A Annabelle le costó encontrar aparcamiento para Sherman pero llegó con sólo dos minutos de retraso a la reunión que Heath había programado, lo que no bastaba realmente para justificar la mirada de censura que le dirigió su malvado recepcionista. En la pantalla de televisión de la recepción estaba puesta la ESPN, al fondo sonaban los teléfonos, y uno de los becarios de Heath luchaba por cambiar un cartucho de tinta de la impresora en el armario del equipo. La puerta del despacho de su izquierda, que estaba cerrada la primera vez que estuvo allí, se hallaba ahora abierta de par en par, y pudo ver a Bodie con los pies encima del escritorio y un teléfono pegado a la oreja. La saludó al pasar. Ella abrió la puerta del despacho de Heath y oyó una cavernosa voz femenina.
– … y soy muy optimista respecto a ella. Es increíblemente guapa. -Portia Powers estaba sentada en una de las dos sillas colocadas ante el escritorio de Heath. En el mensaje de voz que le había dejado en el contestador no mencionaba que la reunión iba a ser a tres bandas.
Sólo con mirar a la Dama Dragón, Annabelle se sintió vestida sin pizca de gracia. Se suponía que la moda de verano era todo color, pero tal vez Annabelle se había pasado un poco con su blusa color melón, falda amarillo limón y los aparatosos pendientes con piedrecitas verde lima que había encontrado en TJ Maxx. Al menos, llevaba el pelo decente. Ahora que lo tenía un poco crecido, podía aplicarle tenacillas y peinarlo con los dedos hasta conseguir un aspecto alborotado e informal.
Portia era pura elegancia fría, vestida de seda color peltre. En combinación con su pelo oscuro, el efecto era deslumbrante. Unos pendientes pequeños, rosa pétalo, añadían un toque sutil de color a su piel de porcelana, y un bolso de Kate Spade del mismo tono de rosa descansaba en el suelo a su lado. No había cometido el error de abusar del rosa con los zapatos, y llevaba elegantes chinelas negras.
Una de ellos, al menos, era negra.
Annabelle se quedó mirando los pies de su rival. A primera vista, los dos zapatos parecían iguales. Los dos eran abiertos por la punta y de tacón bajo, pero uno era una chinela negra y el otro era azul marino. ¿Cómo era posible?
Annabelle miró a otro lado y guardó sus gafas de sol en el bolso.
– Lamento el retraso. A Sherman no le gustaba ninguno de los sitios para aparcar que le enseñaba.
– Sherman es el coche de Annabelle -explicó Heath, levantándose tras el escritorio y señalando con un gesto la silla vacía junto a Portia-. Tome asiento. Creo que no se conocían ustedes en persona.
– En realidad, sí -repuso Portia suavemente.
A través del largo ventanal de detrás del escritorio, Annabelle divisó un velero que surcaba el lago Michigan a lo lejos. Deseó encontrarse en él en aquel momento.
– Llevamos con esto desde la primavera -dijo Heath-, y ahora empieza la temporada de fútbol. Creo que ambas saben que esperaba haber avanzado más.
– Lo entiendo. -La tranquila seguridad de Portia desmentía a sus zapatos disparejos-. Todos esperábamos que esto resultara más fácil. Pero es usted un hombre muy selectivo, y merece una mujer extraordinaria.
«Pelota», pensó Annabelle. Sin embargo, por lo que a Heath se refería, tampoco ella merecía matrícula en profesionalidad, y seguir el ejemplo de Portia no era lo peor que podía hacer.
Portia giró un poco sobre su silla, exponiendo su cara a una luz más violenta. No era tan joven como le había parecido a Annabelle cuando se conocieron, y el maquillaje que se había aplicado con mano experta no llegaba a camuflar los círculos oscuros debajo de sus ojos. ¿Demasiada vida nocturna? ¿O algo más serio?
Heath se sentó sobre la esquina de su escritorio.
– Portia, usted me encontró a Keri Winters y, aunque aquello no llegara a nada, iba bien encaminada. Pero también me ha enviado a demasiadas candidatas sin ninguna posibilidad.
Portia no cometió el error de ponerse a la defensiva.
– Tiene razón. Debí eliminar a más, pero todas las mujeres que elegí eran especiales a su manera, y no me gusta suplantar el juicio de mis clientes más exigentes. Seré más cuidadosa de ahora en adelante.
La Dama Dragón era buena. Annabelle tenía que reconocerle eso, como mínimo.
Heath dirigió su atención a Annabelle. Nadie se hubiera imaginado que dos noches antes se había quedado dormido en su dormitorio del ático, o que una vez, en una bonita cabaña a la orilla del lago Michigan, habían hecho el amor.
– Annabelle, usted ha hecho mejor trabajo filtrando a las candidatas, y me ha presentado a muchas pasables, pero a ninguna ganadora.
Ella abrió la boca para contestar, pero antes de que pronunciase una palabra, él la cortó.
– Gwen no cuenta.
A diferencia de Portia, Annabelle sacaba lo mejor de sí poniéndose a la defensiva.
– Gwen era casi perfecta.
– Siempre que pasemos por alto al marido y ese embarazo tan inoportuno.
Portia se enderezó en su silla. Annabelle cruzó recatadamente las manos sobre su regazo.
– Ha de admitir que era exactamente la clase de mujer que esta buscando.
– Sí, la bigamia es el sueño de mi vida, es cierto.
