Las palomas se agolpaban en el interior de los apliques enrejados encima de las puertas. El bar, situado en un antiguo almacén muy cerca de la avenida del Norte, se llamaba Suey, y el rótulo mostraba un enorme cerdo rojo con una gorra de camionero.
– Encantador -dijo Portia arrastrando las sílabas.
Bodie le dirigió una sonrisa chulesca y descerebrada que armonizaba a la perfección con su amenazadora cabeza rapada, sus tatuajes intimidantes y sus músculos de matón.
– Sabía que le gustaría.
– Estaba siendo sarcástica.
– ¿Por qué?
– Porque esto es un bar de deportes.
– ¿No le gustan los bares de deportes? Qué raro. -Le aguantó la puerta abierta.
Ella elevó los ojos al cielo y le siguió al interior. El local era amplísimo y ruidoso, con un olor a cerveza rancia, patatas fritas y loción para después del afeitado, rematado todo con colonia de gimnasio. El bar daba paso a una sala más grande con mesas, juegos y paredes de bloques de hormigón que exhibían los logos de los equipos de Chicago. Entrevio al fondo un espacio aún mayor que contenía taquillas de metal y una pista de voley-playa delimitada por una valla de plástico naranja. Muñecas hinchables, placas de marcas de cerveza y espadas de luz de La guerra de las galaxias colgaban de las vigas vistas. Todo muy de chicos. Gracias a Dios, no era la clase de lugar que frecuentarían sus amistades.
Se había vestido informalmente para la velada, desenterrando viejo par de pantalones de algodón holgados, un cuerpo azul mano ajustado con sujetador incorporado, y sandalias planas. Incluso había sustituido sus pendientes de diamantes por sencillos aretes de plata. Siguió a Bodie a través de un bullicioso grupo de veinteañeros que hacía caso omiso del sonido de fondo de los televisores mientras tomaban chupitos de tequila. A medida que la gente les abría paso, tomó conciencia de cómo miraban a Bodie las mujeres. Algunas le saludaban por su nombre. Los hombres muy musculosos tendían siempre a vestirse con desaliño, pero el polo marrón café y los chinos que llevaba no podían sentarle mejor, y no había mujer en el local que no se hubiera percatado.
Ella le seguía pegada a su espalda, que era lo bastante ancha para impedir que la gente se tropezase con ella, y se dejó conducir hasta una mesa con magníficas vistas del toro mecánico y la pista de voleibol en la sala contigua. Tuvo la impresión de que pedir vino o un combinado era arriesgarse mucho, de forma que se decidió por una cerveza suave, pero pidió que se la trajeran en la botella. Estaría más protegida si caía porquería del techo.
Bodie volvió enseguida con otra cerveza para él y se puso a estudiarla descaradamente.
– ¿Cuántos años tiene?
– Suficientes para saber que ésta es la peor cita de mi vida.
– Es difícil de adivinar con mujeres como usted. Tiene la piel estupenda, pero los ojos de mujer mayor.
– ¿Algo más? -preguntó con frialdad.
– Yo calculo que cuarenta y tres o cuarenta y cuatro.
– Tengo treinta y siete -replicó ella al instante.
– No, yo tengo treinta y siete. Usted tiene cuarenta y dos. Me he informado un poco.
– ¿Por qué lo ha preguntado, entonces?
– Quería ver si se delata cuando miente. -Sus ojos de un gris azulado chisporroteaban de diversión-. Ahora ya lo sé.
Ella se resistió a morder el anzuelo.
– ¿Ya hemos acabado con la cita?
– No ha hecho más que empezar. Creo que deberíamos esperar a después de jugar para cenar, ¿no le parece?
– ¿Jugar?
Señaló con un movimiento de la cabeza a la pista de voleibol.
– Tenemos partido dentro de cuarenta minutos.
– Ah, vale. Eso será justo después de que yo me vaya, ¿no?
– Ya nos he apuntado. Tiene que jugar.
– Ni pensarlo.
– Debí avisarle de que trajera pantalón corto.
– Seguro que tenía muchos otros asuntos de importancia en que pensar.
Él sonrió.
– Es usted una puta muy guapa.
– Muchas gracias.
