Cuando Annabelle volvió a la cabaña, poco después de medianoche, tenía todavía las mejillas coloradas de ver la película, y el vestido de verano pegado a unas carnes calientes, humedecidas… muy humedecidas. Ver que en la ventana brillaba la luz la dejó consternada. Podía ser que él la hubiera dejado encendida como un detalle cortés. «Que no me esté esperando despierto, por favor.» Era absolutamente incapaz de hacerle frente esa noche. Aun sin haber visto una película guarra, le costaba lo suyo no ponerle las manos encima, pero después de lo que acababa de ver…
Subió al porche de puntillas, se quitó las sandalias y entró tan silenciosamente como le permitió la chirriante puerta con su pomo flojo.
– Hola.
Dio un respingo y dejó caer las sandalias.
– ¡No me dé esos sustos!
– Perdone. -Estaba desmadejado en el sofá, con un fajo de papeles en una mano. No llevaba camiseta, sólo unos shorts de deporte negros, descoloridos. Tenía los pies descalzos y los tobillos cruzados sobre el brazo del sofá, y la luz de la lámpara de pie volvía dorados los pelos de sus pantorrillas. A ella se le fue la mirada otra vez a los pantalones de gimnasia. Después de lo que había visto en la pantalla, le daban ganas de ponerle una denuncia por exceso criminal de ropa.
Mientras se esforzaba por recuperar el aliento, él levantó la cabeza y los hombros, lo que, evidentemente, hizo que se contrajeran sus abdominales dibujando el ideal de la calculadora.
– ¿Por qué tiene la cara tan roja? -preguntó Heath.
– M-me he quemado al sol. -Era consciente de lo vulnerable que resultaba en aquel momento, y de que debería haberse zambullido en el lago para enfriarse antes de volver allí.
– Eso no es del sol. -Puso ágilmente los pies en el suelo, y ella observó que tenía el pelo húmedo-. ¿Le pasa algo?
– ¡Nada! -Empezó a recular tímidamente. No tenía la menor intención de darle la espalda, aunque eso la obligaba a dar una vuelta considerable-. Se ha vuelto a duchar.
– ¿Y qué?
– Se ha duchado después de nadar. ¿ Qué es usted, una especie de maniático de la higiene?
– Me fui a correr con Ron después de cenar. ¿Qué más le da?
Oh, Dios, ese pecho, esa boca… Esos ojos verdes que lo veían todo. Excepto a ella desnuda. Eso no lo habían visto nunca.
– Me… voy a la cama ya.
– ¿Es por algo que he dicho?
– No vaya de amable. Por favor.
– Haré lo que pueda. -Le dirigió una sonrisa taimada-. Aunque siendo como soy…
– ¡Pare! -No quería detenerse, pero sus pies parecieron declararse en huelga.
– ¿Necesita un vaso de leche tibia, o algo?
– No, decididamente no necesito nada caliente.
– He dicho tibia. No he hablado de nada caliente. -Dejó los papeles a un lado.
– Ya… Ya lo sé.
Puede que ella se hubiera quedado un poco parada, pero él no, y mientras se le acercaba reparó en que llevaba el vestido arrugado y húmedo.
– ¿Qué está pasando?
Ella no podía apartar los ojos de su boca. Le traía a la memoria todas las bocas que había visto en aquella pequeña pantalla de televisión poco antes, y concretamente las cosas que hacían. Maldita Krystal con su película.
– Estoy cansada, nada más -acertó a decir.
– No parece cansada. Tiene los labios hinchados, como si se los hubiera estado mordiendo, y respira pesadamente. Si quiere que le diga la verdad, parece que estuviera cachonda. ¿O es mi mente obsesiva que vuelve al ataque?
– Déjelo, ¿vale? -Observó que tenía una pequeña cicatriz en una costilla, probablemente de una herida de arma blanca causada por una novia rechazada.
– ¿Qué diantres han estado haciendo las mujeres esta noche?
– ¡No fue idea mía! -Sonaba culpable, y su rubor aumentó.
– Lo averiguaré. Me lo contará alguno de los tíos, así que más vale que me informe ahora.
– No creo que los hombres vayan a hablar de esto. O a lo mejor sí. No lo sé. No tengo ni idea de qué cosas se cuentan ustedes, los hombres.
