La profunda voz masculina retumbó con desagrado en el auricular.
– Tengo otra llamada. Dispone de treinta segundos.
– Tiempo insuficiente -replicó Annabelle-. Es necesario que nos sentemos los dos para que me pueda hacer una idea más concreta de lo que anda buscando. -No gastó saliva en pedirle que rellenara el cuestionario que tantas horas le había llevado perfeccionar. La única forma de conseguir la información que precisaba era sonsacársela.
– Digámoslo así-contestó él-. La idea que tiene mi futura esposa de pasar un buen rato es sentarse en Soldier Field en enero, con el viento soplando desde el lago a treinta nudos. Es capaz de alimentar a media docena de atletas universitarios con una comida a base de espaguetis sin previo aviso y de hacer dieciocho hoyos jugando al golf con los tees de los hombres sin ponerse en evidencia. Es sexy como un demonio, sabe vestirse y le hacen gracia los chistes de pedos. ¿Alguna cosa más?
– Sólo que cuesta un montón dar con mujeres lobotomizadas hoy en día. No obstante, si es eso lo que desea…
Un resoplido sordo. Si era de irritación o de risa, no pudo discernirlo.
– ¿Le iría bien mañana por la mañana? -preguntó ella, tan jovial como si fuera una de las animadoras con las que sin duda se había citado por docenas en sus días de deportista universitario.
– No.
– Diga usted pues dónde y cuándo.
Oyó entonces un suspiro que combinaba resignación y exasperación.
– He de ver a un cliente en Elmhurst dentro de una hora. Puede usted acompañarme hasta allí. Espéreme delante de mi despacho las dos. Y si no llega puntual, me iré sin usted…
– Allí estaré.
Colgó el teléfono y sonrió a la mujer que se sentaba al otro lado de la mesa de cafetería de metal verde.
– Bingo.
Gwen Phelps Bingham dejó sobre la mesa su vaso de té helado.
– ¿Le has convencido de que rellene el cuestionario?
– Más o menos -contestó Annabelle-. Tendré que entrevistarle en su coche, pero más vale eso que nada. No puedo ir más allá hasta hacerme una idea más concreta de lo que quiere.
– Rubia y con tetas. Asegúrate, y dale recuerdos. -Gwen sonrió y desvió la mirada hacia el conjunto de lirios llenos de hierbajos que marcaban el límite entre su jardín y la callejuela trasera de su dúplex en Wrigleyville-. Tengo que admitir que está bastante macizo… siempre que te vayan los hombres duros y castigadores pero a la vez taaan ricos y exitosos.
– Te he oído.
Ian, el marido de Gwen, asomó la cabeza por la puerta abierta del patio.
– Annabelle, esa enorme cesta de fruta no alcanza ni por asomo a compensarme por lo que me hiciste pasar la semana pasada.
– ¿Y qué me dices del año de canguro gratis que te prometí?
Gwen se dio unas palmadas en su vientre casi plano.
– Has de admitir, Ian, que sólo por eso ya valía la pena.
El siguió paseando por fuera.
– No pienso admitir nada. He visto fotos de ese tío, y todavía tiene pelo.
Ian estaba más susceptible de lo normal en lo tocante a su pelo, que ya raleaba, y Gwen le miró con ternura.
– Me casé contigo por tu cerebro, no por tu pelo.
– Heath Champion fue el número uno de su promoción de Derecho -dijo Annabelle, sólo por meter cizaña-. Así que está claro que también tiene cerebro. Razón por la cual le cautivó tanto nuestra Gwennie.
Ian se negó a morder el anzuelo.
– Por no mencionar el pequeño detalle de que tú le dijiste que era instructora sexual.
– No es cierto. Le dije que era una autoridad en materia de instructoras sexuales. Y he leído su tesis doctoral, así que eso me consta.
– Tiene gracia que no te molestaras en mencionar que ahora ejerce de psicóloga en una escuela de primaria.
– Teniendo en cuenta todo lo demás que no me molesté en mencionar, parecía una cuestión irrelevante.
Annabelle había conocido a Gwen e Ian al poco de dejar la universidad, cuando vivieron en el mismo bloque de apartamentos. A pesar de que perdiera pelo, Ian era un tío enormemente atractivo, y Gwen le adoraba. De no estar los dos tan enamorados, a Annabelle nunca se le habría pasado por la cabeza recurrir a Gwen para aquella noche, pero Heath la había puesto entre la espada y la pared, y la situación era desesperada. Aunque tenía en mente unas cuantas mujeres que presentarle, no estaba segura de que ninguna de ellas le causara el efecto demoledor que necesitaba para garantizar que firmara el contrato. Entonces pensó en Gwen, una mujer que había nacido con ese gen misterioso que hacía que los hombres se derritieran con sólo mirarla.
