22

Annabelle salió corriendo al pasillo desierto. De los altavoces salía música suave, y la iluminación, tenue y romántica, arrancaba un resplandor relajante de las paredes granates, pero ella no podía dejar de temblar. Creía que Rob le había partido el corazón, pero aquel dolor no había sido nada en comparación con lo que sentía ahora. Nada más pasar el comedor, se topó con un rincón amueblado con un confidente y un par de sillas Sheraton. Heath la seguía, pero ella insistió en darle la espalda, y él tuvo la lucidez de no tocarla.

– Antes de que digas nada que luego vayas a lamentar, Annabelle, déjame sugerirte que enciendas tu fax cuando llegues a casa. Voy a mandarte el recibo de un joyero por un anillo de tamaño considerable. Fíjate en cuándo lo encargué. El martes, hace cuatro días.

De modo que había dicho la verdad al contar que había decidido casarse con ella la noche de la fiesta. No le supuso consuelo alguno. A pesar de que sabía que Heath tenía ese agujero emocional en su interior, había pensado que ella podría guardarse de caer nunca en él.

– ¿Me estás escuchando? -dijo-. Ya había decidido casarme contigo antes de conocer a un solo miembro de tu familia. Siento haber tardado tanto en ver las cosas claras, pero, tal y como te ha faltado tiempo para señalar, soy un idiota, y lo único que he conseguido esta noche ha sido demostrar que tienes razón. Tendría que haber hablado contigo en privado, pero empecé a pensar en lo mucho que significaría para ellos ser parte de esto. Obviamente, se me fue la cabeza.

– Ni se te ocurrió que yo fuera a negarme, ¿no? -Tenía la mirada perdida en su reflejo desvaído en la ventana-. Tenías tan claro que yo estaba loca por ti que ni siquiera lo dudaste.

Él se le acercó por detrás, hasta el punto en que pudo sentir el calor de su cuerpo.

– ¿No lo estás?

Se había creído muy lista restregándole a Dean por las narices pero él había sabido interpretar su pantomima, y ahora la había despojado de los últimos restos de su amor propio, por añadidura a todo lo demás.

– Sí, bueno, ¿y qué? Me enamoro con facilidad. Por fortuna, lo supero con la misma facilidad.

– Menuda mentira.

– No digas eso.

Finalmente, se volvió para mirarle de frente.

– Te conozco mucho mejor de lo que piensas. Viste lo bien que me llevaba con los chicos en la fiesta, y fue entonces cuando te diste cuenta de que sería un activo para tus negocios, lo bastante importante para compensar que no soy una belleza despampanante.

– Deja de hacerte de menos. Eres la mujer más hermosa que he conocido jamás.

Podría haberse reído ante su desfachatez si no le doliera tanto.

– Para de decir mentiras. Soy una concesión, y ambos lo sabemos.

– Nunca hago concesiones -replicó él-. Y te juro que no las he hecho contigo. A veces dos personas encajan, y es lo que nos ha pasado a nosotros.

Era escurridizo como una anguila, y no podía permitir que la desarmara.

– Empieza a tener sentido. Tú no eres partidario de incumplir los plazos. Se avecina tu treinta y cinco cumpleaños. Es hora de tomar iniciativas, ¿verdad? En la fiesta, viste que yo podía ser un activo para tus negocios. Te gusta estar conmigo. Luego, esta noche, descubres que pertenezco al tipo de familia rica y distinguida que andabas buscando. Supongo que eso ha acabado de decidirte. Pero se te ha olvidado algo, ¿no crees? -Se forzó a mirarle a los ojos-. ¿Qué hay del amor? ¿Qué pasa con eso?

Respondió sin vacilar un instante.

– ¿Que qué pasa? Pon atención, porque voy a empezar por el principio. Eres preciosa, toda tú. Amo tu pelo, el aspecto que tiene, su tacto. Adoro tocarlo, olerlo. Amo la forma en que arrugas la nariz cuando te ríes. Me hace reír, además; no falla. Y adoro verte comer. A veces parece imposible que te puedas meter la comida en la boca a esa velocidad, pero cuando una conversación te interesa se te olvida que la tienes delante. Sabe Dios que adoro hacer el amor contigo. Ni siquiera puedo hablar de eso sin desearte. Adoro tu patética fidelidad a tus jubilados. Adoro lo duro que trabajas… -Y así continuó un rato, dando vueltas por un mínimo sector de la alfombra y catalogando sus virtudes.

