Fleur no podía creer que su padre estuviera recuperándose tan rápido. Evidentemente, en parte era gracias a Katherine, que había dejado su negocio en manos de Matt para dedicarse en cuerpo y alma a cuidar a Seth.
Parecía una mujer diferente. Seguía siendo elegante, pero había perdido esa dureza, esa expresión altanera. Ahora parecía más joven incluso. Menos Botox, más sonrisas de verdad.
Y su padre parecía un hombre nuevo. Eso era lo mejor de todo.
– Katherine, sé que estabas interesada en comprar el granero, pero he recibido una oferta muy generosa.
– Ah, sí, Matt me ha comentado algo.
– Sé que tú querías abrir un restaurante…
– Sí, bueno, la verdad es que estaba equivocada -sonrió Katherine-. Será una casa preciosa.
– Además, si lo vendo la directora del banco dejará de darme la lata.
Al menos, por el momento.
– Podría acostumbrarme a esto de salir contigo -estaba diciendo Fleur mientras volvían de la fiesta de Amy Hallam, con Tom medio dormido en el coche.
– Cariño, si crees que esto ha sido una cita es que estoy haciéndolo fatal -rió Matt.
– Lo estás haciendo de maravilla -sonrió ella.
Después de la cena en casa de los Ravenscar habían ido al cine, a cenar y a nadar en el río con Tom. Mientras el niño jugaba ellos lo miraban, con las manos entrelazadas, riendo como una pareja de novios. Incluso habían ido al pub a tomar una cerveza. Su aparición había causado una breve pausa en las conversaciones, pero enseguida alguien le preguntó a Fleur por su padre y un antiguo compañero de colegio de Matt lo retó a una partida de dardos… y pronto se mezclaron con la gente como una pareja normal.
Pasaban mucho tiempo juntos, conociéndose de nuevo, contándose todo lo que habían hecho durante esos seis años, cocinando en casa y disfrutando de Tom, que parecía encantado con su padre.
Una noche Matt la invitó a cenar en Maybridge, en un restaurante muy romántico; pero no hablaron de amor sino del negocio que había creado en Hungría con tanto esfuerzo, de su casa y de sus tierras.
Y, de repente, Fleur supo lo que iba a decir: que tendrían que vivir allí.
– Supongo que estás deseando volver.
– La gente es más importante que cualquier negocio, Fleur. Donde tú estás está mi hogar.
Era el momento de la verdad. El momento de hacer la pregunta que había temido hacer:
– ¿Dónde esté yo o donde esté Tom?
Él no contestó enseguida, se tomó su tiempo, pensativo.
– Subí a ese avión lleno de rabia. Cuando Amy Hallam se sentó a mi lado estaba a punto de explotar. Quería estar solo para rumiar esa ira, para ser cruel contigo cuando te viera…
– Pero hablaste con ella.
– Ella habló conmigo, Fleur. Y sin darme cuenta le mostré tu fotografía y la de Tom en ese recorte de periódico. Y le hablé de cosas de las que no había hablado en mucho tiempo. Y entonces me di cuenta…
– ¿De qué, Matt?
– De que nunca había dejado de amarte. Hemos perdido tanto tiempo, Fleur… Quiero que vivamos juntos, que seamos una familia.
– Matt…
– Yo quería hacer esto con velas, con flores, quería ponerme de rodillas -la interrumpió él, nervioso-. Pero no puedo esperar más.
– No hace falta que te pongas de rodillas. Soy tu mujer -dijo Fleur-. Y si aún tienes el anillo, este sería un buen momento.
– Cásate conmigo, Fleur. En la iglesia del pueblo, de blanco, con damas de honor, con las campanas sonando, con todo lo que tú habías soñado siempre. Como deberíamos haber hecho la primera vez.
– Matt… creo que olvidas algo. Ya estamos casados.
– Pues pediremos el divorcio para casarnos otra vez -dijo él, entusiasmado-. Y será una boda que se recordará en Longbourne hasta que nuestros nietos se casen.
¿Nietos? Fleur se llevó una mano a la boca para contener la emoción.
– No tenemos que divorciarnos. Ni casarnos de nuevo. Sólo tenemos que renovar las promesas que hicimos hace seis años… pero ahora lo haremos acompañados de nuestra familia y de nuestros amigos.
