Fleur Gilbert vaciló un momento antes de subir los escalones del Registro Civil. No era así como había soñado que sería el día de su boda.
Debería haber pasado la mañana con su madre, riendo y llorando a la vez, recordando todas las tonterías que había hecho en su vida. Sus amigas deberían haber estado con ella, las chicas a las que conocía desde siempre, vestidas de damas de honor.
Deberían sonar campanas en la iglesia del pueblo, donde sus padres se habían casado, como incontables generaciones de Gilbert antes que ellos.
Debería ir vestida de blanco, con su padre apretando su mano y diciéndole lo guapa que estaba; su padre, orgulloso y feliz intentando esconder las lágrimas mientras le entregaba su niña a un hombre que no podía ser suficientemente bueno para ella.
Pero iba a casarse con Matthew Hanover y su boda nunca podría ser así. Matt era el hombre de su vida, pero encerrados en su mundo, aislados por un amor tan intenso, tan perfecto que nada ni nadie más parecía importar, Fleur había olvidado cómo debería ser el día de su boda.
– No estarás pensando echarte atrás, ¿verdad?
Fleur lo miró, esperando por un momento que él viera aquello desde su punto de vista. Que, en el último minuto, se hubiera dado cuenta de que aquélla no era la boda que ella había soñado siempre.
Pero Matt estaba sonriendo, bromeando para ocultar los nervios.
– No, claro que no.
– Me gustaría que lo dijeras con más seguridad.
Fleur sonrió, apoyándose en su pecho.
Lo primero que había pensado al conocer a Matthew Hanover en persona había sido que era el hombre de su vida. Y eso no había cambiado.
– No voy a echarme atrás. Pero es que me da miedo contarle a nuestras familias lo que hemos hecho.
– ¿Qué pueden hacer? Dentro de un mes estaremos muy lejos de Longbourne.
– Sí, ya.
– Pase lo que pase estaremos juntos, Fleur. Seremos marido y mujer -Matt apretó su mano para darle valor-. Nada de lo que hagan nuestras familias podrá cambiar eso.