– Usted me arrinconó -replicó ella-. Y seamos sinceros: si ella hubiera llegado a conocerle mejor, habría acabado dejándole. Usted se pasas mucho de exigente.
Los ojos de Portia se abrieron como alas de mariposa. Examinó a Annabelle con más atención. Luego empezó a hacer movimientos nerviosos. Descruzó las piernas que había cruzado; las volvió a cruzar. El pie de arriba -el del zapato azul marino- empezó a menearse frenéticamente.
– Estoy segura de que Annabelle habrá aprendido a estas alturas que debe investigar con más cuidado los antecedentes.
Annabelle fingió sorpresa.
– ¿Tenía que investigar los antecedentes de Heath?
– No los de Heath -repuso Portia-. ¡Los de las mujeres!
Heath se esforzó por no sonreír.
– Annabelle la está pinchando. He aprendido que es mejor ignorarla.
Portia parecía ya absolutamente descolocada. Annabelle casi sintió lástima por ella, viendo el zapato azul agitarse cada vez más rápido.
Heath, entretanto, aceleró hasta la línea de gol.
– Les diré lo que vamos a hacer, señoritas. Cometí un error al no firmar sus contratos por un plazo más breve, pero es un error que voy a rectificar ahora mismo. Les queda un cartucho a cada una. No hay más.
El zapato azul marino se detuvo en seco.
– Cuando dice un cartucho…
– Una candidata cada una -dijo Heath en tono firme.
Portia se retorció en su silla, derribando el bolso de Kate Spade con el talón.
– Eso es poco realista.
– Es lo que hay.
– ¿Estás seguro de que de verdad quieres casarte? -dijo Annabelle-. Porque, si es así, tal vez debería considerar la posibilidad… y a mi juicio es más que una posibilidad, pero intento ser diplomática… ¿Ha considerado la posibilidad de que sea usted quien esté saboteando el proceso, y no nosotras?
Portia le dirigió una mirada de advertencia.
– «Sabotaje» es una palabra muy fuerte. Estoy segura de que lo que Annabelle quiere decir es…
– Lo que Annabelle quiere decir -se puso en pie- es que le hemos presentado unas cuantas mujeres realmente asombrosas, Pero usted sólo le ha dado alguna oportunidad a una. A una equivocada, siempre en mi modesta y particular opinión. No hacemos magia, Heath. Tenemos que trabajar con seres humanos de carne y hueso, no con mujeres de fantasía que usted ha conjurado en su cabeza.
Portia compuso una sonrisa postiza y acudió presurosa al salvamento del barco que se hundía.
– Le estoy escuchando atentamente, Heath. No está satisfecho con el servicio que Parejas Power le está prestando. Quiere que seleccionemos a las candidatas con más cuidado, y se trata de una petición muy razonable, ciertamente. No puedo hablar por la señorita Granger, pero prometo que procederé de forma más conservadora de ahora en adelante.
– Muy conservadora -dijo él-. Dispone de una cita. Y lo mismo va por usted, Annabelle. Después de eso, yo abandono.
La sonrisa de plástico de Portia se fundió por las comisuras.
– Pero su contrato no finaliza hasta octubre. Estamos sólo a mediados de agosto.
– Ahórrese la saliva -dijo Annabelle-. Heath busca una excusa para despedirnos. No cree en el fracaso, y si nos despide puede transferirnos la responsabilidad.
– ¿Despedirnos? -Portia hacía mala cara.
– Será una experiencia nueva para usted -dijo Annabelle, desalentada-. Afortunadamente para mí, yo ya tengo práctica.
Portia recobró la compostura..
– Sé que esto ha sido frustrante, pero es que es frustrante para todo el que pasa por este proceso. Usted se merece resultados, y los obtendrá, pero sólo con un poco de paciencia.
– He sido paciente durante meses -dijo él-. El tiempo suficiente.
Annabelle contempló su rostro orgulloso y obstinado y no pudo callarse.
– ¿Piensa asumir parte de la responsabilidad del problema?
Heath la miró directamente a los ojos.
– Por supuesto. Es lo que estoy haciendo ahora mismo. Les dije que estaba buscando a alguien fuera de lo corriente, y si hubiera pensado que iba a ser fácil encontrarla, me habría ocupado en persona. -Se levantó del escritorio, poniéndose en pie-. Tómense el tiempo que haga falta para presentarme a su última candidata. Y créanme, nadie desea más que yo que una de las dos acierte.
Se acercó a la puerta y luego se hizo a un lado para dejarles salir, quedando su silueta recortada contra el rótulo del camping de caravanas Beau Vista que colgaba de la pared tras él.
Annabelle recogió su bolso y asintió con la cabeza con suma dignidad, pero abandonó el despacho furiosa, y en ningún caso de humor para compartir el ascensor con Portia, por lo que atravesó rápidamente la recepción en dirección al rellano.
Resultó en realidad que no le hacía falta correr.
Portia aflojó el paso mientras veía desaparecer a Annabelle. El despacho de Bodie estaba poco más adelante, a su derecha. Al pasar antes junto a la puerta, se había obligado a no mirar, pero supo que estaba allí. Podía sentirle en su piel. Incluso durante aquella horrible reunión con Heath, cuando más necesitaba mantener la cabeza fría, le había sentido.
Había pasado toda la noche reviviendo las cosas espantosas que le había dicho. Tal vez hubiera podido perdonarle las mentiras sobre su pasado, pero nunca lo demás. ¿Quién se había creído que era para psicoanalizarla? El único problema que tenía era él. Podía ser que estuviera un poco deprimida antes de conocerle, pero tampoco había tenido mayor importancia. La noche anterior, él había conseguido que se sintiera una fracasada, y eso no se lo toleraba a nadie.