La sonrisa de él se hizo más amplia, y ella sintió un cosquilleo en la piel. De nuevo, consideró la posibilidad de que no fuera tan idiota como parecía.
– Decididamente, una rompepelotas -dijo él-. Hoy es mi día de suerte. -Trató de apartarse cuando se inclinó hacia ella, pero, cuando le rozó la garganta con la punta del dedo, un pequeño espasmo le recorrió la piel-. Usted y yo lo vamos a pasar en grande juntos… mientras yo mantenga ese collar de perro bien abrochado en torno a su cuello.
Sintió otra sacudida en sus terminales nerviosas, y miró hacia otro lado. Afortunadamente, tres hombres que llevaban un rato en el bar eligieron aquel momento para acercarse. Todos eran jóvenes y respetuosos. Bodie la presentó, pero sólo les interesaba él. Se enteró de que había sido futbolista profesional, y mientras los hombres hablaban de deporte experimentó la rara, que no inconveniente, sensación de ser invisible. Se permitió relajarse un poco. Cuando los jóvenes les dejaron, no obstante, supo que era el momento de hacerse con el control.
– Hábleme de usted, Bodie. ¿De dónde es?
Él la observó, casi como si estuviera decidiendo cuánto estaba dispuesto a revelarle.
– De un puntito en el mapa en el sur de Illinois.
– Un chico de pueblo.
– Podría decirse que sí. Crecí en un párking de caravanas donde era el único niño. -Dio un trago a su cerveza-. Mi dormitorio daba a un basurero.
Que tenía un pasado difícil saltaba a la vista, de modo que a ella no le sorprendió.
– ¿Qué me dice de sus padres?
– Mi madre murió cuando yo tenía cuatro años, y mi padre era un borrachín bastante guapo que tenía gancho con las mujeres, créame, crecí con un montón de ellas pululando alrededor.
Era todo tan sórdido que Portia deseó no haber preguntado. Pensó en su ex marido, con su linaje impecable, en las docenas de hombres con quienes había salido a lo largo de los años, algunos de ellos hechos a sí mismos, pero todos refinados y de irreprochables modales. Y sin embargo allí estaba, en un bar de deportistas con un hombre cuyo aspecto inducía a creer que se había ganado la vida cargando cadáveres en maleteros de coche. Una señal más de que su vida había virado y se alejaba de ella.
Bodie se excusó un momento, y aprovechó para comprobar su móvil. Tenía un mensaje de Juanita Brooks, la directora de la Promotora Comunitaria de la Pequeña Empresa. Portia respondió de inmediato. Apuntarse de voluntaria en la PCPE la había ayudado a llenar el hueco que el divorcio dejó en su vida. Aunque nunca se lo confesaría a nadie, ansiaba una validación -comprobar que era la mejor-, y apadrinar a esas nuevas empresarias se la estaba proporcionando. Tenía tantos conocimientos ganados a pulso que ofrecer… Con sólo que le hicieran caso.
– Portia, he estado hablando con Mary Churso -dijo Juanita-. Sé que te hacía ilusión ser su asesora, pero… ha pedido que le asignen a otra.
– ¿A otra? Pero no puede ser. Con todo el tiempo que le he dedicado. Lo duro que he trabajado. ¿Cómo ha podido hacer tal cosa?
– Creo que se sentía un poco intimidada por ti -dijo Juanita-. Igual que las otras. -Vaciló un instante-. Portia, te agradezco tu compromiso. Te lo digo de corazón. Pero la mayor parte de las mujeres que acuden a nosotras necesitan un apoyo algo más amable. -Portia escuchó, incrédula, mientras Juanita explicaba que no se le ocurría nadie más en aquel momento con quien Ponerla a trabajar, pero que si aparecía alguien «especial» se lo haría saber. Luego colgó.
Portia no podía creerlo. Se sentía como si un puño gigante la hubiera estrujado hasta expulsar todo el aire de sus pulmones. ¿Cómo Podía Juanita privarla de esto? Combatió su pánico con ira. Aquella mujer era una pésima administradora. La peor. En realidad, la había despedido por esperar lo máximo de esas mujeres en vez de mostrarse condescendiente con ellas.
