Pasaron dos semanas. Entre hacer los preparativos de su fiesta de vino y queso y preocuparse por Heath y Keri Winters, Annabelle perdió el peso suficiente para poder abrocharse la minifalda azul hierba doncella que no había conseguido ponerse en todo el verano.
– Vaya a ponerse algo encima -le había gruñido el señor Bronicki la noche de la fiesta al bajar ella por las escaleras con la mini puesta, además de un ceñido top color marfil.
– A usted le pago por ayudar -replicó ella-. No le está permitido criticar.
– Exhibiéndose como una buscona… Irene, venga aquí y eche un vistazo a esto.
La señora Valerio asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
– Está muy guapa, Annabelle. Howard, venga a ayudarme a abrir este bote de olivas. -La señora Valerio, desde que empezó a verse con el señor Bronicki, se había teñido el pelo del mismo rojo que el Pájaro Loco, que combinaba con las zapatillas carmín que llevaba esta noche con su mejor vestido negro de los domingos.
El señor Bronicki, como un pincel con su camisa blanca de manga larga, la siguió a la cocina. Annabelle se fue a su despacho, donde había convertido el escritorio en una mesa de bufé con el Mantel de cuadros amarillo y azul de Nana y un magnífico centro de flores de jardín que había donado la señora McClure. Pusieron el queso y la fruta en los encantadores platos de cerámica de los sesenta de Nana. El señor Bronicki se ofreció a atender a la puerta y servir el vino mientras la señora Valerio se encargaba de rellenar los platos. Fijándose en lo que compraba y recurriendo a la ayuda de sus jubilados, Annabelle se las había arreglado para ajustar la velada a un presupuesto. Y lo que era mejor aún, había reclutado dos clientes varones más a través de su nueva página web.
Concentrarse en el trabajo no la había ayudado mucho a borrar las imágenes de Heath en la cama con Keri, pero hizo lo que pudo. La noticia de que la presentadora de la WGN y el más destacado representante deportivo de la ciudad se dejaban ver juntos había llegado últimamente a las tertulias radiofónicas, incluyendo el programa de máxima audiencia de la mañana, cuyos disc jockeys Eric y Kathy habían lanzado ya un concurso «para poner nombre al extraño hijo que tendrán».
Sonó el timbre de la puerta.
– Ya lo he oído -gruñó el señor Bronicki desde la cocina-. No estoy sordo.
– Recuerde lo que le he dicho de sonreír -le dijo Annabelle cuando pasó a su lado arrastrando los pies.
– No he podido volver a sonreír desde que perdí los dientes.
– Tiene usted la misma gracia que una caja de lavativas.
– Un respeto, señorita.
Annabelle había estado muy preocupada con que la gente no se mezclara, y había pedido a Janine que le echara una mano. Su amiga fue la primera en llegar, seguida de Ernie Marks y Melanie Richter.
Al cabo de una hora, las pequeñas habitaciones del piso de abajo de Annabelle estaban a reventar. Celeste, la economista de la Universidad de Chicago, pasó mucho tiempo hablando con Jerry, el ahijado de Shirley Miller. Ernie Marks, el tranquilo director de escuela primaria, y Wendy, la vivaz arquitecta de Roscoe Village, parecía que congeniaban. Sus dos clientes más recientes, encontrados a través de la página web, se arremolinaban en torno a la elegante Melanie. Desafortunadamente, Melanie parecía más interesada en John Nager. Considerando que Melanie había estado casada con un hombre obsesionado con desinfectar los pomos de las puertas, Annabelle no creía que John el Hipocondríaco fuera su mejor opción. Lo más interesante que deparó la noche, no obstante, resultó algo inesperado. Para sorpresa de Annabelle, Ray Fiedler se pegó a Janine nada más entrar, y Janine no hizo el menor esfuerzo por quitárselo de encima. Annabelle tenía que admitir que el nuevo corte de pelo de Ray había obrado maravillas en él.
Para cuando se fue el último invitado, estaba exhausta pero satisfecha, sobre todo porque todo el mundo quiso saber la fecha de su siguiente fiesta, y había desaparecido un buen puñado de sus folletos. En resumen, Perfecta para Ti había disfrutado de una noche bastante triunfal.
Al entrar el cortejo de Heath y Keri en su tercera semana, Annabelle dejó de escuchar los chismorreos de la radio. En lugar de eso, se dedicó a hacer el seguimiento de los contactos que sus clientes habían establecido en la fiesta, intentó disuadir a Melanie de verse con John y firmó con otro cliente. Nunca había estado más ocupada. Sólo le faltaba ser más feliz.
Un martes por la noche, poco antes de las once, sonó el timbre de la puerta. Puso a un lado el libro que estaba leyendo, bajó y se encontró a Heath plantado en su porche, con la ropa arrugada y el aspecto cansado de quien vuelve de viaje. Aunque habían hablado por teléfono, era la primera vez que le veía desde la noche en que conoció a Keri.
El repasó su camiseta ancha, sin mangas, de algodón blanco -no llevaba sujetador- y sus pantalones de pijama azules estampados con copas rosas de martini que contenían pequeñas olivas verdes.
– ¿Estabas durmiendo?
– Leyendo. ¿Ocurre algo?