Le temblaban las manos cuando se detuvo ante la puerta de su despacho. Estaba al teléfono, con el corpachón reclinado en la silla. En cuanto la vio, una sonrisa iluminó su cara, y puso los pies en el suelo.
– Ahora te llamo, Jimmie… Sí, suena bien. Ya quedaremos. -Dejó el teléfono a un lado y se puso en pie-. Hola, nena… ¿Todavía me hablas?
Su sonrisa, tonta y esperanzada, hizo titubear a Portia. Más que un tipo peligroso, parecía un crío que acabara de ver una bici nueva aparcada delante de su portal. Se dio la vuelta para componer el gesto y se encontró de frente con una pared llena de recuerdos. Se fijó en un par de portadas de revista enmarcadas, algunas fotos de quipo de sus días de jugador, recortes de periódico. Pero fue una foto en blanco y negro la que capturó su atención. El fotógrafo había captado a Bodie con el casco retirado hacia atrás en la cabeza, el barbuquejo bailando, unas briznas de hierba enganchadas en una esquina del protector facial. Sus ojos brillaban victoriosos, y su sonrisa radiante era la del amo del mundo. Portia se mordió el labio y se obligó a volverse de nuevo para hacerle frente.
– Voy a cortar contigo, Bodie.
Él se le acercó rodeando la mesa, la sonrisa ya desvaneciéndose.
– No lo hagas, cariño.
– No pudiste equivocarte más conmigo. -Se forzó a pronunciar las palabras que la mantendrían a salvo-. Me encanta mi vida. Tengo dinero y una casa preciosa, un negocio boyante. Tengo amigos, buenos amigos, y queridos. -Le tembló la voz-. Me encanta mi vida. Todas las partes de mi vida. Excepto la parte que te incluye a ti.
– No, nena, no. -Extendió hacia ella una de sus dulces manos como ganchos de carnicero, sin llegar a tocarla, en un gesto de súplica-. Eres una luchadora -dijo con ternura-. Ten las agallas de luchar por nosotros.
Ella se armó de coraje para afrontar el dolor.
– Ha sido una aventura, Bodie. Una diversión. Y ahora se ha acabado.
Habían empezado a temblarle los labios, como a una niña, y no esperó a que él respondiera. Se dio media vuelta… salió de su despacho… tomó el ascensor hacia la calle con la mente en blanco. Al salir, se cruzó con dos jóvenes preciosas. Una le señaló a los pies, y la otra se echó a reír.
Portia las adelantó, tensando los párpados para contener las lágrimas, asfixiándose. Un autobús turístico rojo de dos pisos pasó despacio a su lado, y el guía iba citando a Cari Sandburg con una voz tonante y exageradamente dramática que arañaba como uñas la pizarra de su piel.
«Camorra violenta, tormentosa… Ciudad de las anchas espaldas: Me dicen que eres perversa, y yo les creo…»
Portia se enjugó los ojos y reanudó la marcha. Tenía trabajo que hacer. El trabajo lo arreglaría todo.
A Sherman se le había estropeado el aire acondicionado, el aspecto de Annabelle para cuando llegó a casa después de la reunión con Heath había degenerado en una masa de rizos y arrugas. Pero no entró directamente, sino que se quedó en el coche con las ventanillas bajadas, reuniendo los ánimos para dar el siguiente paso. Heath le había dado sólo una oportunidad más. Lo que significaba que no podía seguir posponiéndolo. Aun así, necesitó toda fuerza de voluntad para sacar el móvil del bolso y hacer la llamada.
– Hola, Delaney. Soy Annabelle. Sí, es verdad, hace siglos…
– Somos más pobres que las ratas -le dijo Delaney Lightfield a Heath la noche de su primera cita oficial, sólo tres días después de que fueran presentados-. Pero todavía guardamos las apariencias. Y gracias a las influencias del tío Eldred, tengo un trabajo estupendo en el departamento comercial de la Ópera Lírica.
Le dio esta información riéndose de sí misma, con una risa encantadora que hizo sonreír a Heath. A sus veintinueve años, Delaney le recordaba a una Audrey Hepburn rubia y más atlética. Llevaba un vestido de punto azul marino, sin mangas, con un sencillo collar de perlas que había pertenecido a su bisabuela. Se había criado en Lake Forest y graduado en Smith. Era una esquiadora consumada y se defendía bastante bien al tenis. Jugaba al golf, montaba a caballo y hablaba cuatro idiomas. Pese a que varias décadas de prácticas comerciales obsoletas habían dilapidado la fortuna familiar que los Lightfield habían amasado en el negocio ferroviario, obligándoles a vender su residencia de verano en Bar Harbor, en el estado de Maine, la atraía el desafío de triunfar por sus propios medios. Le encantaba cocinar y confesaba que a veces deseaba haber ido a una escuela de cocina. La mujer de sus sueños había aparecido al fin.
A medida que avanzaba la noche, Heath pasó de la cerveza al vino, se recordó que debía vigilar su lenguaje y se propuso mencionar la exposición de los nuevos fauvistas del Instituto del Arte, después de cenar, la llevó en coche al apartamento que compartía con dos compañeras y le dio un beso caballeroso en la mejilla. Después de dejarla, el tenue perfume a lavanda francesa permanecía en coche. Cogió el móvil para llamar a Annabelle, pero estaba demasiado revolucionado para volver a casa. Quería hablar con ella en persona. Canturreando con la radio en su tesitura de barítono desafinado, se dirigió a Wicker Park.