Justo en aquel momento reapareció Bodie. Era exactamente la distracción que necesitaba, y enfundó sin dilación el móvil en su bolso para observarle acercarse. Su camiseta blanca se amoldaba a su pecho, y su atlético pantalón corto exponía la poderosa musculatura de sus piernas, en una de las cuales tenía una cicatriz larga y fruncida. Se sobresaltó al sentir que sus sentidos se aceleraban.
– Empieza el espectáculo. -La cogió de la mano para hacerla levantarse.
Juanita la había dejado tan descolocada que había olvidado el asunto del partido.
– No pienso hacerlo.
– Claro que sí. -Él ignoró sus protestas y la arrastró hacia la pista de voleibol-. Eh, tíos, ésta es Portia. Juega al voley profesional en la Costa Oeste.
– Hola, Portia.
Todos los jugadores, salvo dos, eran hombres. Una de las mujeres llevaba shorts y parecía tomarse la cosa en serio. La otra iba vestida de calle y también tenía aspecto de que la hubieran liado para jugar a su pesar. Portia no soportaba hacer cosas que no se le dieran muy bien. No había jugado al voleibol desde su primer año de universidad, y el único aspecto del juego que llegó a dominar un poco era el servicio.
Bodie deslizó sus dedos por la parte de atrás de su cuello y le apretó lo justo para recordarle su comentario sobre el collar de perro.
– Sácate esas sandalias y muéstranos de lo que eres capaz.
Él no la creía capaz. Esto era una prueba, y él esperaba que fallara. Pues bien, no iba a hacerlo. Otra vez no. No después de lo que acababa de ocurrir con Juanita. Se deshizo de las sandalias de dos patadas y se metió en la arena. Él inclinó la cabeza -¿una muestra de respeto?- y se volvió para hablar con otro jugador.
La pelota no le pasó cerca hasta pasados varios minutos del inicio del partido, cuando le dio de lleno en el pecho. No pudo colocarse debajo, y la empujó a la red. Conforme rebotaba, Bodie se tiró de cabeza a por ella, lanzando al aire una estela de arena y consiguiendo de algún modo enviarla hacia arriba y por encima de red. Era un atleta asombroso, intensamente físico, rápido e intimidante. También era un jugador de equipo, que colocaba la pelota para los demás en lugar de acapararla. Portia se esforzaba, pero, aparte de marcar un tanto de saque, fue un paquete. A pesar de todo, con Bodie al quite junto a ella, su equipo ganó los dos partidos y al celebrarlo con los demás sintió una extraña euforia. Hubiera querido que Juanita Brooks -que todo el mundo en la PCPE- la viera entonces.
Se lavó lo mejor que pudo en los servicios, pero sólo con una ducha se quitaría la arenilla que se le había metido en el pelo y entre los dedos de los pies. Volvió a la mesa al tiempo que Bodie reaparecía con su ropa de calle. El bar no tenía duchas, así que no se entendía que oliera tan bien, a agradable esfuerzo masculino, jabón de pino y ropa limpia. Cuando agarró su silla, la manga de su camisa de punto se deslizó bíceps arriba, revelando algo más del intrincado tatuaje tribal que lo rodeaba. Él le sonrió.
– Lo ha hecho de pena.
Nadie más iba a hacerle sentirse mal esa noche.
– Mira, ahora has herido mis sentimientos -dijo con voz zalamera.
– Dios, no veo el momento de llevarte a la cama.
Otra de esas turbadoras descargas la estremeció. Agarró la cerveza que él le había pedido y le dio un sorbo, pero estaba demasiado tibia para enfriarla.
– Estás dando mucho por sentado.
– No tanto. -Se inclinó hacia ella-. ¿Cómo si no vas a estar segura de que no voy a irme de la lengua con Heath? Es de lo más curioso, pero no hay manera, no consigo olvidar ese pequeño episodio de espionaje.
– ¿Me estás chantajeando por sexo?
– ¿Por qué no? -El se recostó en la silla con una sonrisa canalla-. Te dará una buena excusa para hacer lo que de todas formas estás deseando.
Si otro hombre le hubiera soltado semejante frase, se le habría reído en la cara, pero el estómago se le encogió. Tenía la singularísima sensación de que Bodie sabía algo de ella que el resto de la gente no entendía, que tal vez incluso a ella se le había escapado.
– Te engañas a ti mismo.
El se frotó los nudillos.