– No tantas como las mujeres, eso seguro. -Inclinó la cabeza hacia la cocina-. ¿Quiere algo de beber? Hay una botella de vino en la nevera.
– Ah, claro… Vino es justo lo que no necesito en este momento.
– Un misterio esperando ser resuelto… -Estaba claro que empezaba a divertirse.
– Déjelo estar, ¿quiere?
– Justo lo que haría un tipo amable. -Se agachó y cogió su móvil-. Janine me dirá qué ha pasado. Parece una mujer muy franca.
– Está en el bed & breakfast. No tiene teléfono en la habitación.
– Cierto. Le preguntaré a Krystal. He hablado con Webster hace menos de media hora.
Annabelle se podía figurar lo que Krystal y Webster estarían haciendo en aquellos momentos, y no les iba a gustar que les interrumpieran.
– Es medianoche.
– Su pequeña reunión acaba de terminar. No se habrá ido a la cama todavía.
«¿Qué se apuesta…?»
Él pasó el pulgar por encima de las teclas.
– Siempre me ha gustado Krystal. Es muy directa. -Apretó el Primer botón.
Annabelle tomó aire.
– Hemos visto una peli porno, ¿vale?
El sonrió y dejó caer el teléfono.
– Ahora empezamos a entendernos.
– Créame, no fue idea mía. Y no tiene gracia. Además, ni siquiera era exactamente pornográfica. Era erótica. Para mujeres.
– ¿Hay alguna diferencia?
– Ésa es justo la clase de respuesta que cabía esperar de un hombre. ¿Cree usted que la mayoría de nosotras nos excitamos viendo un puñado de mujeres con labios de colágeno e implantes del tamaño de pelotas de fútbol abalanzándose unas sobre otras?
– Por su expresión, sospecho que no.
Necesitaba beber algo frío, y se dirigió a la cocina, sin dejar de hablar, porque tenía algo que aclarar.
– La seducción, por ejemplo. En una película porno típica de las suyas, ¿se entretienen siquiera en mostrar algo de seducción?
Él la siguió.
– Para ser justos, no suele hacer mucha falta. Las mujeres son bastante agresivas.
– Exacto. Bueno, pues yo no. -Se habría dado de bofetadas en cuanto las palabras salieron de su boca. Lo último que quería hacer era llevar la conversación al terreno personal.
Él no se aprovechó de su desliz, no sería propio de la taimada Pitón. Él disfrutaba jugando con su víctima antes de asestar el golpe.
– ¿Tenía argumento entonces, la película?
– Ambiente rural de Nueva Inglaterra; artista virginal; desconocido imponente. Baste con eso. -Abrió la puerta de la nevera y examinó el interior, sin ver nada.
– Sólo dos personas. Qué decepcionante.
– Había un par de tramas secundarias.
– Ah.
Ella se volvió hacia él, con la palma de la mano húmeda curvada aún en torno al asidero de la puerta de la nevera.
– Todo esto le parece muy gracioso, ¿verdad?
– Sí, pero me avergüenzo de mí mismo.
Sentía deseos de olerle. Tenía el pelo casi seco, y la piel recién duchada. Quería hundir la cara en su pecho e inhalar, hurgar en él, encontrar tal vez un mechón de pelo rebelde y dejar que le hiciera cosquillas en la nariz. Estuvo a punto de gemir.
– Por favor, váyase.
Él irguió la cabeza.
– Perdón. ¿Ha dicho algo?
Ella agarró la primera cosa fría que tocó y cerró la puerta.
– Ya sabe lo que me parece todo esto. Lo… nuestro.
– Lo dejó muy claro anoche.
– Y tengo razón.
– Sé que la tiene.
– ¿Por qué me lo discutió, entonces?
– El síndrome del capullo. No puedo evitarlo. Soy un tío. -Sus labios se curvaron en una sonrisa perezosa-. Y usted no.
La carga de electricidad sexual que flotaba en el aire habría bastado para iluminar todo el planeta. Heath estaba plantado en mitad del paso que la separaba del dormitorio, y si pasaba demasiado cerca no podría resistir la tentación de lamerle, de modo que se encaminó al porche y casi tropezó con el colchón que él había arrastrado hasta allí afuera la noche anterior. Había estirado las sábanas, apilado las almohadas y doblado la manta en dos, haciendo mejor trabajo que ella con la cama de matrimonio. Él salió tranquilamente.