Annabelle abrió la puerta. Llevaba un top a rayas con cuello de pico y una minifalda azul que favorecía mucho a sus piernas.
– Debería haber lanzado mi ultimátum antes -dijo-. Decididamente, respondes bien bajo presión.
– Creí que te gustaría.
– ¿Ya te ha llamado?
Annabelle asintió pero no dijo más, y él se puso tenso. Tal vez la cita no había ido tan bien como él pensaba. Delaney era de sangre azul. ¿Podía ser que hubiera notado demasiado el tufillo del camping de caravanas?
– He hablado con ella hace unos minutos -dijo finalmente Annabelle-. Está entusiasmada contigo. Felicidades.
– ¿En serio? -Su instinto no le había engañado-. Eso es estupendo. Vamos a celebrarlo. ¿Qué tal una cerveza?
Annabelle no se movió.
– No es… un buen momento.
Miró por encima de su hombro, y fue entonces cuando Heath se dio cuenta. No estaba sola. Sopesó el brillo de sus labios, recién puesto, y la minifalda azul. Su buen humor se apagó. ¿A quién tenía con ella?
Echó una mirada por encima de sus rizos, pero el salón estaba vacío. Lo que no implicaba que pudiera decirse otro tanto de su dormitorio… Resistió el impulso de entrar en tromba en la casa y comprobarlo.
– No pasa nada -dijo, algo envarado-. Hablamos la semana que viene.
Pero no se fue, sino que se quedó allí plantado. Finalmente, ella asintió y cerró la puerta.
Cinco minutos antes, se sentía el rey del mundo. Ahora quería emprenderla a patadas con algo. Caminó acera abajo y subió a su coche, pero no fue hasta que sacó el morro de su plaza de aparcamiento que sus luces alumbraron el vehículo aparcado al otro lado de la calle. Hasta entonces, había estado demasiado ensimismado para fijarse, pero ya no lo estaba.
La última vez que había visto aquel Porsche rojo reluciente, estaba aparcado en el cuartel general de los Stars.
Annabelle entró en la cocina arrastrando los pies. Dean estaba sentado a la mesa, con una Coca-Cola en la mano y una baraja de cartas en la otra.
– Te toca dar -dijo.
– No me apetece seguir jugando.
– Esta noche eres un muermo. -Dejó las cartas en la mesa.
– No es que tú estés hecho unas castañuelas. -Kevin se había hecho un esguince en el tobillo durante el partido del domingo, por lo que Dean le sustituyó en el segundo cuarto e interceptó el balón cuatro veces antes de que se pitara el final del partido. La prensa le acosaba, y por eso había decidido esconderse en casa de Annabelle un rato.
El grifo del fregadero goteaba, y su golpeteo rítmico la estaba sacando de quicio. Sabía de antemano que Delaney y Heath congeniarían. La tentadora combinación de la presencia física de Delaney, su casi varonil forma atlética y su impecable pedigrí habían dejado a Heath fuera de combate, como era de esperar. Y Delaney siempre había sentido debilidad por los hombres muy machos.
Annabelle había conocido a Delaney hacía ya veintiún años, en un campamento de verano, y se hizo su mejor amiga, pese a que Delaney era dos años más joven. Cuando dejaron de ir a campamentos se veían con menos frecuencia, básicamente en Chicago, cuando Annabelle iba a visitar a Nana. En la universidad perdieron el contacto, para retomarlo hacía sólo unos años. Ahora quedaban para comer cada pocos meses, no ya como amigas íntimas, sino como conocidas bien avenidas que compartían un pasado. Annabelle llevaba semanas pensando en que Heath y Delaney eran perfectos el uno para el otro, así que ¿por qué había esperado tanto para presentarles?
Porque sabía lo perfectos que serían el uno para el otro.
Se quedó mirando a Dean, que estaba lanzando palomitas al aire y atrapándolas con la boca. Era una lástima que sus pases en el campo no fueran igual de precisos. Cerró bien el grifo que goteaba y luego se desplomó en su silla junto a la mesa, un alma gemela deprimida.
El compresor de la nevera se paró, y la cocina quedó en silencio, excepto por el tictac del reloj de pared en forma de margarita y el leve chasquido de las palomitas al llegar a su destino.
– ¿Quieres que nos demos el lote? -dijo en tono fúnebre
Él se atragantó con una palomita.
– ¡No!
– Tampoco es para que te escandalices.
La silla de Dean cayó sobre sus cuatro patas con un ruido seco
– Sería como hacérmelo con mi hermana.
– Tú no tienes hermanas.
– No, pero tengo imaginación.
– Vale. Yo tampoco quería, de todas formas. Sólo era por dar conversación.
– Sólo era por distraerte, porque te has ido a enamorar de quien no debías.
– Eres un creído.
– He oído la voz de Heath en la puerta.
– Negocios.
– Cualquier cosa que te ayude a pasar el día. -Apartó el cuenco de palomitas del extremo de la mesa-. Me alegro de que no le hayas dejado entrar. Ya tengo suficiente con que me persiga Bodie. No se rinde ni a la de tres.
– Llevas más de dos meses. Me cuesta creer que aún no hayas encontrado representante. ¿O ya tienes? No, no me lo digas. Se lo contaría a Heath, y no quiero estar en medio de los dos.