– No. -Tras él, un taxi se alejaba del bordillo. Tenía enrojecido el contorno de los ojos, y una sombra de barba asomaba en su mentón de tipo duro, lo cual, a los ojos trastornados de Annabelle, no le hacía sino más toscamente atractivo.
– ¿Tienes algo de comer? En el avión no daban más que pretzels, incluso en primera clase. -Ya había entrado. Dejó en el suelo su maleta de ruedas y el portátil-. Tenía pensado llamar antes, pero me he quedado dormido en el taxi.
Las emociones de Annabelle estaban demasiado a flor de piel para hacer frente a esto.
– Sobras de espaguetis nada más.
– Suena estupendamente.
Reparando en las líneas de fatiga de su cara, ella no tuvo corazón para echarle, y se encaminó a la cocina.
– Tenías razón sobre Keri y yo -dijo él, a su espalda. Ella se dio con el marco de la puerta.
– ¿Qué?
Él miró a la nevera, más allá de ella.
– No me vendría mal una Coca-Cola, si tienes.
Ella sentía deseos de agarrarle del cuello de su camisa blanca y sacudirle hasta que le dijera exactamente qué había querido decir pero se contuvo.
– Claro que tenía razón sobre Keri y tú. Soy una profesional experimentada.
Él se aflojó el nudo de la corbata y se desabotonó el cuello.
– Refréscame la memoria. ¿ Qué clase de experiencia has tenido, concretamente?
– Mi abuela era una superestrella. Lo llevo en la sangre. -Iba a ponerse a chillar si él no le decía lo que ocurría. Sacó una Coca-Cola de la nevera y se la pasó.
– Keri y yo nos parecíamos demasiado. -Apoyó un hombro contra la pared y dio un sorbo a su refresco-. Tuvimos que llamarnos media docena de veces sólo para poder quedar a comer.
La nube negra que llevaba siguiéndola tres semanas se la llevó el viento a arruinar la vida de alguna otra persona. Extrajo de la nevera un vetusto Tupperware azul pastel, junto con los restos del whopper que no había tenido ganas de acabarse al mediodía.
– ¿Ha sido dura la ruptura?
– No exactamente. Habíamos pasado tanto tiempo mareando la perdiz al teléfono que tuvimos que hacerlo por correo electrónico.
– No se han roto corazones, entonces.
Su mentón adquirió una actitud obcecada.
– Debíamos haber estado genial juntos.
– Ya conoces mi opinión al respecto.
– La teoría Fisher-Price. ¿Cómo iba a olvidarla?
Mientras cortaba los restos de su hamburguesa y la mezclaba con los espaguetis, Annabelle se preguntó por qué no la había llamado para darle la noticia en vez de presentarse en persona. Metió el plato en el microondas.
Él se acercó a inspeccionar el plan de dieta apuntado en un panel, amarillento ya, que había pegado ella en la puerta de la nevera nada más mudarse.
– No nos hemos acostado -dijo, sin apartar un milímetro los ojos de una cena baja en carbohidratos a base de pescado.
Ella reprimió su alegría.
– No es asunto mío.
– Desde luego que no, pero eres una cotilla.
– Oye, he estado demasiado ocupada construyendo mi imperio para obsesionarme por tu vida sexual. O por tu falta de ella. -Contuvo sus ganas de marcarse unos pasos de claqué mientras cogía una manopla, sacaba el plato y lo ponía encima de la mesa-. No eres mi único cliente, ¿sabes?
Heath encontró un tenedor en el cajón de la plata, se sentó y examinó su plato.
– ¿Es una patata frita esto que hay en mis espaguetis?
– Nouvelle cuisine. -Abrió el congelador para sacar el vaso de helado que no le había apetecido tocar en tres semanas.
– ¿Y cómo va el negocio? -preguntó él.
Abriendo la tapa, ella le contó lo de su fiesta y sus nuevos clientes. La sonrisa de Heath sugería que se alegraba sinceramente.
– Felicidades. Estás cosechando el fruto de tu esfuerzo.
– Eso parece.
– ¿Y cómo te van las cosas con tu amorcito?
Le costó un momento adivinar de quién estaba hablando. Hundió la cuchara en el helado.
– Cada día mejor.
– Tiene gracia. Le vi en el Waterworks hace un par de noches haciéndole el boca a boca a una clon de Britney Spears.
Ella excavó una viruta de chocolate.
– Forma parte del plan. No quiero que se sienta agobiado.
– Créeme. No lo está.
– ¿Lo ves? Funciona.
El enarcó una ceja.
– Es sólo la opinión de un hombre, pero creo que estabas mejor con Raoul.
Ella sonrió, volvió a tapar el helado y a dejar el vaso en el congelador. Mientras él comía, fregó una sartén que había dejado a remojo en el fregadero y respondió a sus preguntas sobre la fiesta teniendo en cuenta lo cansado que estaba, apreció su interés.
Cuando acabó de comer, Heath le acercó su plato. Lo había devorado entero, hasta la patata frita.
– Gracias. Es la mejor comida que he tomado en varios días.
– Caramba, sí que has estado ocupado.
Heath recuperó lo que quedaba del helado del congelador
– Estoy demasiado cansado para irme a casa. ¿Tienes una cama de invitados en que me pueda tirar?
Ella se golpeó la espinilla con la puerta del fregadero.
– ¡Ay! ¿Quieres quedarte aquí esta noche?
Él levantó la vista del vaso de helado con expresión de gran desconcierto, como si no entendiera la pregunta.
