Annabelle oyó el suspiro de Heath. Ese beso… Sabía de antemano que besaría de maravilla: dominando de la mejor manera posible, como amo y señor, comandante en jefe, líder carismático. Con éste no había que preocuparse porque se fuera a calzar unos tacones de aguja a la que ella se descuidara. Pero nada de esto justificaba su propia estupidez.
– Creo… Creo que tengo más autocontrol del que pensaba -dijo con voz vacilante.
– Vaya, me encanta que se dé cuenta precisamente ahora.
– No puedo echarlo todo por la borda por un par de minutos de jadeos.
– ¿Un par de minutos? -exclamó él, indignado-. Si cree que eso es lo más que aguanto…
– No siga. -Sintió una punzada de dolor. Lo único que quería hacer ahora era meterse en la cama y enterrar la cabeza bajo las mantas. Se había desentendido de su negocio, de su vida, de su respeto hacia sí misma. Todo aquello que le importaba estaba cediendo al impulso del momento.
– Andando, Campanilla. -La agarró del brazo y tiró de ella hacia la cocina-. Vamos a dar un paseo para enfriarnos un poco.
– No quiero pasear -protestó ella.
– Perfecto. Sigamos con lo que estábamos.
Aun mientras se zafaba de él, era consciente de que tenía razón. Si quería recuperar su equilibrio, no podía esperar al día siguiente. Tenía que hacerlo ahora.
– De acuerdo.
El cogió la linterna colgada junto a la nevera, y Annabelle le siguió al exterior. Echaron a caminar por una senda mullida de hojas de pino. Ninguno de los dos pronunció palabra, ni siquiera cuando la senda desembocó en una caleta iluminada por la luna donde la piedra caliza bordeaba el agua. Heath apagó la linterna y la dejó sobre una solitaria mesa de picnic. Hundió las manos en los bolsillos traseros de sus shorts y se acercó a la orilla.
– Sé que pretende hacer una montaña de esto, pero no lo haga.
– ¿Una montaña de qué? Ya lo he olvidado. -Guardaba las distancias, vagando hacia el agua pero deteniéndose a más de tres metros de él. El aire era cálido y traía un olor a pantano, y las luces del pueblo de Wind Lake parpadeaban a su izquierda.
– Estábamos bailando -dijo él-. Nos excitamos. ¿Y qué?
Ella hundió sus uñas en la palma de la mano.
– Por lo que a mí respecta, eso no ha ocurrido.
– Ya lo creo que ha ocurrido. -Se volvió hacia ella, y el tono duro de su voz le dijo que la Pitón se preparaba para el ataque-. Sé cómo piensa usted, y eso no ha sido ningún pecado enorme e imperdonable.
La compostura de Annabelle se disipó.
– ¡Soy su casamentera!
– Justo. Una casamentera. No tuvo que prestar el juramento hipocrático para hacerse las tarjetas.
– Sabe perfectamente lo que quiero decir.
– No tiene pareja; yo tampoco. No se habría acabado el mundo por habernos dejado llevar.
No podía creer que le hubiera oído bien.
– Se habría acabado mi mundo.
– Temía que dijera eso.
Su tono ligeramente exasperado acabó de sacarla de quicio, y avanzó hacia él muy impetuosa.
– ¡Nunca debí permitir que viniera conmigo este fin de semana! Sabía desde un principio que era una pésima idea.
– Fue una idea excelente, y nadie ha salido perjudicado. Somos dos adultos sanos, sin compromisos y razonablemente cuerdos. Lo pasamos bien juntos, y esto no me lo puede negar.
– Sí, desde luego, soy una colega estupenda.
– Créame, esta noche no pensaba en usted como colega.
Esto la descolocó completamente, pero se recuperó enseguida.
– Si hubiera habido alguna otra mujer alrededor, esto no habría pasado.
– No sé qué intenta decir, pero suéltelo ya.
– Venga, Heath. Ni soy rubia, ni tengo unas piernas largas, ni un busto generoso. Lo mío fue configuración por defecto. Ni siquiera mi ex prometido dijo nunca que fuera sexy.
– Su ex prometido se pinta los labios, así que yo no me tomaría eso muy a pecho. Se lo juro, Annabelle, es usted muy sexy. Ese pelo…
– No la tome con mi pelo. Nací con él, vale. Es como burlarse de alguien con un defecto de nacimiento.
Lo oyó suspirar.
– Estamos hablando de simple atracción física provocada por un poco de luz de luna, algunos bailes y demasiado alcohol -dijo-. No es más que eso, ¿está de acuerdo?
– Supongo.
– Atracción física primaria.
– Me imagino.
– No sé usted -prosiguió él-, pero yo hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien.
– Vale, reconozco que ha sido divertido. Lo de bailar-se apresuró a añadir.
– Ha sido genial. Y por eso nos hemos dejado llevar un poco. Sólo por las circunstancias, ¿no es eso?
Su orgullo y respeto hacia sí misma le dictaban que asintiera.
– Desde luego.
– Por las circunstancias… y un poco de instinto animal. -El tono, algo más ronco, de su voz empezaba a sonar casi seductor-. Nada por lo que agobiarse. ¿Está de acuerdo conmigo?
La estaba dejando descolocada, pero afirmó con la cabeza.