– No estás en medio. Estás de su parte. -Volvió a inclinar la silla hacia atrás-. ¿Y cómo es que no has aprovechado esta oportunidad de oro para darle celos, invitándole a pasar?
Era justo lo que había estado preguntándose, pero, en realidad, ¿de qué iba a servir? Estaba más que harta de engaños, harta de mantener la guardia alta. Se inventó lo de su enamoramiento sólo para no perder a Heath como cliente, y ya no tenía que preocuparse por eso.
– No me apetecía.
Con todo y sus modales de deportista ignorante, Dean era más listo que el hambre, y a Annabelle no le gustaba nada la forma en que la estaba mirando, de modo que le miró con ceño.
– ¿Llevas maquillaje? -le dijo.
– Protector solar total de color en la barbilla. Me ha salido un grano.
– Qué putada ser un adolescente.
– Si le hubieras invitado a pasar, yo te habría mordisqueado el cuello y toda la pesca.
Con un suspiro, Annabelle cogió las cartas y empezó a barajarlas.
– Me toca dar.
Delaney no se separaba de Heath aunque él pasara la mitad del tiempo recorriendo las tribunas preferentes del Palacio de Deportes del Medio Oeste para tomarles el pulso a quienes agitaban el cotarro y cortaban el bacalao en la ciudad. Mientras seguía el partido de los Stars, le llegaban mensajes de texto desde todos los rincones del país, informándole de la marcha de los partidos del resto de sus clientes. Llevaba desde primera hora de la mañana colgado de sus teléfonos a intervalos, hablando con esposas, padres y novias, hasta con la abuela de Caleb Crenshaw, haciendo saber a todo el mundo que se ocupaba de sus asuntos. Echó un vistazo a la BlackBerry y vio que tenía un mensaje de Bodie, que estaba en Lambeau Field con Sean. De momento, su fullback novato estaba haciendo una gran temporada.
Heath llevaba un mes viendo a Delaney, aunque había estado viajando tanto que sólo habían podido salir cinco veces. Aun así, hablaban casi cada día, y estaba ya convencido de haber encontrado a la mujer que buscaba. Aquella tarde, Delaney llevaba un suéter de cuello de pico, las perlas de su bisabuela y unos vaqueros modernillos cuyo corte se ajustaba a la perfección a su figura alta y delgada. Para sorpresa de Heath, se separó de su lado y se acercó a Jerry Pierce, un hombre rubicundo de unos sesenta años, que era el director de uno de los despachos de corredores de Bolsa más importantes de Chicago.
Saludó a Jerry con un abrazo que denotaba una amistad antigua.
– ¿Cómo está Mandy?
– De cinco meses. Estamos tocando madera.
– Esta vez llegará a término sin complicaciones, estoy segura. Carol y tú seréis los mejores abuelos del mundo.
Heath y Jerry jugaban todos los años en el mismo torneo benéfico de golf, pero Heath no tenía ni idea de que tuviera una hija, y mucho menos de que ella tuviera problemas de embarazo. Ésa era la clase de cosas de las que estaba al tanto Delaney, además de saber siempre dónde encontrar la última botella disponible de un Shot-fire Ridge cuvée del 2002 y por qué merecía la pena el esfuerzo de localizarla. Aunque a él le iba más la cerveza, admiraba su profundo conocimiento, y se estaba esforzando por apreciar el buen vino. El fútbol parecía ser una de las pocas materias que ella no dominaba ya que prefería otros deportes más elegantes, pero estaba haciendo cuanto podía por aprender más.
Jerry estrechó la mano de Heath.
– Robillard está dando por fin lo mejor de sí mismo esta semana -dijo el veterano-. ¿Cómo es que todavía no has firmado con ese chico?
– Dean prefiere tomarse su tiempo.
– Si firma con cualquier otro es que es idiota -dijo Delaney, lealmente-. Heath es el mejor.
Jerry resultó ser un gran aficionado a la ópera, otra cosa que Heath desconocía, y la conversación derivó hacia la lírica.
– A Heath le va el country. -El tono de Delaney incorporaba un matiz dulce y tolerante-. Estoy decidida a ganarle para la causa.
Heath miró a su alrededor por el palco, buscando a Annabelle. Ella solía ir a los partidos de los Stars con Molly o alguna de las otras, y estaba convencido de que acabaría por encontrársela, pero no había habido suerte hasta el momento. Mientras Delaney seguía perorando sobre Don Giovanni, Heath recordó una noche en la que, entre dos presentaciones, Annabelle le había cantado de cabo a rabo «It's Five O'Clock Somewhere», de Alan Jackson. Claro que Annabelle almacenaba todo tipo de información inútil. Como el hecho de que sólo a la gente con una determinada enzima en el cuerpo les olía el pis cuando comían espárragos, cosa que, había que admitirlo, tenía su interés.
La puerta del palco se abrió y entró Phoebe vestida con los colores del equipo, con un vestido aguamarina de punto ajustado al cuerpo y una bufanda dorada al cuello. Heath se disculpó con Jerry y condujo a Delaney hacia ella para presentársela.
– Es un placer -dijo Delaney, con evidente sinceridad.
– Annabelle me ha hablado tantísimo de ti… -repuso Phoebe con una sonrisa.