Empezó a describir su futuro, pintando un cuadro de color de rosa de su vida en común, instalados en su casa; de las fiestas que darían, de las vacaciones que se tomarían. Hasta incurrió en la temeridad de hablar de hijos, lo que le hizo a ella volver a pisar con los pies en el suelo.

– ¡Basta! ¡Déjalo ya! -Cerró las manos en puño-. Lo has dicho todo excepto lo que necesito oír. Quiero que me quieras a mí, Heath, no que te guste mi espantoso pelo, ni lo bien que me llevo con tus clientes, ni el hecho de que tengo la familia con que siempre has soñado. Quiero que me quieras a mí, y eso no sabes cómo se hace, ¿verdad?

Él ni siquiera pestañeó.

– ¿Has escuchado algo de lo que he dicho?

– Hasta la última palabra.

La atravesó con su mirada, tratando de ahogarla en su letal seguridad.

– ¿Cómo no iba a quererte, entonces?

Si no hubiera estado tan dolorosamente acostumbrada a sus trucos, podía haber mordido el anzuelo, pero sus palabras cayeron en saco roto.

– No lo sé -dijo sin inmutarse-. Dímelo tú.

Él alzó una mano al cielo, pero Annabelle notó que actuaba a la desesperada.

– Tu familia tiene razón. Eres un desastre de persona. ¿Qué es lo que quieres? Sólo dime lo que quieres.

– Quiero tu mejor oferta.

Se la quedó mirando con una mirada intensa, intimidante, sobrecogedora. Y entonces hizo lo inimaginable. Desvió la vista. Descorazonada, ella le vio meterse las manos en los bolsillos, y cómo sus hombros caían de modo casi imperceptible.

– Ya te la he hecho.

Annabelle se mordió el labio y asintió.

– Eso me parecía. -Y dicho esto, se alejó andando.

No llevaba dinero encima, pero se subió a un taxi igualmente y luego hizo esperar al taxista a la puerta de su casa mientras ella entraba a coger efectivo para pagarle. Su familia se presentaría en cualquier momento. Agarró una maleta antes de que eso sucediera y empezó a llenarla con cualquier cosa con que toparan sus dedos, sin permitirse sentir ni pensar. Al cabo de quince minutos, estaba en su coche.


***

Poco antes de medianoche, Portia recibió la noticia de la proposición matrimonial de Heath por una llamada de Baxter Benton, que atendía las mesas del club Mayfair desde hacía mil años y había estado escuchando a escondidas durante la fiesta de la familia Granger. La pilló acurrucada en el sofá, envuelta en una vieja toalla de playa y unos pantalones de chándal -ya no le cabían los vaqueros-, rodeada de un mar de envoltorios de caramelo y pañuelos de papel arrugados, como si estuviera encerrada por una alambrada. En cuanto colgó el teléfono se puso en pie, animada por primera vez en varias semanas. No había perdido su instinto después de todo. Por eso no había podido dar con la mujer ideal para esa última presentación. La química que percibió entre Heath y Annabelle aquel día en su despacho no era fruto de su imaginación.

Echó a andar, pisando la toalla que había dejado caer al suelo, y agarró un ejemplar del Tribune, que no había abierto siquiera, para comprobar la fecha. Su contrato con Heath expiraba el martes: disponía aún de tres días. Dejó el periódico a un lado y empezó a caminar muy inquieta. Si era capaz de arreglar aquello, quizás, sólo quizás, pudiera dejar atrás Parejas Power sin sentirse una perfecta fracasada.

Era medianoche, y no podía hacer nada hasta la mañana. Contempló la porquería acumulada a su alrededor. La mujer de la limpieza se había despedido un par de semanas antes, y no la había reemplazado. Una película de polvo lo cubría todo, el cubo de la basura rebosaba y había que pasar la aspiradora por las alfombras. El día anterior ni siquiera había ido a trabajar. ¿Para qué? Estaba sin ayudantes, sólo quedaban Inez y el informático que se ocupaba de su página web, la parte del negocio que menos le interesaba.

Se tocó la cara. Aquella mañana había ido al dermatólogo, demostrando una organización de su tiempo catastrófica, pero, después de todo, también lo era su vida. No obstante, por primera vez en varias semanas, sintió un hálito de esperanza.