– Hace dos días que no duermo. ¿Te supone un problema? Te prometo que estoy demasiado cansado para asaltarte, si es eso lo que te preocupa.
– Qué me va a preocupar. -Se distrajo sacando el cubo de la basura de debajo del fregadero-. Supongo que no pasa nada. Pero el antiguo dormitorio de Nana da al callejón, y mañana es el día que pasa el camión de la basura.
– Sobreviviré.
Viendo lo cansado que estaba, ella no entendía por qué no había esperado al día siguiente para llamar y darle la noticia de lo de Keri. Salvo que no quisiera estar solo esa noche. Tal vez sus sentimientos hacia Keri fueran más profundos de lo que quería dar a entender. De la burbuja de felicidad de Annabelle escapó un poco de aire.
– Ya saco yo eso. -Heath volvió a meter el helado en el congelador y se llevó la bolsa de basura que ella acababa de atar.
Resultaba todo demasiado íntimo. Las altas horas, la acogedora cocina, las tareas compartidas. Ella en pijama y sin sujetador. La montaña rusa en que viajaba su estado de ánimo desde hacía semanas enfiló otra cuesta abajo.
Cuando él regresó de sus labores de basurero, echó el pestillo a la puerta detrás de él y señaló al patio trasero con la cabeza.
– Ese coche… Déjame adivinar. ¿De Nana?
– Sherman tiene más personalidad que un coche.
– ¿De verdad conduces ese trasto por donde la gente puede verte?
– Algunos no podemos permitirnos un BMW.
Él sacudió la cabeza.
– Supongo que si este montaje de la agencia de contactos no sale adelante, siempre puedes pintarlo de amarillo y meter un taxímetro en el salpicadero.
– Estás disfrutando, ¿no?
Él sonrió y se dirigió a la parte delantera de la casa.
– ¿Qué tal si me enseñas mi habitación, Campanilla?
Esto se salía de lo normal. Apagó la luz, decidida a mantener una actitud despreocupada.
– Si por casualidad eres una de esas personas a las que no les gustan los ratones, mete la cabeza debajo de la sábana. Eso suele mantenerlos a raya.
– Me disculpo por haberme reído de tu coche.
– Disculpas aceptadas.
Heath cogió su maleta y subió por las escaleras al pequeño distribuidor cuadrado del piso de arriba, que estaba jalonado por una serie de puertas.
– Puedes quedarte en la antigua habitación de Nana -dijo ella-. El cuarto de baño está justo al lado. Eso es el cuarto de estar. Era la habitación de mi madre de pequeña. Yo duermo en el tercer piso.
Él dejó la maleta en el suelo y fue hasta el umbral del cuarto de estar. La anticuada decoración en gris y malva tenía un aire irremediablemente ruinoso. Un trozo del periódico del día anterior había caído a la rugosa moqueta de tweed, y el libro que había estado leyendo Annabelle yacía abierto sobre el sofá gris. Un curtido aparador de roble sobre el que descansaba un televisor ocupaba el espacio entre dos ventanas de guillotina, que estaban rematadas por ampulosos bastidores a rayas grises y malvas descoloridas. Delante de las ventanas, un juego de dos bases blancas de metal de patas torcidas sostenían más ejemplares de la colección de violetas africanas de Nana.
– Esto es agradable -dijo-. Me gusta tu casa.
Al principio, ella creyó que le tomaba el pelo, pero luego comprendió que era sincero.
– Te la cambio -dijo.
Él miró a la puerta abierta del distribuidor.
– ¿Tú duermes en el ático?
– Es donde dormía de pequeña, y terminé cogiéndole gusto.
– La guarida de Campanilla. Eso tengo que verlo. -Se encaminó a las estrechas escaleras del ático.
– ¿No estabas tan cansado? -exclamó ella.
– Lo que hace de ésta la ocasión perfecta para ver tu dormitorio. Soy inofensivo.
Ella no le creyó ni por un momento.
El ático, con sus dos buhardillas y sus techos inclinados, se había convertido en el almacén de todas las antigüedades desechada de Nana: una cama de cerezo con postes de baldaquín, un escritorio de roble, un tocador con un espejo con dorados, hasta un viejo maniquí de sastre de los tiempos en que Nana se mantenía ocupada cosiendo en vez de ejerciendo de casamentera. Una de las buhardillas acogía un confortable sillón y una otomana, la otra un escritorio pequeño de nogal y un aparato de aire acondicionado, feo pero eficiente. Annabelle había añadido poco antes cortinas de tela ligera azul y blanca a las ventanas de las buhardillas, una colcha de la misma tela y algunas reproducciones de arte para compensar la miscelánea de paisajes que habían ido a parar allí arriba.
Annabelle se alegró de haber hecho limpieza un rato antes, aunque deseó no haber pasado por alto el sostén rosa que yacía sobre la cama. Los ojos de Heath se posaron en él, y luego se desviaron al maniquí, que en ese momento vestía un viejo mantel de encaje y un sombrero de los Cubs.
– ¿Nana?
– Era muy hincha.
– Ya lo veo. -Alzó la vista al techo inclinado-. Con un par de tragaluces estaría perfecto.
– Tal vez deberías concentrarte en decorar tu propia casa.
– Supongo que sí.
– En serio, Heath, si yo tuviera esa casa magnífica y tanto dinero como tú, la convertiría en una atracción turística.
