Fleur se quedó clavada al suelo, incapaz de moverse. Y, como si se hubiera dado cuenta, Matt abrió la mano para ponerla en su mejilla.
El gesto la invitaba a apoyarse, a rendirse a un calor nunca olvidado, como una promesa de que iba a quitarle el peso de los hombros, un peso con el que llevaba seis años cargando.
Y, durante un segundo, sintió la tentación.
El roce de su mano evocaba tantos recuerdos… Todas las promesas, la ilusión de la juventud.
Su proximidad le llevaba el aroma de la paja, de su piel, el olor de su colonia. Pero cuando abrió los ojos, volvió a la realidad. Aquél no era el chico del que se había enamorado, el hombre con el que se había casado seis años atrás sin contárselo a sus padres.
Era el hombre que la había abandonado en el momento más duro de su vida. Un hombre que exudaba poder y dinero.
Y ella no conocía a ese Matt Hanover.
Pero sí conocía el roce de su piel. Y eso era algo de lo que debía alejarse.
Si la hubiera amado de verdad, ni la rabia, ni la vergüenza por la aventura ilícita de sus padres, ni la guerra entre los Hanover y los Gilbert lo habría hecho alejarse de Longbourne.
La única razón por la que estaba allí ahora, en aquel viejo granero, hablando con ella en lugar de hablar con un abogado, era porque creía que podía manipularla.
Era rico, le había dicho. Y podría quitarle de encima todos los problemas, pero tendría que pagar un precio. Siempre había que pagar un precio por los errores, incluso los que se cometían con la mejor intención.
Sobre sus cabezas oyeron un aleteo y vieron una diminuta nube de polvo sobre una de las vigas.
– Me alegra saber que el granero no está totalmente desierto -dijo Matt, apartando la mano de la mejilla de Fleur.
Por un momento, se había olvidado de todo. Era como si el tiempo no hubiera pasado…
Por un momento, cuando ella cerró los ojos, cuando parecía a punto de aceptar el refugio de su mano, que él le ofrecía ciegamente, pensó que Fleur también se había olvidado de todo. Pero sólo había sido un momento.
Y era mejor así.
Después de tantos años trabajando como un loco, durmiendo sólo cuando el cansancio lo rendía porque en sus sueños sólo aparecía ella, después de años de agarrarse a la rabia de su rechazo porque si se olvidaba de eso se quedaba sin nada… allí estaba, con Fleur otra vez. Pero estando tan cerca, recordando cómo había sido una vez, sólo podía sentir remordimientos y pena.
– Tengo que irme, Matt. No me gusta dejar solo a mi padre con Tom. A veces se despierta por la noche.
Lo había puesto en su sitio, desde luego. Ya no era el segundo, era el tercero. Primero su hijo, luego su padre y luego, por último, él.
Además, Fleur no había pasado seis años en una fría cama. El investigador privado que había contratado le habló de un tal Charlie Fletcher. Le dolía en el alma imaginarla con él, pero después de seis años, ¿qué podía esperar?
– Aún no hemos decidido nada.
– ¿Y qué esperabas? ¿Que te dijera que sí, que puedes quedarte con Tom? -replicó Fleur-. Haz lo que quieras, pero si contratas a un abogado habrá que hacerlo todo de acuerdo con la ley.
¿Estaba intentando asustarlo, amenazarlo?
– Lo sé muy bien.
Si sólo hubiera querido derechos de visita, habría contratado a un abogado desde Hungría para que solucionara el asunto. Pero eso no era suficiente. Quería que Fleur pagara por los cinco años de la vida de Tom que le había robado.
– Ya me lo imagino. Tú nunca has podido esperar por nada, ¿verdad, Matt? Quizá lo mejor sea poner esto en manos de un abogado.
– ¿Incluyendo el análisis de sangre?
Fleur hizo una mueca, como él había esperado que hiciera.
Le daban pánico las agujas. Se puso enferma el día que tuvieron que ponerle la inyección del tétanos. Él, para consolarla, le había comprado una caja de bombones, aconsejándole que se metiera un bombón en la boca mientras le ponían la inyección…
Ahora se preguntó si Tom habría heredado ese miedo. ¿O era que Fleur sentía la angustia, el dolor del niño como si fuera suyo?