***

Heath se emborrachó el sábado por la noche, igual que solía hacerlo su viejo. Sólo le hacía falta tener a mano una mujer a la que pegar, y sería de tal palo tal astilla. Pensándolo bien, el viejo estaría orgulloso de él, porque hacía un par de horas que había vapuleado a una a base de bien; tal vez no físicamente, pero en el plano emocional le había dado una paliza de muerte. Y ella le había devuelto los golpes. Le había dado donde más le dolía. Cuando se desplomó en la cama, hacia la madrugada, deseó haberle dicho que la amaba, haber pronunciado las palabras que ella necesitaba oír. Pero a Annabelle no podía ofrecerle sino la verdad. Ella significaba demasiado para él.

Cuando por fin despertó, era domingo por la tarde. Fue trastabillando hasta la ducha y metió su cabeza dolorida debajo del agua. Debería estar en Soldier Field en aquel momento, con la familia de Sean, pero al salir de la ducha lo que hizo fue ponerse un albornoz, entrar en la cocina y coger la cafetera. No había llamado a un solo cliente para desearle suerte, y ni siquiera le importaba.

Sacó un tazón del armario y trató de incubar un poco más de su indignación con Annabelle. Le había desbaratado la vida, y no le hacía ninguna gracia. Tenía un plan, uno magnífico, para ambos. ¿Por qué no podía haber confiado en él? ¿Por qué necesitaba oír un montón de chorradas sin sentido? Los actos eran más elocuentes que las palabras y, una vez casados, él le habría demostrado lo mucho que le importaba de todas las maneras que sabía.

Cogió unas aspirinas, bajó al piso inferior y se dirigió a la sala de audiovisuales, para poder seguir algún partido. No se había vestido ni afeitado ni había comido, y le importaba un carajo. Mientras zapeaba por los canales deportivos, pensó en cómo la había tomado con él la familia de Annabelle después de que ella abandonara la reunión. Como un banco de pirañas.

«¿A qué juegas, Champion?»

«¿La quieres o no?»

«Nadie hace daño a Annabelle y se va de rositas.»

Hasta Candace había intervenido: «Estoy convencida de que la has hecho llorar, y no soporta que se le corra el maquillaje.»

Para rematar la faena, Chet lo había dicho todo:

«Ahora será mejor que te vayas.»

Heath pasó el resto de la tarde del domingo, hasta entrada la noche, cambiando de un partido a otro sin enterarse de ninguno. Había ignorado el teléfono todo el día, pero no quería que nadie llamara a la policía, así que reunió los ánimos para fingir una coartada, alegando una gripe en una conversación con Bodie. Luego subió al piso de arriba y cogió una bolsa de patatas fritas. Le supieron a pelusa de secadora. Vestido aún con su albornoz de algodón blanco, se sentó en el solitario sofá del salón con una botella de whisky llena.

Su plan perfecto yacía a su alrededor hecho trizas. En una sola y desastrosa noche, había perdido una esposa, una amante y una amiga, y todas eran la misma persona. La larga y desolada sombra del camping de caravanas Beau Vista se cernía sobre él.


***

Portia se pasó el domingo encerrada en su apartamento, con un teléfono enganchado en el hombro, intentando localizar a Heath. Al final consiguió ponerse en contacto con su recepcionista, a la que prometió un fin de semana en un balneario si podía averiguar dónde se encontraba. La mujer no la llamó hasta las once de la noche.

– Está en su casa, enfermo -dijo-. En jornada de liga. Nadie puede creerlo.

Portia necesitaba pronunciar su nombre.

– ¿Ha hablado Bodie con él?

– Por él nos hemos enterado de que estaba enfermo.

– Entonces… ¿Bodie ha pasado a verle?

– No. Todavía está de viaje de vuelta de Texas.

Cuando colgó, a Portia le sangraba el corazón, pero no podía ceder a aquello, no en ese momento. No se creyó ni por un instante que Heath estuviera enfermo, y marcó su número. Cuando le saltó su contestador, volvió a intentarlo, pero no cogía el teléfono. Una vez más, se tocó la cara. ¿Cómo iba a hacer eso?

¿Cómo iba a dejar de hacerlo?

Se precipitó a su dormitorio y revolvió en sus cajones hasta encontrar el más grande de sus pañuelos de Hermés. Aún así, vaciló. Se acercó a la ventana y echó un vistazo a la oscuridad de la noche.

Al diablo con todo.


***

Heath estaba adormilado, con Willie Nelson sonando en el equipo de música. Hacia la medianoche, oyó el timbre de la puerta. Lo ignoró. Volvió a sonar, insistentemente. Cuando no pudo aguantarlo más, fue dando zancadas hasta el recibidor, agarró sus deportivas y las lanzó contra la puerta.