– ¿Qué quieres decir?
– Grandes muebles, mesas de piedra, una iluminación cuidadosa, arte contemporáneo colgado en las paredes… lienzos enormes. ¿Cómo puedes aguantar vivir en una casa tan fabulosa sin hacer nada con ella?
Él la miro de forma tan extraña que empezó a sentirse incómoda y le dio la espalda.
– La habitación de Nana tiene una persiana un poco caprichosa Voy a echártela y a llevarte unas toallas.
Corrió al piso de abajo. El tenue olor del perfume A una rosa silvestre, de Avon, impregnaba todavía el cuarto de Nana. Encendió la pequeña lámpara de tocador de porcelana, retiró la sábana de más que había dejado a los pies de la cama y arregló la persiana. En el cuarto de baño escondió la caja de Tampax de la semana anterior y colgó un juego de toallas limpias del viejo toallero cromado.
Heath seguía sin bajar. Se preguntó si habría descubierto su vieja muñeca Tippy Tumbles, que estaba apoyada en el escritorio. O peor aún, el catálogo de juguetes eróticos que nunca había llegado a tirar. Subió las escaleras a la carrera.
Le encontró tumbado en su cama, completamente vestido excepto por los zapatos, y dormido como un tronco.
Tenía los labios ligeramente separados, y los tobillos enfundados en sencillos calcetines negros, cruzados. Una de sus manos reposaba sobre el pecho. La otra, a un lado del cuerpo, junto a un extremo del sujetador rosa que sobresalía bajo sus caderas. Estaba pegado a las yemas de sus dedos, sin llegar a tocarlas, pero lo bastante cerca como para provocarle a Annabelle un hormigueo en el estómago. Estaría loca, pero no soportaba ver lencería abandonada cerca de él.
Una de las tablas del suelo crujió al acercarse de puntillas a la cama. Muy despacio, con cuidado, enganchó la tira del sostén y tiró de ella.
El sostén no se movió.
El soltó un ligero resoplido. Era una locura. Annabelle se sentía ya suficientemente vulnerable con la situación en general. Debela marcharse y dejarle dormir. Pero dio otro tirón.
El se volvió sobre un costado, hacia ella, acabando de atrapar todo el sujetador, salvo una vueltecita de la tira de encaje, bajo su cadera.
Annabelle empezó a sudar. Sabía que era una locura, pero no podía decidirse a marcharse. Crujió otra tabla en el suelo cuando se arrodilló a un lado de la cama, la misma tabla que crujía cada vez que la pisaba, de modo que podía haber tenido más cuidado. El corazón le latía con fuerza. Se apoyó con una mano en el colchón y deslizó el dedo a través de la tira enroscada que asomaba bajo cadera de Heath. Tiró fuerte.
Heath levantó pesadamente un párpado, y su voz amodorrada la sobresaltó.
– Una de dos: o te metes aquí conmigo o te largas.
– Esta es -tiró un poco más fuerte- mi cama.
– Ya lo sé. Estoy descansando un momento.
No daba la impresión de estar descansando un momento. Daba la impresión de que se había instalado para toda la noche. Junto con su lencería. Que se negaba a moverse.
– Si me dejas…
– Estoy muerto del todo. -Cerró los ojos-. Te devolveré tu cama por la mañana. Te lo prometo. -Su voz fue haciéndose un murmullo confuso.
– Vale, pero…
– Vete -masculló él.
– Ya voy. Pero antes, ¿te importaría…?
Heath volvió a tumbarse de espaldas, lo que habría debido liberar el sujetador, pero no fue así: se quedó pillado entre su cadera y su mano.
– Yo, eh, tengo que coger una cosita. Y ya no te molestaré más.
Los dedos de Heath le apresaron la muñeca, y esta vez, al abrir se sus párpados, tenía los ojos bien despiertos.
– ¿Qué quieres?
– Recuperar mi sujetador.
Él levantó la cabeza y se miró el costado, sin soltarle la muñeca.
– ¿Porqué?
– Soy una maniática del orden. Las habitaciones desordenadas me sacan de quicio. -Dio un fuerte tirón y liberó el brazo.
Heath contempló el sujetador que colgaba ahora de su mano.
– ¿Vas a salir esta noche?
– No, voy a… -Estaba claro que había despertado al león durmiente, e hizo un ovillo en la mano con el sostén, tratando de hacer lo invisible-. Vuelve a dormirte. Ya me acuesto yo en la cama de Nana.
– Ahora ya estoy despierto. -Se incorporó sobre los codos-. Normalmente, te veo venir de lejos con tus chifladuras, pero tengo que admitir que esta vez me has dejado perplejo.
– Bah, olvídalo.
– Lo que tengo claro -señaló su mano con la cabeza- es que la cosa no va de un sujetador.
– Eso crees tú. -Le miró con acritud-. Mientras no estés en mi piel, no juzgues.
– ¿Que no juzgue qué?
– No lo entenderías.
– Me paso todo el día entre futbolistas. Te sorprendería la cantidad de cosas raras que entiendo.
– No serán tan raras como ésta.
– Ponme a prueba.
El gesto resuelto de su mentón le decía que Heath no iba a dejarlo correr, y ella no tenía otra explicación que la verdad.
