Capítulo 5

El pitido de la tetera devolvió a Matt al presente.

– Voy a guardar esto en el coche -dijo Fleur, tomando un par de bolsas.

– Deja, lo haré yo. Tú puedes encargarte del té… Espero que no te parezca un gesto machista.

– ¿Un gesto machista? Si la vida fuera más sencilla te llevaría a casa conmigo para que me ayudaras a colocar cada cosa en su sitio.

– La vida es sencilla. Eres tú quien la hace complicada.

– Si yo hubiera querido una vida sencilla te habría dicho que no cuando me pediste que bailara contigo en aquella fiesta.

– Tú misma -dijo Matt, encogiéndose de hombros, como si no le importara. Pero acababa de entender cómo era su vida, preocupándose por todo, haciéndolo todo, siendo responsable de todo.

¿Qué demonios le pasaba a Seth Gilbert? Su mujer había tenido una aventura. Así era la vida. Su madre también había sufrido mucho, pero lo superó, había seguido adelante.

No sin antes destruir el futuro que él tenía planeado con Fleur, claro. Pero al menos había sido capaz de empezar otra vez. Fleur no había tenido esa oportunidad.

– Pídemelo y estaré allí cuando tú digas.

– Gracias, pero según mis cálculos llegas seis años tarde.

Luego mantuvo su mirada, como retándolo a negarlo. Matt no lo hizo, pero fue ella la primera en parpadear, en apartar la mirada para sacar las llaves del coche.

– Muy bien, ve a hacer músculos mientras yo me encargo del té.

– ¿Sabes una cosa? Nunca he estado en tu casa. Ni siquiera cuando tus padres habían salido.

– Corríamos demasiados riesgos estando juntos.

– ¿Ah, sí?

– Como si no lo supieras.

– ¿Y quieres que sigamos manteniendo esto en secreto, que sigamos viéndonos a escondidas?

– No, pero…

– Ya no somos niños, Fleur.

– Ya lo sé.

Matt se quedó pensativo un momento.

– Shakespeare se equivocaba, ¿sabes?

– ¿En qué sentido?

– No habría habido reconciliación. La muerte de Romeo y Julieta habría lanzado a sus familias a más peleas, a más guerras, a más rencillas.

– No veo la comparación entre nuestras familias y las de Romeo y Julieta.

– ¿No? No sé, a lo mejor estoy exagerando.

– Quizá. Pero afortunadamente nosotros vivimos en un mundo civilizado. Lo más horrible que nos puede pasar es tener que enfrentarnos por permisos de obra. Por el momento.

– Eso depende de ti, Fleur. Yo no pienso arrastrar a Tom a nuestro sórdido mundo de secretos y mentiras.

No tenía que mirarla para saber que había hecho una mueca.

– Nuestro hijo tiene cinco años, Matt. Él no sabe cómo mantener un secreto. No ha aprendido a decir mentiras y yo no pienso darle la primera lección. En cuanto sepa de ti, lo sabrá todo el mundo.

– Entonces, tendremos que decírselo antes a nuestros padres.

– Sí, claro.

– ¿Qué hacemos, los invitamos a tomar el té y jugamos a verdad o atrevimiento?

– No digas tonterías.

– Estoy abierto a cualquier sugerencia.

– No, Matt. Todo esto es nuevo para ti y lo que quieres es exigir lo que es tuyo, olvidándote de los sentimientos de los demás. Yo he vivido con esto desde el día que descubrí que estaba embarazada. Lo único que te estoy pidiendo es que esperes unas semanas.

– Dame una buena razón para esperar.

– Acabo de dártela.

– ¿Qué más da tirar la bomba ahora que dentro de quince días? La sorpresa va a ser la misma.

– Tengo que ir a Chelsea con mi padre. Es la única esperanza que nos queda de mantener el negocio. Después de eso…

– ¿Después de eso qué?

– De una forma o de otra, todo habrá cambiado.

– ¿Por qué? ¿Qué vas a encontrar en Chelsea?

– Vamos a relanzar las fucsias Gilbert -contestó ella-. Si pudiéramos esperar hasta entonces…

– ¿Qué?

Fleur sacudió la cabeza, aparentemente más interesada en sus zapatos que en él. Y Matt tenía la impresión de que si alargaba la mano, si apartaba el flequillo de su cara, si la abrazaba, todos esos años se olvidarían y volvería a ser como el día que bailaron juntos en aquella fiesta.