– A lo mejor podemos hacer algo mañana por la tarde.
– ¿Mañana?
– En el chalé que he alquilado, en Haughton. Vas a llevar a Tom, ¿recuerdas? Es la casa que hay al final del pueblo, girando a la derecha antes de salir a la carretera.
– Me temo que no va a ser posible. Tom tiene que ensayar una obra mañana, después del colegio -contestó Fleur, aliviada al tener una excusa-. Hace más vida social que yo.
– ¿Ah, sí? Pues entonces tendré que conformarme con tu compañía.
– No, Matt. Es el único momento que tengo para…
No terminó la frase.
¿Para qué? ¿Era el único momento que tenía para darse un revolcón?
Pues no, él no pensaba ponerse a la cola.
– Si no haces vida social, supongo que te apetecerá salir a dar un paseo.
– Pensaba ir a Maybridge, al mercado. Es más fácil ir sola que llevar al niño.
– ¿Cómo puedo competir yo con eso? -preguntó Matt, irónico.
– Tienes razón. Tenemos que hablar de esto como dos adultos, no como dos críos escondidos en un granero. Las compras tendrán que esperar.
– No -dijo él entonces-. Sé lo que cuesta llevar una empresa como Gilbert y supongo que estás muy ocupada -añadió, metiendo la mano en el bolsillo del abrigo para sacar una tarjeta-. Mándame un e-mail con una lista de todo lo que necesitas y lo tendrás mañana por la tarde. Así tendremos una excusa para vernos, además.
– ¿Tú vas a hacer las compras por mí? Debes de estar desesperado.
– No tengo intención de hacerlas personalmente. Te aseguro que tengo cosas mejores que hacer con mi tiempo que empujar un carrito en un supermercado. Y te espero en Haughton alrededor de las siete.
Desde luego, eran dos personas diferentes, pensó Fleur. Habían empezado en la vida como iguales. Cada uno, heredero de una familia de personas dedicadas a la jardinería, con la misma historia, el mismo número de acres de terreno, la misma información sobre el negocio familiar, el mismo futuro por delante, la misma tragedia familiar, el mismo amor el uno por el otro.
La diferencia era que ella había optado por quedarse para cuidar de su padre mientras que Matt se había marchado, olvidando los deberes que tenía hacia su madre, para forjarse una vida en otra parte.
Aunque Tom era tanto hijo suyo como de Matt, había sido ella quien se había quedado para cuidar del niño, la que había luchado para mantener su casa cuando su padre se había hundido en la desesperación, cuando había dejado de preocuparse por el negocio.
Matt, incluso ahora, ni siquiera tenía que perder el tiempo haciendo compras. Podía contratar a otra persona para que lo hiciera por él mientras ella tenía que pasar horas haciendo cuentas para llegar a fin de mes…
Fleur miró la tarjeta. Había estado a punto de decirle que podía meterse el favor… donde le cupiera, pero tenía razón. Así tenía un día más hasta que tuviera que contarle a su padre la verdad, hasta que tuviera que ver el dolor en sus ojos, cuando entendiera que no sólo su mujer lo había traicionado.
Matt comparó la lista de productos genéricos con las estanterías que tenía delante. Estaba a punto de comprar lo que le apetecía, productos de primera calidad, pero no por Fleur o por su padre, sino por su hijo. Quería que tuviera lo mejor, que comiera los mejores productos, los más frescos. Desgraciadamente, le había dicho que otra persona haría la compra, de modo que no podría justificarlo. Además, Fleur insistiría en pagar la cuenta y su presupuesto era, como mínimo, económico.
Cuando descubrió que tenía un hijo del que no sabía nada se había sentido excluido, engañado. Pero en aquel supermercado, incapaz de tomar una simple decisión sobre qué lata de judías debía comprar, entendió lo que significaba de verdad esa exclusión de la vida de su hijo.
Una exclusión, y Matt lo sabía bien, de la que él era el responsable.
Su administrador estaba organizando un fideicomiso para el niño porque, ocurriera lo que ocurriera, Matt quería que el futuro de Tom estuviera asegurado.