– ¿Quiere un sándwich para acompañar?
No supo a qué se refería hasta que siguió la dirección de su mirada y vio en su propia mano un bote de mostaza francesa en vez de una lata de Coca-Cola. Se lo quedó mirando.
– Ocurre que la mostaza tiene la cualidad de ayudar a conciliar el sueño.
– No lo había oído en la vida.
– No lo sabe todo, ¿no?
– Parece ser que no. -Se produjo un breve silencio-. ¿Se la come o se la unta?
– Me voy a la cama.
– Porque si se la unta… probablemente yo podría echarle una mano.
Su temperamento de pelirroja explotó, y dejó el bote en la mesa rústica con un golpe.
– ¿Qué tal si le entrego mis bragas directamente y zanjamos el asunto?
– Por mí bien. -Sus dientes refulgieron como los de un tiburón-. Entonces, si ahora la beso, ¿se harás la remilgada otra vez?
Su ira empezó a disiparse, reemplazada por una creciente inquietud.
– No lo sé.
– Tengo un ego considerable, eso ya lo sabe. Pero, aun así, la forma en que me rechazó anoche rozó lo traumático. -Introdujo un dedo bajo la parte superior de sus shorts, haciendo que la banda elástica dibujara una V marcada que hacía la boca agua-. Ahora me pregunto: ¿y si he perdido mi mano? ¿Qué voy a hacer, entonces? -Deslizó el pulgar hacia la arista de su cadera, descubriendo un poco más de piel-. Entenderá usted que esté un poco preocupado.
Contemplando la cuña de tenso abdomen, tuvo que combatir el impulso de pasarse el frío bote de mostaza por la frente.
– Eh… Yo no dejaría que eso me quitara el sueño. -Invocó sus últimas briznas de fuerza de voluntad para pasar junto a él, y tal vez lo habría logrado si él no hubiera alargado el brazo y tocado el suyo. Apenas la rozó con un dedo, en un simple gesto de despedida, pero lo hizo sobre su piel desnuda, y eso bastó para que se quedara clavada en el sitio.
Él se quedó tan inmóvil como ella. Al bajar la vista para mirarla, sus ojos verdes eran una invocación al desastre, superpuesta a una tímida disculpa.
– Maldita sea -susurró-. A veces me paso de listillo, en mi propio perjuicio.
La atrajo hacia sí, se dio un festín en su boca, pasó las manos por los contornos de su espalda. Y ella se lo permitió, como había hecho la noche anterior, ignorando el hecho de que esto era la Super Bowl de las malas ideas, ignorando las múltiples razones por las que no debía vivir cada momento de esa noche en concreto para acarrear al día siguiente con las consecuencias.
– No tengo paciencia. -Su oscuro murmullo cayó como una caricia sobre la mejilla de Annabelle, mientras le bajaba la cremallera del vestido con un movimiento espontáneo y fluido.
– Esto lo va a echar todo a perder -musitó ella contra su boca, porque necesitaba pronunciar las palabras aunque no hiciera el menor esfuerzo por detenerle.
– Hagámoslo de todas formas -dijo él en voz baja y ronca- Ya lo arreglaremos después.
Justo lo que ella anhelaba oír. Se perdió en su beso; exangüe, hechizada, estúpida… un poco enamorada.
Al cabo de unos momentos, su vestido yacía en torno a sus pies junto con su sujetador, un par de braguitas y todo lo que él llevaba puesto: un par de pantalones cortos de deporte negros. Se hallaban en el porche pero estaba oscuro, les ocultaba la espesura de los árboles, y ¿qué más daba? Él contempló sus pechos, sin tocarlos, mirándolos sin más. Le envolvió un hombro con una mano. Con la otra, le pasó las yemas de los dedos por la columna y le acarició el coxis. Ella se estremeció y apretó la mejilla contra su pecho; luego giró la cara y presionó los labios, pero entonces él se echó atrás bruscamente y contuvo la respiración tras un siseo.
– No te muevas -susurró.
Se separó de ella y entró corriendo en la cocina, obsequiándola con una vista lamentablemente fugaz de un culo varonil espectacularmente prieto. Se le pasó por la cabeza que podía haber ido a recuperar su móvil para aprovechar el tiempo haciendo dos cosas a la vez, pero lo que hizo fue apagar la luz del techo de la cocina, dejando encendida sólo la de la campana; luego desapareció por la sala y apagó el resto de luces. Reapareció al cabo de un instante. La tenue luz dorada de la cocina bailaba por los largos músculos de su cuerpo al acercársele. Tenía una erección completa. Cuando llegó junto a ella, sostuvo en alto tres condones y dijo suavemente:
– Considera esto una muestra de mi afecto.