– Eso suena perfecto -dijo Matt.
Y aquella vez, cuando le puso el anillo en el dedo, Fleur no se lo quitó. No iba a quitárselo nunca.
– Fleur…
Estaba poniendo mantequilla en una tostada para Tom cuando Matt apareció en la cocina. Estaba pálido.
– ¿Qué ocurre, es mi padre?
– No… son las fucsias.
– ¿Qué pasa con las fucsias? Anoche estaban perfectamente…
Fleur no terminó la frase. Corrió hacia el invernadero y, al abrir la puerta, comprobó que todos los tiestos estaban tirados en el suelo, destrozados, y las flores pisoteadas.
– ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?
– ¿Quién tiene llave del invernadero?
– Mi padre y yo…
– ¿Y Charlie?
– No, Charlie nos ha echado una mano de vez en cuando, pero no tenía llave… -de nuevo, Fleur no terminó la frase.
– ¿Qué ocurre, qué miras?
Ella se inclinó para recoger un capullo del suelo. Era el único que se había salvado.
– Mira, Matt.
– ¿Qué?
– El color. ¿No lo ves?
Era un capullo de fucsia de un amarillo brillante.
– Lo ha conseguido. Tu padre ha conseguido una fucsia de color amarillo -sonrió Matt-. Una medalla de oro.
– No podremos ir a la feria de Chelsea.
– Este año no, pero iremos el año que viene -intentó animarla él.
– ¿Iremos?
– Claro. Seth, mi madre, Tom, tú y yo. La familia al completo. Pase lo que pase, estaremos juntos. Hemos tardado ciento setenta y cinco años, pero creo que es hora de que los Hanover y los Gilbert vuelvan a ser socios. ¿Qué te parece?
– Me parece maravilloso -contestó Fleur.
Sin embargo, había cierta tristeza en su expresión.
– ¿Qué pasa?
– Nada, estaba pensando en el granero. Ojalá no hubiera tenido que venderlo. Es parte de nuestra historia.
– ¿De verdad te gustaría conservarlo?
Fleur levantó la mirada y comprobó que su marido estaba sonriendo.
– Matt…
– No sabía qué comprarte como regalo de boda y me has resuelto el problema.
– ¿Qué?
– Martin y Lord no tenían un cliente… bueno, sí, el cliente era yo.
– ¡Matt!
– Seth y mi madre quieren vivir juntos y yo creo que lo más lógico es que vivan aquí. Así que nosotros vamos a necesitar nuestra propia casa, ¿no te parece?
– Lo tenías todo planeado, ¿verdad, Hanover?
– Pero aún no has dicho que sí.
Fleur le echó los brazos al cuello.
– ¡Sí, sí, sí!
Todo el pueblo acudió a la ceremonia. A la doble ceremonia: la boda de Fleur y Matt y la de Seth y Katherine.
Todos excepto Charlie Fletcher. Nadie lo había visto desde que destrozaron el invernadero y su casa estaba en venta. Fleur no le preguntó a Matt si él tenía algo que ver con eso. Había cosas que era mejor no saber.
Además, nada ni nadie iba a estropearle aquel día.
Los Gilbert y los Hanover habían montado una carpa en el jardín, con orquesta incluida, y todo el pueblo estaba invitado al banquete. Como Matt había dicho, la fiesta se recordaría en Longbourne durante generaciones.
Tardaron más de un año en convertir el viejo granero en la casa de sus sueños. Una casa que apareció en varias revistas de decoración, como Fleur había predicho.
La enorme estructura de ladrillo y madera quedó irreconocible con todas las reformas, como las vidas de sus ocupantes, los cuatro miembros de la familia Gilbert-Hanover: Fleur, Matt, Tom… y su hija recién nacida.
– ¡Mamá, papá! -Tom iba corriendo por el camino con algo en la mano-. El abuelo me ha dicho que os diera esto.
Fleur puso a la niña en los brazos de Matt y se inclinó para atender a su hijo.
– ¿Qué es, cielo?
El niño abrió la mano. Dentro, un poquito aplastada, había una flor que acababa de abrirse, mostrando el corazón.
Era oro puro.