La Fleur Gilbert de dieciocho años se había echado en sus brazos como si fuera el único sitio en el mundo en el que quisiera estar. Y él la había recibido en ellos como si fuera la única mujer en el mundo. En un segundo, mientras apretaba la mejilla contra su pelo y ella apoyaba la cabeza en su hombro, sus vidas habían cambiado para siempre.

¿Estaba recordando ella ese momento? ¿Esperaría que la tomase en sus brazos? ¿Querría hacer el amor con él para, una vez en la cama, conseguir de él lo que quisiera?

Ése había sido su plan.

Había sido un marido fiel para una esposa ausente durante seis años. Y había querido hacerle pagar por eso. Hacer que rindiera su cuerpo y luego su alma. Y luego se marcharía y sería Fleur quien lo hubiera perdido todo.

Hacer planes a la fría luz del día, empujado por la rabia y la soledad, era muy fácil. La rabia era una emoción que lo había empujado durante muchos años. Luego, cuando volvía a casa, se encontró contándoselo todo a la mujer que estaba sentada a su lado en el avión, mostrándole una fotografía de Fleur, que había guardado a pesar de todo. Recordaba cómo había sido, cuánto la había amado. Cuánto había perdido…

Desde ese momento nada había sido fácil para él.

Escribirle una carta que la hiciera volver corriendo a sus brazos había sido el primer obstáculo.

Había querido escribirla a mano, hacerla personal, pero su mano se negaba a cooperar, sus dedos delataban una emoción que él quería mantener escondida. De modo que se había visto forzado a escribirla en el ordenador.

– Si podemos esperar hasta entonces… ¿qué? -insistió-. ¿Es eso lo que le has pedido a la directora del banco? ¿Tiempo? ¿Que espere hasta finales de mayo?

– ¿Cómo sabes que he estado en el banco? -preguntó Fleur.

– Me lo imagino. Todo el mundo sabe que tenéis problemas económicos y esta mañana, cuando saliste de casa, llevabas un traje de chaqueta y un maletín.

– Ah, o sea, que estabas espiándome.

– No estaba espiándote, estaba mirando por la ventana de mi antiguo dormitorio -suspiró Matt-. Quería ver a Tom, Fleur. Quería ver a mi hijo por primera vez en mi vida.

Ella se tapó la mano con la boca, como si acabara de darse cuenta de lo duro que debía de haber sido ver a su hijo por primera vez con un cristal entre ellos, incapaz de tocar su mano, de acariciarle el pelo, de decirle que lo pasara bien en el colegio. Un espectador distante en la vida de Tom.

– Lo siento. Lo siento mucho, Matt.

– Ya.

– Todo sería mucho más fácil si tu madre nos dejara en paz. ¿Por qué nos odia tanto? Tu padre era tan culpable como mi madre de lo que pasó.

– Tu madre iba conduciendo. Y estaba borracha.

– ¡Los dos estaban borrachos! No la estoy excusando, pero no sólo perdió el permiso de conducir, perdió la vida, igual que tu padre. Y de una manera mucho más horrible. Estuvo un mes en el hospital, sabiendo que si sobrevivía tendría que enfrentarse con la vergüenza, con el dolor, con la discapacidad. Y por muy mal que se portara, eso no explica por qué tu madre parece culpar a mi padre personalmente por lo que pasó.

– No culpa a tu padre. Eso sería ridículo -replicó Matt-. ¿Tu padre puso alguna objeción cuando ella solicitó un permiso de obra para construir en la finca Hanover?

– ¿Qué? Mi padre no hizo nada de eso. Durante mucho tiempo no podía hacer absolutamente nada, no se enteraba de lo que ocurría a su alrededor siquiera.

– ¿Y tú?

– A mí nadie me pidió opinión. No soy la propietaria, o al menos no lo era entonces. Pero nadie me preguntó porque no tenían que hacerlo. Construir unas casas de estilo moderno habría cambiado el paisaje del pueblo y todo el mundo estaba en contra. Incluso hubo una recogida de firmas organizada por el Ayuntamiento.

– Probablemente también yo habría firmado -murmuró Matt-. Pero si te pones en el lugar de mi madre, desesperada por escapar de aquí, es comprensible.

– Debe de saber la verdad sobre Tom, Matt. Si no lo sabía antes, puede que lo sepa ahora.

– No lo creo. No ha vuelto a pensar en nada más que en el negocio.

– Lo sé y la admiro por eso, pero…

– ¿Pero qué?

– Que me gustaría que se concentrara sólo en el negocio, en sus comités y en sus operaciones de cirugía estética y nos dejara en paz.