– Tomo nota, y te lo agradezco -repuso ella con idéntica suavidad.
La empujó hacia el colchón. Ella recordó lo expeditivo que era Heath, y comprendió que tal vez aquella noche de cine para chicas hubiera elevado demasiado sus expectativas de preámbulos lúdicos. En efecto, él tardó bien poco en ponerse encima de ella, con la boca en sus pechos. Annabelle le hundió los dedos en el pelo.
– Esto va a ser «aquí te pillo, aquí te mato», ¿no?
– No te quepa duda. -Deslizó la mano sobre su vientre, apuntando directamente al interruptor general.
– Quiero más besos.
– Ningún problema. -Tomó su pezón entre los labios.
Ella aspiró profundamente.
– En la boca.
El jugueteó con la pequeña y túrgida protuberancia, respirando cada vez más superficialmente.
– Negociemos.
Ella le clavó los dedos en la espalda, húmeda ya de la mínima contención que él pudiera estar ejerciendo. Automáticamente separo los muslos.
– Debía habérmelo esperado.
Él pasó un dedo por la mata de pelo rizado de la base de su vientre, jugueteando con los rebeldes bucles.
– Voy a ir demasiado rápido para ti. Eso podemos darlo por hecho, y me disculpo por adelantado. -Ella soltó un grito ahogado de placer al tocar él su carne húmeda y caliente-. Pero llevo mucho tiempo de abstinencia, y lo que pueda durar tal vez unos poco minutos…
– Como mucho. -Los dedos de sus pies se curvaron.
– … a mí me parecerá una eternidad. -Su voz se tornó irregular-. Así que voy a sugerir lo siguiente. -Ella se aferró a sus caderas mientras él seguía enredando-. Aceptemos el hecho de que no voy a poder dejarte satisfecha la primera vez. Eso nos liberará a los dos de la presión.
Annabelle dobló las rodillas y dijo con voz entrecortada:
– A ti, al menos.
– Pero una vez que haya soltado esa primera explosión de… vapor… -tomó aire, las palabras le salían entrecortadas, a trompicones-, tendré todo el tiempo del mundo -a Annabelle la cabeza le iba de un lado a otro mientras él la estimulaba con sus hábiles dedos de la forma más íntima- para hacerlo como es debido. -Le separó más los muslos con suavidad-. Y tú, Campanilla… -Ella sintió todo el peso de su cuerpo-. Tú pasarás una noche que nunca olvidarás.
La penetró con un gruñido, y aunque ella estaba lubricada y mas que lista, no lo encajó con facilidad. Levantó las rodillas y arqueó la espalda. Él unió su boca a la de ella, la agarró por las caderas y las hizo pivotar hasta el ángulo que ambos querían.
Imágenes febriles, demenciales, resplandecieron tras sus párpados. El cuerpo largo y grueso de una pitón abriéndose camino en su interior, desplegándose… estirándose… penetrando más adentro… más. Bajo sus manos, sintió la espalda de él ponerse muy rígida. El dulce ataque… la acometida. Una y otra vez. Y luego la escalada final. Él empezó a temblar. Ella recibió su gemido bajo y gutural. Vio destellos de luz tras sus ojos. Sintió el peso de Heath desplomándose sobre ella, echó la cabeza hacia atrás y cayó rendida.
Pasaron largos minutos. Él restregó los labios por su sien y luego rodó hasta apoyarse sobre un costado, a punto de salirse del colchón. Ella se apartó para hacerle sitio. Se reacomodaron. Él la atrajo hacia su piel humedecida y empezó a juguetear con sus cabellos. Estaba aturdida, pletórica, decidida a no pensar. Aún no.
– Yo… yo no he llegado -dijo.
Él se incorporó sobre un codo y la miró a los ojos.
– Me sabe fatal decirlo, pero ya te había avisado.
– Tenías razón, como de costumbre.
A Heath se le formaron arrugas en las comisuras de los ojos, y depositó un beso breve en su mejilla.