Él se le acercó más, y su áspero susurro pareció rasparle la piel.
– Es perfectamente comprensible, ¿no?
– Así es. -Seguía asintiendo, casi como si la hubiera hipnotizado.
– ¿Está segura? -susurró.
Ella siguió asintiendo con la cabeza, sin recordar ya cuál era la pregunta exactamente.
Los ojos de Heath brillaban a la luz de la luna.
– Porque sólo así… puede explicarse algo como esto. Pura atracción animal.
– A-ajá -acertó a decir ella, que empezaba a sentirse como una muñeca mareada, con un pompón por cabeza.
– Lo que nos deja la libertad -le tocó la barbilla, un roce apenas- de hacer exactamente eso que ninguno de los dos consigue quitarse de la cabeza, ¿correcto? -Inclinó la suya para besarla.
Silbaba la brisa nocturna; su corazón latía con fuerza. Un instante antes de que los labios de Heath tocaran los suyos, él parpadeó, y ella creyó ver agazapado en aquellos iris verdes un levísimo indicio de astucia. Ahí fue cuando explotó.
– ¡Será víbora…! -Le puso las manos en el pecho y empujó.
Él dio un paso atrás, todo inocencia herida.
– No merezco esto.
– ¡Dios santo! Me estaba aplicando el manual del vendedor. Me inclino ante mi señor.
– Está claro que se ha excedido mucho con la bebida.
– El gran vendedor hace las preguntas justas para que su víctima le diga a todo que sí. La hace asentir hasta que a la muy idiota casi se le desprende la cabeza. Y luego lanza su ataque letal. ¡Acaba de intentar hacerme una venta!
– ¿Siempre ha sido tan desconfiada?
– Esto es muy propio de usted. -Marchó decidida hacia el sendero, pero inmediatamente giró en redondo, porque le quedaba aún mucho por decir-. Quiere algo que sabe que es absolutamente vergonzoso, e intenta vendérmelo con una combinación de preguntas capciosas y sinceridad fingida. Acabo de ver a la Pitón en acción, ¿no es así?
El sabía que le tenía calado, pero no era partidario de reconocer nunca la derrota.
– Mi sinceridad jamás es fingida. Estaba enunciando los hechos. Dos personas sin compromiso, una cálida noche de verano, un beso apasionado… Somos humanos, después de todo.
– Al menos uno de nosotros. El otro es un reptil.
– Esto es cruel, Annabelle. Muy cruel.
Ella volvió a acercársele.
– Deje que le haga una pregunta, de empresario a empresario. -Le plantó el índice en el pecho-. ¿Alguna vez se ha enrollado con un cliente? ¿Es ésa una conducta profesional admisible, según sus normas?
– Mis clientes son hombres.
– No se me escurra. ¿Y si yo fuera una figura del patinaje, un campeona del mundo en puertas de unos juegos olímpicos? Digamos que soy favorita para el oro, y que acabo de firmar con usted hace una semana para que sea mi representante. ¿Se acostaría conmigo, o no?
– ¿Sólo hace una semana que firmamos? Me parece un poco…
– Vale, pues saltamos hasta las Olimpiadas -dijo con un ademán de paciencia exagerado-. He ganado la maldita medalla. Me he tenido que conformar con la plata, porque no bordé la recepción de mi triple axel, pero a nadie le importa, porque tengo carisma y siguen queriendo poner mi cara en sus cajas de cereales. Usted y yo tenemos un contrato. ¿Se acuesta conmigo?
– Son naranjas y manzanas. En el caso que usted describe, habría en juego millones de dólares.
Ella imitó el sonido estridente de una alarma eléctrica.
– Respuesta incorrecta.
– Respuesta verdadera.
– ¿Porque su meganegocio es incomparablemente más importante que mi ridicula agencia de contactos? Bueno, puede que lo sea para usted, señor Pitón, pero no para mí.
– Entiendo la importancia que tiene para usted su empresa.
– No tiene ni idea. -Endilgarle a él la culpa le hacía sentirse mucho mejor que asumir la parte que en justicia le correspondía, y fue dando pisotones hasta la mesa de picnic para agarrar la linterna-. Es usted igualito que mis hermanos. ¡Peor aún! No puede soportar que alguien te diga «no». -Le enfocó con la linterna-. Pues escúcheme bien, señor Champion: no soy alguien con quien pueda pasar el rato mientras espera a que se presente su futura y espectacular esposa. No seré su pasatiempo sexual.
– Se insulta a sí misma -dijo él con mucha calma-. Puede que no siempre me entusiasme su forma de llevar el negocio, pero me inspira el máximo respeto como persona.
– Fantástico. Observe cómo obro en consecuencia.
Giró sobre sus talones y salió dando zancadas.
Heath se la quedó mirando hasta que desapareció entre los arboles. Cuando ya no la veía, cogió una piedra del suelo, la lanzó sobre las oscuras aguas y sonrió. Tenía más razón que un santo. Él era una víbora. Y estaba avergonzado. Bueno, tal vez no en aquel momento precisamente, pero lo estaría al día siguiente, seguro. Su única excusa era que ella le gustaba una barbaridad, y no recordaba la última vez que había hecho algo por pura diversión.