Pero aquello, eso de ir a comprar al supermercado, era el día a día. Fleur no había querido decirle que tenía un hijo, no había querido pedirle una pensión de manutención. Le había negado a Tom una vida mejor…
Pero todo eso iba a cambiar, decidió, mientras ponía las latas más caras en el carrito. Con un poco de suerte, cuando tuviera que firmar el cheque entraría en razón.
Y si no, estaba seguro de que un buen abogado usaría su falta de fondos contra ella.
La casa de Haughton era un escondite perfecto. A cinco kilómetros de Longbourne, pero a miles de kilómetros de distancia en cuanto al estilo de vida. Las casas eran pintorescas, bien conservadas, y los caminos desaparecían entre los altos árboles. Allí nadie podría ver el Land Rover, pensó Fleur.
Old Cottage, la casa que Matt había alquilado, estaba al final de uno de esos caminos, con dos bancos de madera en el porche, un jardín bien cuidado y un balancín colgando entre dos manzanos. Parecía una casita de ensueño.
Cuando Matt le dijo que era rico no había exagerado, desde luego.
Como no tenía dinero para ir a la peluquería, Fleur se había cepillado el pelo hasta sacarle brillo y el jersey y los pantalones que llevaba, aunque comprados en una tienda de segunda mano, estaban en mejores condiciones que la mayoría de su ropa. Parecía una joven madre normal, como cualquiera de las chicas del pueblo. Y lo era. Al fin y al cabo, llevaba puesta su ropa.
– Llegas tarde -dijo Matt, que estaba esperando en el porche-. Empezaba a pensar que tendría que ir a buscarte.
– Me he retrasado porque tenía que atender una llamada.
– Si hubiera sido Tom quien estuviera esperando, ¿habrías atendido esa llamada? -le preguntó Matt con seriedad.
– No.
– ¿Quién era, un acreedor?
Fleur se preguntó si debería decirle la verdad, que era un cliente, pero dudaba que la creyera, así que no se molestó.
– Pensé que entenderías que los negocios van antes que el placer.
– Pero es que estamos hablando de negocios, Fleur.
– Tom no es un negocio -replicó ella-. La felicidad de mi hijo depende de lo que estamos a punto de decidir.
– Te equivocas de pronombre, Fleur.
– Muy bien, de nuestro hijo. Y nosotros somos sus padres.
Matt tuvo que sonreír.
– Has tenido cinco años para elegir las palabras, así que tendrás que ser paciente conmigo. Entra -dijo, haciendo un gesto con la mano.
– Es muy bonito -comentó Fleur mirando alrededor-. Has tenido suerte de encontrar un sitio así en tan poco tiempo.
– Digamos que más bien me encontró a mí. Vine con la propietaria en el avión. Le dije que estaba buscando un sitio para alquilar y ella me lo ofreció.
– Ah, qué bien -murmuró Fleur. Seguramente sería una mujer guapa y sofisticada con la que habría tomado una copa de champán en primera clase-. ¿Y te lo ofreció así como así? ¿A un completo extraño? ¿Cuántas horas dura el vuelo desde Hungría?
– Dos horas y media.
– ¿Tanto? -preguntó Fleur, intentando disimular el sarcasmo.
– Se puede conocer a la gente en dos horas y media, te lo aseguro. Por lo visto, la casa estaba vacía desde Navidad. Amy me dijo que le haría un favor si la aireaba un poco.
– Pues debiste de impresionarla.
– Además, no era una extraña. Compra las herramientas de jardinería en Hanovers.
– Yo compro la comida en Maybridge Royal, pero no me imagino ofreciéndole mi casa al propietario del supermercado.
– ¿No? Pues entonces supongo que mi cara le inspiró confianza.
– Sí, seguro. ¿Vive por aquí?
– Al otro lado del pueblo.
– Ya.
No, no creía que fuera su cara en lo que la tal Amy estuviera interesada. Y tampoco quería saber qué otros favores pensaba hacerle.
Porque no era asunto suyo.
Habían pasado seis años desde que Matt se marchó y estaba segura de que no había respetado las promesas que se habían hecho tanto tiempo atrás.
Para ella había sido más fácil. Aunque había habido algún interesado, ella nunca lo había estado. La vida era suficientemente complicada como para complicársela más con un hombre.