– ¿Qué operaciones?

– Por favor, Matt, ahora parece más joven que hace diez años. Yo diría que ha recibido una ayudita.

– ¿Qué te ha hecho mi madre, además de ofrecerse a comprar tu negocio?

– Por una cantidad irrisoria. Si quieres que sea sincera, es algo más que las continuas quejas, las continuas cartas de su abogado por una rama que entra en su finca, por una raíz… Pero creo que tienes razón sobre lo del permiso. Nosotros recibimos una oferta para convertir el viejo granero en dos chalés, algo que habría resuelto todos nuestros problemas. Pero, de repente, el comprador se retiró.

– No sé si mi madre tuvo algo que ver con eso.

– Yo tampoco, pero ahora que estás de vuelta en casa, podrías pedirle que fuera un poco más agradable.

– Preséntale a su nieto y seguramente lo será.

– ¿Crees que me recibiría con los brazos abiertos? -rió Fleur-. Si supiera que Tom es su nieto, movería cielo y tierra para destrozarnos. Haría lo que fuera para que tú consiguieras rápidamente la custodia.

Recordando que su madre le había ofrecido la casa Gilbert como si ya fuera suya, Matt sospechó que Fleur tenía razón. Su madre era, después de todo, sólo Hanover por matrimonio. Tenía que haber algo más que la vieja rencilla familiar para que los odiase tanto. ¿Y por qué estaban pasando los Gilbert por tantos problemas económicos? Llevaban mucho tiempo en el negocio y la finca era suya. ¿Qué había sido de su capital?

– Y eso es lo que tú quieres también, ¿verdad, Matt? -preguntó Fleur, interrumpiendo sus pensamientos-. Es lo que decías en la carta, que querías la custodia del niño.

No había furia en su voz, ni rabia. Lo había dicho con toda tranquilidad.

– Es lo que quería, sí.

– Si crees que estas reuniones van a ayudarte a conseguirla, te equivocas. Será mejor que hables con un abogado.

– Lo que yo quiero… Lo que quiero es lo mejor para mi hijo, nada más.

– Bueno, al menos los dos queremos lo mismo. Claro que si mi padre pudiera vender el granero, estaríamos ligeramente más igualados.

– Lo siento, Fleur. En eso no puedo ayudarte. Mi madre tiene planes para ese granero.

– ¿Perdona? ¿Planes, qué planes? El granero es de mi padre.

– Pero ella quiere convertirlo en un restaurante.

– ¿Qué?

– Cuando tengáis que declararos en bancarrota, lo comprará. Y barato, ahora que han calificado el terreno como rústico.

– Antes lo quemo -replicó Fleur.

– Dime cuándo y te prestaré una caja de cerillas. Contigo en la cárcel por pirómana, la custodia de Tom sería para mí una cuestión de días.

– Por favor… cualquiera se daría cuenta de que ese granero ha sido usado como lugar de encuentro para dos amantes. Con ese sofá viejo, la cama de paja… alguien podía haberse dejado la lámpara encendida… una lámpara que caería al suelo en un momento de pasión… Sabes lo que quiero decir, ¿verdad?

– Tengo buena memoria.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que habían hecho el amor en el granero, pero las imágenes eran tan vividas como si hubiera ocurrido el día anterior.

– Toda esa paja seca… se quemaría en un segundo.

– Mi oferta de ayuda sigue en pie si quieres que parezca convincente.

Fleur dejó escapar un suspiro.

– A menos que hayas pensado en otra persona, claro -añadió Matt, y ella arrugó la nariz, como si no lo entendiera-. ¿Está asegurado?

– ¿El granero? No, qué va. ¿Estás pensando de verdad que voy a quemarlo para cobrar el dinero del seguro?

– Creí que lo tenías todo pensado. Pero si no está asegurado…

– No lo está -afirmó Fleur.

– Entonces, evidentemente el fraude no puede ser un móvil. De todas formas, te aconsejo que no hagas nada por ahora. Puede que lo necesitemos un par de veces más.

– ¿Que? No, Matt, una vez planeé mi vida en ese granero y no pienso volver a hacerlo. Anoche fue la última vez. No pienso volver a poner los pies en ese sitio.

– Nunca digas nunca jamás.

– Nuestras conversaciones tendrán lugar a la luz del día. En el bufete de un abogado si es necesario.

– Muy bien. Si eso es lo que quieres, Fleur, lo haremos con la ley en la mano.