Aun así, poner a una amiga en ese brete era una canallada. Aunque fuera una amiga sexy, por más que Annabelle no pareciera tener claro ese punto, lo que hacía más tentador todavía el efecto de aquellos ojos traviesos y el remolino de ese pelo asombroso. Así y todo, si había de echar por la borda su preparación para la fidelidad conyugal, hubiera debido hacerlo con una de las mujeres de Waterworks, no con Annabelle, porque ella llevaba razón en esto: ¿cómo iba a acostarse con él y presentarle luego a otras mujeres? No podía, ambos lo sabían, y dado que él no perdía nunca el tiempo defendiendo una postura indefendible, no podía imaginar por qué lo había hecho esta noche. O a lo mejor sí podía.
Porque quería a su casamentera desnuda… Lo que, decididamente, no figuraba en el plan que se había trazado en un principio.
Heath durmió aquella noche en el porche, y a la mañana siguiente le despertó el ruido de la puerta principal al cerrarse. Se dio la vuelta sobre el costado y miró su reloj con ojos entrecerrados. Faltaban unos minutos para las ocho, lo que quería decir que Annabelle iba a reunirse con el club de lectura para desayunar. Se levantó del colchón que había arrastrado al exterior para pasar la que resultó ser la noche en que más a gusto había dormido en muchas semanas; mil veces mejor que dando vueltas en la cama de su desierta casa.
Los hombres habían programado unos hoyos al golf. Mientras se duchaba y se vestía, se recordó que debía cuidar más los modales que tanto le había costado adquirir. Annabelle era su amiga, y él no jodía a sus amigos, ni en el sentido figurado ni en el literal.
Fue hasta el circuito público en coche con Kevin, pero acabó compartiendo el carro de los palos con Dan Calebow. Dan se contaba en una forma estupenda para haber pasado los cuarenta.
Aparte de unas pocas arrugas de expresión, no había cambiado mucho desde sus días de jugador, en que sus ojos acerados y su determinación y sangre fría en el campo le hicieran ganarse el sobrenombre de Ice, el hombre de hielo. Dan y Heath siempre se llevaron bien pero cada vez que Heath mencionaba a Phoebe, como hizo esa misma mañana, Dan venía a responderle siempre más o menos lo mismo
– Cuando dos personas cabezotas se casan, aprenden a elegir con cuidado sus batallas. -Dan habló bajito para no distraer a Darnell, que estaba preparando su tiro desde el tee-. Ésta es toda tuya colega.
Darnell fue a colgar la pelota en el rough de la izquierda, y la conversación volvió a centrarse en el golf, pero más adelante, mientras conducían calle abajo, Heath preguntó a Dan si echaba de menos el trabajo de entrenador jefe, que había abandonado al asumir la presidencia.
– A veces. -Mientras Dan consultaba la tarjeta de las puntuaciones, Heath reparó en un tatuaje de los de calcomanía que llevaba a un lado del cuello. Un bebé unicornio azul. Cosa de Pippi Tucker, sin duda-. Pero mi premio de consolación está muy bien -prosiguió Dan-, y es que veo crecer a mis hijos.
– Muchos entrenadores tienen hijos.
– Sí, y sus mujeres los crían. Ser presidente de los Stars da mucho trabajo, pero no tanto que no pueda llevarlos al colegio por las mañanas y cenar en casa casi todas las noches.
En aquel momento, Heath no acababa de verle la emoción a ninguna de las dos cosas, pero asumió que pudiera llegar el día en que se la viera, puesto que Dan lo decía.
Acabó la ronda con sólo tres golpes más que Kevin, lo que no estaba nada mal teniendo en cuenta que su handicap era de doce. Se montaron en los carros y se dirigieron los seis al club para comer en un salón privado. Era un espacio deslucido y triste, con mesas baratas de contrachapado hechas polvo, y unas hamburguesas con queso que, según afirmaba Kevin, eran las mejores del condado. Después de un par de bocados, Heath se inclinaba a creerle.
Estaban tan a gusto repasando la ronda cuando, sin venir a cuento, Darnell decidió que tenía que aguar la fiesta.
– Ya es hora de que hablemos de nuestro libro -dijo-. ¿Se lo ha leído todo el mundo, como se supone que debíamos hacer?
Heath asintió al igual que los demás. La semana anterior, Annabelle le había dejado un mensaje con el título de la novela que supuestamente habían de leer los hombres, la historia de un grupo de alpinistas. Heath ya no solía leer por placer, y le encantó tener una excusa para hacerlo. Cuando era un crío, la biblioteca pública había constituido su refugio, pero al llegar al instituto ya se vio liado con las exigencias de tener dos trabajos, jugar al fútbol y estudiar para sacar los sobresalientes que le harían dejar atrás para siempre el camping de caravanas Beau Vista. Leer por gusto se había perdido por el camino, junto con muchos otros sencillos placeres.
Darnell apoyó un brazo en la mesa.
– ¿Alguien quiere poner la pelota en juego?
Se produjo un largo silencio.
– A mí me gustó-dijo al fin Dan.
– A mí también -contribuyó Kevin.
Webster levantó la mano para pedir otra Coca-Cola.
– Lo encontré bastante interesante.
Se miraron los unos a los otros.
– La trama estaba bien -sentenció Ron.
Cayeron en un silencio aún más largo.