Pero solo, lejos de casa, era lógico que Matt no hubiera permanecido sin compañía sólo por un matrimonio que había durado menos de veinticuatro horas.
– Vive en la casa blanca que hay a la entrada del pueblo.
– Muy conveniente. Así podrá vigilarte para que no organices fiestas salvajes… sin invitarla.
Matt sonrió. Y esa sonrisa le dijo que había hablado demasiado.
– No haría ninguna fiesta sin invitar a Amy. Éste es un sitio muy agradable. Y ya he tenido una visita.
– ¿Ah, sí?
– Kay Ravenscar, la mujer que solía vivir aquí, me trajo un tarro de mermelada casera.
– ¿No me digas?
– Y me ha invitado a cenar el viernes en su casa.
– Sí, claro, un soltero viviendo solo en esta casa tiene que llamar la atención en el pueblo.
– Pero yo no soy soltero.
– Bueno, como si lo fueras.
– Pero no lo soy. Y como soy un hombre detallista he aceptado la invitación… en nombre de los dos. ¿Quieres un café, un té?
– Té, gracias -murmuró Fleur, sorprendida.
– ¿Por qué no compruebas la lista de la compra mientras yo pongo agua a calentar?
– Seguro que está bien. Voy a pagarte ahora, por cierto.
Estaba segura de que Matt iba a decirle que no se molestara. Después de todo, llevaba cinco años sin pagar la manutención del niño. Ella no quería su dinero, pero estaba segura de que intentaría usarlo para convencerla.
– El recibo está en una de las bolsas -contestó él.
Fleur sacó un par de latas, con expresión perpleja.
– No es cosa mía, pero yo que tú le encargaría las compras a otra persona.
– ¿Por qué? ¿Algún problema?
– Ha comprado productos muy caros. ¿Dónde está la lista que te envié por correo electrónico?
– ¿No está ahí?
Algo en su tono de voz hizo que Fleur sospechara que lo sabía perfectamente.
– No, Matt, no está. Y sugiero que imprimas una copia. La necesitarás cuando llames para pedirle explicaciones. Todo esto es… -Fleur se colocó el bolso al hombro-. Olvídate del té. Tengo que ir al supermercado a comprar como es debido.
– No, espera. No te vayas.
– ¿Por qué?
– No quiero que Tom coma productos de mala calidad.
– Tom no come cosas de mala calidad -replicó ella-. Pero hay que saber comprar.
– Café barato, judías baratas…
– Para tu información, Tom es demasiado pequeño para tomar café y detesta las judías.
– ¿Entonces?
– Entonces, dile a esa persona que devuelva todo lo que ha comprado. Mi hijo come perfectamente, las mejores verduras, la mejor fruta. El resto es para mi padre y para mí. Y para la gente que trabaja para nosotros. Suelen desayunar y hasta comer en casa cuando hay mucho trabajo y, francamente, no les puedo dar caviar.
Matt tragó saliva. Había hecho el ridículo.
– Pero supongo que lo has hecho con buena intención -dijo Fleur entonces.
– Ah, gracias.
– De nada. Y como, claramente, la compra la has hecho tú, dejaremos el tema por el momento.
– Es que no pude encontrar a nadie a última hora -intentó explicar Matt.
– Ya, bueno. Yo sólo puedo pagar los productos genéricos que te pedí en la lista. El resto tendrás que pagarlo tú. Claro que si quieres cambiarlos…
– No, no. Ha sido un error mío, así que yo pagaré la diferencia.
– Muy bien -sonrió Fleur.
Y fue como si la viera por primera vez, entre un montón de gente, en aquella fiesta. Aunque no era exactamente la primera vez que la veía, claro. Fleur había estado ahí casi toda su vida. La ventana de su dormitorio daba al jardín de los Gilbert y la había visto con su pelo rojo jugando en el columpio desde que era pequeña, o subiéndose a algún árbol, o tumbada en la hierba con un libro en la mano… o paseando por el pueblo con sus amigas. Nunca habían hablado durante esos años, pero aquella noche en la fiesta, se había acercado a ella y le había dicho:
– ¿Si yo me olvido de quién eres, tú te olvidarás de quién soy y bailarás conmigo?
Y Fleur contestó, sonriendo:
– Pensé que no ibas a pedírmelo nunca.