– ¡Largo!

Volvió dando pisotones al desierto salón y cogió el vaso de whisky escocés que había dejado momentos antes. Un ruido de golpes frenéticos en su ventana le hizo girarse… y contempló una visión salida directamente del infierno.

– ¡Joder!

Su vaso cayó al suelo hecho añicos, y el whisky salpicó sus pantorrillas desnudas.

– Pero qué co…

El rostro de pesadilla se escondió entre los arbustos.

– ¡Abra la maldita puerta!

– ¿Portia? -Pasó por encima de los cristales rotos, pero no vio nada más que las ramas agitándose al otro lado de la ventana. Aquel rostro oscuro, embozado y desprovisto de todo rasgo humano, a excepción de un par de ojos desorbitados, no podía ser producto de su imaginación. Volvió al recibidor y abrió la puerta de par en par. El porche estaba vacío.

Oyó una voz sibilante detrás de los arbustos.

– Acérquese.

– Ni hablar. He leído a Stephen King. Venga usted aquí.

– No puedo.

– No pienso moverme.

Pasaron unos segundos.

– De acuerdo -dijo ella-, pero dése la vuelta.

– Vale.

– No se movió.

Poco a poco, Portia emergió de entre las sombras y se adentró en el camino. Llevaba un impermeable largo, negro, con un pañuelo carísimo envolviéndole la cabeza. Se llevó a la mano a la frente a modo de visera.

– ¿Me está mirando?

– Claro que la estoy mirando. ¿Cree que estoy loco?

Transcurrieron unos segundos más, y luego ella bajó la mano. Estaba azul. Su cara entera y lo que alcanzaba a ver de su cuello eran azules. No de un leve tono azulado, sino de un azul brillante, intenso, como de metileno. Sólo sus ojos y sus labios se habían salvado.

– Ya lo sé -dijo-. Parezco un pitufo.

El parpadeó.

– Yo estaba pensando en otra cosa, pero sí, tiene razón. ¿No se le va con jabón?

– ¿Cree que saldría de casa con esta pinta si se fuera con jabón?

– Supongo que no.

– Es un producto cosmético exfoliante muy especial. Me lo aplicaron ayer por la mañana. -Parecía enfadada, como si fuera culpa de Heath-. Evidentemente, no pensaba dejarme ver hasta que se fuera.

– Y sin embargo, aquí está. ¿Cuánto dura el efecto pitufo?

– Unos pocos días más, y luego se pela. Ayer tenía peor aspecto.

– Es difícil de imaginar. ¿Y se ha hecho usted esto por…?

– Elimina las células muertas y estimula la generación de nuevas… Da lo mismo.

Portia reparó en su mandíbula sin afeitar, su albornoz blanco, las piernas desnudas y los mocasines de Gucci.

– No soy la única con muy mala pinta.

– ¿No puede un hombre tomarse un día de asueto de vez en cuando?

– ¿Un domingo en plena temporada de fútbol? No le creo. -Entró en la casa pasando por delante de él con paso decidido, y una vez dentro se apresuró a apagar la luz del recibidor-. Tenemos que hablar muy seriamente.

– No veo por qué.

– Negocios, Heath. Tenemos negocios que discutir.

Normalmente, la habría echado a patadas, pero ya no le apetecía seguir dándole al whisky, y necesitaba hablar con alguien que no estuviera predispuesto a ponerse del lado de Annabelle. Pasó delante de ella hacia el salón y, ya que no era su madito padre, y tenía alguna noción de normas elementales de educación, bajó el regulador de la única lámpara de la habitación.

– Hay cristales rotos junto a la chimenea.

– Ya veo. -Tomó nota de la ausencia de muebles en la sala, pero no hizo ningún comentario-. Me he enterado de que anoche le propuso matrimonio a Annabelle Granger. Lo que no sé es por qué la muy boba le rechazó. Dado que salió a toda prisa del club Mayfair sin usted, deduzco que eso es lo que ocurrió.

La sensación de haber sido maltratado de Heath hizo erupción.

– Porque está como una cabra, por eso. Y maldita la falta que me hace que me complique más la vida con sus chifladuras. Y no la llame usted boba.

– Discúlpeme -dijo, arrastrando las sílabas.

– No es que tenga un montón de hombres haciendo cola para casarse con ella, tampoco.

– Tengo entendido que su último prometido sufría un problema de identidad sexual, así que creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que suponía usted una mejora.

– Parece ser que no.