Kevin plegó como un acordeón el envoltorio de una pajita. Ron enredaba con el salero. Webster miraba en todas direcciones preguntándose por su Coca-Cola. Darnell volvió a intentarlo:
– ¿Qué os pareció la reacción de los tipos la primera noche que pasan en la montaña?
– Bastante interesante.
– Sí, no está mal.
Darnell se tomaba esto de la literatura muy en serio, y en sus ojos empezaban a formarse nubes que anunciaban tormenta. Dirigió a Heath una mirada amenazadora.
– ¿Tú tienes algo que decir?
Heath dejó la hamburguesa en la mesa.
– Combinar la aventura, la ironía y un sentimentalismo descarado, y que el conjunto quede logrado, es más difícil de lo que parece, sobre todo en una novela con un concepto central tan fuerte. Podemos preguntarnos: ¿dónde está el conflicto? ¿Es la lucha del hombre contra la naturaleza, del hombre contra el hombre, del hombre contra sí mismo? Una exploración bastante compleja de la moderna sensación de desarraigo. Trasfondo sombrío con pinceladas de humor. En mi opinión, funcionaba.
Aquello hizo que todos prorrumpieran en carcajadas. Incluso Darnell.
Por fin, se calmaron. A Webster le trajeron su Coca-Cola, Dan dio con un bote de ketchup lleno, y la conversación volvió al tema del que todos querían hablar excepto Darnell.
El fútbol.
Después de comer, el club de lectura se fue a dar un paseo por el campamento y continuar discutiendo las biografías de mujeres famosas que se habían leído. Annabelle había devorado sendos libros sobre las vidas de Katharine Graham y Mary Kay Ash. Phoebe se había centrado en Eleanor Roosevelt, Charmaine en Josephine Baker y Krystal en Coco Chanel. Janine había leído diversas biografías de supervivientes al cáncer, y Sharon explorado la vida de Frida Kahlo. Molly, como no era de extrañar, había elegido a Beatrix Potter. En su conversación, relacionaban las vidas de aquellas mujeres con las suyas propias, buscaban temas comunes y examinaban la capacidad para la supervivencia de cada una.
Después del paseo, volvieron al cenador privado de Kevin y Molly. Janine empezó a desplegar un surtido de revistas viejas, catálogos y reproducciones artísticas.
– Esto es algo que hicimos en mi grupo de apoyo a enfermos de cáncer -dijo-. Resultó muy revelador. Vamos a recortar palabras e imágenes que nos atraigan y a juntarlas cada una en un collage. Cuando hayamos terminado, los comentaremos.
Annabelle podía reconocer una mina terrestre si se la ponían delante, y fue muy cauta con lo que elegía. Desgraciadamente, no lo bastante.
– Ese hombre se parece un montón a Heath. -Molly señalaba a un macizo modelo con una camisa de Van Heusen que Annabelle había pegado en la esquina superior izquierda de su póster.
– No es cierto -dijo protestando Annabelle-. Representa la clase de clientes varones a los que quiero que atraiga Perfecta para Ti.
– ¿Qué me dices de estos muebles de dormitorio? -Charmaine señaló una cama estilo imperio de Crate & Barrel-. ¿Y la niña y el perro?
– Están en el otro extremo del papel. Vida profesional. Vida privada. Totalmente separadas.
Por fortuna, justo en aquel momento, trajeron la bandeja con los postres, así que dejaron de interrogarla, pero ni siquiera con una porción de tarta de limón consiguió dejar de flagelarse por lo de la noche anterior. ¿Era estúpida de nacimiento o se trataba de una habilidad que había desarrollado con esfuerzo? Y todavía le quedaba toda una larga noche por delante…
– ¡Tuíncepe!
Heath se sobresaltó al ver venir trotando hacia él al pequeño demonio de la laguna azul en miniatura con su bañador de lunares, sus botas de lluvia rojas y una gorra de béisbol que le caía tan por debajo de las orejas que sólo dejaba asomar las puntas rizadas de su pelo rubio. Cogió el periódico que guardaba bajo la silla de playa e hizo como que no la veía.
Los hombres habían echado un par de partidos al veintiuno después del almuerzo, y luego Heath volvió a la cabaña para hacer algunas llamadas. Más tarde se puso el traje de baño y bajó a la playa, donde supuestamente habían quedado en reunirse con las mujeres para nadar un poco antes de ir todos juntos a cenar al pueblo. Pese al rato pasado al teléfono, empezaba a tener la sensación de estar realmente de vacaciones.
– ¿Tuíncepe?
Se acercó aún más el periódico a la cara, en la esperanza de que Pippi se marcharía si la ignoraba. Era impredecible, y esto le hacía sentirse incómodo. ¿Quién sabía con qué podría salir a continuaron? A su izquierda, a cierta distancia, Webster y Kevin jugaban al Frisbee con algunos de los críos que había en el camping. Darnell se encontraba tumbado en una toalla de playa del ratón Mickey, absorto en la lectura de un libro. Heath sintió en el brazo los golpecitos de unos dedos diminutos y llenos de arena. Pasó una página.
– ¿Tuíncepe?
El no despegó los ojos del titular.
– No hay ningún tuíncepe por aquí.