– No soporto ver… -Tragó saliva y se pasó la lengua por los labios-. Lo paso mal si veo… eh… lencería femenina demasiado cerca de la mano de un hombre. Es decir, cuando esa lencería no cubre de hecho un cuerpo femenino.
Heath soltó un gruñido y volvió a hundir la cabeza en la almohada.
– Señor, señor. No me digas.
– Me disgusta. -Y eso era expresarlo con suavidad.
Sabía que Heath se reiría, y así fue, con una sonora carcajada que rebotó por los peculiares ángulos del ático. Ella le miró fijamente hasta hacerle apartar la vista.
Heath bajó los pies de la cama.
– ¿Te da miedo que me dé a mí por travestirme?
Oírselo decir en voz alta arrancó de Annabelle una mueca de dolor. ¿Cómo había podido llegar a los treinta y uno sin que nadie la hiciera encerrar?
– Miedo exactamente, no. Pero… La cosa es… ¿por qué exponerte a la tentación?
Aquello a él le encantó.
Annabelle entendía que le divirtiera, le hubiera divertido a ella de estar en su lugar, pero fue incapaz de esbozar una sonrisa. Abatida se volvió hacia las escaleras. La risa de Heath se fue apagando, crujió otra tabla cuando salió tras ella. Le puso las manos en los hombros.
– Oye, sí que estás disgustada, ¿verdad?
Ella asintió.
– Lo siento. Paso demasiado tiempo en vestuarios. No me burlaré más de ti, te lo prometo.
Su simpatía era peor aún que sus burlas, pero se dio la vuelta igualmente y apoyó la cabeza en su pecho. Él le acarició el pelo Annabelle se dijo que debía apartarse, pero tenía la impresión de que estaba exactamente en su sitio tal como estaba. Y entonces tomó conciencia de la potente erección que presionaba su piel.
Lo mismo le ocurrió a él. Dio rápidamente un paso atrás, soltándola de golpe.
– Será mejor que vaya al piso de abajo para que recuperes tu cuarto -dijo.
Ella acertó a asentir trémulamente con la cabeza.
– Vale.
El recogió sus zapatos, pero no salió de inmediato. Primero se dirigió al escritorio y señaló con un gesto el montón de revistas que había encima.
– Me gusta leer antes de dormir. ¿No tendrás por ahí un ejemplar del Sports Illustrated?
– Me temo que no.
– Claro que no. ¿Por qué ibas a tenerlo? -Extendió una mano-. ¿Puedo llevarme esta otra, entonces?
Y se fue con su catálogo de juguetes eróticos.
Heath sonreía para sí bajando por las escaleras, pero su sonrisa se había esfumado cuando llegó al cuarto de Nana. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Se quitó la camisa y la arrojó sobre una silla. No tenía planeado presentarse a la puerta de Annabelle, pero había pasado una semana brutal. Con la pretemporada a punto de comenzar, había estado volando por todo el país, tocando base con todos sus clientes. Había hecho de hermano mayor, de animadora, de abogado y de psiquiatra. Había soportado retrasos en los vuelos, confusiones con los coches de alquiler, mala comida, música a demasiado volumen, demasiada bebida y falta de sueño. Esa noche, al meterse en el taxi, la imagen de su casa desierta alzándose ante él había resultado demasiado, y se oyó a sí mismo dándole al conductor la dirección de Annabelle.
La sensación de estar arrastrándose amenazaba su salud mental. Había firmado con Portia en mayo, y con Annabelle a principios de junio. Estaban ya a mediados de agosto, pero seguía tan lejos de alcanzar sus objetivos como al principio. Mientras se bajaba la cremallera, comprendió que su frustrante ruptura con Keri demostraba una cosa: no podía continuar así, no con la temporada de fútbol en marcha, no si pretendía tener la cabeza despejada. Había llegado el momento de introducir algunos cambios…
Portia observó cómo aquellos senos de mujer goteaban dentro de la bandeja de ostras crudas, con un repiqueteo rítmico y regular. Una escultura de hielo de una clásica figura femenina habría tenido sentido en abstracto, pero la subasta silenciosa y el cóctel de esa noche se celebraban en beneficio de una casa de acogida para mujeres maltratadas, y ver a una mujer fundiéndose sobre los entremeses enviaba un mensaje equivocado. O la estatua de hielo o la concurrencia eran más de lo que el aire acondicionado podía enfriar, y Portia tenía calor incluso con su vestido sin tirantes. Se había comprado aquel modelito rojo y muy corto aquella misma tarde, en la esperanza de que algo nuevo y extravagante le levantaría el ánimo, como si un vestido nuevo pudiera arreglar cuanto le pasaba. Había sido muy optimista respecto a Heath y Keri, regodeándose con la publicidad que despertaban. Debió reparar en que eran demasiado parecidos, pero había perdido su instinto junto con su pasión por fabricar finales felices para los demás.
Se sentía aislada y deprimida, harta de Parejas Power, harta de sí misma y de todo aquello que tan orgullosa la había hecho sentirse en el pasado. Se alejó de la mesa del bufé y de la mujer evanescente. Necesitaba recobrar su entereza antes de la reunión concertada con Heath para la mañana siguiente. ¿Para qué la había convocado? Probablemente, no para cantar sus alabanzas. Pues bien: se negaba a perder aquello. Bodie decía que estaba obsesionada. «Dile a Heath que se vaya al infierno, y ya está.» Ella trataba de explicarle que el fracaso llama al fracaso, pero Bodie había crecido en un camping de caravanas, de modo que algunas cosas no contaban para él.