– ¿Y si no quisiera?

– ¿Qué?

– Hacerlo con la ley en la mano.

– Sé que no quieres. De ser así no habrías ido al granero anoche y no estarías aquí -dijo Matt-. Necesitas tiempo. Pero no para ti ni para Tom, sino para tu padre. Y no me sorprende. Siempre ha sido lo primero en tu vida.

– Eso no es verdad.

– Miéntete a ti misma si quieres, Fleur, pero no lo intentes conmigo -replicó él, haciendo un gesto con la mano-. Bueno, cuéntame por qué es tan importante ir a la feria de Chelsea.

– No puedo contarte nada.

– Si quieres tiempo, vas a tener que contármelo.

– Le prometí a…

– ¿Tu padre? Qué bien. También me hiciste a mí una promesa una vez, pero la rompiste sin ningún problema.

– Tú sabes cómo es este negocio, Matt. El menor comentario y todo el mundo se enterará.

– Hubo una vez en la que me habrías confiado tu vida.

– Hubo una vez en la que creí que no me dejarías sola en el peor momento de mi vida -replicó ella.

– Yo no te dejé, tú decidiste quedarte.

– ¿Crees que podía elegir?

Estaban mirándose el uno al otro, los dos respirando con más dificultad de la necesaria, considerando que no se habían movido. Entonces, como para dar por terminada la discusión, Matt tomó las bolsas y salió de la cocina.

Ella dejó escapar un suspiro. Luego, como no sabía qué hacer, buscó el té en los armarios para distraerse.

Cuando Matt volvió a la cocina y se apoyó en la encimera, Fleur se volvió.

– Mi padre cree que ha conseguido una fucsia de color amarillo puro.

La única respuesta fue un silencio que le pareció interminable.

– ¿Y tú, Fleur? ¿Tú qué crees?

Le estaba preguntando algo para lo que no tenía respuesta. Pero debía tenerla. Debía tener fe en su padre.

– Creo que ha conseguido una fucsia de color amarillo puro. No sabía que hubiera solicitado un puesto en la feria hasta que llegó la carta de la Sociedad de Horticultura -admitió-. Llevamos años sin ir por allí… desde antes del accidente, ya sabes. Yo he intentado que se interesara en ferias más pequeñas, en cualquier cosa para que saliera de casa, para que se mezclara con la gente, pero nada. Nunca se me habría ocurrido que, al final, elegiría la feria más importante del país. Si no sale bien, tu madre podrá comprar la casa, el granero, abrir un restaurante… lo que quiera. Todo el mundo se reirá de nosotros. Estaremos acabados.

Él asintió, como si estuviera satisfecho.

– Esperaré hasta la feria de Chelsea, Fleur. Tienes hasta finales de mayo, pero después de eso no habrá más tiempo. Mañana hablaré con mi abogado para que escriba una carta a tu padre y a mi madre, que se enviará el treinta de mayo exactamente.

– Matt…

– Espera, aún no he terminado. Tú me has pedido que espere para conocer a mi hijo y quiero algo a cambio.

– Lo que quieras -dijo Fleur, sin pensar.

– ¿Lo que yo quiera? -repitió él, alargando la mano para rozar sus labios con un dedo.

Fleur se quedó parada, con el corazón latiendo a toda velocidad. El roce de su dedo era una sensación tan intensa… Matt se inclinó entonces para buscar su boca, trazando la comisura de los labios con la punta de la lengua…

¿Cuántas veces había soñado eso durante aquellos seis años? ¿Cuántas veces había soñado que hacía el amor con Matt?

No sabía de dónde había sacado fuerzas para decirle que no cuando había ido a buscarla seis años atrás para pedirle que se fuera con él. Quizá si no hubiera estado tan furioso, si hubiera sido razonable, si hubiera esperado un poco…

– ¿Cualquier cosa? -repitió Matt de nuevo.

– Sí, sí…

Y entonces se dio cuenta de que él se había apartado un poco, de que no la estaba tocando.

– ¿Estás sugiriendo que durmamos juntos?

– ¿Dormir? ¿Crees que tendríamos tiempo para dormir? -dijo Matt.

– Sólo quieres sexo, claro.

– Eres mi mujer, Fleur.

Quería castigarla, pensó ella. Quería castigarla por no haberse ido con él, por no haberlo seguido cuando se marchó del pueblo, por no haber dejado a su madre moribunda, a su padre destrozado, un negocio que nadie atendía…

Si siguiera sintiendo algo por ella, si la quisiera un poquito, no sería capaz de hacerle eso.