Ella tiró de la pernera de su bañador y lo repitió por cuarta vez sólo que ésta sonó algo así como puíncepe, y fue entonces cuando lo entendió. «Príncipe». Le estaba llamando príncipe. Lo que resultaba más cariñoso que «capullo», desde luego.
La miró de soslayo tras el periódico.
– No me he traído el teléfono.
Ella le sonrió de oreja a oreja y se dio unas palmadas en su tripita redonda.
– Tengo un bebé.
Dejó el periódico y buscó desesperadamente a su padre con la mirada, pero Kevin estaba enseñando a un crío muy delgado con un corte de pelo lamentable cómo lanzar el frisbe más lejos.
– Hola, Pip.
Se volvió como un relámpago al sonido de aquella familiar voz femenina y vio a la caballería caminando hacia él bajo la forma de su menuda y sexy casamentera, encantadoramente vestida con un bikini blanco de modoso corte. Un corazón de plástico con los colores del arco iris unía las copas de la pieza superior plisando la tela, y un segundo corazón, éste más grande e impreso directamente sobre el tejido, adornaba su cadera. No podía apreciar en ella ni un solo contorno duro o ángulo marcado por ningún lado. Era toda curvas amables y perfiles suaves: hombros estrechos, cintura escueta, caderas redondas y unos muslos que a ella, siendo mujer, le parecerían a buen seguro demasiado gruesos, pero que a él, siendo hombre, le pedían a gritos que restregara en ellos el morro.
– ¡Belle! -chilló Pippi.
Heath tragó saliva.
– En la vida me había alegrado tanto de ver a alguien -dijo.
– ¿Y eso por qué? -Annabelle se detuvo junto a su silla, pero se negó a mirarle directamente. No había olvidado la noche anterior, cosa que a él ya le estaba bien. No quería que lo olvidara, para que quedara claro que él era una víbora, tal como ella había dicho, pero no imposible de redimir. Por mucho que hubiera disfrutado del episodio, y lo había disfrutado, de todas todas, no habría segunda función. Era mal chico, pero no tan malo.
– ¿Sabes qué? -Pippi empezó a frotarse la barriga otra vez-. Tengo un bebé en la tripita.
Annabelle pareció muy interesada.
– ¿De verdad? ¿Cómo se llama?
– Papi.
Heath hizo una mueca de disgusto.
– ¿Lo ve? Por eso-dijo.
Annabelle rió. Pippi se despatarró en la arena y se rascó una mora de esmalte azul de la uña de su dedo gordo.
– El puíncepe no tiene el teléfono.
Annabelle se sentó en la arena junto a ella, con cara de perplejidad.
– No te entiendo.
Pippi dio unas palmadas en la pantorrilla de Heath con su mano llena de arena.
– El puíncepe. No tiene el teléfono.
Annabelle alzó la mirada hacia él.
– Lo del teléfono lo he entendido, pero ¿qué es eso otro que dice?
Heath rechinó los dientes.
– El príncipe. Ése soy yo.
Annabelle sonrió y estrechó entre sus brazos a la pequeña alborotadora, que se lanzó a un monólogo sobre cómo Dafne la conejita solía ir a jugar con ella a su habitación pero ya no iba porque Pippi se había hecho muy mayor. Annabelle ladeó la cabeza para escucharla, y al hacerlo, con el pelo le rozó el muslo a Heath, que casi se levanta de un brinco de la silla.
Pippi se fue corriendo, finalmente, a reunirse con su padre y pedirle que le acompañara al agua. Él accedió, aunque sostuvieron una pequeña disputa en torno a las botas de agua que se acabó resolviendo a su favor.
– Adoro a esa cría. -La expresión de Annabelle incorporaba una nota de añoranza-. Tiene mucho carácter.
– Lo que la llevará a meterse en problemas cuando la encarcelen.
– ¿Quiere hacer el favor de parar?
Su pelo volvió a rozarle el muslo. Tanta estimulación le superaba, y se puso en pie como por un resorte.
– Me voy a nadar. ¿Me acompaña?
Ella dirigió una mirada anhelante al lago.
– Creo que me quedo aquí.
– Vamos, no sea gallina. -La agarró por el brazo y la hizo levantarse-. ¿O es que tiene miedo de mojarse el pelo?
Ella se revolvió como un relámpago, soltándose, y echó a correr hacia el agua.
– El último que llegue a la plataforma es un idiota obsesivo-compulsivo. -Se lanzó de cabeza y empezó a nadar. Heath la siguió de inmediato. Aunque era buena nadadora, él le ganaba en resistencia. Sin embargo, aflojó el ritmo cuando estaba a punto de llegar para que ganara ella.
En cuanto tocó la escalera, Annabelle le premió con una de esas sonrisas suyas que parecían llenarle la cara entera.
– Ha perdido, mariquita.
Eso pasaba de la raya, y Heath le hizo una ahogadilla.
Estuvieron así un rato, haciendo el tonto, subiéndose a la plataforma, tirándose de cabeza y atacándose. El hecho de haber crecido con dos hermanos mayores le había enseñado no pocos trucos sucios, y su expresión de júbilo cada vez que conseguía aplicarle uno era impagable. Una vez más, intentó sonsacarle qué quería decir la D de su segundo nombre. Él se negó a decírselo, y ella le llenó la cara de agua. Tanto hacer el tonto le dio a Heath una buena excusa para ponerle las manos encima, pero acabó por tocarla demasiado rato y ella se soltó.