– Que esto nos sirva de lección. -Se incorporó-. Voy a necesitar unos minutos.
– Yo haré unos acrósticos mentalmente.
– Buena idea. -Mientras ella escuchaba los sonidos de la noche que envolvía su nido en el bosque, Heath desapareció dentro de la casa. Al cabo de unos minutos, volvió con una cerveza, se sentó en el borde del colchón y le tendió a Annabelle la botella. Ella le dio un trago y se la devolvió. Heath la dejó en el suelo, luego se tendió y la atrajo sobre su hombro, y allí empezó otra vez a juguetear con un rizo de su cabello. Aquella tierna intimidad le daba a Annabelle ganas de llorar, así que rodó hasta ponerse encima de él y empezó con su propia exploración sensual.
La respiración de Heath no tardó en acelerarse.
– Me parece… -dijo con voz ahogada- que no me va a costar recuperarme tanto como pensaba.
Ella le restregó los labios por el abdomen.
– Supongo que no puedes tener razón en todo.
Y eso fue lo último que dijo cualquiera de los dos en mucho, mucho rato.
Finalmente, él se quedó dormido, y ella pudo irse inadvertidamente a su habitación. Al acurrucarse en su almohada, no pudo ya ocultarse la realidad de lo que había hecho. Heath había afrontado el hacerle el amor con el mismo celo adictivo con que hacía todo lo demás, y, en el proceso, ella se enamoró un poco más de él.
De la comisura de sus ojos rodaron lágrimas, pero no se las enjugó. En vez de ello, las dejó correr mientras ella se resituaba, reelaboraba, reestructuraba. Para cuando la venció el sueño, sabía inevitablemente lo que debía hacer.
Heath oyó a Annabelle entrar en su dormitorio, pero no se movió. Ahora que había satisfecho el ansia de su cuerpo, la condena de lo despreciable de sus actos le golpeó con dureza. Ella se preocupaba por él. Todo un mundo de emociones que él no quería reconocer le había estado contemplando esa noche desde aquellos dulces ojos color de miel. Ahora se sentía el mayor capullo del mundo.
Ella le había dicho que aquello equivalía a gestar el desastre, pero había construido su vida a base de arrollar controles de carretera, por lo que había ignorado la evidencia y atacado de frente. Aunque sabía de antemano que ella tenía razón, la deseaba, de modo que había tomado lo que quería sin importarle las consecuencias. Ahora que era demasiado tarde, asumió en toda su dimensión la magnitud del desastre que eso suponía para ella, en lo profesional y en lo personal. Ella había puesto en juego sus emociones -pudo verlo en su rostro-, y eso significaba que ya no podía volver a ocuparse de ser su casamentera.
Se volvió y dio un puñetazo a la almohada. ¿En qué demonios estaría pensando? No había pensado, ése era precisamente el problema. Se había limitado a reaccionar, y en el proceso de conseguir lo que quería, había hecho añicos los sueños de ella. Ahora debía compensarla.
Empezó a trazar un plan en su cabeza. Haría propaganda de su empresa y encontraría algunos clientes decentes que echarle al saco. Usaría su equipo de publicistas y sus contactos con los medios para darle buena prensa. La historia era buena: una casamentera de segunda generación que lleva la empresa obsoleta de su abuela al siglo XXI. Tendría que habérsele ocurrido a Annabelle, pero no pensaba con ambición.
Lo que no podía hacer era dejar que siguiera presentándole a otras mujeres. Eso le partiría el corazón. Desde un punto de vista egoísta, le disgustaba la idea de que ya no fuera a trabajar para él. Le gustaba tenerla cerca. Le hacía las cosas más fáciles… y él se lo había pagado jodiéndola, en sentido literal y figurado.
De tal palo, tal astilla: salía a su padre.
La desesperación que le embargó tenía algo de conocido y antiguo como el ruido de un portazo en una roulotte destartalada en mitad de la noche.
No recordaba que hubiera llegado a conciliar el sueño, pero debió de hacerlo, porque era de día cuando tembló el suelo. Abrió un ojo, vio un rostro al que no estaba preparado para hacer frente y hundió la cara en la almohada. Otro pequeño terremoto sacudió el colchón. Abrió los párpados y pestañeó cuando un rayo de luz hirió sus ojos.
– Despierta, imponente regalo al género femenino -gorjeó una voz.