Heath dejó a las mujeres charlando, sin preocuparse porque Delaney fuera a meter la pata. No lo hacía nunca, y le gustaba a todo el mundo menos a Bodie. Y no es que a Bodie le cayera mal. Sólo que no creía que Heath debiera casarse con ella. «Admito que los dos hacéis buena pareja sobre el papel -le había dicho la semana anterior-, pero nunca te veo relajado a su lado. No eres tú mismo.»
Tal vez porque Heath se estaba volviendo mejor persona. Teniendo en cuenta que lo que pasaba por ser la vida amorosa de Bodie en aquel momento era una colisión de trenes, a Heath le tranquilizaba ignorar sus advertencias.
Más tarde, Heath se encontró con Phoebe en el pasillo, a la salida del palco presidencial. Delaney acababa de irse al lavabo, y Heath estaba charlando con Ron y Sharon McDermitt cuando la dueña de los Stars asomó por una esquina.
– Heath, ¿puedo distraerle un momento?
– Juro por Dios que, sea lo que sea, no he sido yo. Díselo, Ron.
Ron sonrió.
– Estás solo en esto, colega. -Sharon y él desaparecieron dentro del palco.
Heath dirigió a Phoebe una mirada precavida.
– Sabía que tenía que haberme puesto una vacuna de refuerzo contra el tétanos.
– Es posible que le deba una disculpa.
– Ya está. Voy a dejar la cerveza. Nunca se imaginaría lo que me ha parecido oírle decir ahora mismo.
– Escúcheme. -Se colocó mejor el bolso en el hombro-. Lo único que intento decirle es que puede ser que yo sacara una conclusión equivocada cuando estuvimos en el lago.
– Y, de entre unas cien conclusiones equivocadas, ¿cuál sería? -Conocía la respuesta, pero ella le perdería respeto si se ablandaba tan fácilmente.
– Que se estaba aprovechando de Annabelle. Creo que soy lo bastante madura como para, cuando me equivoco, admitirlo, pero ha de recordar que me ha programado para esperar de usted lo peor. En fin, cada vez que veo a Annabelle me habla de lo emocionada que está de haberle emparejado con Delaney. Su negocio está floreciendo. Y Delaney es adorable. -Levantó la mano y le dio unas palmaditas en la mejilla-. Puede que nuestro pequeño esté creciendo por fin.
No podía creerlo. ¿Se había roto por fin el hielo con Phoebe después de tantos años? Si así era, se lo debía a Delaney.
Cuando Phoebe hubo desaparecido en el palco presidencial sacó su móvil para compartir la noticia con Annabelle, pero antes de que marcara su número reapareció Delaney. Probablemente, no habría podido contactar con ella de todas formas. A diferencia de él, Annabelle no era partidaria de tener siempre el teléfono conectado.
Annabelle nunca había sido muy aficionada a la ópera, pero Delaney tenía entradas de palco para Tosca, y la lujosa producción de la Lírica era exactamente la distracción que necesitaba para sacarse de la cabeza la llamada telefónica que le había hecho su madre aquella tarde. Su familia, al parecer, había decidido bajar a Chicago el mes siguiente para ayudar a Annabelle a celebrar su trigésimo segundo cumpleaños.
«Adam da una conferencia -había dicho Kate-, y Doug y Candace quieren visitar a unos viejos amigos. Papá y yo teníamos pensado hacer un viaje a San Luis de todas formas, así que iremos desde allí.»
Una gran familia, unida y feliz.
Llegó el intermedio.
– No puedo creer lo mucho que estoy disfrutando esto -dijo Annabelle mientras invitaba a Delaney a una copa de vino.
Por desgracia, su vieja amiga estaba más interesada en hablar de Heath que en discutir las tribulaciones de los amantes condenados de Tosca.
– ¿Te he explicado ya que Heath me presentó a Phoebe Calebow el sábado? Es adorable. Todo el fin de semana fue fabuloso.
A Annabelle no le apetecía oír aquello, pero Delaney estaba imparable.
– Te he contado que Heath se fue a la costa ayer, pero no que ha vuelto a mandarme flores. Otra vez rosas, desafortunadamente, pero él es básicamente un deportista, así que no puedes esperar que tenga mucha imaginación.
A Annabelle le encantaban las rosas, y no creía que fueran prueba de falta de imaginación.
Delaney tiró de su collar de perlas.
– Mis padres le adoran, por supuesto, ya sabes cómo son, y mi hermano cree que es el mejor tío con el que he salido.
A los hermanos de Annabelle también les habría gustado Heath. Por las razones equivocadas, pero así y todo…
– Cumpliremos cinco semanas el próximo viernes. Annabelle, creo que podría ser el definitivo. Es lo más próximo al hombre perfecto que voy a encontrar en la vida. -Su sonrisa se marchitó-. Bueno… Excepto por ese pequeño problema del que te vengo hablando.
Annabelle soltó lentamente el aire que venía reteniendo en los pulmones.
– ¿Sigue igual?
Delaney bajó la voz.
– El sábado, estuve con él en el coche metiéndole mano por todas partes. Era evidente que le excitaba, pero echó el freno. No sé si estaré paranoica, y desde luego que nunca le comentaría esto a nadie más, pero ¿estás absolutamente segura de que no es gay? En la universidad, había aquel tío totalmente macho, y luego resultó que tenía novio.
– No creo que sea gay -se oyó decir Annabelle.
– No. -Delaney sacudió la cabeza con decisión-. Estoy segura de que no.
– Probablemente tienes razón.
Sonó la campana avisando del final del intermedio, y Annabelle se deslizó hasta su asiento como la miserable víbora que era.