– Ya he tenido suficiente. Me vuelvo a la cabaña a descansar un poco antes de cenar.
– La entiendo. Ya se va haciendo mayor.
Pero no consiguió picarla, y ella se fue nadando. Él la observó vadear la orilla hasta la arena. Se le había enrollado la pieza inferior del bikini, descubriendo dos nalgas redondas perladas de agua. Se llevó la mano atrás, metió un dedo por debajo del bañador y se lo puso en su sitio. Heath emitió un gruñido y se sumergió, pero el agua distaba mucho de estar lo bastante fría, y tardó un rato en recuperarse.
Cuando volvió a la playa, estuvo un rato de cháchara con Charmaine y Darnell, pero sin dejar de tener presente a Phoebe, que yacía en una tumbona a pocos pasos. Llevaba un sombrero de paja grande, un bañador negro, de una pieza y corte bajo, un pareo de estampado tropical enrollado por la cintura y un rótulo invisible que decía NO MOLESTAR. Heath decidió que había llegado el momento de tomar la iniciativa. Se disculpó con los Pruitt y se acercó a ella.
– ¿Le importa que me siente aquí en la arena para que hablemos un rato?- dijo.
Ella bajó los párpados tras sus gafas de sol de cristales rosas.
– Con lo bien que me estaba yendo el día hasta ahora.
– Todo lo bueno ha de llegar a su fin. -En vez de ocupar la tumbona vacía que había junto a ella, le concedió la ventaja de la posición superior y se sentó en una toalla abandonada en la arena-. Hay una cosa que vengo preguntándome desde aquella fiesta de las niñas.
– Ah, ¿sí?
– ¿Cómo es posible que una vampiresa como usted tuviera una niña tan dulce como Hannah?
Por una vez, se echó a reír.
– Serán los genes de Dan.
– ¿La oyó hablarles a las pequeñas sobre los globos?
Finalmente, se dignó a dirigirle la mirada.
– Creo que me perdí esa conversación.
– Les decía que si les explotaba un globo podían llorar si les apetecía, pero sólo era que algún hada cascarrabias se lo había pinchado con una aguja. ¿De dónde saca semejantes historias?
Ella sonrió.
– Hannah tiene mucha imaginación.
– Seguro. Es una cría muy especial.
Hasta los magnates más feroces se enternecían cuando de sus hijos se trataba, y el hielo se resquebrajó un poquito más.
– Nos preocupamos más por ella que por el resto. Es tan sensible…
– Teniendo en cuenta quiénes son sus padres, sospecho que será más dura de lo que piensa. -Debería estar avergonzado de forzar la nota tan descaradamente, pero Hannah era realmente una chica estupenda, y no se sentía demasiado mal por ello.
– No sé. La verdad es que siente las cosas muy adentro.
– Lo que usted llama sensibilidad yo lo llamo dotes psicológicas. Cuando haya aprobado noveno, envíemela y le daré trabajo. Necesito a alguien que me ponga en contacto con mi lado femenino.
Phoebe se echó a reír, con una risa que sonó franca.
– Lo pensaré. Puede que sea útil tener un espía en campo enemigo.
– Venga, Phoebe. Yo era un chulito que intentaba demostrar a todo el mundo lo duro que era. La cagué, y los dos lo sabemos. Pero no la he vuelto a putear desde entonces.
La expresión de Phoebe se ensombreció.
– Ahora va a por Annabelle.
Así, de pronto, su frágil camaradería se evaporó. Heath habló con cautela.
– ¿Eso es lo que cree que estoy haciendo?
– La está utilizando para llegar hasta mí, y no me gusta.
– No es fácil utilizar a Annabelle. Es bastante lista.
Phoebe le lanzó esa mirada suya que quería decir «no me venga con tonterías».
– Ella es especial, Heath, y es mi amiga. Perfecta para Ti lo es todo para ella. Usted está liando las cosas.
Una afirmación bastante justa, pero aun así, Heath notó que un nudo de enojo se le formaba bajo el esternón.
– No le da usted la confianza que se merece.
– Es ella la que no confía en sí misma lo bastante. Eso es lo que la hace vulnerable. En su familia están convencidos de que es una fracasada porque no tiene ingresos de seis dígitos. Necesita concentrarse en hacer que su negocio funcione, y tengo la sensación de que usted se ha convertido deliberadamente en una distracción muy negativa.
El olvidó que tenía por norma no ponerse nunca a la defensiva.
– ¿A qué se refiere exactamente?
– Vi cómo la miraba anoche.
La insinuación de que pudiera hacerle daño a Annabelle deliberadamente le sentó como un tiro. No era su padre. No utilizaba a las mujeres, y sobre todo no utilizaría a una mujer que le gustase. Pero estaba tratando con Phoebe Calebow, y no podía permitirse el lujo de perder los estribos, de modo que recurrió a su inagotable reserva de autodominio… y la encontró agotada.
– Annabelle es amiga mía, y no tengo por costumbre hacer daño a mis amigos. -Se puso en pie-. Claro que usted no me conoce lo bastante bien como para saberlo, ¿no?