– No hay nada que me guste más que dominar sexualmente a una mujer fuerte.
Ella apretó los dedos alrededor de la botella, no porque se sintiera amenazada -él se estaba divirtiendo demasiado- sino porque sus palabras la excitaban.
– Tal vez deberías hablar con un psiquiatra.
– ¿Y echar a perder nuestra diversión? Me parece que no.
Nadie jugaba nunca con ella a juegos sexuales. Cruzó las piernas y le brindó una sonrisa desganada.
– Hombrecillo iluso.
El se inclinó hacia delante y le susurró en el lóbulo de la oreja:
– Una noche de éstas te voy a hacer pagar por eso. -Y luego la mordió.
Ella soltó un gruñido, no de dolor -no le estaba haciendo daño, en realidad-, sino por una perturbadora excitación. Afortunadamente, uno de los hombres con que habían jugado al voleibol se acercó a la mesa, de forma que Bodie tuvo que apartarse, dándole ocasión de recuperar la serenidad.
Poco después les trajeron la comida. Bodie la había pedido sin consultarle, y luego aún tuvo la cara dura de reñirle por no comer.
– Pero si no llegas a hincarle el diente a nada. Sólo pasas la lengua. No me extraña que estés tan escuálida.
– Demonio con pico de oro.
– Bueno, mientras sigas abriendo la boca… -Le coló una patata frita. Ella se recreó en la impresión de la grasa y la sal, pero se apartó cuando le ofreció otra. Más jugadores de voleibol se detuvieron junto a la mesa. Mientras Bodie charlaba con ellos, ella pasó revista en un gesto automático a las mujeres del bar. Había varias bastante hermosas, y sintió el impulso de darles su tarjeta, pero le falló la motivación para levantarse. La presencia de Bodie había absorbido el oxígeno del lugar, dejando el aire demasiado enrarecido para que pudiera respirar.
Para cuando abandonaron el bar y entraron en el vestíbulo de su edificio, estaba casi mareada de deseo. Ensayó mentalmente la forma en que iba a vérselas con él. El sabía perfectamente el efecto que estaba causando en ella, así que evidentemente esperaba que le invitara a subir. No lo haría, pero él se metería en el ascensor igualmente, y ella reaccionaría con una actitud divertida y tranquila. Perfecto.
Pero Bodie Gray le tenía reservada una sorpresa más.
– Buenas noches, cañonera.
Sin más que un beso en la frente, se alejó caminando.
El sábado por la mañana, Annabelle se levantó temprano y salió hacia Roscoe Village, un antiguo refugio de traficantes de droga que se había aburguesado a principios del siglo XX. Ahora era un coqueto barrio de casas restauradas y tiendas encantadoras que respiraba cierto ambiente de pueblo. Tenía cita con la hija de uno de los antiguos vecinos de Nana en su despacho de arquitectura, que daba directamente a Roscoe Street. Había oído decir que era una mujer de excepcional belleza, y quería conocerla en persona para ver si podía hacer buena pareja con Heath.
Se encontró con que la mujer era preciosa, pero casi tan hiperactiva como él, una receta infalible para el desastre. Annabelle consideró no obstante que podía ser una buena candidata para algún otro, y decidió tenerla presente.
Una punzada de hambre le recordó que no había tenido tiempo de desayunar. Como Heath no iba a recogerla hasta las doce, cruzó la calle para dirigirse a Victory's Banner, una alegre cafetería vegetariana de tamaño bolsillo, regentada por seguidores de un maestro espiritual hindú. En vez de un desfasado interior con olor a incienso, Victory's Banner lucía paredes de azul mediterráneo, luminosas banquetas amarillas y mesas en blanco tiza que combinaban con las cortinas. Se sentó a una mesa vacía y se dispuso a pedir uno de sus platos favoritos, tostada casera con mantequilla de melocotón y auténtico sirope de arce, pero la distrajo una bandeja de dorados gofres belgas que pasó a su lado. Al final, se decidió por unas crepés de manzana y nueces.