Estaba sentada en el suelo del porche, junto a él, sosteniendo en la mano un tazón de café y con una pierna desnuda extendida para poder menear el colchón con el pie. Llevaba unos shorts de color amarillo chillón y una camiseta morada con el dibujo de un grotesco troll de tebeo y un bocadillo que decía NOSOTROS TAMBIÉN SOMOS PERSONAS. Tenía el pelo hecho una maraña de rizos en torno a su cara de pilla, los labios sonrosados, y los ojos mucho más despejados que él. Desde luego, no parecía en absoluto desolada. «Mierda.» Tal vez pensaba que aquella noche había cambiado las cosas.
Heath sintió náuseas.
– Más tarde -acertó a decir.
– No puedo esperar. Hemos quedado con los demás para desayunar en el cenador, y tengo que hablar contigo. -Cogió del suelo un segundo tazón y se lo tendió-. Algo para suavizar el tránsito.
Tenía que estar alerta para esto, pero se sentía como el fondo de un cenicero sucio, y lo único que quería era evitar esa discusión dándose la vuelta y dormirse. Pero le debía a ella algo mejor que eso, de modo que se incorporó sobre un codo, cogió el café y trató de despejar las telarañas de su cerebro.
Ella siguió con la mirada la sábana al deslizársele hasta la cintura, y Heath sintió deseos de volver a la carga. Movió el brazo para ocultar las pruebas. ¿Cómo iba a comunicarle la noticia de que era una amiga, y no una candidata a una relación estable, sin partirle el corazón?
– En primer lugar -dijo ella-, lo de anoche significó para mí más de lo que puedas imaginar.
Justo lo que no quería oír. Se la veía tan dulce. Había que ser un verdadero cretino para lastimar a alguien así. Ojalá fuese Annabell la mujer con la que siempre había soñado: sofisticada, elegante con un gusto impecable y de una familia cuyas raíces se remontaran a un barón bandolero del siglo XIX. Necesitaba a alguien con mundo suficiente para sobrevivir a los golpes de la vida, una mujer que viera la vida igual que él: como una competición en la que vencer, y no como una invitación permanente a salir a jugar al recreo.
– Por otro lado -continuó ella en voz más baja, con un tono más serio-, no podemos volver a hacerlo jamás. Fue una infracción de conducta profesional por mi parte, aunque tampoco haya resultado un problema tan grave como imaginaba. -Desplegó una sonrisa que sólo podía describir como picara-. Ahora puedo recomendarte con completo entusiasmo. -La sonrisa se disipó-. No, ahora el mayor problema es lo manipuladora que he sido.
El café de Heath salpicó por encima del borde de su tazón. ¿Qué demonios significaba eso…?
Ella fue rápidamente a la cocina a buscar una servilleta de papel y se la pasó para que pudiera secarse un poco.
– Volviendo a lo que nos ocupa-dijo Annabelle-. Tienes que entender que te estoy verdaderamente agradecida por lo que has hecho. Todo el asunto de Rob me dejó realmente con la cabeza hecha un lío. Desde que rompimos, en fin… He estado rehuyendo el sexo. La cruda verdad es que estaba bastante traumatizada con todo aquello. -Secó algunas gotas que él había pasado por alto-. Gracias a ti, lo he superado.
Él dio cautelosamente un sorbo y esperó, pues ya no estaba seguro de adonde iba a parar aquello. Ella le tocó el brazo con un gesto que le molestó un poco, por maternal.
– Me siento sana otra vez, y te lo debo a ti. Bueno, y a la película de Krystal. Pero, Heath… -Las pequitas desperdigadas de su frente se aproximaron al fruncir ella el entrecejo-. No puedo soportar esta sensación de haberte… de haberte utilizado, de alguna manera.
El tazón de café se quedó parado a medio camino.
– ¿De haberme utilizado a mí?
– De eso tenemos que hablar. Te considero un amigo, además de un cliente, y yo no utilizo a mis amigos. Al menos, nunca lo había hecho hasta ahora. Ya sé que para los hombres es distinto… tal vez tú no sientas que he abusado de ti. A lo mejor estoy haciendo una montaña de un grano de arena. Pero mi conciencia me dicta que tengo que ser totalmente sincera sobre mis motivaciones.
Él se puso tenso.
– Desde luego.