Había intentado, con escaso éxito, no pensar en Bodie. Se habían convertido en criaturas de la oscuridad. Llevaban un mes viéndose varias veces a la semana, siempre en casa de Portia, siempre de noche, como un par de vampiros enloquecidos con el sexo. Cada vez que Bodie sugería que salieran a cenar o al cine, ella ponía una excusa. No podía explicar a sus amigos lo de Bodie y sus tatuajes, como tampoco la extraña necesidad que sentía a veces de exhibirlo ante todo el mundo. Tenía que acabar. Cualquier día de aquellos, le plantaría.
Toni Duchette apareció a su lado, con mechas rubias nuevas en su corto pelo castaño y su figura de boca de riego embutida en un modelo negro de lentejuelas.
– ¿Has pujado por algo?
– Por la acuarela. -Portia señaló con un gesto vago un falso Berthe Morisot que había sobre la mesa más cercana-. Es perfecta para colgarla sobre mi cómoda.
Recordó la expresión atónita que puso Bodie la primera vez que vio su dormitorio, extravagantemente femenino. Su virilidad exuberante habría quedado ridicula sobre la recargada cama blanca de princesa de cuento de hadas, pero ver aquellos músculos nervudos recortados sobre sus sedosas sábanas color crudo, su cabeza afeitada arrugando las almohadas de satén, un fleco de encaje velando los tatuajes que rodeaban su brazo, no había hecho más que avivar su deseo.
Mientras Toni seguía hablando de las donaciones recibidas, Portia exploraba automáticamente la habitación en busca de perspectivas interesantes, pero ése era un público anciano, y apoyar la casa de acogida nunca había sido para ella una cuestión de negocios. No imaginaba nada peor que estar sometida al poder de un maltratador, y había donado a la casa miles de dólares a lo largo de los años.
– El comité ha hecho un trabajo magnífico -dijo Toni, estudiando la multitud-. Ha venido hasta Colleen Corbett, que ya no asiste casi nunca a estas cosas. -Colleen Corbett era un bastión de la alta sociedad del viejo Chicago, de setenta años de edad e íntima, en un tiempo, tanto de Eppie Lederer, también conocida como Ann Landers, como de la difunta Sis Daley, esposa del jefe Daley y madre del alcalde actual. Portia llevaba años intentando sin éxito congraciarse con ella.
Cuando Toni se alejó por fin, Portia decidió volver a intentar vencer la reserva de Colleen Corbett. Aquella noche, Colleen lucía uno de sus trajes originales de Chanel, el de color melocotón con remates en beige. Su peinado de laca y permanente no había cambiado desde sus fotos de los años sesenta, excepto en el color, que era ahora un gris acero lustroso.
– Colleen, qué placer volver a verla. -Portia le brindó la más obsequiosa de sus sonrisas-. Portia Powers. Estuvimos charlando en la fiesta del Sidney's la primavera pasada.
– Sí. Me alegro de verla. -Tenía una voz levemente nasal, y sus modales eran cordiales, pero Portia se dio cuenta de que no la recordaba. Transcurrieron unos instantes de silencio, que Colleen no trató de rellenar.
– Hay algunas piezas interesantes a subasta. -Portia combatió el impulso de atrapar un gin-tonic al paso de un camarero.
– Sí, muy interesantes -replicó Colleen.
– Hace un poco de calor aquí esta noche. Me parece que la escultura de hielo está librando una batalla perdida.
– Ah, ¿sí? No me había fijado.
No había nada que hacer. Portia detestaba parecer una aduladora, y acababa de decidirse a limitar los daños cuando percibió un cambio sutil en el ambiente de la sala. El nivel de ruido descendió; algunas cabezas se volvían aquí y allá. Ella se volvió para ver qué había causado esa ola de interés.
Y sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
Bodie se hallaba en mitad de la entrada, enfundado el corpachón en un traje de verano beige claro de corte impecable y una camisa color chocolate, con una corbata discretamente estampada. Parecía un matón de la mafia extremadamente caro y letal. La invadieron deseos de lanzarse a sus brazos. Al mismo tiempo, sintió el impulso urgente de correr a esconderse bajo la mesa del bufé. Los chismosos más notables de Chicago se encontraban allí esa noche. Toni Duchette radiaba ella sola más chismes que la WGN.
Sintió que le flaqueaban las rodillas, que se le dormían las puntas de los dedos. ¿Qué estaba haciendo él allí? Sus pensamientos se sucedieron vertiginosamente hasta fijar en su cabeza la imagen de Bodie desnudo ante la pequeña consola de su salón donde guardaba su correo personal. Se había apartado al acercársele ella, pero debió de ver el fajo de invitaciones que Portia nunca le mencionaba a la fiesta en la piscina de los Morrison, a la inauguración de la nueva galería River North, a aquella misma subasta benéfica. Se habría dado perfecta cuenta de por qué no le había invitado a acompañarla. Ahora, pretendía hacérselo pagar.
El empalagoso perfume del Shalimar de Colleen le revolvió el estómago. La sonrisa de gángster de Bodie al dirigirse derecho hacia ella no inspiraba tranquilidad en absoluto. Un reguerillo de sudor se deslizó entre sus pechos. Ése no era un hombre que encajara bien un desaire.