Ian seguía sintiéndose agraviado.
– El tío es rico, tiene éxito y es atractivo.
– Y tú también -dijo Gwen con toda lealtad-, excepto por lo de rico, pero todo llegará.
La empresa de software que Ian gestionaba desde su hogar empezaba por fin a producir algún beneficio, y era por ello que estaban a punto de mudarse a su primera casa. Annabelle experimentó una de esas punzadas de envidia que le daban a cada rato cuando se encontraba con ellos. Ella deseaba una relación así. Hubo un tiempo en que creyó que la tenía con Rob, lo que le dio ocasión de comprobar que era una insensatez creer en seguir los dictados de su corazón.
Se puso en pie, dio a Gwen unas palmaditas en la tripa y un abrazo adicional a Ian. No sólo le había prestado a su mujer, sino que además estaba diseñándole la página web. Annabelle sabía que tenía que estar presente en la Red, pero no era su intención convertir Perfecta para Ti en un servicio de citas por Internet. Nana se había mostrado vehemente en ese punto. «Las tres cuartas partes de los hombres que se apuntan a esas cosas o están casados, o en la cárcel, unos pervertidos.» Nana exageraba. Annabelle conocía a personas que habían encontrado el amor online, pero pensaba igualmente que no había ordenador en el mundo que pudiera superar el toque personal.
Se retocó el maquillaje en el cuarto de baño de Gwen, comprobó que no se había manchado la falda corta color caqui ni la blusa verde menta y partió hacia el centro. Llegó al edificio del despacho de Heath con unos minutos de adelanto, así que se refugió en el Starbucks que había cruzando la calle y pidió un frappuccino con moka carísimo. Al salir de nuevo a la calle, le vio aparecer con un móvil pegado a la oreja. Llevaba gafas de aviador, un polo gris claro y pantalones sport. Le colgaba del hombro una cazadora deportiva con pinta de cara, aguantada por el pulgar. Los hombres como él deberían estar obligados por ley a llevar encima un desfibrilador cardíaco.
Se dirigió a la acera, donde le aguardaba un Cadillac Escalade negro y reluciente con ventanillas ahumadas y el motor encendido. Fue a abrir la puerta de atrás sin echar siquiera una ojeada a ver si la veía, y ella comprendió que se había olvidado de que existía. La historia de su vida.
– ¡Espere! -Cruzó la calle a la carrera, esquivando un taxi y un Subaru rojo. Hubo estruendo de cláxones y rechinar de frenos, y Champion levantó la vista. Cerró su móvil con un chasquido al tiempo que ella subía a la acera.
– No había visto una carrera con una trayectoria como ésa desde que Bobby Tom Denton dejó los Stars para retirarse.
– Ya se iba usted sin mí.
– No la había visto.
– ¡Tampoco ha mirado!
– Muchas cosas en la cabeza. -Al menos, le sostuvo abierta la puerta de atrás del cuatro por cuatro para subir a continuación y sentarse a su lado. El conductor corrió hacia delante el asiento del copiloto para dejar más espacio a las piernas antes de que él se volvierá para examinarla.
El conductor era un tipo grande, de un moreno atroz. El colosal par de brazos y la muñeca con que había rodeado el volante estaban adornados con tatuajes. La cabeza rapada, unos ojos de sabérselas todas y su sonrisa aviesa le daban un aire de gemelo perverso de Bruce Willis que resultaba muy sexy y daba bastante miedo a un tiempo.
– ¿Adonde vamos? -preguntó.
– Elmhurst -dijo Heath-. Crenshaw quiere que vea su casa nueva.
Como hincha de los Stars que era, Annabelle reconoció el nombre de su running-back titular.
– Los Sox van ganando dos a uno -dijo el conductor-. ¿Quiere escucharlo en la parte de atrás?
– Sí, pero por desgracia he de atender un asunto del que prometí que me ocuparía. Annabelle, éste es Bodie Gray, el mejor line-backer que ha tenido nunca el Kansas City.
– Seleccionado en segunda ronda en el draft en el estado de Arizona -dijo Bodie al adentrarse en el tráfico con el cuatro por cuatro-. Jugué dos temporadas con los Steelers. Me aplasté la pierna en accidente de moto el mismo día que me traspasaban a los Chiefs.