– Necesitaba a alguien con quien no tuviera nada que temer para volver a conectar con mi cuerpo, alguien con quien no estuviera involucrada emocionalmente. Así que, claro, tú eras perfecto.
«¿No involucrada emocionalmente?»
Ella se mordisqueó el labio inferior; empezaba a dar la impresión de que preferiría hallarse en cualquier otra parte en aquel momento.
– Dime que no te has enfadado -dijo-. Ah, maldita sea…
– No pienso llorar. Pero me siento fatal. Ya oíste a Kevin anoche. Yo… -tragó saliva-. Esa otra complicación… Vaya lío, ¿no?
Acababa de lanzarle otra bola con efecto.
– ¿Qué otra complicación?
– Ya sabes…
– Refréscame la memoria.
– No me hagas decirlo. Es muy embarazoso.
– ¿Qué más da pasar un poco de vergüenza, entre amigos? -dijo él, algo tenso-. Ya que estamos siendo tan sinceros…
Ella miró al techo, echó atrás los hombros, bajó la vista al suelo. Su voz se hizo un hilo, casi tímida.
– Ya sabes… que estoy un poco pillada con Dean Robillard.
El suelo se abrió bajo el colchón.
Ella hundió la cara entre las manos.
– Dios mío, me estoy poniendo colorada. Soy terrible, ¿no?, hablándote de esto.
– No, por favor. -Masticó las siguientes palabras-. Habla libremente.
Ella bajó las manos y le dirigió una mirada de infinita sinceridad.
– Ya sé que probablemente acabará en nada, este asunto con Dean, pero hasta anoche no me sentía con fuerzas ni siquiera para intentarlo. Está claro que él es un tío experimentado, y ¿qué iba a hacer yo si la conexión que sentía no estaba sólo en mi imaginación? ¿Qué haría si él también estuviera interesado por mí? No podía hacer frente a las implicaciones sexuales. Pero después de lo que hiciste por mí anoche, por fin tengo el valor de al menos intentarlo y si acaba en nada, pues así es la vida, pero al menos sabré que no me he retraído por culpa de mis neuras.
– ¿Estás diciendo… que te he servido de «rompehielos»?
Aquellos ojos color miel se oscurecieron de preocupación.
– Dime que no te importa. Sé que tú no estabas poniendo en juego tus emociones, pero a nadie le gusta pensar que se han aprovechado de él.
Él aflojó los dientes.
– ¿Y eso es lo que hiciste? ¿Aprovecharte de mí?
– Bueno, ya sabes, no es que lo tuviera en mente anoche mientras estaba contigo, ni nada. Vaya, tal vez por un par de segundos pero nada más, te lo juro.
Él entrecerró los ojos.
– ¿Estamos bien, entonces? -preguntó ella.
Heath no acababa de entender la masa ardiente de resentimiento que se le estaba formando en el pecho, sobre todo teniendo en cuenta que ella le había eximido de toda responsabilidad.
– No lo sé. ¿Lo estamos?
Aún tuvo el descaro de sonreírle.
– Creo que sí. Pareces un poco enfurruñado, pero no un hombre cuyo honor ha sido violado. No debí preocuparme tanto. Para ti fue sólo sexo, pero para mí ha sido una liberación tremenda. Gracias, colega.
Le tendió la mano abierta, obligándole a dejar el café en el suelo para estrecharla si no quería parecer un pasmado. Luego ella se puso en pie de un tirón, se llevó las manos detrás de la cabeza y desperezó su cuerpecito, estirándose como una gata satisfecha y tirando de la camiseta para descubrir aquel ombliguito oval en el que anoche había hundido la punta de la lengua.
– Nos vemos en el cenador. -Su expresión se inundó de sinceridad-. Y te prometo, Heath, que si sientes el menor rescoldo de resentimiento hacia mí, en una semana habrá desaparecido. Esto me hace estar más decidida que nunca a encontrarte la mujer perfecta. Ahora ya no es sólo cuestión de negocios. Ya es algo personal.
Tras lanzarle una sonrisa radiante, salió disparada hacia la cocina para volver a asomar la cabeza al cabo de un momento.
– Gracias. De verdad. Te debo una.
Instantes más tarde se cerraba la puerta de la cabaña. Heath volvió a reclinarse sobre la almohada, apoyó el tazón en su pecho y trató de asimilar todo aquello.
¿Annabelle le había utilizado de precalentamiento para Dean Robillard?