Cuando daba el primer sorbo a su café, se abrió al fondo la puerta de los servicios, y apareció una cara conocida. A Annabelle se le cayó el alma a los pies. La mujer habría resultado alta aun sin sus sandalias de tafilete de tacón alto. Era ancha de espaldas e iba bien vestida, con pantalones sueltos de tela blanca fruncida y una blusa coralina de manga corta que complementaba el pelo castaño claro que le caía hasta los hombros. Estaba maquillada con esmero, con una sutil sombra de ojos que resaltaba sus familiares ojos oscuros.
La cafetería era demasiado pequeña para esconderse, y Rosemary Kimble reparó en Annabelle de inmediato. Aferró su bolso de esterilla con más fuerza. Tenía las manos grandes y fuertes, con las uñas largas y pintadas de color caramelo, y tres pulseras de oro le adornaban la muñeca. Hacía casi seis meses desde que Annabelle la había visto por última vez. Rosemary tenía la cara más delgada y las caderas más rellenas. Se acercó a la mesa y Annabelle experimentó una mezcla de emociones encontradas que no le era en absoluto desconocida: ira y traición, compasión y repulsa… una dolorosa ternura.
Rosemary se cambió el bolso de mano y habló con su voz grave y melodiosa.
– Acabo de desayunar, pero… ¿te importa si te acompaño?
«Sí, me importa», tuvo ganas de decir Annabelle, pero luego se habría sentido culpable, de forma que señaló con un leve movimiento de cabeza la silla de enfrente. Rosemary se acomodó el bolso en el regazo, pidió un té chai helado y empezó a juguetear con una pulsera.
– Me han llegado rumores de que te has hecho con un cliente de postín.
– La cotilla de Molly…
Rosemary le dirigió una sonrisa mustia.
– No me llamas, no me escribes… Molly es mi única fuente de información. Está siendo una buena amiga.
… Al contrario que Annabelle. Se concentró en su café. Finalmente, Rosemary rompió el incómodo silencio.
– ¿Y qué tal está Kate la Tornado últimamente?
– Interfiriendo, como siempre. Quiere que me saque un título de contabilidad.
– Se preocupa por ti.
Annabelle dejó su taza en el plato con demasiado ímpetu, y el café salpicó por encima del borde de la taza.
– No me puedo figurar el porqué.
– No trates de echarme la culpa de todos tus problemas con Kate. Te ha vuelto loca toda la vida.
– Sí, bueno, nuestra situación no es que ayudara, precisamente.
– No, es cierto -dijo Rosemary.
Annabelle había esperado casi una semana desde que su mundo se viniera abajo antes de llamar a su madre, con la esperanza de poder entonces anunciar las nuevas sin echarse a llorar.
«Rob y yo hemos anulado nuestro compromiso, mamá.» Todavía recordaba el chillido de su madre. «¿De qué estás hablando?»
«Que no vamos a casarnos.»
«Pero si sólo faltan dos meses para la boda. Y adoramos a Rob. Todos le queremos. Es el único hombre con que has salido que tiene la cabeza sobre los hombros. Os complementáis a la perfección.» «Parece que demasiado. Te vas a morir de risa. -Se le hizo un nudo en la garganta-. Resulta que Rob es una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre.»
«Annabelle, ¿has bebido?»
Annabelle se lo explicó a su madre de la misma forma en que Rob se lo explicase a ella: que Rob se sentía mal en su cuerpo desde que tenía memoria; la crisis nerviosa que había sufrido un año antes de conocerse pero de la que nunca llegó a hablarle; que creyó que amarla a ella le curaría; y que al fin comprendió que no podía seguir viviendo si debía hacerlo como un hombre. Kate rompió a llorar y Annabelle lloró con ella. Se sintió estúpida por no haber sospechado la verdad, pero Rob había sido un amante bastante decente, y su vida sexual no estaba mal. Era resultón, divertido y sensible, pero no le había parecido afeminado. Nunca le sorprendió probándose su ropa o usando su maquillaje, y hasta aquella noche fatídica en que él se echó a llorar y le dijo que ya no podía seguir intentando ser alguien que no era, ella había dado por hecho que era el amor de su vida.
