Fleur dejó las tazas sobre la mesita y luego, sentándose en la alfombra, tomó el atizador para mover las brasas de la chimenea.
– Estabas furioso conmigo -dijo, sin mirarlo-. Y, evidentemente, sería más fácil para ti conseguir lo que querías si yo estaba asustada…
– No.
– ¿No?
– Sí, bueno, de acuerdo, estaba enfadado.
– Lo entiendo. ¿Crees que yo no estuve enfadada contigo? Pues lo estuve, durante mucho tiempo. Te necesitaba a mi lado, sobre todo cuando supe que estaba embarazada.
La tragedia, en vez de unirlos, los había separado.
– Yo quería estar a tu lado, Fleur. Pero tú tenías miedo de lo que pensara tu padre.
– ¿Crees que anunciar que nos habíamos casado en secreto aliviaría la pena de mi padre y la de tu madre? -suspiró ella-. Además de lo terrible del accidente, mi padre acababa de descubrir que su esposa lo había estado engañando con un Hanover. ¿Cómo iba a decirle que su hija había estado haciendo lo mismo? Cuando acepté que nos casáramos en secreto, tú me prometiste…
– Prometí que serías tú quien decidiera cuándo decírselo a nuestros padres, lo sé. Pero todo cambió a partir del accidente. ¿Cómo iba a quedarme? ¿Cómo pudiste quedarte tú?
No le dijo que la necesitaba. Seguramente, no era así. Sencillamente, no podía aceptar que hubiera elegido el deber antes que el amor.
Hasta entonces, todo había sido una broma maravillosamente traviesa. Encontrarse en el granero de noche, casarse en secreto… y luego, de repente, se habían visto enfrentados con la realidad. Con la más dura y más cruel realidad. Y Matt, a los veinticinco años, no estaba preparado para enfrentarse a esa realidad.
Siempre le había parecido maduro para su edad, muy decidido. Pero eligió el camino más fácil: marcharse. Mientras ella tenía que quedarse para lidiar con las consecuencias de un terrible accidente que, además, había puesto al descubierto un vergonzoso secreto.
– ¿Cómo pudiste marcharte? -repitió Fleur, en un suspiro-. ¿Por qué no te dejas de juegos y me dices lo que quieres?
Matt estaba de pie, con la frente apoyada en la repisa de la chimenea, pensativo.
– No lo sé.
Fleur asintió con la cabeza.
– Pues no nos queda mucho tiempo. Tengo que ir a buscar a Tom a las cinco.
– Estabas hablando con Amy. ¿Qué te ha dicho?
– Me ha dado una invitación para una fiesta infantil. El lunes de Pascua.
– ¿Es sólo para Tom?
– No, supongo que los padres pueden ir también. Eso si te apetece pasar una tarde jugando en el jardín con un montón de niños.
– No suena mal -sonrió Matt-. Pero tengo otros planes para ese día.
– Ah, ¿qué planes? Pensé que ibas a quedarte aquí hasta que solucionásemos el asunto de la custodia de Tom.
– No te preocupes, Fleur. Tú estás incluida en esos planes.
¿Que no se preocupara? Lo diría de broma.
– ¿Ah, sí?
– Claro. No pienso perderte de vista hasta que haya conseguido lo que quiero. Sé que no vas a salir corriendo, por supuesto. Los dos sabemos que estás pegada a tu padre. Pero me prometiste «lo que yo quisiera» a cambio de que esperase y éste es el trato: las vacaciones de Pascua son una ocasión familiar, así que Tom, tú y yo vamos a ir a Eurodisney, a París.
Eso era lo que pasaba cuando una se dejaba llevar por los recuerdos, pensó Fleur. Cuando intentaba ser comprensiva. Porque, por alguna razón, que el pago fuera un inocente fin de semana en un parque temático con su hijo y no en su cama, no mejoraba el asunto.
– Tu padre puede venir también, si le apetece. Yo puedo llevar a mi madre, como una familia unida.
– Ah, ya veo. Estás de broma.
– Hablo muy en serio. Y no me digas que no tienes un fin de semana libre, porque sé que los tienes.