– Eso debió de ser terrible.
– A veces se gana y a veces se pierde, ¿verdad, jefe?
– Me llama así sólo para joderme.
Bodie la escrutó en el retrovisor.
– ¿Así que es usted la casamentera?
– Facilitadora de enlaces. -Heath le arrebató el frappuccino con moka.
– ¡Eh!
Él dio un sorbo con la pajita, y Bodie soltó una risilla.
– Con que facilitadora de enlaces, ¿eh? Pues va a encontrar el trabajo a su medida con el jefe, Annabelle. Tiene una larga historia de amores y desamores. -Giró a la izquierda por LaSalle-. Pero fíjese qué ironía… La última mujer que despertó su interés (una que se creía no sé qué porque trabajaba en la oficina del alcalde) le dio puerta. ¿A que es de risa?
Heath bostezó y estiró las piernas. Pese a su lujoso guardarropa, a ella no le costaba nada imaginárselo en vaqueros, con una camiseta raída y botas de trabajo rozadas. Bodie enfiló por Congress.
– Le dio puerta porque no paraba de ponerle los cuernos.
A Annabelle se le encogió el estómago.
– ¿Él le era infiel?
– Es el estrellato -Bodie cambió de carril-. Se pasaba el día tirándose a su móvil.
Heath tomó otro sorbito de frappuccino.
– Está resentido porque soy un triunfador y a él le han jodido la vida.
No llegó respuesta del asiento delantero. ¿Qué extraña clase de relación era ésa?
Sonó un móvil. No el que Heath había utilizado momentos antes. El sonido de éste provenía del bolsillo de su cazadora. Al parecer, no le bastaba con un móvil.
– Champion.
Annabelle aprovechó la distracción para recuperar su frappuccino. Al estrechar los labios en torno a la pajita, le vino a la cabeza la deprimente idea de que aquello era lo más cerca que estaría nunca de intercambiar saliva con un multimillonario macizo.
– El negocio de los restaurantes está pavimentado con cadáveres de grandes atletas, Rafe. Es tu dinero, así que yo sólo puedo aconsejarte, pero…
El inconveniente de ser una casamentera era que tal vez ella misma no volviera a tener una cita. Cada vez que topaba con un soltero atractivo, tenía que hacer de él un cliente, y no podía permitir que su vida personal complicara aquello. No es que fuera un problema en este caso concreto… Dirigió una mirada a Heath. La simple proximidad de tanto macho desatado casi le levantaba ampollas. Hasta su olor era sexy, como el de las sábanas caras, el buen jabón y el almizcle de las feromonas. El frappuccino que se deslizaba por su garganta no contribuía mucho a enfriar sus tórridos pensamientos, y al fin encaró la triste verdad de que estaba hambrienta de sexo. Dos infelices años desde que rompiera su compromiso con Rob. A todas luces, demasiado tiempo durmiendo sola.
Los compases iniciales de la obertura de Guillermo Tell interrumpieron sus pensamientos. Heath no se privó de fruncir el entrecejo al verla coger su móvil.
– Hola.
– Annabelle, soy tu madre.
Se hundió en el asiento, recriminándose por no acordarse de desconectar el maldito trasto.
Heath aprovechó la ocasión para volver a reclamar el frappuccino, sin dejar de atender a su propia conversación.
– … Se trata simplemente de fijar las prioridades financieras. Una vez que hayas cubierto la seguridad de tu familia, podrás permitirte asumir riesgos con un restaurante.
– He verificado la entrega del formulario a través de FedEx -dijo Kate-, así que ya sé que te ha llegado. ¿Aún no lo has rellenado?
– Una pregunta muy interesante -tintineó Annabelle-. Luego te llamo y podemos discutirlo.
– Discutámoslo ahora.
– Eres un príncipe, Raoul. Y gracias por lo de anoche. Te portaste como el mejor. -Colgó y desconectó el teléfono. Lo iba a pagar caro, pero ya tendría tiempo de preocuparse de eso más tarde.
Heath puso punto final a su propia llamada y la contempló con aquellos ojos verde billete de chico del campo.
– Si ha de programar su móvil para que suene música, podía al menos ser original.
– Gracias por el consejo. -Señaló su frappuccino-. Por suerte para usted, las posibilidades de que tenga difteria son mínimas. Deje que le diga que esas heriditas de la piel son muy puñeteras.