Al alejarse, iba diciéndose de todo menos bonito. Él nunca perdía el control. Nunca jamás perdía el puto control. Y sin embargo, acababa básicamente de mandar al infierno a Phoebe Calebow. ¿Y por qué? Porque en lo que le había dicho anidaba suficiente verdad como para que le doliera. El hecho era que había incurrido en falta, y Phoebe le había levantado el banderín señalándosela.
Annabelle esperaba a Heath en el porche de entrada del bed & breakfast junto a Janine, a quien había invitado a acompañarles en el coche a cenar al pueblo. Había permanecido en su dormitorio de la cabaña hasta que oyó entrar a Heath. En cuanto oyó correr el agua de la ducha, garrapateó rápidamente una nota, la dejó sobre la mesa y se escapó. Cuanto menos tiempo pasara a solas con él, mucho mejor.
– ¿Alguna pista sobre la misteriosa sorpresa de Krystal? -Janine enderezó el cierre de su collar de plata mientras aguardaban sentadas en las mecedoras del porche.
– No, pero espero que engorde. -La verdad era que a Annabelle le daba igual cuál fuera la sorpresa, con tal de que la mantuviera lejos de Heath después de cenar.
Por fin llegó con el coche, y Annabelle insistió en que Janine se sentara delante con él. De camino al pueblo, Heath se interesó por sus libros. No había leído jamás una línea escrita por ella, pero para cuando llegaron a la fonda ya la había convencido de que tenía todo lo necesario para convertirse en la próxima J. K. Rowling. Lo extraño era que daba la impresión de creérselo. La Pitón sabía cómo motivar a la gente, de eso no cabía duda.
La decoración rústica, en madera, de la fonda de Wind Lake acompañaba perfectamente un variado menú de ternera, pescado y caza. La conversación estuvo animada, y Annabelle redujo la ingesta de alcohol a una única copa de vino. Mientras atacaban los entrantes, Phoebe preguntó a los hombres qué tal había ido el debate sobre su libro. Darnell abrió la boca para responder y su diente centelleó, pero Ron se le adelantó.
– Salieron tantas cosas que no sé ni por dónde empezar. ¿Dan?
– Fue muy intenso, desde luego -dijo el director general de los Stars.
Kevin adoptó una actitud reflexiva.
– Compartimos muchas impresiones.
– ¿Intenso? -Darnell puso ceño-. Fue…
– Seguramente, Heath podría resumirlo mejor que cualquiera de nosotros -terció Webster.
Los demás asintieron con solemnidad y volvieron sus mirad hacia Heath, que dejó el tenedor.
– Dudo que fuera capaz de haceros justicia. ¿Quién habría pensado que pudiéramos tener tantas opiniones distintas sobre el nihilismo posmoderno?
Molly miró a Phoebe.
– No han hablado del libro en absoluto.
– Ya te dije que no lo harían -respondió su hermana.
Charmaine estiró el brazo para frotarle la espalda a su marido.
– Lo siento, cariño. Sabes que intenté convencer a las chicas de que te dejaran unirte a nuestro grupo, pero dicen que echarías a perder nuestra dinámica.
– Aparte de intimidarnos para que leamos Cien años de soledad -añadió Janine.
– ¡Es un libro fantástico! -exclamó Darnell-. Aquí nadie está dispuesto a plantearse un desafío intelectual.
Kevin ya había oído alguna vez a Darnell sermonear a la gente sobre sus gustos literarios, e intervino rápidamente para cambiar de tema.
– Todos sabemos que tienes razón, y estamos avergonzados, ¿verdad, tíos?
– Yo sí.
– Y yo.
– Se me hace casi insoportable mirarme al espejo.
Kevin recurrió a Annabelle como siguiente distracción para evitar que Darnell se exaltara.
– ¿Y qué es esto que he oído de que sales con Dean Robillard?
Todos cuantos estaban a la mesa dejaron de comer. Heath bajo el cuchillo. Las mujeres giraron la cabeza. Molly clavó la vista en los verdes ojos, no tan inocentes, de su marido.
– Annabelle no sale con Dean Robillard. Nos lo habría contado.
– De verdad que no -dijo Annabelle.
Kevin Tucker, el quarterback más avispado de la Liga Nacional de Fútbol, se rascó la nuca como si fuera un tarado, eso sí, de muy buen ver.
– Estoy confuso. Hablé con Dean el viernes, y comentó que salisteis los dos la semana pasada y que se lo pasó muy bien.
– Bueno, fuimos a la playa…
– ¿Fuiste a la playa con Dean Robillard y no se te ocurrió mencionarlo? -exclamó Krystal horrorizada.
– Fue… una cosa improvisada.
Hubo un murmullo de agitación entre las mujeres. Kevin tenía intención de seguir enredando y no esperó a que se calmaran.
– ¿Y entonces, tiene intención Dean de volver a quedar contigo?
– No, claro que no. No. Quiero decir… ¿sí? ¿Por qué? ¿Dijo algo?
– No sé, es la impresión que saqué. Tal vez le entendí mal.
– Estoy segura de que sí.
Heath permanecía imperturbable, un hecho que llamó la atención de Phoebe.
– Su pequeña casamentera se está espabilando, desde luego.
– Me alegro -dijo Sharon-. Ya era hora de que saliera de su caparazón.
Heath miró a Annabelle recelosamente.