Mirando atrás, sí había habido algunas pistas: sus ataques de melancolía, alusiones frecuentes a una infancia desgraciada, preguntas extrañas sobre las experiencias de Annabelle al crecer siendo una niña. Ella se había sentido halagada por la atención que prestaba a sus opiniones, y contó a sus amistades lo afortunada que era por estar prometida a alguien que se interesaba tanto por ella como persona. Ni una sola vez se le pasó por la cabeza que él estaba reuniendo información, contrastando sus propias experiencias con las de ella de cara a tomar su decisión definitiva. Después de anunciarle la devastadora noticia, le dijo que la seguía queriendo igual que siempre. Ella le preguntó entre lágrimas de qué esperaba que le sirviera eso.
Ya había sido bastante doloroso que sus sueños se hicieran añicos, pero además tuvo que pasar por la humillación de contárselo a sus parientes y amigos.
«¿Os acordáis de Rob, mi ex prometido? No os lo vais a creer…» Por más que lo intentara, no conseguía superar lo que había acabado denominando para sus adentros el «factor repulsa». Había hecho el amor con un hombre que quería ser una mujer. No hallaba consuelo en sus explicaciones de que identidad de género y sexualidad eran dos asuntos diferentes. Él sabía que aquella monstruosidad pendía sobre ellos cuando se enamoraron, pero no había dicho una palabra del tema hasta la tarde en que ella se probó el traje de novia. Aquella misma noche se administró su primera dosis de estrógenos, dando comienzo a su transformación de Rob en Rosemary.
Habían transcurrido casi dos años desde entonces, y Annabelle aún no había superado la sensación de haber sido traicionada. Al mismo tiempo, no podía fingir indiferencia.
– ¿Cómo va el trabajo? -Rosemary llevaba desde hacía muchísimo tiempo la dirección de márketing de la editorial de Molly, Birdcage Press. Molly y ella habían trabajado hombro con hombro para abrir un mercado a la galardonada serie de libros infantiles «La conejita Dafne».
– La gente se va acostumbrando a mí, por fin.
– Estoy segura de que no ha sido fácil. -Durante algún tiempo, Annabelle había deseado que fuera difícil, que su antiguo amante sufriera, pero ya no sentía lo mismo. Ahora sólo quería olvidar.
La mujer que una vez fue su prometido la miró desde el otro lado de la mesa.
– Tan sólo quisiera…
– No lo digas.
– Eras mi mejor amiga, Annabelle. Quiero recuperar eso.
El antiguo rencor rebrotó.
– Ya sé que quieres, pero no puede ser.
– ¿Serviría de algo si te dijera que ya no me atraes sexualmente? Parece que las hormonas han hecho efecto en mí. Por primera vez en mi vida, he empezado a fijarme en los hombres. Se me hace muy raro.
– Qué me vas a contar a mí.
Rosemary rió, y Annabelle se las compuso para corresponder con una sonrisa, pero en la misma medida en que le deseaba lo mejor le era imposible ser su confidente. Su relación le había despojado de demasiadas cosas. No sólo había perdido la confianza en su capacidad para juzgar a la gente, sino además su seguridad en el terreno sexual. ¿Qué clase de perdedora podía estar inmersa en una relación íntima todo ese tiempo sin sospechar que algo raro pasaba?
Llegaron sus crepes. Rosemary se levantó y la miró con tristeza.
– Te dejo comer tranquila. Me alegro de haberte visto.
Lo más que acertó a responder Annabelle fue un quedo:
– Buena suerte.
– ¿Phoebe y Dan la invitan a muchas de sus fiestas? -preguntó Heath unas horas más tarde, mientras giraba hacia la larga avenida arbolada que conducía al hogar de los Calebow. Un halcón volaba en círculos al sol del mediodía sobre el viejo huerto a su derecha, en el que las manzanas empezaban a cobrar un color rojo.
– A unas cuantas -repuso ella-. Pero claro, es que yo le caigo bien a Phoebe.
– Adelante, ríase, pero a mí no me hace gracia. He perdido unos cuantos clientes magníficos por este asunto.
– Mentiría si no le dijera que es agradable tenerle a mi merced para variar.
– No lo disfrute demasiado. Confío en que no vaya a echar esto a perder.
Ella temía haberlo hecho ya. Debería haber sido franca con él respecto a lo de hoy, pero siempre se ponía cabezona cuando un adicto al trabajo empezaba a darle órdenes: otro legado de su infancia.