A él se le disparó hacia arriba una comisura de la boca.
– Cargue la bebida en mi cuenta.
– No tiene usted una cuenta. -Pensó en el párking donde se había visto obligada una vez más a dejar a Sherman, puesto que no sabía cuánto tiempo iban a estar por ahí-. Aunque se la voy a abrir hoy mismo. -Extrajo el cuestionario de su bolso Target de estampado tropical.
El observó los papeles con disgusto.
– Ya le dije qué es lo que estoy buscando.
– Lo sé. Soldier Field, chistes de pedos, etcétera. Pero me hace falta algo más que eso. Por ejemplo, ¿qué grupo de edad tiene en mente? Y por favor, no me diga que de diecinueve, rubias y pechugonas.
– Eso ya lo ha probado, ¿verdad, jefe? -intervino Bodie desde el asiento delantero-. Durante los últimos diez años.
Heath le ignoró.
– He superado mi interés por las chicas de diecinueve. Digamos entre veintidós y treinta. No más. Quiero tener hijos, pero dentro de un tiempo.
Esto hizo que Annabelle, con treinta y un años, se sintiera una anciana.
– ¿Y si está divorciada y ya tiene hijos?
– No he pensado en ello.
– ¿Tendría alguna preferencia religiosa?
– Nada de chifladas. Aparte de eso, estoy abierto a todo.
Annabelle tomó nota.
– ¿Saldría con una mujer sin titulación universitaria?
– Desde luego. Lo que no quiero es una mujer sin personalidad.
– Si hubiera de describir su tipo físico en tres palabras, ¿qué palabras elegiría?
– Delgada, en forma y caliente -dijo Bodie desde el asiento delantero-. No le van las carnes abundantes.
Annabelle hundió aún más sus propias carnes en el asiento.
Heath deslizó el pulgar sobre la correa metálica de su reloj, un TAG Heuer, según observó ella, similar al que se había comprado su hermano Adam cuando le nombraron cirujano jefe del San Luis.
– Gwen Phelps no figura en el listín telefónico -dijo Heath.
– Ya lo sé. ¿Qué cosas no soporta?
– Pienso encontrarla.
– ¿Para qué molestarse? -se apresuró a decir Annabelle, tal vez demasiado-. A ella no le interesa.
– No creerá en serio que me desanimo tan fácilmente, ¿no?
Ella se concentró en apretar el botón de su bolígrafo y repasar el cuestionario.
– ¿Lo que no soporta?
– Bichos raros. Las risitas. Demasiado perfume. Hinchas de los Cubs.
Annabelle irguió la cabeza bruscamente.
– Me encantan los Cubbies -dijo.
– Sorpresa, sorpresa.
Decidió pasar aquello por alto.
– Nunca has salido con una pelirroja -terció Bodie.
Heath fijó la vista en la parte de atrás del cuello de Bodie, donde un tatuaje de guerrero maorí se curvaba hasta desaparecer bajo el cuello de su camisa.
– Tal vez debiera dejar que mi fiel ayudante responda al resto de sus preguntas, ya que parece tener todas las respuestas.
– Le ahorro tiempo a ella -replicó Bodie-. Le llega a traer una pelirroja y la habría hecho sufrir. Busque a mujeres con clase, Annabelle. Eso es lo más importante. Que sean del tipo que estudiaron en internados y hablan francés. Tienen que ser auténticas, porque él detecta a las impostoras a un kilómetro. Y le gustan atléticas.
– Seguro que sí -dijo ella secamente-. Atléticas, hogareñas, despampanantes, bien relacionadas socialmente y patológicamente sumisas. La encontraré en un santiamén.
– Se le ha olvidado calientes. -Heath sonreía-. Y el pensamiento derrotista es de perdedores. Si quiere triunfar en la vida, Annabelle, necesita una actitud positiva. Quiera lo que quiera el cliente, usted se lo consigue. Es la primera regla de un negocio de éxito.
– Claro. ¿Qué tal mujeres con una carrera profesional?
– No sé si eso funcionaría.
– La clase de pareja potencial que usted describe no va a estar sentada por ahí esperando a que se presente su príncipe azul. Estará dirigiendo una compañía importante. Cuando no tenga bolos posando para el catálogo de Victoria's Secret.
El enarcó una ceja.
– Actitud, Annabelle, actitud.
– Vale.
– Una mujer de carrera no puede volar conmigo a la otra punta del país con dos horas de preaviso para agasajar a la mujer de un cliente-dijo él.