– ¿Estaba en un caparazón?
– Más o menos.
Charmaine la miró desde el lado opuesto de la mesa.
– ¿Nos está permitido hablar de tu infortunado compromiso?
Annabelle suspiró.
– ¿Por qué no? Según parece, estamos examinando todos los aspectos de mi vida.
– Yo me quedé de piedra -dijo Kevin-. Jugué al golf con Rob un par de veces. Tenía un swing horroroso, pero así y todo…
Molly puso la mano sobre la suya.
– Ya han pasado dos años, pero a Kevin todavía le cuesta aceptarlo.
Kevin sacudió la cabeza.
– Tengo la sensación de que debería invitarle… invitarla… a jugar otra vez, sólo para demostrar que soy abierto de ideas, cosa que soy, bajo circunstancias normales, pero Annabelle me cae bien, y Rob sabía desde un principio que tenía un problema. Nunca debió pedirle que se casara con él.
– Recuerdo el swing de Rob -dijo Webster.
– Sí, yo también me acuerdo. -Dan sacudió la cabeza con disgusto.
Se hizo un breve silencio. Kevin miró a su cuñado.
– ¿Estás pensando lo mismo que yo?
– Sí.
– Yo también -dijo Webster.
Ron asintió. Al igual que el resto. Heath sonrió y todos volvieron a concentrarse en sus platos.
– ¿Qué? -exclamó Molly.
Kevin sacudió la cabeza.
– Que no hay en el mundo operación de cambio de sexo que pueda arreglar ese swing.
Las mujeres dejaron a los hombres en la fonda y volvieron al bed & breakfast. Una vez allí, Krystal las encerró en un acogedor salón de la parte de atrás, corrió las cortinas y bajó las luces.
– Esta misma noche -anunció- vamos a celebrar nuestra sexualidad.
– He leído ese libro -dijo Molly-. Y si alguna empieza a desnudarse y a buscar un espejo, me voy corriendo.
– No la vamos a celebrar de esa manera -dijo Krystal-. Todas tenemos algún problema que hay que afrontar. Por ejemplo… Charmaine es muy remilgada.
– ¿Yo?
– Te estuviste desnudando en el vestidor durante tus dos primeros años de matrimonio.
– De eso hace mucho tiempo, y ya no me desnudo allí.
– Sólo porque Darnell amenazó con quitar la puerta. Pero no eres la única con complejos sexuales. Annabelle no habla mucho del asunto, pero todas sabemos que no se ha acostado con nadie desde que Rob la dejó traumatizada. A menos que anoche…
Todas se volvieron a mirarla.
– ¡Soy su casamentera! ¡No hay sexo entre nosotros!
– Eso está muy bien -dijo Molly-. Pero Dean Robillard es harina de otro costal, absolutamente. Háblanos del bomboncito de moda.
– No nos desviemos del tema -dijo Krystal-. Tres de nosotros llevamos mucho tiempo casadas, y por mucho que queramos a nuestros maridos, puede una caer en la rutina.
– O no -dijo provocativamente Phoebe, con su sonrisa de gata.
Hubo un coro de risitas, pero Krystal no iba a dejarse distraer.
– Molly y Kevin tienen críos pequeños, y ya sabemos lo mucho que eso puede lastrar tu vida sexual.
– O no. -Molly exhibió su propia sonrisa de gata.
– La cuestión es… va siendo hora de que nos pongamos más en contacto con nuestra sexualidad.
– Yo tengo contacto de sobras con la mía -dijo Janine-. Lo único que quisiera es que la tocara alguien más también.
Más risitas.
– Adelante, haced bromas -dijo Krystal-. Vamos a ver esta película igualmente. Nos hará mejores mujeres.
Charmaine se puso en alerta máxima.
– ¿Qué clase de película?
– Una película erótica hecha específicamente para mujeres.
– Estás de broma. No, Krystal, en serio.
– En la que he seleccionado, una de mis favoritas, salen actores de diversas razas, edades y grados de sensualidad, para que ninguna se sienta excluida.
– ¿Este era tu gran misterio? -dijo Phoebe-. ¿Que vamos a ver una porno todas juntas?
– Erótica. Hecha sólo para mujeres. Y hasta que no hayas visto una de estas películas, no deberías juzgarlas.
Annabelle sospechaba que varias de ellas ya lo habían hecho, pero que ninguna quería aguar el entusiasmo de Krystal.
– Lo que más me gusta de esta película en particular es esto dijo Krystal-: los tíos están todos buenísimos, pero las mujeres son más bien normalitas. Nada de silicona.
– Eso la distinguiría del porno para hombres, ciertamente -dijo Sharon-. Al menos, por lo que tengo entendido.
Krystal empezó a toquetear el reproductor de DVD.
– Además, tiene guión y hay preámbulos a los polvos. Un montón. Se besan, se desnudan muy despacio, se acarician mogollón…
Janine hundió la cara entre las manos.
– Esto es patético. Ya me estoy poniendo cachonda.
– Pues yo no -dijo Charmaine enfurruñada-. Soy cristiana y me niego a…
– Se supone que un buen cristiano… una buena cristiana… ha de complacer a su marido. -Krystal sonrió y le dio al mando a distancia-. Y créeme, esto a Darnell le volverá loco de contento.