La lluvia repiqueteaba en la ventana tras el escritorio de Portia, y un relámpago rasgó el cielo de última hora de la tarde.
– … de modo que te avisamos con las dos semanas preceptivas de antelación -dijo Briana.
Portia sintió que la furia de la tormenta le aguijoneaba la piel.
La raja de la falda negra de Briana se abrió al cruzar ella sus largas piernas.
– No ultimamos los detalles hasta ayer -dijo-, y por eso no te lo hemos podido decir antes.
– Podemos alargarlo a tres semanas si de verdad nos necesitas. -Kiki se inclinó hacia delante en la silla, con la frente arrugada por la preocupación-. Sabemos que aún no has encontrado sustituta para Diana y no queremos dejarte en un apuro.
Portia reprimió un estallido de risa histérica. ¿Qué podía ser peor que perder las dos ayudantes que le quedaban?
– Llevamos seis meses hablando de esto. -La sonrisa de Briana invitaba a Portia a alegrarse con ella-. A las dos nos encanta esquiar, y Denver es una gran ciudad.
– Una ciudad fabulosa -dijo Kiki-. Hay solteros a patadas y, con todo lo que hemos aprendido de ti, sabemos que estamos preparadas para establecernos por nuestra cuenta.
Briana ladeó la cabeza hacia un lado, y su liso pelo rubio le cayó sobre el hombro.
– Nunca podremos agradecerte lo bastante que nos hayas enseñado el oficio, Portia. Admito que a veces se nos ha hecho cuesta arriba lo dura que eres, pero ahora te estamos agradecidas por ello.
Portia juntó las sudorosas palmas de sus manos.
– Me alegra oír eso.
Las dos mujeres intercambiaron una mirada. Briana asintió con la cabeza de modo casi imperceptible. Kiki jugueteó con el botón superior de su blusa.
– Briana y yo nos preguntábamos, o más bien deseamos, si tal vez… ¿Te importaría que te llamáramos de vez en cuando? Sé que nos van a asaltar un millón de dudas al principio.
Querían que las amadrinara. La iban a dejar plantada, sin ninguna ayudante con experiencia, y pretendían que las ayudara.
– Por supuesto -dijo Portia fríamente-. Llamadme siempre que os haga falta.
– Muchísimas gracias -dijo Briana-. De verdad. Te lo decimos de corazón.
Portia se las arregló para asentir con la cabeza, esperaba que graciosamente, pero se le estaban revolviendo las tripas. No meditó lo que dijo a continuación. Las palabras le salieron solas.
– Me doy cuenta de que estáis ansiosas por empezar, y por nada del mundo quisiera reteneros. Últimamente hay poco movimiento por aquí, de forma que no hay necesidad realmente de que os quedéis aún dos semanas más, ninguna de las dos. Puedo arreglarme sola. -Agitó los dedos señalando la puerta, despidiéndolas como si fueran un par de colegialas traviesas-. Venga. Acabad con lo que tengáis entre manos y podéis iros.
– ¿De veras? -A Briana se le pusieron los ojos como platos-. ¿No te importa?
– Claro que no -dijo Portia-. ¿Por qué había de importarme?
No iban a mirarle el dentado al caballo regalado, y les faltó tiempo para irse hacia la puerta.
– Gracias, Portia. Eres la mejor.
– La mejor -murmuró Portia para sí al quedarse sola por fin. Otro trueno hizo retumbar la ventana. Ella cruzó los brazos sobre el escritorio y hundió la cabeza. Ya no podía seguir con aquello.
Aquella noche se sentó en la penumbra de su salón, mirando al vacío. Habían pasado casi seis semanas desde que viera a Bodie por última vez, y le echaba dolorosamente en falta. Se sentía desarraigada, a la deriva, sola en el mismo fondo de su corazón. Su vida privada yacía hecha añicos a su alrededor, y Parejas Power se estaba hundiendo. No sólo por la deserción de sus ayudantes, sino también porque ella había perdido su ojo clínico.
Pensó en lo que había ocurrido con Heath. A diferencia de Portia, Annabelle había cogido su oportunidad al vuelo y la había aprovechado brillantemente. «Una candidata cada una», había dicho él. Mientras Portia había decidido esperar siguiendo su menoscabado instinto, Annabelle dio el golpe presentándole a Delaney Lightfield. Era toda una ironía. Portia conocía a los Lightfield desde hacía años. Había visto crecer a Delaney. Pero había estado tan ocupada hundiéndose que nunca se le pasó por la cabeza presentársela a Heath.
Echó una mirada al reloj. No eran ni las nueve. No podía afrontar otra noche sin dormir. Hacía semanas que se resistía a tomarse un somnífero porque odiaba la idea de desarrollar una dependencia. Pero si no conseguía descansar como es debido aunque fuera una noche, se volvería loca. Su corazón empezó a palpitar frenéticamente. Se apretó el pecho con la mano. ¿Y si se moría allí mismo? ¿A quién le importaría? Sólo a Bodie.
No podía soportarlo más, de modo que se echó encima su provocativo impermeable rosa, agarró su bolso, cogió el ascensor y bajo a la recepción. Aunque era de noche, se puso las gafas de sol de Chanel por si se topaba con los vecinos. No podía soportar la idea de que la viera nadie en ese estado: sin maquillar, con un pantalón de chándal raído asomando bajo una gabardina de Marc Jacobs.