Las ruedas traquetearon al cruzar un estrecho puente de madera. Giraron por un recodo y una vieja alquería de piedra apareció a la vista. La propiedad de los Calebow, construida en la década de 1880, era una joya rústica en mitad de una próspera zona de expansión urbana descontrolada. Dan había comprado la casa en sus tiempos de soltería y, a medida que su familia fue creciendo Phoebe y él habían ido añadiendo alas, elevando el techo y ampliando el terreno. El resultado final era un desparrame de casa con mucho encanto, perfecta para una familia con cuatro hijos a los que criar.
Heath aparcó en la avenida junto al cuatro por cuatro de Molly que tenía pantallas con dibujos de Tigger sujetas con ventosas a los cristales. Echó el cuerpo a un lado para guardarse las llaves en el bolsillo de la cadera de sus pantalones deportivos caqui. Completaban el conjunto un polo de marca y otro de sus relojes TAG Heuer éste con correa marrón de piel de cocodrilo. Annabelle sintió que iba vestida un poco más sencillamente de la cuenta. Con sus shorts grises de punto ajustados con cordel, su camiseta aguamarina sin mangas y sus chancletas J. Crew.
Advirtió el preciso instante en que él se fijó en la multitud de globos rosas atados a la larga verja que rodeaba el porche delantero, de estilo tradicional.
El se volvió hacia ella muy despacio, como una pitón desenroscándose de cara al ataque.
– ¿Qué clase de fiesta es ésta, exactamente?
Ella se mordió el labio inferior e intentó parecer adorable.
– Eh… Tiene gracia que lo pregunte…
Sus ojos severos le recordaron demasiado tarde a Annabelle que, cuando de negocios se trataba, él carecía de sentido del humor. Y tampoco es que lo hubiera olvidado.
– Nada de tonterías, Annabelle. Dígame ahora mismo de qué va esto.
La pisotearía si trataba de escenificar una retirada, de modo que probó con cierto savoir faire desenfadado:
– Relájese y disfrute. Será divertido. -No sonó nada convincente, pero antes de que él pudiera estrangularla, apareció Molly en el porche de entrada con Pippi a su vera. Las dos lucían rutilantes diademas rosas, la de Pippi complementada con una túnica de princesa de color fresa y la de Molly con unos shorts ajustados amarillo limón y una camiseta de la conejita Dafne. La expresión ya severa de Heath se tornó aún más adusta.
Molly pareció perpleja al ver a Heath, y luego se echó a reír. Él le lanzó a Annabelle una mirada asesina, fingió una sonrisa postiza para Molly y salió del coche. Annabelle agarró su bolsa y le siguió. Desgraciadamente, el nudo que había empezado a formarse en su estómago salió con ella.
– ¿Heath? No me lo puedo creer -dijo Molly-. Si ni siquiera he podido convencer a Kevin de que viniera hoy a echar una mano.
– No me digas -respondió él despacio-. Me ha invitado Annabelle.
Molly la felicitó, pulgares hacia arriba.
– Fantástico.
Annabelle forzó una sonrisa.
Heath caminó hacia Molly, transmitiendo un aire de diversión que Annabelle sabía que no sentía.
– Annabelle, no obstante, olvidó decirme a qué me estaba invitando exactamente.
– Uups… -Los ojos de Molly centellearon.
– Lo habría hecho si me lo hubiera preguntado. -Sus palabras sonaron falsas incluso a sus propios oídos, y él la ignoró.
Molly se inclinó hacia su hija.
– Pippi, cuéntale al señor Heath lo de nuestra fiesta.
La diadema de la pequeña se bamboleó al saltar dando un chillido que perforaba los tímpanos.
– ¡La fiesta de las princesas!
– Qué me dices -dijo Heath arrastrando las sílabas. Muy despacio, se volvió a mirar a Annabelle. Ella fingió observar una rosa trepadora a un lado del porche de entrada.
– Fue idea de Julie y de Tess -dijo Molly-. Annabelle se presentó voluntaria para echar una mano.
Annabelle pensó en explicar que Julie y Tess eran las hijas mayores de los Calebow, gemelas de quince años. Luego comprendió que Heath no necesitaría esa explicación. Habría asumido como parte de su trabajo enterarse de todo lo relativo a los cuatro hijos de Dan y Phoebe: las gemelas, Hannah, de doce años, y Andrew, de nueve. Probablemente, estaba al tanto de cuáles eran sus comidas favoritas y de cuándo se habían hecho la última revisión dental.