Cuando lo acusó de estar espiándola no parecía haberse equivocado. Estaba claro que Matt sabía lo que hacía los fines de semana. Seguramente, sabría que solía ir a una de las caravanas que Charlie Fletcher tenía en la costa, cuando estaban en temporada bajo, claro. Pero en lugar de pagar alquiler, llenaba las jardineras de todas las caravanas con flores. A Tom le encantaba ir de pesca, hacer castillos en la arena…
Pero eso no podía compararse con un abrazo de Mickey Mouse, ni con encontrarse con piratas, princesas y castillos encantados.
Tom, pensó, con el corazón encogido, se pondría loco de alegría. ¿Podía negarle eso? ¿Podía negarse a sí misma la alegría de compartirlo con él, de ver a Matt con su hijo?
– No te estoy pidiendo que le digas a Tom que soy su padre. Además, seguro que el niño está acostumbrado a verte con tu novio los fines de semana.
– ¿Mi novio?
– Charlie Fletcher. ¿No vas algunos fines de semana a la playa con él?
– ¿Charlie?
Charlie era un buen amigo, desde luego. Y solía hablarle de su mujer, que había muerto trágicamente de cáncer cuando era muy joven.
– Charlie podría ser mi padre, Matt -suspiró ella.
– ¿Tu padre? Sólo si te hubiera tenido a los catorce años.
– No sé qué edad tiene exactamente, pero sé que es un buen hombre. Un amigo. Nada más.
– Yo también podría ser tu amigo.
– Lo siento, Matt, pero los amigos no amenazan, no asustan, no intentan obligarte a hacer algo que tú no quieres hacer.
– Sólo había sugerido que lo pasáramos bien. Nada más. ¿Qué hay de malo en ello?
Todo.
¿Era así como iba a ser su relación a partir de aquel momento?
¿Iba a convertirse en la madre austera, la que siempre estaba diciendo que no, la que insistía en que hiciera los deberes mientras su padre lo llevaba a Eurodisney y le daba todos los caprichos?
– Voy a tener que pedirte que dejemos lo del viaje a París por el momento.
– ¿Prefieres pasar el fin de semana en una caravana?
– Es un sitio muy agradable, pero ahora no podemos ir. Sólo voy fuera de temporada. Y, en cualquier caso, Eurodisney es demasiado… y demasiado pronto. Hay que ganarse esos viajes, Matt.
– ¿Ganármelos? ¿Cómo? ¿Puedo bañar a mi hijo? ¿Puedo ayudarlo con los deberes?
– Matt…
– ¿Puedo leerle cuentos a la hora de dormir?
– Matt, por favor…
– ¡Nada de por favor! Tú me has quitado todo eso, Fleur.
– ¡Yo no te he quitado nada! ¡Ni siquiera sabía dónde estabas!
– Me he perdido cinco años de la vida de mi hijo…
– ¡Porque tú has querido!
– Si yo te robara a Tom, si me lo llevara de aquí durante cinco años…
– ¡Yo no te lo he robado! ¡Yo me quedé aquí, no me he movido de aquí en todo este tiempo!
Se miraron entonces, jadeando, furiosos, cada uno convencido de que tenía razón.
– No sabía que tuviera un hijo, me he perdido cinco años de su vida y aún me niegas el derecho de pasar un fin de semana con él -insistió Matt, intentando bajar la voz-. ¿Qué problema tienes, Fleur? ¿Tienes miedo? ¿Crees que voy a comprar al niño con juguetes y viajes?
– No, no es eso. Eso no me da miedo. Lo que temo es que creas que eso es todo lo que necesita un niño.
– Entonces puedes tranquilizarte. He abierto un fideicomiso para él, para su educación, para su futuro.
– No me refería a eso tampoco.
– ¿Quieres más? ¿Qué quieres, Fleur? ¿El divorcio, manutención, la mitad de lo que tengo?
¿Divorcio? Claro, eso era lo que quería. Un hombre como él, un hombre rico, querría ser libre para buscar una esposa más adecuada… una mujer que no tuviera la carga de su historia familiar.
Quizá incluso tuviera alguna esperándolo en Hungría.
– No quiero tu dinero -dijo por fin, intentando que aquello no le doliera. No debía dolerle. Tom era su única preocupación-. Nuestro hijo ha esperado mucho tiempo para conocer a su padre y…
– ¡Maldita sea, Fleur!
– … y no quiero que te confunda con Santa Claus -terminó Fleur la frase, antes de levantarse. Se sentía enferma, necesitaba aire fresco.