Dio apresuradamente la vuelta a la esquina, camino del drugstore, que estaba abierto las veinticuatro horas. Al llegar al pasillo de los remedios contra el insomnio, los vio. Apilados en un cubo de alambre con un cartel que decía 75% DE DESCUENTO. Polvorientas cajas moradas de pollitos de Pascua de malvavisco amarillo ya añejo. El cubo descansaba al final del pasillo, enfrente de las pastillas para dormir. Su madre solía comprar aquellos pollitos cada Semana Santa y ponérselos en su bol del osito Franklin Mint. Portia recordaba todavía el rechinar de los cristales de azúcar entre sus dientes.
– ¿Necesita ayuda?
La dependienta era una joven hispana regordeta que llevaba demasiado maquillaje y sería incapaz de comprender que para según qué cosas no había ayuda posible. Portia negó con la cabeza y la chica desapareció. Dirigió su atención a las pastillas para dormir, pero las cajas daban vueltas ante sus ojos. Su mirada se volvió de nuevo al cubo de pollitos. La Semana Santa había sido hacía cinco meses. Estarían gomosos a estas alturas.
En el exterior, pasó un coche patrulla como un rayo, con la sirena a toda marcha, y Portia sintió el impulso de taparse los oídos con los dedos. Algunas de las cajas moradas de los pollitos estaban melladas, y un par de las ventanitas de celofán se habían rasgado. Qué mal efecto. ¿Por qué no las tiraban?
Sobre su cabeza zumbaban los tubos de los fluorescentes. La dependienta la miraba fijamente tras su exceso de maquillaje. Si conseguía dormir a gusto una noche, volvería a ser ella misma. Tenia que elegir algo rápido. Pero ¿qué?
El ruido de las luces fluorescentes le taladraba las sienes. Se le aceleró el pulso. No podía seguir allí parada. Movió los pies, y el bolso cayó más abajo en su brazo. En lugar de escoger unas pastillas, metió la mano en el cubo de los pollitos de malvavisco. Un reguerillo de sudor se deslizó entre sus pechos. Cogió una cajita, luego otra, y otra más. En la calle, tronó la bocina de un taxi. Ella dio con el hombro en una vitrina de artículos de limpieza, y una pack de esponjas cayó al suelo. Portia fue trastabillando hacia la caja registradora.
Detrás del mostrador había otro chico, éste pecoso y sin barbilla. Cogió una caja de pollitos.
– Me encantan estas cosas -dijo.
Portia fijó la vista en el expositor de los periódicos. El chico pasó la caja por el escáner. En el bloque de Portia, todo el mundo compraba en ese drugstore, y muchos salían de noche a pasear a su perro. ¿Y si entraba alguno y la veía?
El chico sostuvo en alto una caja con la ventana de celofán rasgada.
– Ésta está rota.
Ella hizo una mueca.
– Son… para la clase de mi sobrina del jardín de infancia.
– ¿Quiere que se la cambie por otra?
– No, está bien.
– Pero está rota.
– ¡Le he dicho que está bien! -gritó ella, y el chico dio un respingo. Portia retorció los labios en un simulacro de sonrisa-. Los quieren para… hacer collares.
Él la miró como si estuviera loca. El corazón de Portia iba cada vez más rápido mientras el chico pasaba las cajas por la máquina. Se abrió la puerta y entró en la tienda una pareja de ancianos. Nadie que ella conociera, pero sí que les había visto alguna vez. El cajero pasó la última caja por el escáner. Ella le tendió un billete de veinte dólares, y él lo examinó como si fuera un agente del Tesoro. Los pollitos estaban desperdigados por todo el mostrador, a la vista de cualquiera, ocho cajitas moradas a seis pollitos por caja. El chico le entregó el cambio. Ella lo metió en el bolso, directamente al fondo, sin molestarse en guardarlo en el monedero.
Sonó el teléfono junto a la caja registradora, y el chico respondió.
– Hola, Mark, ¿qué tal? No, no salgo hasta las doce. Un asco.
Portia le arrancó la bolsa de la mano y metió dentro el resto de las cajitas de cualquier manera. Una cayó al suelo. Allí se quedó.
– Eh, señorita, ¿no quiere el ticket?
Ella corrió a la calle. Se había puesto a llover otra vez. Estrechó la bolsa contra su pecho y esquivó a una joven de rostro lozano que aun debía de creer en lo de ser felices y comer perdices. La lluvia le estaba empapando el pelo, y para cuando llegó de vuelta a casa, estaba tiritando. Dejó caer la bolsa sobre la mesa del comedor. Algunas cajitas se salieron.
Se sacudió el impermeable de encima y trató de recuperar el aliento. Tendría que hacerse un té, se dijo, poner un poco de música, tal vez la tele. Pero no hizo nada de eso, sino que se hundió en una silla a los pies de la mesa y empezó lentamente a alinear las cajas delante de ella.
Siete cajas. A seis pollitos por caja.
Con las manos temblándole, empezó a quitar los papeles de celofán y a abrir las solapas. Cayeron al suelo trocitos de cartón morado. Los pollitos fueron saliéndose entre una nieve crujiente de azúcar amarillo.
Por fin estuvieron abiertas todas las cajas. Pasó la mano para tirar a la moqueta los últimos restos de cartón y celofán. Sólo quedaron los pollitos sobre la mesa. Mientras los miraba, supo que Bodie tenía razón en lo que le dijo. Toda su vida la había guiado el miedo, tan asustada de no dar la talla que había olvidado cómo vivir.
Empezó a comerse los pollitos, uno por uno.