Colleen estaba de espaldas a él. Portia no sabía cómo hacer frente a un desastre de tal magnitud. Bodie se detuvo justo detrás de Colleen. Si la anciana miraba a su alrededor le iba a dar un infarto. La expresión burlona de los ojos azules de Bodie les daba un tono gris pizarra. Levantó un brazo y apoyó la mano en el hombro de Colleen.
– Hola, cariño.
A Portia se le cortó la respiración. ¿Acababa Bodie de llamar «cariño» a Colleen Corbett?
La anciana ladeó la cabeza.
– ¿Bodie? ¿Qué diantre estás haciendo aquí?
A Portia le daba vueltas la cabeza.
– Me enteré de que daban copas gratis -dijo él. Y luego estampó un beso en la mejilla apergaminada de Colleen.
Colleen deslizó la mano en su enorme zarpa y dijo muy indignada:
– Ya recibí esa espantosa postal de felicitación tuya por mi cumpleaños, y no tenía ni pizca de gracia.
– A mí me hizo reír.
– Tendrías que haber mandado flores, como todo el mundo.
– Aquella postal te gustó mucho más que un puñado de rosas. Admítelo.
Colleen frunció los labios.
– No pienso admitir nada. A diferencia de tu madre, me niego a alentar tu comportamiento.
Bodie desvió la mirada hacia Portia, recordándole a Colleen que debía cumplir con los formalismos.
– Ah, Paula… Éste es Bodie Gray.
– Se llama Portia -dijo él-. Y ya nos conocemos.
– ¿Portia? -Su frente se llenó de arrugas-. ¿Estás seguro?
– Estoy seguro, tía Cee.
«¿Tía Cee?»
– ¿Portia? Qué shakesperiano. -Colleen dio unas palmaditas en el brazo a Bodie y sonrió a Portia-. Mi sobrino es relativamente inofensivo, pese a su aspecto aterrador.
Portia se tambaleó ligeramente sobre sus tacones de aguja.
– ¿Su sobrino?
Bodie extendió una mano para estabilizarla. Al tocarle el brazo, su voz suave y amenazadora se derramó sobre ella como seda negra.
– Tal vez deberías poner la cabeza entre las rodillas.
¿Y qué había del camping de caravanas, y del padre borracho? ¿Y las cucarachas, y las mujeres barriobajeras…? Se lo había inventado todo. Había estado jugando con ella desde un principio.
No soportaba la idea. Dio media vuelta y se abrió paso entre la multitud. Veía sucederse las caras de la gente mientras se apresuraba hacia la entrada, fuera del restaurante. Sintió el aire de la noche pesado y espeso, cálido y agobiante. Echó a andar calle abajo, dejando atrás las tiendas cerradas y un muro cubierto de graffiti. El restaurante Bucktown marcaba el límite de Humboldt Park, una zona menos elegante, pero ella siguió caminando, sin importarle adonde iba, tan sólo consciente de que no podía detenerse. Un autobús de la compañía de transportes de Chicago pasó rugiendo, y un punki con un pit bull la evaluó con mirada maliciosa. La ciudad se cernía sobre ella, caliente, opresiva, trillada de amenazas. Bajó del bordillo.
– Tu coche está en dirección contraria -dijo Bodie tras ella.
– No tengo nada que decirte.
Él la agarró del brazo y la arrastró de vuelta a la acera.
– ¿Qué tal si te disculpas por tratarme como a un simple trozo de carne?
– Ah, no, esto es lo último. Ahora no voy a ser yo la que está en falta. El que mintió eres tú. Todos esos cuentos… Las cucarachas, el padre borracho. Me has mentido desde el principio. No eres el guardaespaldas de Heath.
– Él se defiende bastante bien solo.
– Te has estado riendo de mí todo este tiempo.
– Bueno, sí, más o menos. Cuando no me reía de mí mismo -La metió en el hueco del portal de una floristería cochambrosa con el escaparate sucio-. Te dije lo que necesitabas oír para que tuviéramos alguna oportunidad como pareja.
– ¿Para ti la forma de iniciar una relación es mintiendo?
– Me pareció la forma en que necesitaba iniciarse ésta.
– ¿O sea que ha sido todo premeditado?
– Mira, ahí me has pillado. -Le acarició el brazo con los pulgares allí por donde la tenía sujeta y luego la soltó-. Al principio te tiraba de la cadena porque me ponías negro. Tú querías un semental, y yo estaba encantado de complacerte, pero no tardé mucho en resentirme de ser tu sucio secretito.
Ella cerró los ojos con fuerza.
– No habrías sido un secreto si me hubieras dicho la verdad.
– Cierto. Eso te habría encantado. Me puedo figurar cómo me habrías exhibido ante tus amigos, explicándole a todo el mundo que mi madre y Colleen Corbett son hermanas. Tarde o temprano, habrías descubierto que la familia de mi padre es aún más respetable. Del viejo Greenwich. Eso te habría hecho muy feliz, ¿a que sí?
– Hablas como si yo fuera una esnob terrible.
– No intentes negarlo siquiera. Nunca he conocido a nadie que tuviera más miedo que tú de lo que opine la gente.
– Eso no es cierto. Soy dueña de mi persona. Y no tolero que me manipulen.