– Dos en las bases, ninguno fuera. -Bodie subió el volumen.
Mientras los hombres escuchaban el partido, Annabelle contempló sus notas con el alma en los pies. ¿Cómo iba a encontrar una mujer que encajase con aquellos criterios? No podía. Pero por otra parte, tampoco podía Portía Powers, porque una mujer así no existía.
¿Y si Annabelle siguiera otro camino? ¿Y si encontrara a la mujer que Heath Champion necesitaba en realidad, en vez de a la que él creía necesitar? Garabateó en los márgenes del cuestionario. ¿Qué le ponía a este hombre, aparte del dinero y la conquista? ¿Quién era el verdadero hombre que se escondía tras sus muchos móviles? En la superficie era todo refinamiento, pero sabía por Molly que había nacido con un padre maltratador. Al parecer, había empezado a hurgar en la basura de los vecinos buscando cosas que vender antes de aprender a leer, y desde entonces no había dejado de trabajar.
– Cómo se llama en realidad? -preguntó Annabelle, mientras dejaban la circunvalación de peaje East West por York Road.
– ¿Qué le hace pensar que Heath Champion no es mi verdadero nombre?
– Demasiado apropiado.
– Campione. Champion, en italiano.
Ella asintió con la cabeza, pero algo en su forma de evitar mirarla le dijo que se callaba algo al respecto.
Continuaron en dirección norte hacia el próspero suburbio de Elmhurst. Heath consultó su agenda electrónica BlackBerry.
– Estaré en el Sienna's mañana por la tarde, a las seis. Traiga a su próxima candidata.
Ella convirtió su garabato en una señal de stop.
– ¿Por qué ahora?
– Porque acabo de reorganizar mi agenda.
– No, quiero decir que por qué ha decidido ahora que quiere casarse.
– Porque ya es hora.
Antes de que pudiera preguntar qué significaba eso, él estaba de nuevo al teléfono.
– Ya sé que estáis rozando vuestro tope, Ron, pero también sé que no queréis perder un gran running back. Dile a Phoebe que va a tener que hacer algunos ajustes.
… Igual que Annabelle, según parecía.
Bodie la envió de vuelta a la ciudad en un taxi pagado por Heath. Después de recoger a Sherman y conducir hasta su casa, se habían hecho más de las cinco. Entró por la puerta de atrás y dejó caer sus cosas sobre la mesa de la cocina, una de pino de alas abatibles que había comprado Nana en los ochenta, cuando le dio fuerte por la decoración rustica. Los electrodomésticos eran todos clásicos, pero cumplían su papel, igual que las sillas rústicas con sus cojines de cretona. Aunque llevaba tres meses viviendo en la casa, Annabelle seguía pensando en ella como la casa de Nana, y no había hecho mucho más por poner al día la zona de comer que tirar a la basura la polvorienta guirnalda de parras junto con la cortina de arándanos con volantes de la ventana de la cocina.
Algunos de los recuerdos más felices de su infancia habían transcurrido en esa cocina, sobre todo durante los veranos en que iba allí de visita una semana entera. Nana y ella solían sentarse a esa misma mesa a hablar de lo humano y de lo divino. Su abuela no se había reído jamás de sus sueños e ilusiones, ni siquiera cuando Annabelle cumplió los dieciocho y anunció que tenía el propósito de estudiar teatro y convertirse en una actriz famosa. Nana operaba sólo con posibilidades. Pero no se le ocurrió señalar que Annabelle no poseía ni la belleza ni el talento para triunfar en Broadway.
Sonó el timbre, y ella acudió a abrir la puerta. Hacía años que Nana había convertido el salón y el comedor en la recepción y la oficina de Bodas Myrna. Al igual que su abuela, Annabelle vivía en el piso de arriba. Desde la muerte de Nana, Annabelle había repintado y modernizado la zona de oficina del comedor con un ordenador y una distribución más eficiente de las mesas.
La vieja puerta principal tenía un óvalo central de cristal esmerilado, pero el borde biselado le permitió distinguir la figura distorsionada del señor Bronicki. Hubiera querido fingir que no estaba en casa, pero él vivía al otro lado de la calle, de forma que la habría visto entrar a Sherman. Aunque Wicker Park había perdido a muchos de los más viejos en pro de su aburguesamiento, todavía había quienes resistían y seguían viviendo en las mismas casas donde criaron a sus familias. Otros se mudaron a una residencia para ancianos cercana, y otros más vivían en las calles, más baratas, de la periferia. Todos y cada uno de ellos habían conocido a su abuela.