Portia no se había dado cuenta, aparentemente, de que se le había resbalado el pañuelo. Bajo el cual, llevaba el pelo hecho un desastre, apelmazado a un lado, levantado por el otro. Era difícil conciliar su imagen con aquella otra, tan de mírame y no me toques, que Heath recordaba.

– Traté de advertirle de que no era de fiar -dijo ella-. Nunca debió hacer tratos con ella, de entrada. -Se le acercó, con ojos penetrantes en sus fantasmales cuencas azules-. Y, desde luego, no debía usted haberse enamorado de ella.

Fue como si le diera un navajazo en el estómago.

– ¡No estoy enamorado de ella! No trate de poner etiquetas a esto.

Portia reparó en la botella de whisky vacía.

– ¿No? Pues me habría engañado tranquilamente.

Heath no iba a permitir de ninguna manera que le hiciera aquello

– Pero ¿qué pasa con ustedes las mujeres? ¿Es que no pueden dejar estar las cosas? El hecho es que Annabelle y yo nos llevamos estupendamente. Nos entendemos, y lo pasamos bien juntos. Pero a ella no le basta con eso. Tiene unas inseguridades de mil pares de cojones. -Empezó a dar vueltas por la sala, incubando su sensación de agravio y buscando un ejemplo que demostrara su afirmación-. Tiene ese rollo con su pelo…

Portia se acordó por fin del suyo y se palpó el aplastado revoltijo.

– Con un pelo como el suyo, supongo que podemos pasarle por alto un poco de vanidad.

– Lo aborrece -dijo él, triunfante-. Ya le he dicho que está como una cabra.

– Y sin embargo, es la mujer que ha elegido por esposa.

Su ira amainó. Se sentía como apaleado, y le entraron ganas de echar otro trago.

– Todo el asunto me ha cogido un poco por sorpresa. Es dulce, es lista. Inteligente de veras, no sólo sabihonda. Es graciosa. Dios, cómo me hace reír. Sus amigas la adoran, y eso ya dice mucho, porque son unas mujeres increíbles. No sé… Cuando estoy con ella, me olvido del trabajo, y… -Se detuvo. Ya había hablado más de la cuenta.

Portia se llegó hasta la chimenea, y el abrigo se le abrió exponiendo a la vista unos pantalones de chándal rojos y lo que parecía la parte de arriba de un pijama. Normalmente, Heath no habría hecho excesivo caso de una mujer con la cara azul pitufo y el pelo como quien acaba de levantarse de la cama, pero se trataba de Portia Powers, y no bajó la guardia; afortunadamente, por cierto, porque ella volvió al ataque.

– Pero a pesar de todo eso, usted parece amarla.

A duras penas podía controlar su agitación.

– Vamos, Portia. Usted y yo estamos hechos de la misma pasta. Los dos somos realistas.

– Que yo sea realista no quiere decir que no crea que el amor existe. Tal vez no para todo el mundo, pero… -Hizo un pequeño gesto, algo extraño, que no iba con su carácter-. Su proposición debió de dejarla desconcertada. Ella le ama, desde luego. Eso lo intuí durante nuestra infausta reunión. Me sorprende que no se mostrara predispuesta a pasar por alto su estreñimiento emocional y aceptar su proposición al vuelo.

– El hecho de que no quisiera mentirle no implica que no fuera una oferta buena de narices. Le habría dado todo lo que necesitara.

– Menos amor. Eso es lo que ella esperaba oír, ¿me equivoco?

– ¡No es más que una palabra! Lo que cuenta son los hechos.

Portia apartó con la punta del zapato la botella de whisky que él había dejado en el suelo.

– ¿Se le ha pasado por la cabeza, y se lo pregunto simplemente porque es mi trabajo, que es posible que sea Annabelle la que está en sus cabales, y usted el loco de atar?

– Creo que es mejor que se vaya a casa.

– Y yo creo que se queja usted demasiado. Le presentaron a una serie de mujeres deslumbrantes, pero Annabelle es la única con la que quiso casarse. Eso, por sí solo, ya debería hacerle reflexionar.

– Consideré la situación con lógica, eso es todo.

– Ah, sí, es usted el maestro de la lógica, es verdad. -Rodeó los cristales rotos-. Venga, Heath. Déjese de historias. No puedo ayudarle si usted no me dice la verdad sobre ese muro que ha levantado en torno a sí.

– ¿Qué es esto? ¿La hora del psiquiatra?

– ¿Por qué no? Dios sabe que sus secretos están a salvo conmigo. Y no porque no tenga un ejército de amigas íntimas deseosas de arrancármelos.

