces decidiste robarles la idea?
– Eran unos pardillos. Este negocio no consiste en ponerlo todo en un almacén y vender lo básico a precio más barato. Hay que vender los mejores suministros de jardinería como uno vendería una cocina de última generación o unos buenos muebles. Es una forma de vida -sonrió su madre-. Y tenía que ir dirigido a las mujeres.
– ¿Les dijiste eso?
– Me habrían mirado como si estuviera loca y habrían seguido sin hacerme ni caso. Pero cuando se marcharon, no podía dejar de pensar en ello.
– ¿No tuviste problemas con los permisos?
– Había aprendido la lección. Así que me hice un buen corte de pelo, me compré un traje de chaqueta y me convertí en una mujer a la que los hombres tendrían que tomarse en serio. No es fácil, no creas. Luego fui al banco y les mostré mi plan, con cifras incluidas.
– ¿Los vecinos no pusieron objeciones? -preguntó Matt, mirando la casa de piedra, el tejado del invernadero de los Gilbert visible por encima de la valla que separaba las dos fincas.
– No.
– ¿Ni siquiera Seth Gilbert?
– Ni siquiera él. A lo mejor pensó que no conseguiría nada.
– Pues se equivocó.
– Desde luego -contestó su madre-. Y no fue la primera vez -añadió, en voz baja.
Incluso un lunes por la mañana, el aparcamiento del hipermercado estaba lleno de gente con bandejas de bulbos y bolsas de tierra.
– Te vendría bien un poco más de espacio.
– Pronto tendré todo el espacio que quiera. Si esperas unos meses podrás quedarte con la casa de los Gilbert. Habrá que hacer reformas, pero es una casa muy bonita.
– ¿Has estado allí alguna vez? ¿Cuándo?
– Hace siglos. La madre de Seth daba unas fiestas estupendas -contestó Katherine, pasándose una mano por la cara, como si quisiera borrar los recuerdos.
– ¿Y te invitaban a esas fiestas? -preguntó Matt sorprendido.
– No he sido siempre una Hanover, hijo.
– Ah, claro, es verdad.
– Piensa en la casa. Es hora de que sientes la cabeza, de que te cases. ¿No has conocido a ninguna chica?
– He conocido a muchas chicas -sonrió Matt.
– Pues yo estoy deseando tener nietos.
Matt creyó que su madre habría recibido también el recorte de periódico y que, como él, habría visto el parecido del niño. Pero no le había dicho nada.
– Prefiero el granero.
– ¿El granero?
– Sería una casa preciosa.
– Lo siento, Matt, pero he pensado convertir el granero en un restaurante.
– ¿Un restaurante?
– Los clientes esperan algo más que un café de máquina en un hipermercado de jardinería -contestó Katherine.
– ¿Seth Gilbert está dispuesto a venderte el granero?
– Le he hecho una oferta estupenda por el granero y la casa. Si tiene un poco de sentido común, aceptará.
– ¿Y si no?
– Aceptará. No tienen un céntimo.
– ¿Estás segura? -preguntó Matt, como si no supiera que los Gilbert estaban en la ruina. Había hecho todo tipo de averiguaciones mientras estaba en Hungría para salirse con la suya.
Y estaba funcionando.
Llevaba en casa menos de veinticuatro horas y Fleur ya lo había llamado. Y, asustada, le había dicho todo lo que necesitaba saber.
Que haría todo lo que él quisiera…
Matt cerró la mano para que su madre no viese que le temblaba e intentó concentrarse en la conversación.
– … aceptarán tarde o temprano. Hay que ofrecer algo que los demás no ofrecen. Pero da igual, si no me lo quiere vender a mí, se lo compraré al banco cuando se quede en la calle.
– Y mientras tanto, ya has conseguido los planos del granero.
Katherine se encogió de hombros.
– Un constructor local envió unos planos al Ayuntamiento porque quería comprarlo para convertirlo en un par de chalecitos. Cuando le dijeron que no, me vendió los planos a mí.
– Ah, ya veo. Ése es el plan A. ¿Cuál es el plan B?
– ¿El plan B?
– Por si falla el primero. Supongo que esa zona rústica tiene mucho atractivo, pero ¿no te parece que sería mejor comprar algo en Maybridge?
– No quiero irme de aquí. Además, tener un plan B querría decir que estoy preparada para perder. Y no lo estoy.