– Hola, señor Bronicki.
– Annabelle. -Era de constitución enjuta y fibrosa, y tenía unas cejas grises como los pelos de una oruga, con una inclinación mefistofélica. El pelo que le faltaba en la cabeza brotaba en abundancia de sus orejas, pero le gustaba ir muy peripuesto y llevaba camisas deportivas de manga larga y zapatos de cordones embetunados hasta en los días más calurosos.
Le lanzó una mirada furiosa desde debajo de sus satánicas cejas.
– Se suponía que tenías que llamarme. Te he dejado tres mensajes.
– Era lo próximo que iba a hacer -mintió-. He estado fuera todo el día.
– Bien que lo sé. Correteando por ahí como una gallina sin cabeza. Myrna tenía por costumbre quedarse en casa para que la gente pudiera dar con ella. -Tenía el acento de alguien de Chicago He toda la vida y la agresividad de un hombre que se ha pasado la vida conduciendo un camión para la compañía del gas. Entró en la casa como una tromba, casi apartándola-. ¿Qué vas a hacer respecto a mi situación?
– Señor Bronicki, su acuerdo era con mi abuela.
– Mi acuerdo era con Bodas Myrna. «Los mayores son mi especialidad», ¿o ya has olvidado el lema de tu abuelita?
¿Cómo iba a olvidarlo, si estaba escrito en todas y cada una de las docenas de tacos de notas amarillos que Nana había desperdigado por la casa?
– Ese negocio ya no existe.
– Chorradas. -Hizo un gesto de impaciencia abarcando la zona de recepción, en la que Annabelle había reemplazado los gansos de madera, los centros de flores de seda y las mesitas de lechera de Nana por unas cuantas piezas de cerámica mediterránea. Como no podía permitirse cambiar las butacas y sofás de volantes, les había añadido cojines con un estampado provenzal muy alegre en rojo, azul cobalto y amarillo, que se complementaba con la pintura nueva, fresca aún, color ranúnculo.
– No cambia nada porque hayas añadido unos pocos cachivaches -dijo él-. Esto sigue siendo una agencia matrimonial, y tu abuelita y yo teníamos firmado un contrato. Con garantía.
– Firmó usted ese contrato en 1989 -observó ella, y no era la primera vez.
– Le pagué doscientos dólares. En efectivo.
– Teniendo en cuenta que la señora Bronicki y usted estuvieron casados casi quince años, yo diría que ya ha amortizado su inversión.
Él blandió un papel sobado que sacó del bolsillo de sus pantalones y lo agitó ante ella.
– «Si no queda satisfecho le devolveremos su dinero.» Eso dice el contrato. Y no estoy satisfecho. Se me volvió loca.
– Sé que lo pasó usted mal con aquello, y lamento el fallecimiento de la señora Bronicki.
– Lamentándolo no me soluciona nada. No estaba satisfecho ni cuando ella vivía.
Annabelle no podía creer que estuviera allí discutiendo con un hombre de ochenta años sobre un contrato de doscientos dólares que se firmó siendo Reagan presidente.
– Se casó con la señora Bronicki por su propia voluntad -dijo, con toda la paciencia de que fue capaz.
– Las niñatas como tú no sabéis dejar al cliente satisfecho.
– Eso no es cierto, señor Bronicki.
– Mi sobrino es abogado. Podría demandarte.
Ella empezó a decirle que adelante, que lo intentara, pero estaba lo bastante chiflado como para hacerlo.
– ¿Qué le parece esto, señor Bronicki? Le prometo que mantendré los ojos abiertos.
– La quiero rubia.
Ella se mordió el interior del carrillo.
– Comprendido.
– Y no demasiado joven. Nada de veinteañeras. Tengo una nieta de veintidós. Estaría mal visto.
– ¿Está pensando usted en…?
– Treinta sería lo suyo. Con un poco de carne en los huesos.
– ¿Alguna otra cosa?
– Católica.
– Por supuesto.
– Y amable. -Una expresión nostálgica suavizó la inclinación de aquellas cejas feroces-. Que sea amable.
Ella sonrió, haciendo de tripas corazón.
– Veré qué puedo hacer.
Cuando por fin consiguió cerrar la puerta tras él, recordó que había una buena razón para haberse ganado una reputación como la inútil de la familia: llevaba la palabra «prima» escrita en toda la frente.
Y sin duda, demasiados clientes que vivían de la Seguridad Social.