– ¿Dónde vas?
– Fuera.
– No puedes irte. Aún no hemos decidido nada -protestó Matt-. O más bien, yo te estoy dando todo lo que quieres y tú no me das nada a cambio.
– Eso no es verdad. Yo te lo he dado todo.
Le había dado su corazón a los dieciocho años, le había dado su cuerpo poco después y luego su vida. Había sacrificado el día de su boda por una ceremonia de cinco minutos en un Registro Civil lejos del pueblo porque él le había prometido que una vez que estuvieran casados nunca podrían separarse.
– Y lo tiraste todo por la ventana por orgullo -continuó ella-. ¿Por qué no me envías por correo electrónico una relación de peticiones para la próxima reunión? Quizá así vayamos al grano en lugar de darle mil vueltas a lo mismo. Mientras tanto, yo pondré la fiesta de Amy Hallam en la agenda de mi hijo.
– No olvides poner la cena con Kay y Dom Ravenscar en la tuya. El viernes, a las ocho.
– No me presiones, Matt.
– No me presiones tú, Fleur.
– ¡Fleur!
Fleur estaba observando como su hijo entraba en el colegio a la carrera, como todos los días. No quería perderse ni un segundo de su vida mientras fuera sólo suyo. Pronto todo iba a cambiar… y aún no sabía de qué modo iba a afectarlo. Pero sí sabía que pasarían a formar parte de las familias que tenían que repartirse a los hijos los fines de semana, las vacaciones…
Sólo cuando el niño desapareció de su vista se volvió para mirar a Sarah.
– Otra vez llego tarde. Tengo que perder peso -dijo su amiga.
– Ven a pasar una semana guardando plantas en cajas conmigo -rió Fleur-. Ya verás como pierdes peso. Y no te costará un céntimo.
– Estaríamos buenos. Tendrías que pagarme, bonita -sonrió su amiga-. ¿Cómo está tu padre? Cuando te llamé el otro día parecía un poco tristón.
– ¿Cuándo me has llamado? -preguntó Fleur, sorprendida.
– El lunes. Sí, creo que fue el lunes. ¿No te dijo que te había llamado?
No, no se lo había dicho. Y el lunes fue el día que había quedado con Matt en el granero… De modo que sabía que le había mentido y no le había dicho nada. Su padre era así, siempre escondiendo la cabeza en la arena. Por eso el negocio se había hundido.
– Me dijo que habías salido -siguió Sarah-. Por cierto, ¿sabes que Matthew Hanover ha vuelto al pueblo? Todo el mundo está hablando de ello. ¿Tú sabes qué hace aquí?
– ¿Y por qué iba a saberlo?
¿Sospecharía algo su amiga?
– No sé… pero mujer, no te enfades. Pensé que esa vieja rencilla familiar ya no tendría importancia.
– Y no la tiene. Bueno, dime, ¿qué dicen en el pueblo?
– Ayer lo vi en un cochazo negro descapotable… sigue guapísimo, la verdad. ¿Por qué será que los hombres se vuelven más atractivos con la edad y las mujeres no?
– Porque nos necesitan más que nosotros a ellos. Tienen que mantener nuestro interés -contestó Fleur.
– Pues yo podría estar muy interesada.
– Sarah Carter, tú eres una señora casada y respetable.
– Casada, desde luego. Pero, ¿también tengo que ser respetable? ¿Es que estar casada no es castigo suficiente? -bromeó su amiga-. Te lo digo yo, ese hombre va a romper más de un corazón en el pueblo.
– Siempre ha sido así -murmuró Fleur, distraída.
Su padre había estado muy callado esos días. Nunca había sido un hombre hablador y ella estaba demasiado preocupada por sus cosas como para darse cuenta, pero ahora que lo pensaba… apenas había dicho una palabra.
Y ahora entendía por qué.
Debería habérselo dicho. En cuanto leyó la carta de Matt debería haberle contado la verdad. Pero en lugar de eso intentó protegerlo, ahorrarle esa pena durante unos días.
Qué tonta había sido.
– ¿Quieres que tomemos un café? -preguntó Sarah.
– No puedo, tengo que irme a casa ahora mismo.
– ¿Por qué tanta prisa?
Pero Fleur ya había salido corriendo.
– Tengo que hacer algo muy importante.