Y acababa de decir que ella no estaba en guerra con los Gilbert…
– ¿Y bien? -su padre levantó la mirada cuando Fleur apareció con una taza de té en el invernadero.
– ¿Qué?
– ¿Qué te ha dicho la nueva directora del banco?
– Pues…
La carta de Matt, la llamada de teléfono, el miedo de que cuando Katherine Hanover se enterase de que tenía un nieto usaría su dinero y su influencia para robarle a su hijo, habían hecho que olvidara su conversación con Delia Johnson.
Ni siquiera recordaba cómo había vuelto a casa.
– Le he dejado los papeles de Chelsea para que los mirase en detalle.
– ¿No hablaste con ella?
– Sí, claro, pero la señora Johnson sólo quería hablar de los números rojos. Quiere que volvamos a vernos la semana que viene. Y quiere que vayas tú también, papá.
– ¿No está dispuesta a esperar hasta después de la feria?
– Sólo quiere que la cuenta no esté en descubierto.
– Dile que tendrá que esperar hasta mayo -contestó su padre, volviendo a concentrarse en su fucsia-. Entonces se solucionará todo.
Fleur miró la flor. Tenía una etiqueta con un número, nada de nombres.
– ¿Es ésta?
– Sí. Ya verás como será un éxito. Medalla de oro, seguro.
– Si nuestro negocio sigue abierto en mayo…
Su padre estaba recortando el tallo de la fucsia con una cuchilla de afeitar, con la precisión de un cirujano.
– Sin duda habrá gente que la desprecie.
– ¿Los que creen que deberías plantar peonías en lugar de crear fucsias de color amarillo? -preguntó Fleur, pensando en la directora del banco.
– Si tuviéramos otro año…
– Pero no tenemos otro año, papá -lo interrumpió ella.
El asunto era que necesitaban una fucsia de color amarillo perfecto, no de color crema, ni de color mantequilla. Eso no valdría de nada. El negocio de las flores era tan absurdamente complejo.
– La señora Johnson ha dicho que se pasaría por aquí para echar un vistazo.
¿Se llevaría una buena impresión?, pensó Fleur, mirando alrededor. ¿O vería sencillamente un invernadero lleno de flores que no le interesaban nada?
– No puede venir por aquí.
– ¿Por qué no?
– ¿Tú has visto a alguien que invite a la prensa antes de una exposición cuando tiene una flor especial que nadie ha creado antes? -exclamó su padre.
– Papá, no te pongas nervioso…
– No me pongo nervioso, es que sé que esta flor será un éxito -sonrió Seth Gilbert-. Y no quiero que me la roben.
Fleur tuvo que sonreír.
– Al menos esto es algo en lo que Katherine Hanover no está interesada.
– Katherine Hanover mataría por tener esta flor.
– ¿Por qué? Nadie creería que ella hubiera logrado crearla.
– La posesión es el noventa por ciento de la propiedad en este juego. Pero esto no tiene nada que ver con el orgullo ni con que nuestro apellido vuelva a estar donde le corresponde en el mundo de la jardinería. Esto es para asegurar el futuro de Tom.
– Papá, no lo entiendes. La señora Johnson necesita ver algo que justifique el apoyo del banco.
– Y luego se lo contará a alguien del banco y algún listo vendrá por aquí y entonces ya no será un secreto para nadie.
– Pero…
– Nada de peros.
– ¿Y que vayamos a la feria de Chelsea después de tantos años no hará que la gente empiece a especular?
– Si alguien pregunta, estamos intentando relanzar el negocio. Y si se ríen, creyendo que soy un viejo loco, déjalos.
Eso era precisamente lo que Fleur empezaba a pensar, lamentablemente. Si le dejara fotografiar la fucsia, si le hubiera hablado del asunto… pero no había dicho nada hasta que les ofrecieron un puesto en la feria.
Una planta era una cosa tan frágil… Un simple golpe de viento podía destruirla. Y el año siguiente sería demasiado tarde.
– En fin, si la señora Johnson decide pasar por aquí al menos pareceremos muy industriosos.
– Que no venga -insistió su padre.
Fleur tragó saliva.
– Papá, esta noche tengo que salir. Prometí ayudar a Sarah Carter con… está pintando su cocina.