Y al darse cuenta, algo dentro de ella se rompió. No podía ser su corazón porque su corazón se había ido rompiendo poco a poco con el paso de los años. El día que le dijo a su padre que estaba embarazada, pero no pudo decirle quién era el padre del niño. El día que nació su hijo y Matt no estaba a su lado, el día que fue al Registro Civil y tuvo que ponerle sus apellidos. Cada día desde entonces, viendo crecer a su hijo sin él, cada día que Matt no había vuelto a buscarla, su corazón se había roto un poco más.

Pero aquello era diferente. Durante todos esos años había vivido pensando que algún día volvería. No habría necesidad de explicaciones, de disculpas, sólo estaría allí a su lado, por fin.

Y esa esperanza se había roto para siempre.

De modo que, sin decir una palabra, Fleur tomó su bolso y salió de la casa.

Intentó abrir la puerta del Land Rover, pero estaba cerrada. Las llaves… se las había dejado dentro. Ahora tendría que volver a la cocina y…

– ¿Se encuentra usted bien?

Fleur se volvió, sorprendida al oír una voz de mujer.

– Sí, sí… Es que me he dejado las llaves dentro.

– Hola, soy Amy Hallam. Y tú eres Fleur Gilbert, ¿verdad?

– Sí, soy yo. ¿Nos conocemos?

Amy, la mujer que había viajado con Matt en el avión. Tan elegante y tan sofisticada como había imaginado. Iba vestida con unos pantalones preciosos, una camisa de seda, un jersey de cachemir de color crema… Pero no iba sola. Llevaba una niña en brazos y detrás de ella había tres niños… y un par de perros. Un spaniel que uno de los niños intentaba sujetar tirando de la correa y un labrador que parecía comportarse de forma más educada.

– Me suena tu cara -dijo Fleur. Y era cierto.

– Mucha gente dice eso, pero me temo que te llevo ventaja. Matt me enseñó una fotografía tuya.

– Ah. ¿Una fotografía? Pues debía de ser muy antigua.

– No, era de tu graduación.

Fleur apretó los labios. No iba a llorar. Alguien, uno de los testigos, les había hecho fotografías en los escalones del Registro el día de su boda. Pero nunca habían ido a recogerlas.

La fotografía de su graduación era la única que le había dado a Matt. Él no había ido a la ceremonia porque sus padres estaban allí, la última vez que los vio juntos, pero cuando llegaron las fotos, Fleur le dio una para que la guardase en su cartera. Y, a pesar de todo, la había conservado.

Y se la había enseñado a una extraña en el avión.

Amy sacó un sobre del bolso y le dijo:

– Iba a meter esto por debajo de la puerta. Es una invitación para tu hijo… el lunes organizo una fiesta infantil en casa y espero que vengáis.

Le había mostrado su fotografía, le había hablado de su hijo. ¿Qué más le habría dicho?

– Matt está en la cocina. Puedes dársela personalmente.

– No hace falta, puedes dársela tu -sonrió Amy-. Ah, por cierto, no lleves a Tom de punta en blanco porque seguramente van a ponerse perdidos -sonrió Amy.

¿Sabía el nombre de su hijo?

– Muy bien, gracias.

Fleur la observó alejarse por el camino con su «troupe». Había algo familiar en Amy Hallam, pero no era eso lo que más le llamaba la atención. Era que se la veía feliz, contenta con su vida. Satisfecha.

Cuando miró hacia el porche, vio a Matt apoyado en una de las columnas. Seguramente esperando que volviera… a suplicarle de rodillas.

Pero no lo haría.

– Has vuelto -dijo él, con cara de satisfacción. Pero ese gesto no la enfadó, sino que la hizo sonreír. Porque, de repente, le parecía un niño haciéndose el matón. Y ella sabía que Matt Hanover no era así. Nunca había sido así.

– Marcharse es fácil. Pero hay que tener valor para volver.

– Tú no tenías más remedio. Te has dejado las llaves del Land Rover en la encimera -sonrió él entonces, sacándolas del bolsillo.

– Y el té -asintió ella, entrando en la casa-. Tú, por otra parte, te has olvidado de las buenas maneras.

Matt la miró, pensativo.

– Sí, tienes razón. Perdona.

– Me asusté cuando recibí tu carta, Matt. Supongo que eso era lo que tú querías.

Él no contestó y Fleur, tomando dos tazas, esperó que la llevara al salón. Porque tenían que hablar.

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