– Las gemelas se han apuntado voluntarias en un centro de asistencia diurna a familias sin recursos -prosiguió Molly-. Trabajan con niñas de cuatro y cinco años, supervisando actividades dirigidas a introducirlas en mates y ciencias. Querían organizar una fiesta para divertirse un poco.
– ¡La fiesta de las princesas! -volvió a chillar Pippi, botando una y otra vez.
– No sabes lo contenta que estoy de que hayas venido -dijo Molly-. Tess y Julie se han despertado con fiebre esta mañana, así que hemos ido un poco de cabeza. Hannah va a echar una mano pero se involucra emocionalmente, con lo que no puedes confiar del todo en ella. He intentado llamar a Kevin para rogarle que lo reconsiderase, pero Dan y él se han llevado a los chicos no sé dónde y no cogen el teléfono. Verás cuando se enteren de quién les ha salvado.
– Es un placer. -Heath transmitía tal sinceridad que Annabelle le habría creído de no estar al tanto de la situación. No le extrañaba que fuera tan bueno en lo que hacía.
Oyeron el sonido de un motor y vieron acercarse un minibús amarillo. Molly se volvió hacia la puerta.
– ¡Hannah, han llegado las niñas!
Al cabo de unos instantes, apareció Hannah Calebow, de doce años. Delgada y rara, se parecía más a su tía Molly que a Phoebe, su madre. Su pelo castaño claro, ojos expresivos y rasgos ligeramente asimétricos insinuaban la promesa de algo más interesante que una belleza convencional cuando creciera, aunque en este momento era difícil precisar el qué.
– Hola, Annabelle -dijo al aproximarse.
Annabelle devolvió el saludo, y Molly presentó a Heath mientras el minibús se detenía delante de la casa.
– Annabelle, ¿por qué no vais Heath y tú a ayudar a Phoebe en el patio trasero mientras Hannah y yo nos encargamos de que bajen las niñas?
– Tal vez sea mejor que andéis con ojo cuando estéis con mamá -dijo Hannah con voz suave, ansiosa por agradar-. Está de un humor de perros, porque esta mañana Andrew le ha metido mano a la tarta.
– La cosa se pone cada vez mejor -masculló Heath. Y sin más, se dirigió al camino empedrado que rodeaba la casa por un lado. Caminaba tan deprisa que Annabelle tuvo que ir al trote para darle alcance.
– Supongo que le debo una disculpa -dijo-. Temo que me haya dejado llevar por…
– No diga ni una palabra -dijo en un tono que no presagiaba nada bueno-. Me ha jodido a propósito, y no tenemos nada que decirnos.
Ella corrió a ponerse a su lado.
– No ha sido mi intención joderle. Pensé que…
– No gaste saliva. Quería hacerme quedar como un idiota.
Ella deseó que eso no fuera cierto, pero se temía que pudiera serlo. No como un idiota, exactamente. Simplemente, no tan seguro de sí mismo.
– Su reacción es claramente desproporcionada.
Fue entonces cuando la Pitón atacó.
– Está despedida.
Ella tropezó en una de las losas del camino. Su voz no había reflejado emoción alguna, ni un lamento por los buenos ratos y las risas compartidas, tan sólo una declaración lapidaria.
– Seguro que no lo dice en serio.
– Oh, ya lo creo que sí.
– ¡Es una fiesta infantil! No pasa nada.
El se alejó sin añadir palabra.
Ella se quedó helada y en silencio a la sombra de un olmo viejo. Lo había vuelto a hacer. Una vez más, había dejado que su carácter impulsivo la arrastrara al desastre. Le conocía lo suficiente a estas alturas como para entender cuánto le molestaba verse puesto en desventaja. ¿Cómo pudo llegar a creer que encontraría esto divertido? Tal vez no lo había creído. Acaso la persona a la que había intentado sabotear en realidad era ella misma.
Su madre tenía razón. No podía ser una simple coincidencia que todo aquello a lo que Annabelle se aplicaba fracasara. ¿Creía en el fondo que no merecía el éxito? ¿Era ésa la razón de que todas sus empresas acabaran en desastre?
Se apoyó en el tronco del árbol y trató de no llorar.