– Créame, no le interesa escuchar mis traumas de infancia. Digamos únicamente que, cuando cumplí quince años, más o menos, adiviné que mi supervivencia dependía de no entrarle a la gente con mi corazón por delante. Incumplí esa norma una vez, y lo pagué caro. ¿Sabe una cosa? Ha resultado ser una forma más sensata de vivir. Yo la recomiendo. -Se acercó a ella-. También me duele su insinuación de que soy no sé qué clase de monstruo despiadado, porque no es verdad.

– ¿Es eso lo que ha entendido? Sí que presenta usted todos los síntomas clásicos.

– ¿De qué?

– De un hombre enamorado, por supuesto.

Su expresión se descompuso.

– Mírese. -Su tono se suavizó, y Heath creyó distinguir en éste una nota de sincera simpatía-. No estamos hablando de un acuerdo de negocios que se ha torcido. Estamos hablando de que se le parte el corazón.

El oyó un bramido en su cabeza.

Portia se acercó a la ventana. Sus palabras llegaron a Heath en sordina, como si a ella le costara pronunciarlas.

– Creo… Creo que así es como siente el amor la gente como usted y yo. Como una amenaza, un peligro. Necesitamos tener el control, y el amor nos priva de él. Las personas como nosotros… No podemos soportar la vulnerabilidad. Pero, por mucho que nos esforcemos, tarde o temprano el amor nos alcanza. Y entonces… -Tomó aire con dificultad-. Y entonces nos venimos abajo.

Se sintió golpeado a traición.

Ella se volvió lentamente hacia él, con la cabeza erguida, y unos regueros plateados corriendo por el azul brillante de sus mejillas.

– Reclamo mi presentación.

Heath oyó lo que había dicho, pero sus palabras carecían de sentido.

– Nos prometió a Annabelle y a mí una última presentación. Annabelle agotó la suya con Delaney Lightfield. Ahora me toca a mí.

– ¿Quiere presentarme a alguien? ¿Ahora? ¿Después de decirme que estoy enamorado de Annabelle?

– Tenemos un acuerdo. -Se frotó la nariz con la manga del impermeable-. Fue usted quien definió los términos, y yo tengo a una joven preciosa que es justo lo que usted necesita. Es inteligente y animosa. También es impulsiva, y algo temperamental, lo que ayudará a que usted no pierda interés. Atractiva, por supuesto, como lo son todas las candidatas de Parejas Power. Tiene un pelo rojo espectacular…

Habitualmente, Heath no era tan duro de mollera, y, al final, entendió.

– ¿Pretende presentarme a Annabelle?

– No es que lo pretenda. Es que voy a hacerlo -dijo con fiera determinación-. Tenemos un acuerdo. Su contrato no expira hasta la medianoche del martes.

– Pero…

– No puede usted ir más lejos por sí mismo. Es hora de que se haga cargo del asunto una profesional. -En esto, sin más, se le agotó la energía, y otra lágrima le resbaló por la mejilla-. Annabelle tiene… Tiene la hondura de carácter de la que usted carece. Es la mujer que… le hará seguir siendo humano. Porque ella no va a conformarse nunca con menos. -Su pecho se elevó al tomar una inspiración prolongada e irregular-. Desgraciadamente, va a tener que encontrarla primero. He hecho averiguaciones. No está en su casa.

La noticia le conmocionó. Él la quería quietecita y a resguardo en casa de su abuela. Esperándole.

La costura rosa de los labios de Portia se estrechó bajo sus mejillas azules y húmedas.

– Escúcheme, Heath. En cuanto la encuentre, llámeme. No trate de ocuparse usted mismo. Necesita ayuda. ¿Me ha entendido? Ésta es mi presentación.

En aquel preciso instante, lo único que él entendía era la enormidad de su propia estupidez. Amaba a Annabelle. Por supuesto que la amaba. Eso explicaba todos aquellos sentimientos a los que no había dado nombre porque estaba demasiado asustado.

Necesitaba quedarse solo para darle vueltas a aquello. Portia pareció comprenderlo, porque se abrochó el impermeable y abandonó la habitación. Heath se sentía como si le hubieran dado un golpe en la cabeza con una pelota de béisbol, de bolea. Se derrumbó en el asiento y hundió la cara entre las manos.

Los tacones de Portia repiquetearon en el suelo de mármol del recibidor. Oyó que abría la puerta de la calle y luego, inesperadamente, la voz de Bodie.

– ¡Joder!

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