– Sí. No tener el control te aterra. -Le pasó el pulgar por la mejilla-. A veces, pienso que eres la persona más asustada que conozco. Tienes tanto miedo de no dar la talla que vas a acabar enferma.
Ella le apartó las manos violentamente, tan furiosa que apenas podía hablar.
– Soy la mujer más fuerte que hayas conocido.
– Dedicas tanto tiempo a tratar de demostrar tu superioridad que se te ha olvidado cómo vivir. Te obsesionas con todas las cosas que no debes, no dejas que nadie se asome a tu interior, y luego no te explicas por qué no eres feliz.
– Si quisiera un psiquiatra, contrataría a uno.
– Debiste hacerlo hace mucho. Yo también he vivido en las sombras, nena, y no te recomiendo que sigas allí. -Vaciló un momento, y Portia pensó que había terminado, pero continuó-. Después de verme obligado a dejar el fútbol, tuve problemas muy gordos con las drogas. Cualquiera que se te ocurra, yo la he probado. Toda mi familia me convenció para que me metiera en rehabilitación, pero le dije a todo el mundo que los consejeros eran gilipollas y lo dejé al cabo de dos días. Seis meses más tarde, Heath me encontró inconsciente en un bar. Me golpeó la cabeza contra la pared un par de veces, me dijo que antes me admiraba pero que me había convertido en el hijoputa más lastimoso que había visto jamás. Entonces me ofreció trabajo. No me sermoneó con que tenía que pasar de las drogas, pero yo sabía que era parte del trato, de modo que le pedí que me diera seis semanas. Seguí un programa de desintoxicación, y esa vez sí que lo cumplí. Aquellos consejeros me salvaron la vida.
– Yo no soy precisamente una drogadicta.
– El miedo puede ser una adicción.
Aunque su dardo envenenado había dado en el blanco, ella se resistió a pestañear siquiera.
– Si tan poco respeto me tienes, ¿qué haces aquí conmigo todavía?
Él deslizó dulcemente la mano entre sus cabellos y le sujetó un rizo tras la oreja.
– Porque me vuelven idiota las criaturas hermosas y heridas.
Algo se resquebrajó dentro de ella.
– Y porque -prosiguió Bodie- cuando bajas la guardia, veo a alguien que es brillante y apasionada. -Le acarició un pómulo con el pulgar-. Pero tienes tanto miedo de seguir a tu corazón que te estás muriendo por dentro.
Ella sintió que se desgarraba, y castigó a Bodie de la única manera que sabía.
– Vaya montón de mentiras. Sigues por aquí porque te gusta follarme.
– Eso también. -La besó en la frente-. Hay una mujer tremenda escondida tras todo ese miedo. ¿Por qué no dejas que salga a jugar al sol?
Porque no sabía cómo.
La rigidez de su pecho le hacía difícil respirar.
– Vete al infierno. -Echó a andar calle abajo dejándole plantado, medio caminando, medio corriendo. Pero él ya la había llorar, y eso nunca se lo perdonaría.
Bodie oyó el sonido de una retransmisión de béisbol procedente del televisor al entrar en su apartamento de Wrigleyville.
– Ponte cómodo, como si estuvieras en tu casa -masculló dejando caer las llaves sobre la mesa estilo misión californiana del vestíbulo.
– Gracias -dijo Heath desde el gran sofá modular del salón de Bodie-. Los Sox acaban de renunciar a una carrera en la séptima
Bodie se desplomó sobre el sillón de enfrente. A diferencia de la de Heath, su casa estaba amueblada. A Bodie le gustaba el limpio diseño de la época artesanal, y había adquirido a lo largo de los años algunas notables piezas de Stickley y añadido empotrados del mismo estilo. Se quitó los zapatos con los pies.
– Deberías vender tu puta casa, o bien vivir en ella.
– Ya lo sé. -Heath dejó su cerveza en la mesa-. Se te ve hecho mierda.
– Hay mil mujeres preciosas en esta ciudad, y yo he de ir a colgarme de Portia Powers.
– Te buscaste la ruina la primera noche, cuando la chantajeaste con esa patraña de que eras mi guardaespaldas.
Bodie se frotó la cabeza con la mano.
– Dime algo que no sepa.
– Si esa mujer se da cuenta algún día del miedo que le tienes, estarás bien jodido.
– Es como un grano en el culo. No paro de decirme que debo dejarla, pero…, joder, no sé… Es como si tuviera rayos X en los ojos y pudiera ver cómo es en realidad bajo el rollo que se tira. -Giro la silla, sintiéndose incómodo al revelar tanto, aunque fuera a su mejor amigo.
Heath le entendía.
– Dime que no compartimos los mismos sentimientos, Mary Lou.
– Que te jodan.
– Calla y mira el partido.
Bodie se relajó en el sillón. De entrada, le había atraído Portia por su belleza, más adelante por su pura mala baba. Tenía tantas agallas y tanto coraje como cualquiera de los colegas con los que había jugado, y él respetaba esas cualidades. Pero cuando hacían el amor, veía a otra mujer, una muy insegura, generosa y toda corazón, y no podía dejar de pensar que esa otra mujer, más dulce y vulnerable, era la auténtica Portia Powers. Aun así, ¿qué clase de idiota se colgaba de alguien tan desesperadamente necesitada de ayuda?
De pequeño, solía llevar a casa animales heridos y cuidarlos, tratando de devolverles la salud. Al parecer, seguía haciéndolo.