La mentira se le quedó atragantada. ¿Habría contado su madre mentiras como ésa para sus encuentros ilícitos con Phillip Hanover? Después de su muerte Fleur intentó recordar, pero ella había estado demasiado ocupada contando mentiras para encontrarse con Matt Hanover.
Además, ¿quién esperaba que sus padres tuvieran una vida aparte de la que todo el mundo conocía? Desde luego, era inimaginable que estuvieran viviendo una pasión ilícita como la que se había convertido en el centro de su universo.
– ¿Puedes cuidar de Tom?
– Por supuesto. No pienso moverme de aquí -contestó su padre, sin levantar la mirada.
¿Qué podía ponerse para encontrarse con un hombre al que había pensado que no volvería a ver nunca más? Un hombre que, cuando tuvo que tomar la decisión de irse o quedarse con ella, no la había amado suficiente.
Un hombre al que quería impresionar, aunque quisiera darle a entender que le importaba un bledo su opinión.
Hacer un esfuerzo para encontrarse con la directora del banco había sido cosa de niños comparado con esto. Un traje de chaqueta, zapatos bien abrillantados, el pelo recogido en un moño…
Fácil.
Pero, ¿qué podía ponerse para suplicarle a un hombre que no destruyera su vida? Lo único que quedaba del futuro que habían planeado era Tom, la única alegría, la única razón para levantarse de la cama todas las mañanas.
Al final, fue el tiempo, la fina lluvia que empezó a caer a partir de las cinco y su destino, un viejo granero al final de un camino lleno de barro, lo que la decidió. Nada de mostrarse atractiva, nada de intentar recordarle que la había amado una vez.
Como si pudiera hacerlo.
Seis duros años de trabajo y de soledad le habían robado el brillo a sus mejillas. Pantalones vaqueros, botas y una camisa debajo de un jersey de lana. Nada de maquillaje y el pelo sujeto en una coleta. Ésa era ella ahora, una madre joven más preocupada por el colegio y por su negocio que por su propia apariencia.
Fleur se ató los cordones de las botas y, al incorporarse, se llevó una mano a los riñones. Había pasado la tarde de rodillas, arreglando la cañería que regaba una parte del invernadero. Le dolía la espalda y tenía los dedos despellejados.
– Me voy, papá -se despidió desde el pasillo, mientras se ponía un chubasquero-. Tom está dormido. No creo que te moleste.
– Tom no me molesta nunca.
Por impulso, Fleur volvió al salón y le dio un beso en la frente.
Seth no levantó la mirada de la revista de jardinería que estaba leyendo.
– No me has dicho lo que quería Katherine Hanover.
– ¿Qué? -preguntó ella, sorprendida.
– La carta de Katherine. ¿Qué quería?
– Ah, pues… lo de siempre.
– Entonces, no tengo por qué preocuparme, ¿verdad?
Lo sabía, pensó. Sabía que estaba mintiendo. Y entonces, de repente, pensó en su madre… en sus manos blancas, en el diamante de su anillo de compromiso brillando bajo la lámpara, en su pelo rubio mientras se inclinaba para darle a su padre el beso de Judas antes de ir a encontrarse con su amante.
– Papá… esa carta…
– No te preocupes, Fleur -la interrumpió él-. Venga, vete, no quiero que llegues tarde. Saluda a Sarah de mi parte.
– Ah, sí, sí, claro.
Su padre no sabía nada. Era sólo su conciencia culpable la que la hacía imaginar cosas. Hacía tanto tiempo que no tenía que inventar excusas para ver a Matt… pedirle un libro a algún compañero de clase, devolverle un CD a alguna amiga, hacer como que iba hacia el pueblo antes de tomar el atajo que llevaba al granero.
– Adiós, Cora -se despidió de su perra-. Mi padre te sacará luego un rato.
Una vez su corazón había latido acelerado, con una mezcla de emoción, de culpa, de alegría, ante la idea de ver a Matt.
Ahora latía acelerado, pero de miedo, mientras sus pasos sonaban primero en el suelo de piedra del porche, luego por el camino de grava y más tarde en el barro, cada paso un retroceso en el tiempo.
Ella conocía cada sonido, recordaba instintivamente el exacto número de pasos que tendría que dar hasta que su padre no pudiera verla desde la ventana.
Una vez fue una cría corriendo para encontrarse con su amante y sólo ese momento, ese encuentro, era importante para ella. El futuro era algo de lo que se preocuparía cuando llegara.
Pero acababa de llegar.